La primera noticia que tuve de
Richard Ford me llegó a mediados de los años ochenta, cuando en el diario
El País, en su suplemento de libros, leí un amplio reportaje sobre el realismo sucio americano. Aunque el artículo se centraba, sobre todo, en
Raymond Carver, lo cierto es que dentro de la nómina de nuevos narradores realistas norteamericanos que ofrecían al lector estaba, en un lugar destacado,
Richard Ford. Aquel reportaje me abrió a aquella narrativa que, sin renunciar a la realidad, nos llegaba del país en el que en el último siglo se habían gestado las más importantes innovaciones en el género narrativo y, de manera muy especial me llevó, casi de inmediato, a la búsqueda de los primeros libros de
Carver, en concreto de
Catedral, recién editado entonces por Anagrama. Recuerdo que fue, también, el origen de un artículo que publiqué en el diario
El Independiente en octubre de 1990 destacando la contradicción en que incurrían algunos críticos y editores de la época, entregados a descalificar el realismo de nuestra narrativa de los años cincuenta a la vez que se rendían a las nuevas corrientes que llegaban de la literatura anglosajona, comenzando por el realismo sucio, al que elogiaban de manera entusiasta. En otras palabras:
Aldecoa, Fernández Santos o
García Hortelano, no;
Raymond Carver, Tobías Wolff o
Richard Ford, sí. El artículo, lo acabo de rescatar para el lector de hoy en mi blog
La estantería de Al margen y ahí puede acudir cualquier persona interesada en leerlo en su integridad: creo no equivocarme si digo que no ha perdido un ápice de actualidad.
Las Flores en las grietas de Richard Ford
Lo primero que leí de
Ford fue el libro de cuentos
Rock Springs, un conjunto de historias sobre la vida cotidiana, sobre la memoria y sobre la experiencia colectiva que se vive en pequeñas ciudades de la América profunda, del estado de Montana. Las relaciones familiares, el vacío de horizontes de sus protagonistas, la huella de la guerra del Vietnam... todos esos ingredientes se mezclaban para ofrecernos unos relatos intensos y equilibrados a la vez que no sólo hablaban de literatura, sino del pulso de una sociedad como la norteamericana en los años ochenta. El recuerdo de aquella lectura fue el principal acicate para que hace una semana, al encontrarme con el nuevo libro de
Ford, lo comprara sin dudarlo.
Flores en las grietas es una colección de textos procedentes de conferencias o de encargos periodísticos o editoriales sobre el papel de la literatura y sus vínculos con la vida que se complementan con algunas incursiones en el terreno de la memoria.
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Escena ciudadana en un barrio de Jackson, ciudad
donde nació Richard Ford |
Llama la atención en
Ford su enorme capacidad reflexiva (que parece acuñada en cierta "escuela de escritores" específicamente norteamericana que tiene su origen en las universidades, en los cursos de escritura y en la tradición del taller literario) sin perderse por los meandros del academicismo, de la teoría pura y dura.
Ford nos revela su experiencia como escritor desde las primeras lecturas conscientes hasta el acceso a una madurez que le permite mirar la obra ajena de manera distante, sin la implicación propia del deslumbramiento de quien descubre. En
Flores en las grietas, que lleva como subtítulo
Autobiografía y literatura,
Ford indaga en las razones por las que se escribe ficción, intenta descifrar el misterio que hace que un cuento, o una novela perduran por encima del tiempo, nos revela sus debilidades y sus miedos ante el papel en blanco y algunas inseguridades y vicios ajenos. nos cuenta sus recuerdos de niño en soledad viviendo en la inmensidad de un hotel de trescientas habitaciones regentado por su abuelo en la localidad de Little Rock o se entrega, de manera entusiasta y con vocación de entomólogo, a descubrir el trasfondo íntimo y colectivo de una de las novelas más emblemáticas de la narrativa USA de los años cincuenta:
Revolutionary Road, de
Richard Yates (en España apareció, en , con el título
Vía revolucionaria). La intrahistoria de una urbanización de clase media en las afueras de la gran ciudad en los años cincuenta, años de irrupción de la nueva "ciencia" del marketing y de la publicidad, del cine en technicolor con grandes "carros" e interminables avenidas circundadas de lujosos chalets. El prólogo de Ford es una pequeña joya del análisis literario-emocional de un texto. No sólo sitúa la vida cotidiana de la urbanización en la época en que
Richard Yates escribió la novela, sino que apunta algunas de las fallas existenciales de ese modo de vida (en el fondo, el
american way of life que con tanta envidia contemplábamos los niños de la España de los sesenta en el cine o en los anuncios de las revistas de papel couché que hojeábamos en las peluquerías a las que asistían nuestras madres): vacío existencial, refugio en el alcohol y en el tabaco, en las fiestas colectivas organizadas de vez en cuando en el club social o en alguno de los domicilios particulares, en un trabajo tan carente de sentido como absorbente (en cierto modo, un anticipo de la serie televisiva
Mad Men), en el sexo furtivo e insatisfactorio, en algún proyecto utópica capaz de sacar del tedio a cualquiera de los matrimonios que en la novela aparecen.
Ford también recupera, en el libro, el estudio introductorio a la selección de nuevos narradores norteamericanos de
Granta 2007, o evoca la figura de un padre inútil en las labores manuales, capaz de fracasar (siempre en momentos decisivos para un niño) en las tareas más irrelevantes: acortar un árbol de navidad, montar un tambor o manejarse con una bicicleta. Y en fin, vuelve a
Chejov, siempre
Chejov, referente inexcusable de toda su generación, y se interna en los interrogantes que alientan detrás de cada obra literaria, sobre todo ése al que nunca encontraremos una respuesta definitiva: "¿Para qué escribimos?"
"El buen Raymond": su mirada sobre el amigo, maestro y colega Raymond Carver
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Carver y Ford, en un encuentro literario |
El libro de
Ford es, de principio a fin, apasionante. Lleno de enseñanzas y de complicidades, un libro "de escritor para escritores" que nos hace amar aún más la escritura, aventar cualquier duda sobre el sentido de lo literario en una sociedad marcada por el más salvaje mercantilismo. No tiene, sin duda, desperdicio. Sin embargo, hay un texto que tiene tal carga emotiva, nos da tantas claves sobre la vida literaria de los años ochenta y primeros noventa, nos ilumina en tantos aspectos sobre los miedos, las frustraciones, los deseos y los sueños de aquellos escritores, que destaca (a mi juicio , por supuesto) sobre los demás. Se trata del dedicado a su amigo y colega
Raymond Carver. Lo publicó en
New Yorker, el 5 de octubre de 1998, con el título "El buen Raymond"
Richard Ford evoca un
Carver en el proceso de tránsito hacia el reconocimiento de crítica y lectores a nivel internacional. Cuando se conocieron, sin embargo, eran escritores en busca de un camino: "Yo tenía treinta y tres años" --escribe
Ford-- "y
Ray rondaba los treinta y nueve. [...]
Ray yo éramos los típicos norteamericanos decididos a tratar de ser escritores y productos de un ambiente que incluía la universidad, , los talleres de escritura, enviar relatos a publicaciones trimestrales, asistir a cursos de postgrado y tener profesores que eran escritores --uno de los míos fue
Doctorow--". De otro lado,
Ford nos habla de un ser frágil, tímido, modesto, profundamente marcado por su experiencia alcohólica (salió adelante con la ayuda de Alcohólicos Anónimos), descuidado en el vestir, amante de la caza y de la pesca (
Ford cuenta que en esas actividades encontraba sus más intensos momentos de felicidad), profundamente culpabilizado por determinados problemas vividos por su hija y muy sensible ante la opinión de amigos y lectores (sobre todo de los amigos, del propio
Richard Ford especialmente) sobre la calidad de sus cuentos. Cuenta
Ford que nunca se le subió la fama a la cabeza, que antes y después del reconocimiento internacional y de las ventas masivas de sus libros,
Carver se comportaba del mismo modo. Y que se sentía especialmente atraído por la vida del autor de
El día de la Independencia: pareja estable, casa cómoda en un lugar arbolado y apacible, coche francés....
Carver, que sólo tras conocer a
Tess y alcanzar el éxito encontrará cierta estabilidad, tenía una larga historia de dudas, de decepciones, de pequeños fracasos, de inestabilidad emocional y precariedad económica, carecía de una casa a la que llamarla, con todas las consecuencias "mi casa", veía en
Ford la representación viva de lo que le hubiera gustado alcanzar en el ámbito más personal.
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Ray Carver y Tess Gallagher |
Es emocionante recorrer con
Ford sus experiencias de lectura, de debate, de taller, dentro y fuera de Estados Unidos, junto a
Ray. Como lo es reconstruir sus discusiones acerca de determinado relato y leer anécdotas, descritas con una enorme carga de ternura y de admiración, que vivieron juntos. Es como atravesar el umbral de una inmensa habitación donde nos aguarda todo un tiempo de pasiones culturales y literarias, de encuentros en los que
Tobias Wolff (inolvidable mi lectura, en el autobús en que cruzaba Madrid cada mañana, de los cuentos de
Cazadores en la nieve), Richard Ford y
Ray, la propia
Tess Gallagher, junto a otros escritores de la misma hornada generacional debatían sobre
Chejov, sobre la narrativa experimental, sobre poesía
(Carver reverenciaba la poesía y
Ford consideraba que su obra poética era un remedo inacabado de sus cuentos), sobre el alcance, el acierto o las debilidades de la propia obra. Entre las anécdotas que nos cuenta en el libro, sirva, para concluir, esta descripción que realiza
Ford de la lectura, por
Ray, del cuento "Qué es lo que quiere", de su libro
¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?:
"Ray leyó el relato casi a oscuras, muy encorvado sobre la lámpara del estrado, sin dejar un momento de juguetear con sus grandes gafas, carraspeando, bebiendo agua a sorbos, avanzando por las páginas de su libro como si nunca hubiera pensado realmente en leer ese relato en voz alta y no le resultara fácil hacerlo. Su voz era muy baja, aparentemente inexperta y vacilante, al punto de resultar irritante. Pero el efecto de su voz y el relato en el oyente era el de una vida real que se desplegaba de una forma tan destilada, tan intensa, tan elegida, tan contagiosa en sus urgencias que, al terminar, el oyente quedaba sin sin aliento, sin fuerzas".