miércoles, 28 de octubre de 2015

Ciertas formas de la extrañeza: las razones de un libro


Un libro de poemas tiene mucho de radiografía de una etapa de la vida del poeta. Hay veces que se escribe de un tirón, en una suerte de arrebato de inspiración. Otras (es mi caso) se escribe lentamente, va madurando a lo largo de años  y va creciendo en los más diversos soportes: en un cuaderno, en un folio perdido, en un archivo digital, en una libreta… Los días extraños pertenece a los poemarios de esta última estirpe. Lo fui escribiendo casi de manera solapada con los últimos poemas de Fugitiva ciudad y los textos que lo componen se fueron diferenciando por partir de orígenes anecdóticos muy distintos.

Desde hace muchos años escribo poesía con la doble pretensión de establecer una mirada crítica hacia la realidad y hacia la memoria y de hacerlo mediante la palabra reveladora, mediante el descubrimiento imprevisto en el campo del lenguaje, a través de la búsqueda de la proteína lírica que duerme a la espera entre las palabras. El peso de lo colectivo solía ser determinante a pesar de la subjetividad con que abordaba ese proceso. Soy de una generación curtida en la poesía comprometida y durante mucho tiempo replegarse en la intimidad conllevaba ciertas dosis de culpa y de mala conciencia. Los textos que desembocarían en Los días extraños, sin embargo, no parten en su mayoría de anécdotas marcadas por "el peso de lo colectivo".  Tienen un origen anecdótico muy diferente: nacen de la intimidad, de mi experiencia más inmediata y cotidiana. Al principio eran apuntes de paso sobre momentos vividos o recordados y profundamente vinculados a una experiencia individual (aunque no todos, obviamente). Después se convertirían en pequeñas piezas en las que el lenguaje poético se ponía al servicio de todo cuanto merecía perdurar por encima del tiempo.

Escribimos contra la muerte y su amenaza, con el afán de trascender. Y a medida que cumplimos años (al menos esa es mi experiencia) la poesía va ganando en capacidad de depurar emociones y compartirlas con los demás y perdiendo la intencionalidad experimental, a veces artificiosa y demasiado retórica que la acompañó en los primeros tiempos. Poesía es lenguaje revelador, sin duda. Es, también, tiempo significante, Historia en movimiento. Pero es, sobre todo emoción construida con el lenguaje, con un lenguaje nuevo, como recién creado, que es capaz de mover un mínimo resorte en el catálogo emocional del lector y, si es posible, cambiarle la vida aunque sea por un segundo.

Los poemas de Los días extraños son de esa clase. Son fragmentos de vida rescatados del tiempo: una noche de verano en que mis hijos se sorprendieron ante la presencia de una familia de erizos, unas horas de lectura tras la caminata en un hotel rural en el valle de Ordesa, el instante vivido en Manchester frente a la mesa en la que Carlos Marx escribió el Manifiesto Comunista, un momento envuelto en el ambiente de una ciudad invadida por feriantes y casetas que anuncian el tiempo navideño, el otoño desplomándose sobre el valle del Lozoya, una caminata, junto a los amigos, en busca de las primeras setas de octubre, un libro leído en la madrugada, cuando todos en casa duermen….. 

Más de un lector me ha dicho que hacía tiempo que no leía de un tirón, y sobrecogido, un libro de poemas, que eso le ha ocurrido con Los días extraños. Sé que en algunos sectores críticos y teóricos hay cierta prevención ante todo lo que no sea una lectura trabajosa, difícil, de la poesía en busca de sus claves ocultas, de sus niveles semánticos... pero al escuchar a estos lectores me he reconciliado, en gran medida,  con más de una década de escritura. Me han transmitido las emociones, sentimientos y recuerdos que llevaban escondidos hasta que la lectura los vivificó, lo que ha provocado una suerte de reconciliación con una intimidad que los poetas que hemos tenido una vida políticamente militante visitábamos acomplejados. 

Los días extraños tiene deudas con Antonio Machado, con poéticas del cincuenta marcadas por el realismo, con cierto Claudio Rodríguez y con cierto Diego Jesús Jiménez, con Cernuda, con Juan Ramón… Deudas inconscientes, venidas de viejísimas lecturas y de noches casi inaugurales procedentes de ese tiempo joven  en el que toda lectura es algo parecido a un milagro. Pero también hay deudas más recientes: poetas de la Norteamérica cotidiana a los que he leído en mi condición de director de la colección de Bartleby o poetas a los que he llegado de manera indirecta a través de buenos amigos traductores. Pienso en Philp Levine, en Donald Hall, en Sharon Olds, en Mary Jo Bang, en Billy Collins... Pienso en el Raymond Carver de los poemas que evocan los días de pesca, la comunión con la naturaleza, su cotidianidad enamorada junto a Tess Gallager, sus caminatas por la montaña, su convivencia con la enfermedad que se lo llevaría por delante. Soy deudor, también, de lugares.  Vividos en soledad o en compañía: ciudades a las que llegar de incógnito, un Chicago al que debían enviar un diagnóstico clínico desde el Madrid lejano, Soria y la lluvia de un día de diciembre, o sus campos en un agosto de incendio, La Habana tristísima y empobrecida de febrero de 2011, los montes de la sierra pobre de Madrid recorridos con un padre inmensa y tempranamente mortal…


“Cumplidos ya los 30 años, de pronto, sucede la memoria. Se ha construido con nuestra ayuda y con la de los otros, y contribuyen a convocarla los espejos donde el llamado otro yo  se aleja de quien y como creemos ser”, escribió Manuel Vázquez Montalbán en su crítica a mi poemario La densidad de los espejos en el casi remoto 1997. Esa frase, que la escribió a propósito de uno de los apartados de aquel libro (“Fragmentos de una historia”) cobra una validez estremecedora ante Los días extraños. Sucede la memoria, sí. En ella intento explicarme y explicar mi relación con los seres más cercanos, que me han acompañado en la vida, en los momentos felices (de los que solemos tomar conciencia de manera tardía) y en los momentos duros.

Sí… De pronto sucede la memoria. Aunque los treinta años en los que Manuel veía una suerte de rubicón estén más que olvidados y enterrados, sucede la memoria. Y nos acercamos a ella con extrañeza, con sorpresa incluso, con miedo a veces y siempre con la emoción de quien se dispone a romper la lógica del tiempo y a convertir el pasado en un intenso presente continuo. De pronto, sucede el poema.  

Amamos con Joan Manuel Serrat - Mi despedida

  En 2012 publiqué   Fugitiva ciudad,  En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al...