Mi opinión, coincidente en lo esencial con la que unos días antes, emitió, en El Cultural, Francisco Díaz de Castro, parte de una doble lectura del libro (que no me ha parecido agotador, por cierto, sino fascinante, lleno de sugerencias, de sentidos posibles, de pasadizos a un Blas desconocido, íntimo, frágil): lo leí, nada más recibirlo, de principio a fin, siguiendo el orden cronológico de los poemas y lo releí de fin a principio, retrocediendo en el tiempo desde los poemas más próximos al momento de la muerte de su autor hasta los escritos, recién llegado de Cuba, en 1968. Y tras esa doble lectura (complementada con relecturas adicionales de poemas emblemáticos, especialmente significativos) no puedo sino afirmar que es bastante probable que nos encontremos ante la obra cumbre del bilbaíno. Creo que tanto en Hojas como en La galerna brillan con una naturalidad apabullante la inteligencia poética y la madurez, el dominio del lenguaje y la emoción controlada, vivida, depurada en extremo, de Blas de Otero. Cierto que no estamos ante los poemas de Ángel fieramente humano o Redoble de conciencia (Ancia, para muchos su obra cumbre), pero sí estamos ante la superación dialéctica, ante el perfeccionamiento, del tono conversacional, directo, despojado y de una extrema brillantez de Pido la paz y la palabra o En castellano. A mi juicio, el poeta se ha desprendido de cierta retórica tremendista, hija de la época y de buena parte de la poesía social de herencia cristiana de los años 50 y primeros sesenta. Es como si, en esos poemas escritos a lo largo de una década en que que convive con la fase de madurez de los poetas del 50 y con sus libros de la época (Ángel González, Gil de Biedma, López Pacheco, José Ángel Valente, Goytisolo...). hubiera metabolizado la marcha hacia la subjetividad, desde lo colectivo, de las nuevas conquistas estéticas de esa generación.
Gabriel Celaya, Blas de Otero, Ivonne Barral, Carlos Barral y Ángel González
1970
Un niño está sentado en la escalera.
Baja un ratón retonteando a trechos.
La luna se deshila en los helechos.
Niño azul. Ratón gris. Luna de cera.
El viento asciende y le requiere "espera,
espera, niño, agárrate a los pechos
de la virgen", el viento abre los techos
como una carta urgente, volandera.
¿De quién, de dónde es este niño absorto,
tropezante, inocente? De este mundo,
es de este mundo del año setenta.
Una lágrima larga, un calzón corto,
un silencio ascendiendo del profundo
hueco de la escalera cenicienta.
No comparto la opinión de Benjamín Prado. Cierto que una primera visión del libro o una lectura apresurada o superficial nos puede dar la visión que él expone. Sin embargo, la lectura sosegada, la relectura, el acceso a la urdimbre de cada poema es el camino que nos conduce a un territorio familiar, nos mete en la casa de Blas y de Sabina, nos aporta las claves de un tiempo y de una peripecia histórica y sentimental irrepetible. Cierto que sobre gustos no hay nada escrito, pero yo invitaría a Benjamín a realizar ese ejercicio. Estoy convencido de que su mirada sobre esta colección de poemas encontrará nuevos motivos para matizar, aunque sea un poco, sus reservas. Tan discutibles, por cierto, como legítimas.
Abajo podéis ver y escuchar "Me queda la palabra" en la voz de Paco Ibáñez.