martes, 15 de agosto de 2017

El hermano: una despedida

Hay muertes que no esperas. Haber tenido un hermano menor, nacido doce años después de que lo hicieras tú, obliga a pensar que nunca será él quien se vaya antes. Sin embargo, la fatalidad y un cáncer especialmente agresivo hizo que nos dejara un caluroso día de septiembre del pasado año. A petición de su compañera Lola y de sus hijos, Juan Carlos y Raúl, escribí unas líneas que acerté a leer, con la garganta acogotada por la emoción, en su incineración en el madrileño cementerio de La Almudena. Fueron unas líneas escritas para la intimidad de la familia y de las gentes más cercanas, pero nunca pensé que el recuerdo de mi hermano, parte esencial de mi infancia y de mi adolescencia, debiera quedarse en ese lugar íntimo y desconocido porque sería una enorme injusticia. Mi hermano Juan Carlos era, como millones de seres que viven junto a nosotros, un hombre joven, trabajador, entregado a los suyos, de los que nunca salieron ni saldrán en los periódicos. Un ser anónimo que dio continuidad a la dedicación de mi padre a la carpintería y que vio de lejos, a distancia y seguramente con una admiración que comunicaba a sus amigos más próximos, la trayectoria de su hermano mayor, en quien confiaba ciegamente, que se había metido en política en tiempos duros, que escribía libros a los que no siempre tuvo acceso y que, en los años de su enfermedad, se había asomado a la radio, o a la televisión del hospital, hablando de derechos de autor, defendiendo a los escritores jubilados para que él pudiera enorgullecerse de quien, en la familia, había accedido a un mundo lejano, demasiado lejano de su cotidianidad entre la carpintería, la casa y el barrio. 

He corregido el texto que leí aquel terrible día de septiembre en el cementerio. Porque quiero que lo que fue un homenaje íntimo, familiar, sea el homenaje de un escritor con cierto reconocimiento hacia un hombre que formó parte de su existencia y que vivió en el anonimato, como la inmensa mayoría a la que se refiriera Blas de Otero, sin que nadie lo mencionara en un periódico, en una revista, en una publicación por mínima difusión que esta tuviera. Va por él, por Juan Carlos Rico, mi hermano pequeño: 


"Yo recuerdo descampados de un barrio de Madrid, la UVA de Hortaleza, al que llegó nuestra familia en el ya lejanísimo año sesenta y tres. Veníamos de otro barrio, llamado de la Alegría, de casas bajas sin agua corriente y crecido en noches de posguerra que el franquismo había decidido demoler. Tú, Juan Carlos, naciste muy poco después de nuestra llegada a la nueva casa en el nuevo extrarradio. Corría noviembre de 1964 y llegaste muy tarde, cuando tu hermana y yo habíamos sobrepasado o estábamos a punto de hacerlo, la infancia. De algún modo, fuiste el  juguete, el más pequeño de todos. A ti me unía aquella circunstancia, que me hacía sentirme, en parte, como un padre prematuro y obligado ante las interminables jornadas de trabajo del nuestro (cuando tú cumplías seis años, yo cruzaba la frontera de la mayoría de edad) y , a la vez, me separaba porque mi mundo se alejaba del tuyo cuando tú comenzabas a despertar a la realidad.

La UVA de Hortaleza en los días de infancia y adolescencia
"Estos días, que jamás hubiéramos querido que fueran tus días finales, hemos conversado. No mucho, es cierto, pero ha sido hermoso e inesperado dialogar con franqueza de lo que nunca habíamos hablado. Una tarde, por ejemplo, me dijiste que uno se ve arrastrado por las obligaciones del trabajo, por el esfuerzo desmedido para sacar a una familia adelante y para buscar cierta estabilidad y se olvida quizá de lo más importante. Te referías a la felicidad de las pequeñas cosas, al tiempo dedicado a los otros, a la familia, a los amigos, a algunas aficiones que se van apartando del camino. Me dijiste que tomaste conciencia de ese error cuando de pronto te enfrentaste a los 17 años de tu hijo mayor y te diste cuenta del tiempo que no le habías dedicado por culpa del trabajo y del encadenamiento de obligaciones. Sé lo que es eso. Tal vez por ello, te recordé un par de versos del poeta Jaime Gil de Biedma, que decían: “Que la vida iba en serio / uno comienza a comprenderlo tarde”. Y lloraste y me hiciste llorar. Recordamos juntos momentos que creíamos olvidados. De infancia y adolescencia, de nuestro barrio, de los amigos, que tú conocías, de tu hermano mayor, y de tus pequeños amigos de entonces, de Fidel por ejemplo, a quien he vuelto a ver en estos días terribles y del que tantos recuerdos guardo, de nuestra madre y de nuestro padre, que se fueron también demasiado pronto, del mar de los viejos veranos, el Mar Menor de mi primera novela, Mar de octubre, del barrio que se coló en las novelas posteriores, que vive en mis poemas, que nunca se irá de cuanto escriba en el futuro, de  nuestras vidas, tan distantes por edad y experiencia.

"También hablamos de nuestro padre, Manuel Rico Delgado, otro de los grandes anónimos que acompañaron nuestros primeros años. Me causó especial emoción, sobre todo, tu relato de la vida que compartiste con él cuando yo ya no vivía en la casa familiar. Del vacío inmenso que dejó en ti su muerte, de los días (yo ya no estaba, andaba en afanes colectivos y construía mi vida) en que te llevaba al cine, o a la UGT de Madera y Corcho (hace unos días vi, entre los viejos papeles que guardo, su carnet) recién comenzada la transición política, de la carpintería y de su entusiasmo por la libertad recuperada después de cuarenta años de miedo y de silencio, o de la fragilidad de Lucía, nuestra madre, que vivió casi veinte años más que él aunque sin sobreponerse nunca del todo al enorme hueco que quedó a su marcha.


"En esas infames tardes de hospital y gasa hemos hablado, también, de tus sueños: querías acabar la casa del pueblo, cultivar un huerto, disfrutar de una paz que te ha faltado, ver crecer y realizarse a tus hijos, trabajar sin agobios, casi como un placer. Y yo he sentido profundamente tu angustia porque mientras me lo contabas en tu mirada podía leerse que lo que decías era una forma de consuelo, de enfrentarte a tus horas más difíciles, de soñar cuando nada te invitaba a soñar. He recordado, también, un día muy lejano, quizá a principios de los ochenta, algunos años después de la muerte de nuestro padre, en que decidimos perdernos en algún pueblo de la vega del Jarama (creo que fue en Torrelaguna, o en Valdetorres) para comer juntos y charlar sobre los derroteros que tomaban nuestras vidas y de tu situación personal. Fue una velada emocionante, también dura porque me hablaste del peso que llevabas encima, de lo que había supuesto recuperarte del golpe cuando apenas acababas de cruzar la adolescencia viviendo en la casa, vacía de hermanos y de padre, con la madre sumida en una depresión profunda y hundido en la confusión y en la necesidad de buscarle un sentido a la vida. Hoy me duele no haber estado más cerca de ti, no haber sido consciente de tu dolor, de tu indefensión de entonces.  


"Muchas veces he oído a personas que han trabajado contigo decir que eras, sobre todo, un hombre bueno. Incluso que eras demasiado bueno. Yo creo que nunca se es demasiado bueno. Y creo que te has ido plenamente convencido de haber obrado bien pese a los errores o descuidos que a todos nos acompañan a lo largo de la vida. 



"Te has ido joven. Demasiado joven, Juan Carlos. Dicen que los escritores dejan, al irse, sus libros, sus textos. Pero por lo que he podido comprobar estos días, hay algo quizá más importante que esos legados materiales. Me refiero a lo que queda en la memoria y en la experiencia de quienes vivieron alrededor de uno. Nos dejas, es verdad, el fruto de muchos de tus trabajos como carpintero (ebanista, le gustaba decir a nuestro padre, del que heredaste tan noble profesión) repartidos por mil y un rincones de nuestro país. Pero, sobre todo, dejas lo que queda de ti en la memoria de tus hijos Juan Carlos y Raúl, quienes por encima del dolor se sienten orgullosos de su padre. Lo que queda en la memoria de Lola. Lo que queda, y perdurará, en la memoria de quienes te conocieron, de nuestra pequeña familia, de nuestros hijos.

"No te decimos adiós porque esta despedida es un hasta siempre. Descansa en paz. Llévate nuestro abrazo. 


"Concluyo esta carta con unos versos muy conocidos (más de una vez los habrás escuchado en la voz de Joan Manuel Serrat) de Miguel Hernández que hablan, sobre todo, de vida a pesar de la muerte contra la que se rebela: “A las aladas almas de las rosas / del almendro de nata  te requiero, / que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, compañero”. Porque, pese a la distancia de los años que nos separaban y a pesar de que durante largas temporadas no nos veíamos, yo sabía que eras, además de hermano, compañero.



Hasta siempre."

martes, 14 de febrero de 2017

Lo que se fue con Félix: mundos que se disuelven

La muerte de Félix Grande hace tres años, más que cualquier otra de las de entre mis amigos mayores, me hizo cobrar conciencia de un proceso de gran calado y del que sólo advertimos su silencioso discurrir en momentos muy precisos: me refiero a la desaparición del mundo que contribuyó a acentuar y dar encaje a mi vocación de poeta, a la vocación de poeta de tantos escritores coetáneos. Echo la mirada atrás, la proyecto en los primeros años de mi andadura y recorro con ella la realidad que viví y los ingredientes que le dieron sentido y descubro ante mí una historia rica, compleja, irrepetible.

Encuentro "Poesía y paisaje" en Pozoblanco. Primavera de 1997
Ese mundo que con Félix comenzó a escaparse se lleva las lecturas de la Tertulia Hispanoamericana de los años ochenta y primeros noventa, tiempo último de Rafael Montesinos en los bordes de la Universitaria, noches de vino y tortilla de patatas en la cafetería Sicilia, mi primera presentación literaria de la mano de Pepe Hierro, mis hijos pura infancia (Malva con seis años, José Manuel con uno y subido en su carrito) de la mano de Esperanza, poeta oculta e intensa. Éramos los poetas jóvenes que llevábamos en la cartera las viejas antologías de Taururs (la mítica Cuatro poetas de hoy), que nos habíamos formado en la lectura en paralelo de Rosales o Vivanco de un lado y de Blas de Otero, Gloria Fuertes o Gabriel Celaya, de otro, que habíamos descubierto lo más contemporáneo en las voces de los poetas del cincuenta y que aún no nos habíamos repuesto de la ofensiva novísima. Entonces nacían las revistas que había alumbrado la todavía reciente transición: Leer, Quimera, los lejanos Camp de l'Arpa o Lateral, revistas que se querían comer el mundo con nosotros, que llenaron mi Madrid de compromisos inacabables con la gente del barrio y de sueños de inmortalidad que el tiempo y la madurez se llevarían.

De izquierda a derecha, Diego Jesús Jiménez, Esperanza, Manuel Rico
y Félix Grande. Nochevieja de 2005
Pero la muerte de Félix, como años antes la de Diego Jesús Jiménez, se llevaba también el mundo que construimos en Priego en los meses de julio de la década primera del siglo XXI. Jornadas de conversación, poesía y felicidad, de noches al raso en la plaza del ayuntamiento mientras los más jóvenes intentaban encender un amor fugitivo o reservar el mejor poema para la lectura que clausuraría el curso. Se llevaba parte de mi mundo, del que también Paca formaba parte, especialmente una mañana en la que en la alfarería del pueblo nos hicieron, a Félix y a mí, un molde de la mano derecha para convertirlo en cerámica, en pieza de artesanía que conmemorara el paso de los poetas por el pueblo. Allí conocí a Carlos Sahagún, a Carme Riera, a Antonio Carvajal, a Paco Brines, a los poetas más jóvenes que buscaban un camino y una identidad a la sombra del Centro Cultural que lleva el nombre del maestro Diego Jesús y que fuera cárcel en un tiempo remoto. Allí compartí risa y versos con Antonio Hernández, con un Manolo Vázquez Montalbán que colgó a la entrada del salón de actos sus "carvalhos" y se desató como poeta en estado impuro en el escenario.

Con Félix se fueron también los rescoldos de otros, mayores de edad que él, pero inseparables de mi goegrafía sentimental y literaria: Gil de Biedma,  Claudio Rodríguez, José Agustín Goysitisolo, Carlos Barral.... muertos previos y ceniza. Se fueron las historias, que tan bien contaba, de Oliver, donde Paco Umbral, Juan Benet, García Hortelano, probablemente en mesas separadas, quizá enfrentadas, debatían de narrativa, de vanguardias, de Faulkner o de Hemingway, los dos extremos referenciales de las opciones estéticas que representaban. Se fueron también los rescoldos de las terturlias poéticas del Café Gijón, los años últimos de La Estafeta Literaria, el reverencial deslumbramiento ante la revista Ínsula, llena de historia democrática y literaria, y los años más recientes de Nueva Estafeta, entonces dirigida por Rosales....

Juan Carlos Mestre, Alejandro López Andrada y Manuel Rico
Lecturas de poetas. Una visión de la sierra del Guadarrama filtrada por los mejores de la Generación del 36, por Luis Rosales, pero también por Alberti, por un Prado Nogueira olvidado demasiado pronto, por el viejísimo y exiliadísimo don Antonio Machado. La Tertulia Hispanoamericana de entonces se asomaba a la Universitaria, respiraba el aire de aquellos poetas pero también los aromas, aún vivos, de la Institución Libre de Enseñanza.

Con Félix se fueron (porque era inevitable) mis asiduas visitas a la casa de los libros en la calle Alenza, y las noches de vino y debate, los sueños a cumplir en el logro de la obra maestra y de la canonización que muy pocos alcanzarían, los cuadros de Lorenzo Aguirre, el relato emocionado y casi iracundo de Paca hablando de los años del hambre, del garrote vil que Franco aplicó a su padre, de la Chiquita Piconera o del "último mohicano" que llenó un poema de emociones, de vida, de memoria íntima y colectiva, de verdad. Se comenzaron a marchar las cenas de Nochevieja (¿cuántos años?) en nuestra casa, con Diego Jesús unas veces, otras con Guadalupe y con otros amigos. Ya hace tiempo que las tardes de reflexión y poesía, de literatura y política, de lecturas inacabables dejaron de ser, fueron cayendo en el abismo gradual conde crece el olvido.

Los más jóvenes soñábamos con los mayores, con los que ya estaban en las antologías y nos traían la tradición sobre sus hombros vivos y combativos todavía. Había una continuidad que se remansaba en cada tertulia, en cada lectura, en cada debate... .Todos o casi todos vivían y creaban cuando los de mi generación empezábamos. Teníamos a los maestros que habían entrado en el libro de literatura como dioses cotidianos y accesibles. Vivían la plenitud y la madurez y nosotros la devoción y el aprendizaje. Noticias de Ángel González y sus noches de vino y bolero, noticias de Gamoneda a través de un Blues castellano  apenas conocido, un Gamoneda todavía sepultado en la provincia por intereses ajenos a la poesía y que llegaría a Madrid, a los foros más notables, a partir de Lápidas y, sobre todo, de Edad, la poesía completa que editó Cátedra bajo la batuta de Miguel Casado,  noticias de Granada donde la Otra Sentimentalidad nacía y a la sombra alargadísima y honda (no todas las sombras son hondas) de Federico comenzaban a publicar los amigos, los de la misma edad que cumplíamos en Madrid con nuestra condición de coetáneos y de apasionados por la poesía. Hablo de Luis García Montero, con quien polemicé a propósito de otro granadino, Javier Egea, a quien solo conocí en la distancia del poema y de otras lecturas, Rafael Guillén, ya maestro entonces, hablo del redescubrimiento de un realismo que mezclaba subjetividad y preocupación colectiva, que miraba a Italia y a Pasolini y a Pavese y a los narradores del neorrealismo. Hablo de la memoria, casi apagada de un muerto jovencísimo, casi adolescente, como Pablo del Águila, amigo de de Félix, visitante ocasional de la casa de Alenza, de quien Bartleby publicará la obra completa en unos días. Y hablo de los amigos de Madrid, de los que pugnábamos por publicar algún poema en Cuadernos, o en una revista recién nacida, o por ver editados nuestros primeros libros en Hiperion, en Visor, entonces proyectos nuevos, vivos, todavía no agrietados por el tiempo y las sevicias institucionales, en Endymion, donde el enorme Jesús Moya cuidaba de su sótano en Cruz Verde y alimentaba gatos y poetas.... Fernando Beltrán, José Carlón, Adolfo García Ortega, Juan Carlos Suñen, Jordi Virallonga (venía de Barcelona y sinTaxis), Antonio Jiménez Millán (venía de Granada), Amalia Iglesias,  Juan Carlos Mestre, Rogelio Blanco, Blanca Andreu lejana y triunfadora con un Adonais más que memorable... Jóvenes de entonces que hoy nos miramos en el espejo descubriendo las huellas de la edad y el aura de una orfandad naciente.


Son tantos los huecos....  Es ley de vida. He tenido el privilegio de convivir y crecer literariamente con todos ellos, pero cuando Félix se fue hace tres años, tomé conciencia de que del mundo que había vivido tan intensamente y los mundos que dentro de él crecieron empezaban a dejar el espacio de la realidad para ir recluyéndose lentamente en el de la memoria. Hablando con algunos de mis amigos poetas nacidos en los cincuenta compruebo que compartimos una sensación: durante décadas nos hemos sentido "jóvenes poetas" (incluso ahora yo mantengo esa sensación). Y el misterio de esa rara conciencia prolongada no era otro que la presencia viva y amiga de los maestros. Pero se nos han ido yendo poco a poco dejando un vacío difícil de colmar. Nos han dejado huérfanos. Se llevaron el mundo que nos dio experiencia, felicidad y mitologías necesarias para sobrevivir. Y nos quedamos algo más solos.



Amamos con Joan Manuel Serrat - Mi despedida

  En 2012 publiqué   Fugitiva ciudad,  En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al...