martes, 12 de febrero de 2008

Del arte de apropiarse del poeta consagrado: el Ángel González de todos

No conocí a Ángel González. Mejor dicho, lo conocí hace un par de años y de manera muy limitada. Fue en una conversación telefónica. Lo llamé, en nombre de Bartleby, para comunicarle nuestro interés por incorporar Tratado de urbanismo, uno de sus mejores poemarios, a la serie Lecturas21 de la colección de poesía.
Ángel González, ¿fue el poeta recluido en un grupo de escritores, poetas los más, cerrado y sectario, nocherniego y excluyente o fue un poeta de todos? ¿Fue el poeta de la resistencia civil que heredaba de la generación anterior, especialmente de la poesía social, una mirada crítica sobre la realidad o fue el poeta de las noches de farra, de las veladas interminables de vino y boleros que suelen mostrar sus amigos más próximos?
Viene todo esto a propósito del tratamiento que se le dio en los más diversos medios de comunicación tras su muerte. Un tratamiento que, sin excepción, subrayó la condición de poeta pseudobohemio gustoso de la conversación hasta la madrugada y del alcohol, amigo de sus amigos y de ciertos bares y superviviente de la alcohólica generación del 50. Es decir: nos mostró una vertiente de la vida de Ángel de tal modo que parecía ser ésa su aportación esencial a la poesía española. Es decir: se confundía la parte con el todo.
Tal percepción, seguramente muy subjetiva, me llevó a pensar que no se hacía ningún favor a su obra presentando así a Ángel. Si bien fue un poeta noctámbulo, amigo de las madrugadas y de las noches interminables, su poesía (que en todo autor, si es de calidad, desborda las anécdotas que acaban por configurar una biografía) tuvo, tiene y me atrevo a decir que tendrá, una dimensión infinitamente más amplia. Me resisto a que los jóvenes que hoy cumplen dieciocho o veinte años, reciban sólo esa dimensión del papel de Ángel González, a que el columnista de fin de semana persevere un domingo tras otro en dibujarnos un poeta encerrado en un círculo de amigos íntimos y condicionado por la nocturnidad y el vapor de los bares. La poesía de Ángel González es mucho más. Es la poesía de las ciudadaes llena de seres humanos atravesados por la soledad, la poesía del urbanismo hostil del centro comercial y del urbanismo apacible y hospitalario de los rincones propicios para el amor, la poesía de las calles abiertas al milagro colectivo, la poesía de las muchachas vírgenes y de las cautivadas por el sexo y la irreverencia, la poesía de la vida y la celebración y la poesía de la incertidumbre y de la muerte... Es una poesía abierta y luminosa, de ciudad y de campo, de cementerio de inútiles chatarras llenas de memoria y del cementerio abierto al mediterráneo de los últimos momentos de Antonio Machado ("estos días azules y este sol de la infancia")...
Mi Ángel Gonález, el poeta al que descubrimos a principios de los años setenta gracias a la lectura deslumbrante de Áspero mundo, era un poeta que, con sus versos, nos salvaba del tedio cotidiano, nos abría horizontes más allá del bar más próximo del barrio y de la noche que aguardaba los whiskies iniciales. Nos enseñaba dimensiones desconocidas de la relación amorosa, rasgos ocultos de la ciudad provinciana, daba una luz distinta, inaugural a nuestros sábados y nos mostraba, poetas aprendices, apenas estrenados, que la poesía podía ser transparente, directa, sencilla pero sólo con una condición: que la palabra nos sonara a nueva, a música inédita, fuera revelación y descubrimiento, tenacidad y trabajo sobre el papel en blanco o sobre el verso deficente...
Niego, por ello, el reduccionismo en torno a Ángel y a su poesía. La proyección hacia el lector como poeta de la nocturnidad y del alcohol que no pocos columnistas, poetas y críticos avalan. Niego esa tendencia, tan común en los cenáculos poéticos, que pugna por la apropiación excluyente de los poetas de relieve y de sus obras. Nada más negativo y opuesto a la aspiración universalista, colectiva, de toda obra poética, que la estela de viudos y herederos que tienden a monopolizar la interpretación y el sentido de cuanto el desaparecido escribió. Alberti tuvo viudos y amplios colectivos de lectores (sobre todo los más jóvenes, los menos experimentados, los menos maduros) leyeron su poesía a la luz de la lupa del colectivo de deudos excluyentes; Ángel González se ha visto circunscrito al círculo de viudos que tiende a recluirlo en el lugar de la farra; Gil de Biedma tuvo, también, algunos viudos célebres que todavia se jactan de ello; Gamoneda, vivo y activo todavía (y ojalá lo sea por muchos años) no es ajeno al intento de apropiación de su estética, de su mirada sobre el mundo por no pocos aspirantes a una viudedad no menos excluyente.
Reivindico al Ángel González que ha sido y es de todos. Al poeta que siempre, más allá de sus propensiones y de sus amigos más próximos, nos ha dejado una poesía de todos. Porque -él lo dijo- para que se llamara Ángel González
"fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo mar y toda tierra,
fértiles vientre de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo"

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