miércoles, 30 de diciembre de 2009
A punto de acabar el año: por un feliz 2010
Pero la vida es un claroscuro. "Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde", escribió Jaime Gil de Biedma en su hermoso poema No volveré a ser joven. Ese verso siempre acude a mi mente en los momentos no fáciles. Y 2009 fue un año en el que la felicidad que arriba he descrito ha tenido su contrapunto de infelicidad, de desazón, de desconcierto. Se fueron dos amigos que llenaron muchas veces mi casa y mi mente y mi corazón: José Viñals y, sobre todo, mi hermano Diego Jesús Jiménez (Benedetti o Ayala también duelen, pero no estuvieron tan cerca). Tuve otras pérdidas familiares, de gentes que formaban parte del paisaje de mi infancia. Y hubo dramas colectivos que no pueden dejer indiferente a nadie con un mínimo de sensibilidad: Gaza, Afganistán, las hambrunas de siempre, el paro que tocó a personas muy próximas, la crisis que cercenó proyectos...
Quiero un 2010 mejor. Infinitamente mejor. Con proyectos cumplidos. Con sueños. Con más felicidad que incertidumbre. Con más amor que desamor. Con poesía, con arte, con verdad. Con más empleo, con salud. Con amistad. Con palabras, esa hermosa materia que nos explica y nos emociona. Y sólo con los silencios imprescindibles. A todos: un 2010 mejor. Con un horizonte tan amplio como el de la fotografía.
Cierro esta peculiar felicitación con un poema de mi libro Donde nunca hubo ángeles. Un poema que habla de muchas noches de felicidad y amistad y desazón discutiendo de arte, de palabras, de poesía:
DISCUTIR DE POESÍA
Discutir de poesía abrazando las horas hasta dar con el alba
no es despojar al tiempo de sentido.
Es armarlo.
El humo y el coñac, y la noche y la música
levantaron el mundo en torno de una mesa: discutimos
acerca de lo inútil y amamos el instante
que jamás nos consuela, que nos ata
y esclaviza.
¿Mas sabemos que en el aire de un verso algo respira
más allá del lenguaje?
Decimos
viento y nos convocan tardes vencidas,
horas de soledad o de intemperie,
días de dicha o desventura. Decimos tierra
y nos visita la oscuridad y el légamo
donde nunca hubo ángeles, y el paladar se empaña
con el sabor a muerte de un verano maldito,
decimos niebla y la luz se estremece
entre muebles sin uso y busca la memoria
el frío de un invierno en el muchacho
que apenas reconoces.
domingo, 27 de diciembre de 2009
Mundos no tan al margen en tiempos de Internet: dos lecturas últimas.
Aunque residente en Berlín desde 1987, sus espacios imaginarios trabajan en la Rumania rural, en la Suabia de la que es originaria, en un mundo duro, desapacible, en el que los seres humanos, por sus condiciones de vida, casi se confunden con los animales. Un mundo real y vivido, contado con un lenguaje afilado, perturbador, que no elude lo escatológico, que se acerca a las raíces de la condición humana en situaciones límite. Compré hace un par de meses En tierras bajas y lo leí de un tirón. Ayer me hice con la edición en bolsillo de El hombre es un gran faisán en el mundo y espero no tardando mucho hacer lo mismo que con el anterior.
Herta Müller, que narra la experiencia vital de unos seres que trabajan de sol a sol, en la que la sexualidad bordea lo maldito, en la que la religión gravita como amenaza a veces, como salvación otras, que cuenta un mundo en el que las infidelidades y los hijos “ilegítimos” forman parte de lo cotidiano, una existencia regida por el ritmo de las cosechas, por los funerales y los entierros, por el frío y la nieve y la suciedad y el barro, por el amor y por la crueldad. Un universo limitado, asfixiante, pero… lleno de una pavorosa actualidad: no sólo porque todavía, en la Europa del siglo XXI, sobre todo en la del Este, existen territorios, aldeas, pequeños pueblos en los que ese mundo vive más allá de la ficción, sino porque en los relatos de la Müller también respira la realidad que se vive (con las lógicas diferencias culturales) en tres cuartas partes del planeta.
Casi de manera simultánea, leí El caballo de cartón, de Abel Hernández, testimonio poético de un mundo desaparecido que en los años 50 y 60 no mostraba grandes diferencias con el que nos cuenta la premio Nobel y al que dediqué no hace mucho una entrada en este blog. No volveré a ese libro, pero sí viajaré con la imaginación a las tierras y pueblos abandonados de los que en él nos hablaba Abel. Y lo haré de l mano de un poeta mucho más joven que Abel Hernández y bastante más joven que Herta Müller: Fermín Herrero, soriano, nacido en 1962 en Ausejo de la Sierra. Para abrir boca, aquí reproduzco uno de los poemas del libro al que me referiré a continuación.
Fermín Herrero es un poeta de honda lírica, un escritor que aúna lenguaje y conciencia crítica, que no huye de la memoria y que tiene en el mundo rural que conoció de niño un referente que perdura de un libro a otro. Viene esto a propósito de un breve e intenso poemario que acabo de recibir: De la letra menuda es el título. Algo más de medio centenar de poemas cortos en los que muestra la memoria de un mundo deshabitado, que hoy solo pueblan fantasmas –entre ellos, el fantasma del poeta niño-, en el que la nieve, el viaje, la lluvia, los atardeceres, el vuelo de los pájaros, la vida intensa y mínima del matorral o del viejo álamo conforman una realidad que, en el fondo, es la metáfora del mundo, de un mundo que ya no existe (o que sí existe, no hay más que internarse en la Soria profunda, tierra de origen de Herrero).
He visto en los poemas de De la letra menuda un complemento silencioso de los relatos de la Müller, un caleidoscopio de emociones y de evocaciones que tocan universos pequeños que, todos, alguna vez, hemos conocido. Su lectura me ha permitido reconstruir experiencias que suelo recobrar cada vez que viajo, en coche, por las estrechas carreteras que, en nuestro país, se internan en las comarcas menos habitadas, incluso en el Madrid de la llamada sierra pobre. También cuando lo hago en tren. Siempre me ha fascinado ver, a lo lejos, ruinas de viejas aldeas, de pueblos que tuvieron vida y esplendor décadas antes, pequeñas torretas o campanarios de los que huyeron hasta las cigüeñas. Esos mundos (mejor dicho, la pequeña y gran historia de esos mundos) han cobrado vida estos días (metido en una polémica, por cierto, sobre el fragmentarismo y la propuesta "nocilla") al leer a Fermín Herrero. Cierro con otro poema del libro:
Con trapos viejos y un caldero tan abollado
como su edad camina muy despacio hacia
la casa abandonada donde guarda
los tiestos en el tiempo malo, al calorcejo
de aquella habitación tan calentita
donde tres veces diera a luz y una
amortajara a su difunto. Va a regar
los geranios. El año pasado heló
tanto que ni al abrigo aguantaron, a ver
los nuevos. El caldero abollado, la tos seca.
lunes, 21 de diciembre de 2009
Narrativa de hoy: ¿Dónde está la guerra de las galaxias? ¿Cómo se libra?
Lo primero que cabe decir es que la película (una obra maestra de la ciencia ficción) a la que alude la afirmación de Vilas tiene ya 30 años. Que en ese tiempo ha habido, al menos, dos procesos de renovación/revolución/desestructuración narrativa en occidente. En España también. De esos procesos, las obras perdurables que han quedado se pueden contar con los dedos de una mano. Por tanto, afirmar que los escritores "modernos" (o post) están librando "la guerra de las galaxias" mientras que los antiguos están en la guerra civil española, no deja de ser una afirmación huera de contenido. Entre otras razones porque hay escritores modernos, innovadores, rupturistas si se me apura, que en España afrontan nuestra realidad social con moldes estéticos y literarios "no fragmentarios". Y que en Europa o en Norteamérica ocurre lo mismo: sólo a los sectores más conservadores se les ocurre decir en Italia, en Francia o en Alemania, o en Inglaterra, que hay escritores que "combaten" en la Segunda Guerra Mundial o en la guerra contra el nazi-fascismo (por tanto, no modernos) frente a los que están en "la de las galaxias". Recordar novelas europeas recientísimas (de dos años para acá) proyectadas sobre la memoria colectiva y, a la vez, radicalmente modernas, como Las benévolas, de Johanatan Littel, o La elegancia del erizo, de Muriel Barbery, o El informe de Brodeck, de Philippe Claudel, o Chesil Beach, de Ian Mcewan o La lluvia antes de caer, de Johanthan Coe, por citar sólo las que he leído y me vienen a la cabeza, haría innecesario prolongar esta reflexión.
sábado, 5 de diciembre de 2009
Recogerse el pelo, salir del blog y otras reflexiones
Las manera de recogerse el pelo. Generación bloguer es una antología de poetas "blogueras" ideada/promovida por el poeta asturiano David González que, tal y como ha anunciado en diversas ocasiones Pepo Paz, editará Bartleby en unos meses. Poetas que, mayoritariamente, se han curtido en la escritura en el mundo de Internet, en el ámbito del blog. Que han crecido en este ecosistema virtual que, siempre, habla del ecosistema de la realidad , de nuestro mapa de emociones, incertidumbres, miedos y deseos. Pues bien, estas poetas, buenas poetas (¿o poetisas?) pasarán del blog (de Internet) al papel, verán sus poemas, negro sobre blanco, agrupados en un libro hecho con el gusto y la delicadeza con que Bartleby hace los libros, un libro que irá a los anaqueles de las librerías, estará (si es posible) en las mesas de novedades de éstas y será leído al amor de la lumbre, en un café, en el tren, en el metro o en el autobús o junto a una ventana que da al mar (por ejemplo), por lectores devotos de la poesía .
Ese itinerario conduce, a la vez, a dos reflexiones: de un lado, es bueno destacar la importancia que tiene, para todo poeta, por muy joven que éste sea, el libro convencional, el libro de siempre. Tiene algo (lo he escrito alguna vez en este blog) de canonización, de "certificado" que acredita su condición de escritor. Puesto que es obvio que todas las poetas de La manera de recogerse el pelo pueden colgar sus libros (no sólo los poemas antologados) en sus blogs o en mutitud de páginas web, ¿qué sentido tiene la edición en papel? Dejó ahí la pregunta. La segunda reflexión es algo más peliaguda: estos días, con motivo de una agria polémica sobre el pirateo de libros de poemas, Pepo Paz ha sugerido la posibilidad de colgar la antología y no editarla para así dar la razón a quienes justificaban, en los comentarios recibidos en su blog, la apropiación indebida de textos ajenos. Ha habido, como es natural, protestas entre quienes entendían y justificaban (algunas interesadas, por tratarse de antologadas) el pirateo de otros por el gran papel difusor de cultura que tiene Internet pero, sin embargo, no veían bien que esa "medicina" se aplicara a La manera... Pues bien, esa es una de las muchas evidencias de la necesidad de oponerse a todo pirateo. Si se cuelga en la red, ¿para qué editarlo? Si un libro puede ser reproducido en su integridad, o casi, por cualquier bloguero, ¿qué sentido tiene gastar tiempo, dinero y esfuerzo en la edición en papel? Aun considerando en el horizonte el e-book, es obvio que hay que salvaguardar los derechos de los autores y de los editores, también trabajar para que la red de librerías interesadas en vender poesía se mantenga y crezca, y evitar que cualquier ciudadano pueda, por la vía directa, copiar entero (o casi) un libro y colgarlo en la red como si éste si fuera propiedad suya. Que lo haga si quiere con los de dominio público, no sujetos a derechos... Pero hacerlo con el resto de los libros es un delito.
La manera de recogerse el pelo, editado en papel, tendrá algo de consagración de las poetas que lo nutren. Saldrán del blog, cruzarán ese espacio invisible que separa la pantalla y el universo de la Red del libro que se acaricia, cuyas páginas se huelen (ese aroma algo ácido del papel y la tinta), cuyo lomo puede contemplarse, junto al de otros libros, en una estantería.... Pero... ¿y si no llegara a ser un libro... en papel? El contenido sería el mismo, cualquiera se lo podría descargar e imprimir, no habría merma en los poemas, ni en las biografías de las poetas. Incluso podría ser leído sin descargarlo ni imprimirlo. ¡¡Y sería gratis para los lectores!! Como director de la colección que lo acoge, creo que no sería lo mismo. Y estoy convencido de que así piensan las propias poetas que integran la antología. ¿O no?
domingo, 29 de noviembre de 2009
Palabras para José Viñals / El tiempo en los objetos
José Viñals perdió la batalla contra la enfermedad. Vaya otoño que llevamos. Anteanoche recibí la noticia y no pude evitar un vacío extraño en la boca del estómago. Recordé de inmediato a Diego Jesús Jiménez y su marcha inesperada y recobré momentos de una amistad firme, casi siempre en la lejanía, cultivada a lo largo de más de quince años. Fue en 1995, en una de sus visitas a Madrid desde el Jaén que acabó por convertirse en su pequeña patria dentro de la patria universal del idioma (él, argentino de Corralito, Córdoba, era un eterno exiliado de los países y de las ciudades, un gran amigo de los pueblos, un grandísimo poeta), cuando lo conocí. Buscaba editorial de ámbito estatal para sus libros, buscaba reconocimiento, buscaba la proyección nacional que su poesía, su narrativa, sin duda alguna, merecían.
En aquellos años fue creciendo, a su alrededor, una constelación de jóvenes poetas que fueron trabajando por abrir paso a una obra caudalosa y brillante, que bebía en el surrealismo y las vanguardias, en la que había toneladas de sensualidad, y un trasfondo de tristeza, de conciencia de desterrado de la que nunca se liberó. Juan Carlos Mestre, José Ángel Cilleruelo, Lupe Grande, Jorge Riechmann, Yolanda Soler, Juan Manuel Molina Damiani, José María Parreño... Hoy recuerdo las largas conversaciones de aquellos días en un Madrid que no fue tan hospitalario como él esperaba, en el que vivió por un tiempo para terminar abandonándolo buscando mejores horizontes en Málaga primero, en Valencia después para, al final, retornar a Jaén. En 2000 obtuvo el premio Jaime Gil de Biedma con un libro intenso, Transustanciaciones, y entre sus títulos (escribo de memoria) cabe destacar, en poesía, Milagro a milagro, Animales, amores, parajes y blasfemias y Elogio de la miniatura. La última vez que lo vi en Madrid fue hace tres años, con motivo de la presentación, en el Círculo, de He amado. Lo encontramos delicado de salud, pero ilusionado, hondamente comprometido con la poesía. Y con la narrativa. Lo digo porque escribió tres libros en prosa en los que no dudo en vislumbrar una voz equiparable a la de Juan Rulfo: los libros de relatos Miel de avispa y Ojo alegre y viejísimo (un buen homenaje a José sería publicar ambos en un volumen de "cuentos completos") y la novela, con una capacidad perturbadora difícilmente igualable, titulada Padreoscuro. Descansa en paz, José. A los que quedan aquí, sobre todo a Martha (maravillosa e inigualable tejedora de tapices), a Irene y a Andrea, a Gabriel, a Yolanda y a Celia, mi solidaridad, mi cercanía. Nuestra solidaridad y nuestra cercanía y nuestro calor.
El tiempo en los objetos
Más de una vez, cuando viajo por las estrechas carreteras que surcan comarcas remotas de nuestra geografía, incluso por las zonas menos pobladas de la sierra norte de Madrid, o de la Tejera Negra, al norte de Guadalajara, suelo pensar en los vestigios de otro tiempo que, en forma de objetos cotidianos y utensilios de todo género, duermen detrás de las ventanas cerradas de las casas abandonadas que parecen hacer guardia junto a la carretera, o en los antiguos edificios de los pueblos semivacíos. Palanganas o jofainas, cántaros, botijos, baldes, cuchillos, cucharas, cordeles, peones y peonzas, espejos con marcos de bronce o de hierro forjado.... Los símbolos de un mundo desaparecido que sólo la sensibilidad de quien quiera recuperarlos para el presente trasladándolos a una vivienda de hoy como objetos decorativos, quizá en una lejana ciudad, o de quien decida resucitarlos con la palabra a través del poema o del relato, puede concederles una nueva y diferente existencia. O de una entrada de blog en homenaje a un poeta que, como José Viñals, nos ha dejado algo más huérfanos.
sábado, 7 de noviembre de 2009
Mi lectura de Terenci Moix
Descubrí su narrativa a principios de los ochenta (es decir, tarde) cuando llegó a mis manos una edición, en castellano, de su primera y juvenil novela, Olas sobre una roca desierta y, sobre todo, cuando meses más tarde y debido a mi experiencia de lectura de Olas (una novela de formación, de descubrimiento en la que Terenci, transmutado en Oliveri, un "niño bien" de la época, recorre Europa y envía cartas a un interlucutor imaginario en las que relata su experiencia, que no es sino una búsqueda de sí mismo por el camino de la incertidumbre, del gozo ... y, quizá, quizá, de la locura), busqué afanosamente la novela que afirmó su trayectoria como escritor, El día (en) que murió Marilyn. Confieso que busqué ese libro por una razón adicional: siempre me ha fascinado reflexionar acerca de lo que ocurría en mi vida cotidiana en momentos especialmente trascendentes para la historia. La llegada de Eisenhower a España, el 23-F, el asesinato de J. F. Kennedy, el golpe de Pinochet, la muerte de Franco o de Carrero Blanco, el atentado contra el World Trade Center el 11-S, han sido momentos históricos que han marcado mi vida. Y siempre he intentado mantener fresco en la memoria el modo en que viví la experiencia: dónde estaba, qué leía en aquella época, cómo amaba, que barrios frecuentaba, cómo era el microcosmos en que me movía. Uno de esos momentos, cuando apenas había traspasado mi primera década de vida y aún no me había asomado a la adolescencia, fue el día de la muerte de Marilyn Monroe, en 1962. La muerte de la actriz me pareció extraña, en contra de la lógica, me puso, a mis diez años, ante una injusticia abismal y existencial. Pero cuando, años después, intenté recordar qué hacía yo entonces, donde estaba el día en que murió Marilyn, cuáles eran mis sueños, en mi mente sólo se dibujaba una nebulosa. Por eso, cuando a principios de los 80 supe que Terenci Moix había escrito la novela arriba citada, sentí la necesidad de sumergirme en ella, de vivir con sus personajes. Como si en ella fuera a encontrar mis propias vivencias en ese día que había olvidado.
Al hacerlo no me sentí decepcionado sino al contrario. La infancia y la adolescencia, con sus gozos, sus miedos, sus incertidumbres; la Barcelona de los años cuarenta y cincuenta, la magia del cine, la vida cotidiana en los hogares, la sexualidad oculta y condenada, el amor extraconyugal, las frustraciones, los tebeos, las fiestas que se clavan en la memoria, comenzando por la de los Reyes Magos (memorable la descripción de la cabalgata, del tiempo navideño desde la mirada de Bruno, el protagonista), los mitos del cine y de la literatura, la soledad de la infancia, la educación en los colegios religiosos y, sobre todo, la evolución y el desarrollo de una Barcelona que, pese a todo, mantenía su vitalidad bajo el franquismo: todo ello respira en la novela y la dota de sentido.
La muerte de Marilyn significó para la generación de Terenci el descubrimiento de que los mitos también podían dejarnos, de que eran vulnerables y que, quizá por eso, eran mitos. A partir de entonces, fui un devoto lector de su obra narrativa. Mejor dicho: de aquella que tenía a Barcelona y a su memoria perosnal como protagonistas esenciales (no de la ambientada en el Antiguo Egipto) del relato. Así, gocé, como si de una prolongación de El día... se tratara de los tres volúmenes que conforman su autobiografía titulada El peso de la paja (El cine de los sábados, El beso de Peter Pan y Extraño en el paraíso). Y en mi imaginación creció una Barcelona que se fundía con la leída en Eduardo Mendoza, en Juan Marsé o en Manolo Vázquez Montalbán, una Barcelona hecha literatura, una Barcelona a la que no he dejado de buscar paseando por sus calles cada vez que he viajado allí. Leamos a Terenci. Sobre todo, a ese Terenci próximo, cercano, tan irreverente como romántico, que tanto nos habla de nosotros mismos.
jueves, 5 de noviembre de 2009
"Aire Nuestro"... y también de Manolo Vilas
domingo, 1 de noviembre de 2009
La cocina del poeta: dos poemas de "Ciudad adentro"
También como tibieza y cercanía, como abrigo de paño
o blusa de franela. Como rincón oscuro
y cuaderno olvidado
en ocultos refugios de montaña.
El amor construido de habitaciones sólo
conocidas de paso, como huellas
de un tiempo muy extraño, fugitivo en exceso.
El amor como ventana, como alféizar
que sujeta la noche, que explica adolescencias,
que amarga a veces o se endulza
con dudosos azúcares.
El amor de humedades y de sedas
y cremalleras torpes y manos inexpertas
en barrios tan limítrofes
como tu propia estirpe, originaria
de la ciudad más rota y de los estraperlos.
demasiado a destiempo, quizá con la tardanza
del condenado.
Las lecturas que nunca serán mías,
que cubrirá la muerte con la gasa
de la imposibilidad. Las lecturas
que quedarán a medias como testigos mudos
de una impotencia antigua. Las lecturas
que barrieron las sombras,
que ocuparon las calles y las noches.
Las lecturas que arañaron la piel de la pequeña patria
del corazón, del río tantas veces soñado.
Las lecturas que hablaban
de unos días de Cambridge
que jamás vivirías.
Las lecturas
donde crecen los héroes y te cercan
las verdades de otros, las almas reversibles,
el corazón más tuyo y algún sótano.
(Las lecturas)
En los textos escaneados viven mis dudas acerca de la evolución de cada poema. En las tachaduras están los caminos interrumpidos, en las líneas escritas los encontrados, en los trazos que cruzan el poema la guía que sitúa, en el poema inicial, los nuevos versos.
viernes, 23 de octubre de 2009
El esfuerzo de leer "Nocilla Lab" y algunas reflexiones
Tropezar dos veces en la misma piedra
Caí de nuevo, lo confieso. Soy un confiado lector que intenta acercarse a cada libro con la mirada inocente de quien intenta ser feliz viviendo una historia construida con palabras en la que respiren la emoción, la escritura reveladora con su punto de misterio, los grandes sueños del hombre y sus grandes frustraciones, un argumento que me atrape, que me lleve, que me quite el aliento si es necesario, que me haga vivir durante el tiempo que dure la lectura en estado de vigilia: una forma de recomponer la existencia, de ordenar el mundo en definitiva mediante el lenguaje. Es decir: esa magia que alienta en toda buena obra narrativa, sea del siglo XVI, sea del XIX, del XX o del XXI. Pues bien, hace algunos meses dediqué una entrada de este blog al libro Postpoesía, de Agustín Fernández Mallo. En ese texto (Postpoesía, emoción....), y en uno más largo, publicado en El País con el título La novela en el siglo XXI goza de buena salud intenté reflejar mi crítica, respetuosa sin duda, pero también rigurosa (al menos, esa fue mi intención) a una literatura que lejos de intentar, como decía arriba, proponer una ordenacíón del mundo (algo que intentó, con una lucidez extrema, un autor tan experimental como Joyce en Ulises hace casi un siglo contando el día irrepetible de su protagonista en el Dublín de principios del siglo XX o, con una dimensión sombría, oscura, Juan Rulfo en Pedro Páramo), se recrea en el caos, en el fragmento, en el discurso reiterativo que aburre y agota.
Decía al principio que soy un confiado lector que intenta acercarse a cada nuevo libro con mirada inocente y generosa. Eso me ocurre, de manera muy especial, cuando el libro me viene recomendado por una persona de confianza. Pues bien: en el blog de un buen amigo (y buen escritor) leí hace poco más de una semana un elogio sin fisuras, con calificativos casi hiperbólicos, hacia la tercera entrega de la trilogía de Mallo llamada "proyecto Nocilla". Se trata de la novela (o como queramos llamar al libro) Nocilla Lab. Tal y como suelo actuar en tales ocasiones, en cuanto pude busqué el libro en la mesa de novedades de la librería más próxima y lo compré. Lo compré pese a mi trabajosa lectura de Nocilla dream, el primer volumen de la trilogía; también a pesar de mi incapacidad para acabar el ensayo citado al principio. Reconozco que soy muy sensible a los elogios y era tal la pasión que mi amigo ponía en su blog que me dije: "Tiene que ser, por fuerza, un libro magnífico".
Mis dudas
¿Es un libro magnífico? No lo sé. Mi experiencia ha ido en dirección contraria. He llegado a la página 40 y sospecho que no continuaré. Por agotamiento / aburrimiento. La historia es endeble o no hay historia (digo argumento, digo trama). Ya sé que se trata de la novela que responde (eso afirma su autor) a la realidad fragmentaria que nos ofrecen las TIC (léase tecnologías de la información y la comunicación), el universo Internet y el mundo que asoma en las pantallas multicanal de nuestros televisores por satélite y TDT. Pero, con todos los respetos, creo que la realidad fragmentaria, caótica, desordenada, forma parte de la percepción del hombre de todos los tiempos. Es parte consustancial de la percepción de la realidad. Ya estaba presente en el mundo en que escribió Cervantes, y en el siglo XIX, y, de manera aún más intensa en el siglo XX. Lo que hicieron los grandes escritores, lo que hacen hoy, no es trasladar (reflejar) al texto el caos y la fragmentariedad, sino proponer un orden a ese mundo, dotarle de sentido de acuerdo con las más hondas aspiraciones del ser humano. No hace mucho, leí/contemplé Poema en viñetas. Novela gráfica, de Dino Buzzati, aparecida en Italia en 1969 y me pareció curioso el mestizaje intergéneros que el autor de un clásico como El desierto de los tártaros abordaba en ese libro: el comic y el texto literario conviven y se interrelacionan. Hace 20 años, durante el proceso de edición de mi primera novela, Mar de octubre, Juan Serraller, el editor (Fundamentos) me regaló dos novelas emblemáticas del experimentalismo norteamericano de los 60/70: La subasta del lote 49, de Thomas Pynchon, y Quimera, de John Barth. Las leí con esfuerzo pero las disfruté: construían mundos frente a la lógica del caos (que no era propiamente el caos, que era la lógica de los poderes dominantes que llevaron a Vietnam y a la guerra fría) que parecía gobernar la realidad (sin Internet).
Más de una vez he escuchado de algún escritor o de algún crítico que el modo de narrar del "proyecto nocilla" es el modo de narrar del siglo XXI. Siempre he recibido tal afirmación con perplejidad. Porque creo, con toda sinceridad, que es la vía más directa para eludir el desafío de construir una historia sustentada en el lenguaje y en todas sus capacidades de misterio, de revelación y de emoción junto con el interés que puede aportar una trama con un orden o una lógica interna que lleve al lector del principio al final. Ese es el secreto de La metamorfosis de Kafka o de El tambor de hojalata, de Günter Grass. Incluso El hombre sin atributos, de Musil, un monumento literario cargado de complejidad, no es otra cosa que un intento de aportar un orden al desorden de la realidad del mundo especialmente amenazado y confuso del período de entreguerras.
Una razón subjetiva
Hasta aquí algunas razones que creo objetivas respecto a mi desconfianza hacia ese tipo de literatura. Añado una puramente subjetiva: creo que tal opción, en la medida en que no requiere otra cosa que escribir dignamente para reflejar, de manera integrada, a modo de collage o de palimpsesto y mezclando todos los materiales que nos suministran las TIC, la fragmentariedad con que vemos el mundo, es la más fácil de abordar. Diré más: a veces tengo la sensación de que se trata del traslado al formato de libro de un blog. Si miro hacia atrás, valoro los dos años largos de vida de Al margen, mi blog, y lo releo, me digo: "Mira por donde, aquí hay una novela fragmentaria". Y no es eso. Creo yo.
Lo que pienso de la literatura: una entrevista
Cierro con el enlace a un vídeo. Se trata de una entrevista que hace algunos meses me hicieron para la televisión de esmadrid.com a propósito de la publicación de Verano, mi última novela. En la medida en que en ella delimito, hasta cierto punto, un corpus teórico y explico mi concepción de la literatura, os invito a pinchar aquí: Entrevista.
sábado, 10 de octubre de 2009
Lecciones de un poema de la Szymborska
Cambio la foto de cabecera con una imagen especialmente querida: se trata del anuncio del otoño en los árboles que, en mi refugio del valle, han sido testigos de gran parte de mi vida. En ellos, en la tarde del sábado de octubre, he buscado una isla de calma y de memoria. He sentido la necesidad de atrapar su belleza un día después de regresar, en un viaje de trabajo, de la megalópolis de Chicago. A esa experiencia me referiré en estas páginas en los próximos días. En tanto llega el momento, prefiero dejarme llevar por la coloración, que va del verde al rojo casi burdeos, de esos árboles que han crecido conmigo, que han sombreado, en los días de verano, los juegos de mis hijos, que nos han anunciado, con mayor eficacia que cualquier otro método, el paso de las estaciones, los días de lluvia y viento, las tormentas, el tiempo de los hongos y de la hojarasca. He llegado de la ciudad de la arquitectura y de las multitudes (no sólo de Obama) a la calma apacible del lugar en que siento el pulso de lo cotidiano con una intensidad incomparable. Esos árboles (el pruno, los fresnos, las arizónicas) y el cielo otoñal al fondo, son el reverso del viaje, el lugar de la intimidad más honda, los seres junto a los que, año tras año (magnífico título, por cierto de una novela casi desconocida de Armando López Salinas, el novelista del 50 vecino del barrio de la Concepción), han nacido y crecido mis poemas, mis novelas, mis sueños, mis pensamientos. Nuestros sueños y nuestros pensamientos.
Un poema de la Szymborska
Volando desde Chicago a Madrid, leí un poema de Wislawa Szymborska que me emocionó de una manera especial y que reproduzco líneas más abajo. La poeta, de la que Bartleby publica en la próxima semana, su nuevo poemario Aquí, con traducción de Gerardo Beltrán y Abel A. Murcia , nos invita a un ejercicio de humildad. A los escritores, a esa grey en la que yo incluyo, también, a los cultivadores del blog y en la que, como no podía ser de otro modo, me incluyo. Y, de manera más específica, a los poetas.
ELOGIO DE MI HERMANA
Mi hermana no escribe versos
y dudo que empiece de repente a escribir versos.
Lo sacó de mi madre, que no escribía versos,
y de mi padre, que tampoco escribía versos.
Bajo el techo de mi hermana me siento segura:
el marido de mi hermana por nada del mundo escribiría versos.
Y aunque esto suene a obra de Adam Macedonski,
ninguno de mis parientes se dedica a escribir versos.
En los cajones de mi hermana no hay viejos versos,
ni recién escritos en su bolso.
Y cuando mi hermana me invita a comer
sé que no es con la intención de leerme sus versos
Sus sopas son exquisitas sin premeditación
y el café no se derrama sobre sus manuscritos.
En muchas familias nadie escribe versos.
Pero si lo hacen, es raro que sea sólo una persona.
A veces la poesía fluye en cascadas de generaciones,
lo que crea peligrosos remolinos en sus mutuos sentimientos.
Mi hermana cultiva una buena prosa hablada,
y toda su escritura son postales de sus vacaciones
con textos que prometen lo mismo cada año:
que cuando vuelva,
me contará todo,
todo,
todo.
(’El gran número. Fin y principio’). La hermana de la poeta polaca es alguien que forma parte de esa inmensa mayoría de no poetas. Hace poesía de lo cotidiano de otra forma. Del mismo modo que en miles de casas, en miles de oficinas, aulas y fábricas, una multitud de seres anónimos construyen una lírica de lo cotidiano para ellos y para sus seres más próximos. Sólo han escrito (o escribirán) postales o cartas, sms, correos electrónicos… Nunca han escrito un verso, ni en sus familias hay antecedentes de escritores o poetas (en algunas, apenas hay libros). ¿No es, en su extrema sencillez, en su lirismo hondo y depurado, un magnífico poema social? ¿No hay en él una apelación a ese colectivo de seres anónimos que construyen su obra literaria con su propia vida y sin escribirla?
Hoy, cuando es tan fácil dejarse llevar por la lógica del escaparate de los medios de comunicación (incluido Internet), cuando nuestra vocación literaria nos lleva a establecer una comunicación cada vez más intensa y continuada (a través del blog) con los lectores no nos viene mal esa llamada de atención del poema de Szymborska. Junto a cada uno de nosotros, a lo largo de la mayor parte del día, hay hombres y mujeres que hacen versos memorables sin escribir un solo verso. En mi casa, en mi vida, nada de lo que yo escribo tendría sentido sin la poesía de lo cotidiano que otra persona, desde hace más de treinta años, construye, sin escaparate de por medio, hora tras hora a mi lado.
No me ha sido, por ello, difícil reconocer mi experiencia en la hermosísima y emocionada gavilla de versos de la poeta de Poznan. No tardando mucho, podremos constatar, en su nuevo libro Aquí esa intimidad de lo colectivo o esa vertiente colectiva de lo más íntimo, de la premio Nobel. Una difícil pretensión que, con sencillez, de manera directa, alcanza en este libro una entidad extraordinaria.
jueves, 1 de octubre de 2009
"La casa roja" es mi casa, es nuestra casa: bien por Juan Carlos Mestre
Imagen de cabecera: el joven se aleja
La fotografía que ocupa hoy la cabecera lleva un título polisémico: "El joven se aleja". Fue tomada en el verano de 2008, en el puerto de La Morcuera. Viajábamos, mi hijo y yo, desde el valle del Lozoya hacia Madrid. Nos detuvimos un rato a contemplar el paisaje en la irregular llanura que se extiende en las proximidades del puerto. Él quiso probar su rodilla operada y echó a correr carretera adelante. Lo vi alejarse: la carretera solitaria dibujando un destino que puede ser el horizonte que, al fondo, se abre a las alturas, los contornos de la cordillera, aún más alta que el propio puerto, el verde de los densos pinares que se ven a lo lejos. Una mirada superficial nos habla de un chico corriendo sobre el asfalto. Es casi una escena sacada de un relato de Tobias Wolff, el narrador norteamericano amigo de Carver. Mi mirada -mi cámara- capta algo más que un paisaje, algo más que a un joven desconocido que parece huir: capta al hijo que tiene 16 años de edad y corre hacia el futuro, hacia la madurez. Se aleja hacia un horizonte que ya no será mío. Que ya no será nuestro.
La casa roja, premio nacional
El horizonte que sí considero mío es el que se dibuja en el libro de Juan Carlos Mestre que acaba de ser reconocido con el premio nacional de poesía. Merecido galardón que da cuenta de una de las trayectorias poéticas más originales de la poesía española escrita desde los años 80. Un libro al que tuve el orgullo de referirme (y recomendar) hace algo más de un año en un programa desaparecido de Manolo HH en Radio Nacional, La noche menos pensada, y al que, el pasado mes de abril, en este blog califiqué como uno de los mejores libros de los últimos años (léase Dos dedicatorias). Se trata de un libro denso e intenso en el que Mestre ha venido trabajando durante años y del que tuve una primera noticia a finales de los noventa, en una lectura que el propio Mestre, acompañado de un acordeón, hizo en la Tertulia Hispanoamericana: allí escuché la primera versión del poema que da título al libro y allí se me quedó grabado ese verso memorable (tan emotivo como eficaz en términos de significación): "Las estrellas para quien las trabaja". Lejos como estoy de su estética, comparto con Mestre una visión de la poesía basada en la relación dialéctica, en el texto, entre investigación en el lenguaje, búsqueda de sus capacidades sorpresivas, reveladoras, y acercamiento crítico a la realidad. Lo que él ha llamado en no pocas ocasiones "poesía de la conciencia". Enhorabuena al poeta. Enhorabuena al amigo, al hermano, al compañero de veladas de charla sobre poesía, sobre política, sobre las dimensiones de las estrellas. Y, como no, de veladas de discusión, de duro enfrentamiento dialéctico, de franqueza y sinceridad, de las que tanto se ayuna en el mundo literario de este país.
Pero mi enhorabuena va dirigida también a la editorial Calambur. Una de las editoriales que pugnan por abrirse un espacio en ese universo que tienden a monopolizar dos o tres sellos que llevan largos años haciendo acopio de todos los grandes premios (y no me refiero a los que se dan a libro inédito por instituciones diversas, que también, sino a los que se dan a libro publicado, como el Nacional o el de la Crítica). El premio servirá para que Calambur, y su promotor Emilio Torné, pesen mas en el mundo poético.
Despidiendo a Diego Jesús Jiménez: palabras para Juan Carlos MestreAhora me dirijo a ti, Juan Carlos. Rompo la convención del blog y hablo contigo. ¿Sabes lo que pensé cuando en la mañana del miércoles Pepo Paz me llamó al móvil para decirme que los teletipos estaban contando la noticia de tu premio? Pensé que te lo merecías. Y, al instante, recobré una escena que, emocionados, compartimos y a la que se refirió Pepo en una entrada de su blog (Accede a ella)). Fue el 14 de septiembre, en el centro cultural Diego Jesús Jiménez, de Priego, despidiendo a nuestro amigo de tantos años. Yo presenté el pequeño acto y tú leíste, con la voz quebrada, "La casa", uno de los poemas más hermosos de La ciudad, el libro con que Diego obtuvo el Adonais en 1964. Cerca de nosotros estaba Guadalupe Grande, y Luis García Jambrina, y Molina Damiani, y Juanjo Lanz, y Angel Luis Luján, y Pepo Paz, y Antonio Carvajal, y Antonio Hernández... Nos despedimos de Diego y lo dejamos "allí, donde termina la Alta Alcarria", contemplando para la eternidad los montes que se alzan sobre río Escabas. Tú leíste "La casa" y los dioses de los buenos poetas y de los hombres buenos ("en el buen sentido de la palabra", que diría Antonio Machado") han hecho posible que la otra casa, que era también la casa de Diego, La casa roja, sea premio nacional. Por eso, cuando supe de tu premio no pude evitar imaginarme a Diego, allá donde se encuentre, brindando con Coca Cola Zero, por ti y por Aleja. Y diciendo que no podría acompañarte en la futura ceremonia de entrega del premio utilizando el lema que tanto conocíamos para justificar su semiencierro en su casa: "Mire usted, es que yo a España no bajo". Al fin y al cabo, formaba parte de ese ejército de paz al que, en un poema de La casa roja (reproduzco un fragmento), te referiste de forma tan perturbadora y bella: al ejército de los poetas.
"Recorrimos los suburbios,
anduvimos juntos entre la maleza,
dormimos en los cobertizos.
El poeta barba de maíz roedor de los sembrados,
el poeta bobina de hilo de las cometas.
El que bajo los párpados de lino del verano
es la voz ronca del vendedor ambulante,
la mirada del viento que seca la tierra mojada.
Lo que el poeta dice,
lo que dice el poeta a la adivina,
al solitario de boina gris,
al que oye sus palabras como relato de un robo.
El poeta vidrio de los cuatro colores de la atmósfera,
el poeta oscuro llave de las alacenas.
El que está sentado a la diestra del padre
junto al jugador de baraja que lee la fortuna,
el que le dice a la vida, oye vida,
y se acuesta con ella". Nada más, Juan Carlos. Termino reproduciendo un poema de mi libro Donde nunca hubo ángeles (Visor, Madrid, 2003) que escribí al calor de algunas de nuestras memorables discusiones, creo que después de aquella de Priego, un día de julio, que me has recordado en estos días duros de las despedidas. A ti te lo dedico por ese merecido premio:
DISCUTIR DE POESÍA. 3
Discutir de poesía ¿no es tantear la médula
del llanto y del silencio y del idioma
despojado del sueño? ¿no es buscar
azogues y disturbios
que son sabiduría y son incertidumbre y tierra
tan familiar como ignorada?
¿No es, acaso, mostrar la carencia, la despojada luz,
un sentido que sirva
no a los dueños del mundo, sí a las sombras
proscritas al silencio o condenadas
al uso de una voz extraña y sometida?
¿A qué negar su condición de ensalmo fronterizo?
¿A qué su vocación de pócima
que nace en la realidad y la destruye
para vivir en ella, transformada?
En la más vieja sílaba
respira la orfandad del mundo.
¿Dónde poner el límite a la voz? ¿Cómo desposeerla
del espanto y la ruina, de la virtud dudosa
que desconoce el aire y desoye la queja
y se ampara en exactas
geometrías de engañosos vocablos?
Mi vida en la UVA de Hortaleza: una entrevista de Juan Jiménez Mancha
Reproduzco, a cotinuación, la entrevista que Juan Jiménez Mancha publicó, en diciembre de 2020, en El Periódico de Hortaleza . Creo que el...
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