martes, 29 de julio de 2008

Mi experiencia soriana. El silencio inexplicable sobre un poeta

Cinco días en Soria debatiendo, en el ojo del huracán del Instituto Cervantes y con el impulso crítico y autocrítico de Carmen Caffarel, sobre el presente y el futuro de su labor. Han sido días de trabajo, de confraternización, de descubrimientos, de inauguración de amistades con directores de centros a los que no conocía o sólo de una reunión urgente o de diversas conversaciones telefónicas. Pero ha sido, sobre todo, Soria y sus gentes, sus calles varadas en el imaginario que todos hemos creado para definir una capital de provincia alejada del tumulto de las grandes urbes. Soria de soportales y edificios de piedra y escudos nobiliarios. Soria de la quietud, de los pinares sin límite, de la Laguna Negra de la que hiciera leyenda Antonio Machado. Soria de caminatas (breves pero intensas, tal vez debiera hablar de paseos) desde el hotel Alfonso VIII hasta el Centro Cultural del Palacio de la Audiencia, Soria del viejo Instituto donde enseñó francés el poeta de Sevilla. Soria de intensos verdes, de azules rizados de nubes en huida, Soria de pueblos abandonados y de silencios infinitos.... Soria.
Llevaba cuatro años sin visitar la ciudad. Desde 2003, quizá desde 2002, acompañado de Esperanza y mis hijos, de camino al Pirineo navarro. Y tuvo que conmemorarse el Centenario de la llegada de Machado a Soria para que en menos de un año se concentraran tantas visitas a la vieja ciudad como había realizado a lo largo de varias décadas. Vine, en septiembre de 2007, a hablar de su poesía vinculada con el paisaje. También, en abril de este año, para leer poemas con motivo de la Feria del Libro de la ciudad. Y he regresado, por razones de trabajo, para hablar del español, de la cultura en español, del futuro del Instituto Cervantes en el mundo. En estas tres últimas visitas he encontrado una Soria dinámica, abierta, llena de inquietudes culturales. Y he conocido, gracias a la generosidad y al entusiasmo de Macarena García Plaza, la jefa de la Obra Social de Cajaduero en Soria (un entusiasmo de los que crean "amigos para siempre", todo hay que decirlo), parte de los fondos del legado de Gaya Nuño, algo así como una parcela diversa, poliédrica de la historia cultural de España en la segunda mitad del siglo XX que debiera mostrarse al mundo.
Ha habido en estos días algunos momentos para la conversación a fondo, para el intercambio de oponiones sobre la otra Soria: la de inmensos territorios abandonados, la de las costumbres ancestrales conservadas con mimo, la Soria asolada por la emigración hacia Madrid, hacia Zaragoza, hacia Barcelona en los duros años 50 y 60 del pasado siglo. Y de la Soria de los poetas. Sé que es una convención, que de ello se ha hablado muchas veces, pero haber leído "La tierra de Alvargonzález" y vivir una tormenta junto a la Laguna Negra (como nos ocurrió a los "excursionistas" cervantinos) es una experiencia de las que no se olvidan. Y experimentar la detención del tiempo y de la historia en el Casino mientras se recuerda a los poetas que pasaron por sus salones es otra vivencia para guardar para siempre.
Machado, Gerardo Diego... Esos son, en lo esencial, los poetas "oficiales" que la ciudad de Soria ha hecho suyos. En distintos momentos, con distintos interlocutores, especialmente con Macarena García Plaza, hablamos de ellos. Incluso en las intervenciones de los representantes políticos en la reunión de directores del Cervantes, las citas se concentraban en los dos nombres, sobre todo en el primero. Sin embargo, he podido comprobar el extraño silencio que se cierne sobre la obra de un poeta que cantó a Soria con talento, emoción y empatía con sus gentes y sus tierras. Un poeta que, además, fue, en 2001, Premio Cervantes. Me refiero a José García Nieto. Algunos lectores se preguntarán qué hace un escritor ideológicamente progresista, de izquierdas, reivindicando la poesía del poeta promotor de revistas como Garcilaso o Escorial, impulsor del movimiento "Juventud Creadora" y vinculado políticamente al franquismo de la primera hora. Pues intento mirar hacia atras con equilibrio, sin afán vengativo y con la voluntad de salvar lo mejor de la obra de un buen poeta. De un poeta que, pese a su adscripción ideológica (fue hijo de su tiempo) fue generoso con los poetas cercanos o identificados con los vencidos cuando estuvo al frente de la mítica revista Poesía Española. Blas de Otero, Eugenio de Nora, Gabriel Celaya, Pepe Hierro, entre otros muchos, publicaron no pocos poemas en sus páginas. Y gran parte de los adolescentes de aquellos años accedimos a la poesía gracias a ella, dimos los primeros pasos para llegar, después, a la obra mayor de los poetas que allí publicaban. García Nieto, sí, cantó a Soria. Nó sólo escribió poemas como "A orillas del Duero", "Regreso a Covaleda", "Caza menor (Recuerdo de Soria)", "Dos recuerdos por mi padre en Soria", sino que dio a luz, en 1959, a un libro especialmente memorable: Elegía en Covaleda.
¿Por qué ni siquiera la derecha intelectual reinvidica la poesía "soriana" de García Nieto? ¿Acaso se avergüenza de que un día llevó la camisa azul y se identificó con el franquismo? A veces pienso si no será bueno elaborar una suerte de "Ley de la memoria histórica literaria" que rescate del olvido obras de una calidad incuestionable de poetas que estuvieron en un lado u otro de la contienda -en este caso, del lado de los rebeldes en la primera hora (pienso, con García Nieto, en Prado Nogueira, en Julio Garcés, en Vivanco, en Leopoldo Panero....). Ya ha pasado tiempo más que suficiente para mirar hacia atrás sin ira. Y, para terminar, aquí dejo un poema soriano de García Nieto que nada tiene que envidiar a los de Gerardo Diego (por cierto, también poeta cercano al Régimen de Franco).
REGRESO A COVALEDA
Quiere mi pecho hacerte, aunque no pueda,
tiempo de ayer, cadena de costumbre,
sueño conmigo ante la erguida lumbre
niña conmigo entre la nieve queda;
hacer que el perro aquel, contra la rueda
de la carreta, preste mansedumbre
al corazón, y Urbión, desde su cumbre,
traiga el cielo de entonces, Covaleda.
Puebla quieta, nidal del pino verde,
la de la margarita repitiendo
sílabas de la tierra estremecida;
voz de mi voz que lejos se me pierde,
que arriba es río, como tú naciendo
hacia la muerte, oh Duero, hacia la vida.

José García Nieto (Del libro Geografía es amor. 1951)

miércoles, 16 de julio de 2008

El origen remoto (o casi) de "Verano"

No es fácil identificarse plenamente con la crítica a una obra propia. Siempre he sentido una rara sensación cuando me ha tocado leer las críticas a mis libros. Muchas veces (y lo digo yo, que ejerzo la crítica desde hace más de una década) piensas que has escrito otro libro, muy diferente acaso del que pensabas haber dado a la imprenta. Otras, descubres que en tu texto había intenciones subconscientes que no alcanzaste a ver mientras lo escribías. Y, casi siempre, tienes la oportunidad de ver y analizar, a través de la mirada de otro, una obra con la que has convivido, en su proceso de gestación, durante muchos años.
De la buena crítica, de la crítica llamada convencionalmente constructiva -aunque no ponga bien tu obra-, siempre se aprende. En ella alientan enfoques distintos, enseñanzas, descubrimientos respecto al modo en que lo que escribiste un día puede llegar hoy al lector. Todo esto viene a propósito de la reseña que a mi novela Verano ha dedicado, en el último Babelia (13 de julio), Angel Luis Prieto de Paula. Me parece una crítica rigurosa en la que el elogio es cauto, centrado en aspectos determinantes de la novela aunque sin desatender la vertiente crítica destacando alguna supuesta flaqueza o deficiencia. Bienvenida sea la crítica. Pero ha habido dos párrafos que me han parecido especialmente conectados con el aliento de fondo que, a mi juicio, respira en Verano. Uno, la referencia a una de mis pasiones como narrador, probablemente importadas de mi condición de poeta: las descripciones de paisajes. Afirma Prieto de Paula: "Las descripciones paisajísticas son de una belleza que le roba el alma a esta novela". ¿Qué decir ante semejante juicio? Nada. Sentir una honda emoción y una enorme gratitud. Nada más. Y pensar, en todo caso, que algo debe mi prosa a los paisajes reales que han inspirado los de la novela. Por ejemplo, los que ilustran estas reflexiones.




El segundo párrafo es, quizá, el que motiva esta recapitulación "al margen". Escribe Prieto de Paula: "una camaradería que procede de los años universitarios y ha aguantado el desgaste de los años por la fuerza cohesionadora del veraneo compartido, que se clausura ritualmente con la cena de finales de agosto, regada con agua de tormenta y la melancolìa del retorno". En cursiva destaco la frase que, quizá sin que el crítico lo haya pretendido, roza el núcleo esencial, quizá la matriz que dio origen, hace mucho tiempo, a la novela. Me explico: más de una vez he afirmado que los escritores que compatibilizamos poesía y narrativa desarrollamos, al escribir una narración, todas las potencialidades que contenía un poema escrito en un tiempo pasado. Y si mi experiencia ha sido siempre ésa, que toda novela tuvo como semilla (a veces remota) un poema, pude comprobar cómo a Vázquez Montalbán le ocurría algo parecido. Me lo confesó en una larga (y apasionante) conversación cuando comenzamos a hablar del poema "Ciudad" que aparece en su novela El estrangulador (Mondadori, 1996). El poema lo había escrito en los años sesenta pero ahí estaba, en síntesis, depurada, la novela. Lo mismo afirmaba del poema "Nada quedó de abril" con que abre Una educación sentimental (1967) en relación con la novela El pianista. Algo parecido ocurre con Pepe Caballero Bonald y con otros novelistas-poetas.
Pues bien: la referencia a la tormenta de finales de agosto y a la melancolía del retorno que destaca Prieto de Paula en su crítica está estrechamente vinculada al origen de Verano. Hace algunas semanas, en otra entrada de este blog, me referí a una experiencia vivida, junto a otros amigos, como desencadenante del comienzo de la novela. Pues bien, hubo una semilla anterior. Se trata de un poema cuya primera versión escribí en... ¡¡1989!! Se publicó en El País-Babelia en 2005 y, en su versión definitiva, está incluido en mi último poemario, De viejas estaciones invernales. Se trata de la evocación de la tormenta que, cuando era un chaval y veraneaba con mis padres en un pueblo de Soria, solía desencadenarse en el último tramo de agosto anunciando el final del verano y "la melancolía del retorno" (Prieto de Paula dixit). El poema aparece, también, en mi antología Monólogo del entreacto y siempre fue una obsesión trabajando en la recámara de mi cerebro. Sólo cuando acometía el tramo final de la novela tuve la certeza de que los climas, los paisajes, los ambientes y las emociones de Verano estaban ya en el poema que abajo reproduzco para el lector curioso y con pereza para escarbar en mis textos poéticos:
LA TORMENTA

Habíamos dejado la tarde a medias, la luz

a medias adensarse contra blancas paredes,

en jardines en sombra, en praderas heridas por la llama

de un verano sin paz, tan implacable

como el tono amarillo que hizo de ellas

sólo memoria de un verde amenazado.

Y fue entonces —agosto prescribía

en el pueblo remoto de todos los veranos de la infancia—

cuando la nube puso desolación al aire y vino

la primera tormenta a visitarnos

hasta llenarnos con su olor a distancia y olvido.

Nuestros padres guardaban las hamacas.

Se miraban, sombríos, pues la lluvia anunciaba el retorno

de un tiempo cotidiano sembrado de relojes.

Y nosotros, niños como aquel agua que ablandaba la paja,

corría en torrenteras por los montes y aromaba

de infancias más remotas nuestros ojos,

nos mirábamos tristes pues setiembre llegaba, inevitable,

y era el fin del verano y no podíamos

gozar de aquella oscuridad,

de aquella tarde llena de premoniciones,

de lentos exterminios de una farra apenas intuida, acaso

de un amor inseguro, breve y luminoso como todos

los vividos en aquellos veranos de nuestra pubertad.

Y llegaba la noche y no quedaba

más remedio que huir a la luz amarilla del cuarto de los niños

mientras ellos, los padres, nuestros padres,

jugaban a los naipes esperando

el fin de la tormenta para dar otra luz al verano, otro plazo

de gozo a aquellas horas implacables, más cortas, más huidizas

que todas las horas precedentes.

martes, 8 de julio de 2008

Narratividad, fragmentariedad, "propuesta nocilla" y otras hierbas

En el último número de Qué leer, el novelista David Torres, autor de Niños de tiza (Algaida, Sevilla, 2008) hace una afirmación que puede sonar irreverente: "la supuesta novedad de la propuesta Nocilla no es tal. Existe desde Cortázar. Puede que incluso de antes. Por eso la vanguardia literaria española me recuerda más a una retaguardia que a otra cosa".

Comparto parcialmente tal afirmación y reconozco en ella alguna de mis reflexiones publicadas en El País a propósito de una trabajo de Vicente Verdú con el que cuestionaba la narratividad, la historia en la novela del siglo XXI. En efecto, la novela fragmentaria, la renuncia al argumento, a la trama, el desdén por la historia como componente del artefacto narrativo no es una novedad generada por el creciente dominio de Internet en la comunicación o por el surgimiento de nuevos soportes como el blog, o el correo electrónico, o todos los mecanismos de ofrecer historias a través del medio audiovisual. Esa opción literaria ya estaba en Cortázar, y en buena parte de la narrativa experimental española de la década de los setenta del pasado siglo, y en Joyce y su Finnegans Wake, y en la poesía experimental del período de entreguerras, y en la novela norteamericana de la generación beat y post-beat, comenzando por Kerouac y acabando en Pynchon, con su tecnoficción de La subasta del lote 49, o en el John Barth de Quimera, o en Larva, de Julián Ríos, o en la narrativa de Manuel Vázquez Montalbán que él mismo calificó como literatura de la subnormalidad en los años sesenta y primeros setenta: Manifiesto subnormal, Recordando a Dardé, Cuestiones marxistas, etc...
Entonces no había Internet y las computadoras u ordenadores comenzaron a ser (en los sesenta, por supuesto, en el período de entreguerras eran simplemente impensables), una noticia remota, vinculada a la ciencia ficción o a la experiencia de ciertos bancos que comenzaban por entonces a dotarse de armatostes enormes con los que alimentar sus incipientes centros de proceso de datos. Y existía una narrativa experimental que jugaba con cuantos elementos ofrecía, a los escritores, la realidad, la cultura (el comic, la música, el pop, el cine, la televisión) y la contracultura, incluyendo el adanismo prehippie y la nostalgia de los paraísos perdidos en los mares del sur (Gauguin al fondo). Incluso narrativa hubo, como el nouveau roman, que hizo de la ausencia de argumento, del rechazo de la historia y de la no narratividad la tríada virtuosa de una propuesta estética que fue necesaria pero que aburrió a un par de generaciones de una manera perseverante: llegó un momento en el que los jovencísimos lectores de entonces, cultivados en la adolescencia en la lectura de Stevenson, de Swift, de Baroja, de Dickens o de Clarín, asumíamos interminables sesiones de tortura frente a textos difícilmente legibles con el convencimiento (alentado por los estructuralistas) de que ahí estaba el secreto del gozo literario, la magia (muy oculta, casi inexcrutable) de la literatura. Recuerdo el tedio asumido voluntariamente algunas tardes de verano consistente en intentar dar por terminada la lectura de una novela (¿novela?) de Robbe Grillet titualada La celosía con la intención, tan estimulante como inexplicable a la luz del presente, de contarlo a los amigos y de presumir de haber doblegado, al fin, uno de los textos emblemáticos del "nuevo novelista francés". Confieso que de aquella propuesta narrativa leí con placer y con pasión tres novelas: La modificación, de Buttor (a propósito de esa experiencia reflexiona, por cierto, el narrador de Verano, mi última novela) y El planetario e Infancia, de Nathalie Sarraute. Las tres eran (son) textos con cierto grado de experimentalismo, ciertamente. Pero sustentados en una historia, atravesados por la emoción sentimental y no sólo estética. Es decir, en el binomio sobre el que se levanta toda la gran literatura: palabra reveladora y vida.
Ojo: que nadie se equivoque. No pretendo equiparar la llamada estética nocilla con determinadas literaturas experimentales propicias a provocar en el lector el tedio, el desconcierto o el cabreo. En absoluto. Lo que afirmo es que es muy discutible que sea una consecuencia objetiva, inevitable y saludable de la era Internet y de las conquistas y transformaciones que en la comunicación ha creado el llamado ciberespacio. Diré más: hoy podemos encontrar en las mesas de novedades de las librerías auténticas obras maestras, leídas y degustadas por miles de lectores, que se sustentan en el canon tradicional y que tienen como núcleo estructural una historia, un argumento, una trama que pasa a ser materia literaria a través del lenguaje. Grossman, Barnes, Ford, Nemirovsky, Marai, Auster, Williams, Conti, Vargas Llosa.... La lista de nombres sería, a este respecto, interminable.

Preguntas que se me ocurren: ¿no será que, a veces, tras la defensa a ultranza de la fragmentariedad existe una latente (o real) incapacidad para construir una historia, sea cual sea el lenguaje que la alimente? ¿Quién no nos dice que en la asimilación objetiva de determinadas fórmulas experimentales con la era Internet no hay una renuncia a hacer novela con los ingredientes e innovaciones que ese mundo nos ofrece, pero construyendo textos narrativos con vida, que emocionen, que apasionen, que nos mantengan atrapados de principio a fin?

Las respuestas, se las dejo al lector. O a un futuro artículo de este escritor "Al margen". Sed felices y leed mucho este verano.

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  En 2012 publiqué   Fugitiva ciudad,  En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al...