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martes, 9 de noviembre de 2010

Justo Alejo, un raro de mis primeros años poéticos, vuelve de nuevo al presente

Hace una infinidad de años, en 1979, en los albores de la transición, apareció en el diario El País una noticia que para la inmensa mayoría de sus lectores mereció escasa atención:  Ha muerto el poeta Justo Alejo, tal era el titular. El poeta zamorano se había suicidado lanzándose al vacío desde un cuarto piso, vestido con el uniforme de gala (era militar) del Ejército del Aire. Tenía cuarenta y cuatro años. Esa referencia viene a propósito de una curiosa casualidad que he vivido estos días: al poco de concluir el prólogo a la poesía completa (que aparecerá en enero en Bartleby Editores y no en este otoño, tal y como estaba previsto) de Javier Egea, el poeta granadino que se suicidó en 1999, me han llegado, por correo, dos de los libros de mayor relieve de Justo Alejo, publicados en un solo volumen: ALACIAR  y monuMENTALES REBAJAS. Tuve una rara sensación: como si los dos poetas suicidas hubieran decidido coincidir por unos días en mi mesa de trabajo.

En diciembre de 2007, recordando mis primeros pasos como crítico literario, publiqué, a partir del comentario de un lector, una entrada en este blog titulada "Del tiempo abolido regresa Justo Alejo" que terminaba con las siguientes palabras:  "Un poeta magnífico, tan olvidado como necesitado de recuperación y de lectura crítica, que casi treinta años después de aquel artículo en Mundo Obrero," (fue mi primera crítica en papel impreso) "reivindico. Brindo, en este final de 2007, por una nueva vida para la obra de Justo Alejo". Pues bien, esa nueva vida va construyéndose poco a poco y este doble libro editado por la Universidad Popular de San Sebastián de los Reyes así lo pone de relieve.

Justo Alejo fue un poeta vanguardista que, además y tal y como apunté al principio, fue militar, psicólogo del Ejército del Aire y, tal y como se deduce de las libros que dejó escritos, progresista, hombre de izquierdas (algo enormemente difícil siendo militar bajo el franquismo) y lector apasionado de César Vallejo y de otros poetas  de las primeras décadas del siglo. Murió muy joven y en un momento especialmente interesante en su trayectoria poética, lo que inevitablemente me lleva a pensar en su evolución posterior en caso de suicidarse y por la entidad que habría alcanzado su obra de haber podido madurar plenamente en las décadas posteriores.

Dos años mayor que Félix Grande, cuatro que Manolo Vázquez Montalbán y tres que Antonio Martínez Sarrión, estoy convencido de que habría dado a la literatura española de la postransición y de la democracia (incluso en el siglo XXI: hoy tendría "sólo" 76 años) nuevas obras con un alto nivel de calidad, además de aportar una perspectiva de la realidad cultural de Castilla y León desde la memoria de sus comienzos como poeta, cuando era Castilla la Vieja, que iba a enriquecer nuestra mirada.

Soñador empedernido, devoto de una poesía en permanente experimentación, su vida y su obra, forjadas en  la ciudad de Valladolid, fueron parte de un impulso policéntrico cuyo fin era renovar la poesía española de la época. Empezó a escribir en los años de la revista Claraboya, aquel proyecto poético que, de la mano de Agustín Delgado, Mateo Díez, Merino y tantos otros, intentó conciliar experimentación y vanguardia con conciencia crítica, con un trasfondo ideológico marxista. Vivió en paralelo a poetas mayores o coetáneos como Francisco Pino, Claudio Rodríguez o Antonio Gamoneda y ejerció oficios diversos tras iniciarse, a los 14 años, en la Escuela de Formación Profesional de RENFE en la ciudad de León.
Potro de herrar. Formariz de Sayago,  lugar de nacimiento de Justo Alejo

Tuve el honor y la inmensa satisfacción de que mis dos primeros libros, editados en la mítica Endymion, dirigida por otro castellano leonés --en este caso de Valladolid--, Jesús Moya, tuvieran como compañía en el catálogo, a principios de los ochenta, a El aroma del viento, de Justo, el libro que me permitió descubrir a un poeta poderoso, vanguardista y profundo a la vez, y a estrenarme en el duro y extraño oficio de la crítica literaria. 

El pasado viernes, al tener en mis manos el libro que se acaba de reeditar, no pude impedir que mi mente regresara a aquellos días que recuerdo invernales, al cuchitril de la calle San Bernardo en que Moya combinaba su labor editorial con el cuidado de gatos callejeros (deambulaban entre las estanterías como si aquella nave/almacén que se extendía tras el cuchitril fuera su patria definitiva). He vuelto a las tardes de Fuentetaja y a los cuentos, entre la real y lo imaginario e irreal, de José María Merino, recogidos en el libro Cuentos del barrio del Refugio, ambientados en ese barrio del centro de Madrid en el que pasado el tiempo se ubicaría el primer parlamento autonómico de la democracia (la Asamblea de Madrid), y por cuyas calles, como un personaje extraído de cualquier película neorrealista, caminaba, siempre con paso firme aunque oscilante, el compañero, camarada y amigo Jesús, con quien tanto queríamos y aprendíamos. En la mano, llevaba siempre una bolsa en la que unas veces había sobras o pienso para los gatos y otras (la bolsa era distinta) libros, manuscritos o recortes de periódicos.

Recuerdo mi entusiasmo de aquellos días leyendo y releyendo los poemas de Alejo para escribir la crítica encargada para Mundo Obrero diario. El aroma del viento, con aquellas tapas de color amarillo anaranjado y de frágil cartulina, fue un compañero por los cafés, por los restaurantes de menú y funcionarios y albañiles, por las cafeterías próximas a Noviciado, al que durante meses no pude abandonar. Recuerdo, además, que a aquel libro solía acompañarle, en mi carpeta, otro también editado por Moya en Endymion: Viento de medianoche, del poeta búlgaro Peiu Yávorov, prologado y traducido nada más y nada menos que por Juan Eduardo Zúñiga (una auténtica joya, como el de Alejo, como algunos otros títulos publicados por Jesús Moya en aquel tiempo, que está pidiendo a gritos reedición).
Portadas de los dos libros editados por Endymion a principios de los 80
He comenzado a escribir en esta entrada de ALACIAR  y de monuMENTALES REBAJAS, los libros reeditados del poeta de Formariz de Sayago y, como si de la magdalena de Proust se tratara, el solo nombre de Justo Alejo me ha llevado en busca del tiempo perdido (¿perdido?), me ha trasladado a los años en que lo descubrí. Sé que no soy el único seguidor apasionado de la obra de Alejo. Que hay otros lectores, sobre todo en Castilla y León, que tienen hacia ella una especial querencia. De entre todos, destacaré dos: el poeta Antonio Piedra, que prologa esta nueva edición de los dos libros, y la poeta, codirectora de la colección que lo acoge  (y, seguro, "culpable" del rescate) Guadalupe Grande. Para ella, el poeta y su obra no son algo nuevo, conocido hace poco. Sobre Justo Alejo escribió hace algunos años (en 2002) en el espacio Rinconete, del Centro Virtual Cervantes, un magnífico artículo (pinchad y leed), de plena vigencia ocho años después. Hoy, Lupe hace honor a aquel texto asumiendo el padrinazgo editorial de Alejo en Madrid. Y, de seguro, colaborando en la elaboración del hermoso cartel, pleno de sabor de época y de vanguardismo casi näif, que invita, para dentro de una semana, a la presentación del volumen. Todos estamos invitados.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

"La mujer muerta": algunas evocaciones del otoño de 1999.


Calle de Puebla de la Sierra
Recuerdo los últimos meses de 1999 con una calidad borrosa. Fue el otoño de la espera del libro que en unos días se edita de nuevo. El otoño de las correcciones, de la ansiedad ante la aparición de la que consideraba (y la sigo considerando al día de hoy) mi más ambiciosa y extraña novela, algo que se produciría pocos meses después, a principios del año 2000. Fue, también, el otoño en que apareció Madera de boj, la novela de Camilo José Cela que el mundo literario (y, en general, el mundo lector) llevaba esperando décadas. El libro del Nobel decepcionó a unos pocos aunque tuvo un respaldo de crítica casi unánime. Yo estuve entre los decepcionados y no sólo porque al aparecer en el mismo catálogo que La mujer muerta supuso una dura competencia en la búsqueda de espacio en las meses de novedades de las librerías. Fue el otoño en que E., mis hijos y yo viajamos, con un grupo de amigos escritores, al pueblo segoviano de Riaza, a la inaguración de una exposición de grabados de Alexandra Domínguez, artista plástica y poeta con una obra en la que el surrealismo, la imaginería del Chile rural y una delicadeza de miniaturista se combinan hasta depurarse en un lirismo intenso y perturbador. En aquel viaje, del que guardo el recuerdo de un paisaje, contemplado desde el mirador de Peñas Llanas, junto a la ermita de la virgen de Hontanares, en el que el amarillo y el ocre se extendían, como una ineterminable alfombra compuesta por las copas de los robles hasta la llanura lejanísima que, al norte, se desplegaba hacia las tierras de Burgos, hablé largamente de La mujer muerta, de mis miedos, de sus personajes, de los escenarios naturales en que se desarrollaba.   


Portada de la novela La mujer muerta
Con nosotros estaban, además de Alexandra, Guadalupe Grande, Juan Carlos Mestre, Juan Vicente Piqueras, Paca Aguirre y Diego Jesús Jiménez. Y, por supuesto, Malva y José Manuel, ya familiariazados, en la vida madrileña, con aquellos compañeros de viaje siempre preocupados por la palabra justa y por las causas perdidas. Y por la amistad y la conversación, que no es poco. En aquel viaje hablé de mi nueva novela, entonces en proceso de edición, y de las obsesiones y fantasmas que en ella se reflejaban. Recuerdo el viaje desde Madrid y, sobre todo, el momento en que avanzábamos por la carretera de Burgos, al oeste de la sierra del Rincón, entre cuyas cumbres se levantan los montes que me sirvieron como fuente de inspiración para dibujar, con la palabra, los paisajes de La mujer muerta.  

En 1999 acababa de morir un magnífico programa de radio sobre libros y literatura que conducíamos, a tres voces, Ángel García Galiano, Paco Solano y yo. Libromanía, producido por Blanca Navarro, una periodista y promotora cultural a la que perdí la pista hace tiempo, formaba parte de la parrilla de Europa FM y se llegó a mantener en antena durante 3 años. Fue la excepción en un panorama radiofónico que recluía (y recluye) los programas culturales en la radio pública. Por eso, no cabe considerar ilógico que los propietarios de la cadena, en aquel tiempo bajo la égida de la Telefónica de Aznar y otras hierbas, privada y buscadora de beneficios, decidieran liquidarlo. De nada le sirvió a Libromanía la obtención del Premio Nacional de Fomento de la Lectura (compartido con Revista de Libros) en 1997 ni que por los estudios de Europa FM, gracias al programa, desfilaran escritores como Pepe Hierro, José Manuel Caballero Bonald, Manuel Vázquez Montalbán, Félix Grande o Manuel Longares, entre otros muchos.

En 1999 nos aprestábamos a enfialar el último año del siglo XX y nos invadían los milenarismos, los más pesimistas augurios sobre los efectos del cambio de milenio en los sistemas informáticos, que, nos decían los expertos, podían poner en peligro miles de millones de archivos con datos de los ciudadanos, de los estados, de las empresas. En 1999 Bartleby Editores cumplía su primer año, nacía la nueva imagen de su colección de poesía y Pepo Paz y yo nos convocábamos de vez en cuando a almuerzos fugaces en la cafetería de la Asamblea de Madrid (en los que hablábamos de libros, de poetas, de proyectos imposibles) o a desayunos no menos fugaces en alguna de las cafeterías del Centro Comercial Las Rosas, entre Moratalaz y Canillejas.

En 1999 nacía, como proyecto, mi libro viajero Por la sierra del agua. Una mezcla de azar y necesidad (Monod dixit) me llevó, en la primavera de ese año, a ocupar una concejalía en Garganta de los Montes, un pueblo situado en el valle del Lozoya en el que, también por una mezcla de azar y necesidad, conocí la dramática y casi inverosímil historia de la existencia, en la posguerra, de un campo de concentración en las afueras al que me he referido, más de una vez, en este blog. Acudir períodiscamente a Garganta me ayudó en nuevos proyectos narrativos más allá de La mujer muerta y avivó mi curiosidad por conocer la historia oculta de la represión franquista.  En aquel otoño hice algunas escapadas a los parajes próximos a Puebla de la Sierra, me perdí en la soledad de sus montes oscuros, deshabitados, fotografié sus roquedas abruptas y sentí, con un punto de desasosiego, que vivía algunas de las experiencias de Gonzalo Porta, el pintor protagonista de mi novela.

Grabado de Alexandra Domínguez
Todo eso, y mucho más, ocurría en 1999. Pero lo que de verdad me importaba, y me llenaba de incertidumbres y miedos y me producía un vértigo extraño, era la posibilidad de tener en mis manos el primer ejemplar de la novela en que llevaba empeñado más de 6 años. Y hoy, a las puertas de una nueva edición revisada y corregida, tengo una sensación parecida. Es una novela extraña, en las antípodas de las estéticas "tecnointernáuticas" de la narración fragmentaria de la llamada "generación nocilla", alejada del realismo, no del todo fantástica aunque no renuncie a ciertas dosis de fantasía, con un argumento pensado para atrapar al lector desde la primera línea y arrastralo a un mundo desasosegador (al menos, tal fue mi pretensión) en el que vive la memoria de un tiempo difícil y los dilemas que el arte contemporáneo se viene planteando desde, al menos, principios del siglo XX.  Dentro de poco, con nueva portada, una portada de Fernando Vicente radicalmente distinta a la de la primera edición y de una belleza algo naif en la que respira sutilmente el mundo que aún recuerdo de la década de los sesenta, llegará en las librerías. El 18 de octubre, así lo anuncia Rey Lear Editores, estará a vuestra disposición. Os deseo una feliz lectura.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Con Diego Jesús Jiménez: fragmento de poema y evocación


Priego de  Cuenca

El martes, 14 de septiembre de 2009, tus restos, querido Diego, amigo, hermano con quien tanto quería, con quien tanto aprendí, con quien tanto soñamos (Esperanza y yo, y nuestros hijos), y reímos, y luchamos, y lloramos, quedaron bajo tierra en una tumba del cementerio de Priego de Cuenca. Desde allí se ven los riscos donde comienza la hoz del río Escabas, y se ven los mimbrales y los pinos que cubren las montañas de la serranía, y se huele el barro de las alfarerías, y el seco aroma del tomillo y la jara, y el cielo es un toldo próximo en el que mirarse. Allí, en tu Priego mágico y cotidiano, cerca de las gentes a las que cantaste y amaste, han quedado tus restos.
Era día de fiesta y tu fiesta fue inaugurar tu Centro Cultural (de todos) con poesía y con amigos. Pero también había otra fiesta, también tuya, a la que inmortalizaste, con un caleidoscopio de emociones, con un lenguaje afilado, mágico (esa magia castellana de la brujería y de los hondos chiscones de los pueblos más remotos), en un poema del libro con que obtuviste tu primer Premio Nacional, Coro de ánimas. Como sé, amigo Diego, que es un poema poco conocido, recojo un fragmento para gozo de los lectores y para que quienes te leyeron poco o no te leyeron te descubran de un puta vez.


De "FIESTAS EN PRIEGO"

Ahí, donde termina
la alta Alcarria, empieza el pino, hacen cuesta
las viñas, nacen sin esperanza
los centenos; ahí,
donde se oye sobre la piel el canto
de los grajos, está mi pueblo.
Lugar donde la noche se hace
desfiladero, sombra,
cañada...
Rondan las herramientas
mi corazón. Duermen las hoces
por mi sangre.
Si al hombre
que soñó con el fruto
se le seca la flor, ¿vamos a estar alegres?

Tú,
que intentas hoy lucirte
con el pregón del año. Tú, que cuando empiece hoy
la música, en esta plaza
vas a buscar novia. Ahí, entre las sombras
del corral, está tu casa. Mucho
le ha crecido la hierba en estos
años de paz. Ves la ventana
de la cocina, las alacenas, los armarios... Buscas
tu habitación.
En estas
tierras sin dueño
naciste tú. Desde aquí ves los montes, ves el trigo
que ardió. Quisieras
pensar que éste
no fue nunca tu pueblo.
Árboles, sendas, atajos, hoces
y caminos. Sabes que nada
se celebra hoy aquí. Pero tu llegas siempre
para estas fechas. Y saludas a todos; los besas casi
con la mirada.
............................
..............................
Pero bien sé que tú nunca
te irás. Este
es tu pueblo.
Esta es tu casa. “Mira
la claridad del campo.” Y, mientras te despides, lloras
cerca del autobús. ¿Cómo
ibas a irte, tú que no sabes
que lo que salva a veces
es el odio?
Sí, Diego: ese es tu pueblo, del que bien sabías entonces, cuando sólo tenías 25 años y escribiste este poema, que nunca te irías. Llevo varios días con la lágrima fácil y el corazón esponjado, porque toda la memoria de las cosas, las ideas, las largas conversaciones que mantuvimos durante más de treinta años (recuerdo las tortillas de patatas que Társila inventaba en la pequeña casa de la Avenida de San Luis como cierre de aquellas veladas interminables de principios de los setenta, con tanto miedo sobre los hombros y tantas esperanzas en la cabeza), se dice pronto, se precipita sobre mí y me abruma y me envuelve a la vez. Estos días hemos recordado momentos que creíamos que nunca volverían a ocuparse de nosotros. Muchos de los ausentes de esta hora (y de los artífices del silencio en periódicos, radios y televisiones) desconocen que en el tiempo del silencio y de las botas, tú tuviste el coraje (tú, que a veces eras tan miedoso) de inaugurar la biblioteca de una cooperativa agrícola en Villarta, y fuiste citado en Madrid, en el cuartel de la guardia civil de Hortaleza, por aquel "delito" y me llamaste (a mí, casi un imberbe lleno de entusiasmos y utopías) para que te acompañara porque querías testigos de la posible detención y, ¿por qué no decirlo?, porque temías algún tipo de represalia o de violencia física. He recordado, también, aquella foto en primera página del viejo Informaciones, junto a Alfonso Grosso, los dos tumbados sobre una manta de cuadros, en huelga de hambre porque os habían despedido de la Editora Nacional por rojos (¿cuántas veces no lo habremos evocado, sobre todo en los días en que no pocos voceros progres de hoy te cerraban las puertas, te condenaban al paro?): por editar a Félix, a Celso Emilio Ferreiro (su hermoso Donde el mundo se llama Celanova), a De Ory entre otros, por firmar manifiestos por la democracia, por creer, sobre todo, como diría Blas de Otero, en el hombre.

Sí, Diego, cuando entraba, anteayer, en tu (nuestro) querido Priego, también venía a mi memoria aquel viaje de 1975, Franco vivito y coleando todavía, en que fuimos a encargar piezas de cerámica (de esa alfarería que respira en tus poemas) para recaudar fondos, con su venta, en las fiestas del movimiento ciudadano de nuestro barrio: recuerdo, cómo no, mi descubrimiento de los parajes donde tus poemas habían crecido, los ríos que los hacían frescos y transparentes, los bosques que entonces estabas ya convirtiendo en espacios para un sueño, el piezas de un bajorrelieve, en parte de tu fiesta en la oscuridad y de tu itinerario para náufragos. Paseos por la Avenida de San Luis, partidas de ajedrez interminables, visitas a un Café Gijón que, para mí, en aquel entonces, era el lugar de los mitos vivientes (recuerdo que allí me presentaste a Pepe Esteban, el eterno republicano, o al bueno de Eladio, o a Carlos Álvarez, por aquel entonces, entrando y saliendo un día sí y otro también en las cárceles de la dictadura). Luego fue tu casa en Gil de Palacio, cerca de la Avenida Ciudad de Barcelona, y Pepe Hierro y tu pasión por la vocación ciclista de tu hijo Diego, que ganó carreras y trofeos emulando a tu querido Luis Ocaña, hijo, como tú, de Priego. Y fueron las manifestaciones: muchas, innumerables, nos perdíamos de vista un tiempo, pero Esperanza y yo teníamos la seguridad de que nos encontraríamos contigo en la próxima manifestación contra el paro, o por la vivienda, o contra el terrorismo o en el no a la guerra (tú siempre te quedabas entre la gente, huyendo de ese odioso estrellato de algunos llamados intelectuales por amarrarse a la pancarta para salir en la foto).Después vino la Semana Poética de Cuenca, que tú impulsaste con la Universidad Menéndez Pelayo y la de Castilla la Mancha y que celebrábamos en su sede allá en la altura, mirando desde las ventanas de las salas de reuniones a otra hoz: la del Júcar, tan cantada por ti. Y allí nos encontramos los más nuevos con los más experimentados y maduros: el Luis Rosales último, Caballero Bonald, Claudio Rodríguez, Pepe, Antonio Carvajal, Antonio Gamoneda, Carlos Sahagún, pero también Jambrina, y Juanjo Lanz, y Antonio Colinas, y Luis Antonio de Villena, y Antonio Hernández, y Jesús Hilario, y Luis Alberto de Cuenca, y Luis García Montero, y Felipe Benítez Reyes, y Juan Carlos Mestre, y Concha García, y Luis Javier Moreno y Jordi Virallonga.... Fuiste tú el autor de ese lema que yo he utilizado tantas veces para calificar la poesía española contemporánea: "La ceremonia de la diversidad". Así titulaste la III Semana, la de 1993. Fuiste generoso porque no creías en las tendencias ni en las capillas y nos llevaste a todos. Luego seguiste siendo generoso (es una enfermedad incurable, aunque menos devastadora que la que te arrancó de nosotros) y promoviste la revista Diálogo de la Lengua, y la antología de jóvenes Pasar la página...
Recuerdo, también, la exposición de Alexandra Domínguez, en el otoño de 1999, en Riaza. Ún día de amistad, caminatas, almuerzo colectivo y, como casi siempre, conversación y risas. He rescatado la foto. A nuestra espalda, los inmensos bosques de robles teñidos por el ocre y el amarillo de principios de noviembre, de la sierra de la Tejera Negra. Detras de la cámara que sostienen Lupe o Esperanza, ya ni lo recuerdo, las estribaciones de la sierra del Rincón.
En Riaza. De izquierda a derecha: M. Rico, Juan Vicente Piqueras, Paca Aguirre, Diego Jesús Jiménez y Juan Carlos Mestre

Y más tarde, en el Centro Cultural en que te dimos el último adiós, en tu amado Priego, en colaboración con las universidades, pusiste en pie los cursos de verano sobre poesía contemporánea. Los primeros días de julio, el pueblo que surge "donde termina la Alta Alcarria", se ha venido convirtiendo en "lugar de la palabra". Y muchos de los que estuvimos en la Semana conquense volvimos a acompañarte bajo el calor de sucesivos julios generosos. ¡Cómo olvidar aquella mesa de 2003 en el hostal Los Rosales de Priego donde compartiamos la comida un Manolo Vázquez Montalbán recién llegado de Barcelona, un Martínez Sarrión estridente y sarcástico, el descreído Carlos Sahagún, y Paco Brines, y Carme Riera, y Félix Grande y Antonio Carvajal. Nos quedamos con las ganas de que Serrat nos acompañara en el curso dedicado a los vínculos entre poesía y canción de autor (estuvo a punto, no te creas, pero al final, como buen cultivador de sus amistades del barrio de la infancia, nos dijo que estaba, en las fechas del curso, comprometido con ellos), pero tuvimos a tu buen amigo Luis Eduardo Aute, y a Amancio Prada... odo ese universo, construido con tu palabra y con la presencia tuya y de los tuyos (Társila, Társila María, José Manuel, Dieguito) es nuestra vida, Diego. A veces, paso por la Avenida de San Luis y miro hacia la ventana de lo que fue tu casa. No sé quien vive allí, pero sí estoy seguro de que en sus paredes está la huella de nuestras voces jóvenes, de quienes antes de la libertad soñamos con la libertad, y con la poesía, y con la literatura en su sentido más ancho y hondo. de quienes más de una vez hemos intentado, como los niños de tu hermoso poema "Plaza de Santa Ana", desatarnos del tiempo:




Mi vida en la UVA de Hortaleza: una entrevista de Juan Jiménez Mancha

Reproduzco, a cotinuación, la entrevista que Juan Jiménez Mancha publicó, en diciembre de 2020, en El Periódico de Hortaleza . Creo que el...