jueves, 10 de abril de 2014

Cuando el hijo se declara poeta: algunos recuerdos de adolescencia

El barrio de la UVA de Hortaleza, hoy: allí escribí mis primeros versos
Leyendo la novela de Wallace Stegner Un lugar seguro (Libros del Asteroide, Madrid, 2008), me ha llamado la atención un párrafo en el que uno de sus protagonistas, Sid Lang, profesor universitario, evoca cómo tuvo que suceder la muerte de su padre para dejar la carrera de Económicas y reorientar sus estudios hacia las Letras y, más allá, a poner en juego la vocación, hasta entonces reprimida, de poeta. El padre, un empresario de éxito, era incapaz de pensar que el hijo pudiera ser en la vida algo alejado del beneficio económico, de las exigencias de una sociedad férreamente liberal y condicionada por una concepción del prestigio social y el reconocimiento vinculado al dinero.

Wallace Stegner
La lectura me ha hecho recordar cómo mi padre, allá en los últimos años de la década de los sesenta del pasado siglo, recibió la novedad de un hijo con vocación de poeta. Él era carpintero, sus lecturas no pasaban de algunos manuales de política estudiados en su primera juventud, en medio de la guerra civil (seguramente, de Besteiro, de Pablo Iglesias, alguna novela social a lo Zugazagoitia), y en casa no hubo libros hasta que yo no empecé a estudiar bachillerato, un hito familiar que mi padre contemplaba como una de las mayores conquistas de su estirpe  enraizada en las llamadas clases subalternas. En casa entraron, en aquellos años, libros que me interesaban muy poco: recuerdo un ejemplar de Los cipreses creen en Dios, de Gironella, entonces un éxito de ventas comparable a los best-seller de hoy. Era uno de los primeros libros que trataban de la Guerra Civil desde una perspectiva no exclusiva de los vencedores (aunque sin despegarse del todo de su versión) y algunas obras de José Luis Martín Vigil, educador de jóvenes a través de una literatura que se movía entre lo confesional-católico y una mirada social que parecía inspirarse en el Vaticano II. Recuerdo un ejemplar de La vida sale al encuentro y, sobre todo, el titulado Los curas comunistas, un extraña mezcla de Georges Bernanos y el Alfonso Grosso de La piqueta. Algo más tarde, quizá cuando mi padre cayó en la cuenta de que la formación de su hijo debía comprender la sexualidad, me compró Edad prohibida, ese extraño manual para erotismos adolescentes bajo la dictadura, que escribió Torcuato Luca de Tena y del que sólo recuerdo un escena: una joven prostituta rebañaba, con un trozo de pan, el aceite que quedaba en el fondo de una lata de sardinas. Después, vendría el Círculo de Lectores y los primeros pasos de mi biblioteca personal de joven con inquietudes.


Aquella menguadísima biblioteca mostraba el notable despiste de mi padre, fruto de la ancestral ignorancia de su clase social, y lo alejada que estaba mi familia de las tendencias literarias dominantes y, en general, de la literatura de calidad. En nuestra calle, los chicos cuando tenían doce o trece años comenzaban a trabajar de aprendices en talleres mecánicos, carpinterías, tiendas de comestibles o en bancos o aseguradoras ejerciendo la noble tarea del botones o del recadero cuando no de ayudantes en los trabajos más duros en un sector de la construcción todavía muy alejado de burbujas y otras hierbas.

Yo era, entre los chicos de mi calle, una calle que hasta los once años estaba situada en el barrio de la Alegría (frente al barrio de la Concepción o "de las vírgenes") y en la adolescencia en la UVA de Hortaleza, el raro. No sólo porque cuando pasé de los doce o trece años mi familia no contemplaba el inmediato horizonte laboral de mis amigos, ni siquiera porque mi padre había decidido empeñarse en que su primogénito llegara en la escala social (e intelectual) infinitamente más allá de lo que él había llegado, sino, también, porque había comenzado a escribir versos. Desoyendo la "llamada" de aquellos libros que mi padre compraba un tanto al azar y guiándose por noticias de prensa, yo empecé a leer a los poetas que ilustraban los capítulos de mi libro de literatura de cuarto de bachiller: Bécquer, Juan Ramón, los Machado...  Y a encargar al "agente" del Círculo que nos visitaba cada mes antologías de aquellos poetas.

Fui escribiendo malísimos poemas que mecanografiaba en una Olivetti Pluma 22 (otro de los regalos que mi padre puso a mi disposición en cuanto vio mis inclinaciones), hasta que, por su volumen, llegaron a conformar lo que convencionalmente se entiende como un libro.  Para mi padre aquello fue un acontecimiento: diría más, el acontecimiento de su vida. De modo que buscó entre los clientes de la carpintería a quien pudiera leer los poemas del hijo para que se fuera abriendo camino como poeta. No pensó en el rédito económico de tan noble tarea, ni en el riesgo de que pasara a engrosar las filas de la bohemia: sólo en el milagro que se había producido en su familia. Su hijo era capaz de crear mundos imaginarios, de escribir poemas como lo habían hecho las glorias de la literatura que conocía de oídas: Lope, Cervantes, Quevedo, Bécquer... y poco más.

La Olivetti Pluma 22: en una idéntica transcribí mis primeros poemas
Recuerdo que lo más cercano a un crítico de poesía que tenía entre la clientela eran dos hermanos publicistas que trabajaban para varias editoriales y vivían en el Parque de las Avenidas. Mi padre no lo dudó en ningún momento: cogió mi librito, toscamente encuadernado, me dijo que lo acompañara una mañana de sábado y se presentó en el estudio de publicidad presentándome a sus clientes como su hijo poeta. Les entregué el libro y nunca supe lo que hicieron con él. Creo que mi padre tampoco. Pero recuerdo con ternura la ilusión con que aquel carpintero que creía con fervor en el poder de la ilustración dio aquel paso. Su falta de cultura, su desconocimiento absoluto de las tendencias literarias de la época (menos aún de las tendencias poéticas) se aliaron con mis ensoñaciones como futuro poeta incorporado a los libros de texto que leyeran, muchos años después, mis hijos y nietos.

Sid Lang, el personaje de Wallace Stegner era un hijo de rico empresario con el futuro resuelto al que su padre le marcó un destino: economista, sucesor en la empresa, rico heredero. Sin embargo, Sid se rebeló. Pero sólo pudo hacerlo a la muerte del padre y arrastrando la conciencia de la traición por aulas universitarias y revistas poéticas.  Yo viví la experiencia contraria. Si algo lamenté en ese aspecto es que la prematura muerte de mi padre, un humilde soñador con la cultura que le robaron, le impidió ver mi primer libro publicado (aparecería al año de su muerte), celebrar mi condición de único licenciado universitario de su estirpe y conocer a quien habría de ser su primera nieta. Pero esa es otra historia.                                                      

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