domingo, 23 de septiembre de 2007

Segunda reflexión sobre Collins: las ventas, la calidad, los realismos y los no realismos.

En el comentario a mi última entrada, Vicente Luis Mora me invitaba a revisar las listas de libros de poesía más vendidos para, así, poder constatar cómo la poesía plana, de un realismo fácil, se encarama a ellas por encima de cualquier otra propuesta. Pues bien. El resultado de mi "inspección" ha sido el siguiente: Rilke, Gamoneda, La Fontaine, Chantal Maillard: ésa era la lista de libros más vendidos del último El Cultural de El Mundo. También William Carlos Williams, Julio Martínez Mesanza y Luis Alberto de Cuenca. La de la pasada semana, en ABCD, mostraba a poetas como González Iglesias, Rene Char, Juan Ramón, Carver, Julia Uceda, la antología Poesía visual española... Pocos, muy pocos (y aún así, proyectando sobre ellos el juicio de la subjetividad) son poetas adscribibles a un realismo plano, carente de complejidad y de misterio. Lo cual quiere decir que la afirmación de Vicente Luis Mora en su comentario no siempre se corresponde con la realidad. El ranking de libros más vendidos en poesía está, siempre, condicionado por factores de la más diversa índole. El principal, la precariedad de las cifras de venta, incluso cuando excepcionalmente su produce un llemémosle best-seller. En mi modesta opinión, la venta de dos o tres mil ejemplares de un libro de poesía garantiza la entrada en alguna de las listas de más vendidos. No hace falta más. Por encima de esas cifras, están las excepciones (el caso de Antonio Gala es un anacronismo en el mundo poético). Por ello, con que se dé la circunstacia de la edición de un poemario que, por alguna razón, literaria o no literaria, focaliza la atención del lector de poesía (un colectivo que, en toda España, no debe superar las tres mil personas) ya tenemos al libro en esa nómina. Con independencia de la apuesta estética de que se trate. Deben de ser centenares los libros de poesía "sin ambición" o plana que salen al año. De ellos, sólo dos o tres, como mucho, se cuelan en las listas de más vendidos. Lo mismo cabe decir respecto a las propuestas más complejas y "con ambición". Por tanto, lo que, con toda probabilidad, vale para la novela (y, si se me apura, para el ensayo), que salpica la lista de más vendidos con best-sellers e intrigas vaticanas, pseudovaticanas, premios mutimillonarios y otras hierbas, no se aplicable en poesía. Su público es, de por sí, un público restringido cuya apuesta por la poesía supone, de por sí, una preselección que reduce el espectro de posibilidades de grandes ventas al mínimo imprescindible. Para mí siempre ha sido un misterio, por ejemplo, el hecho de que un libro como Itinerario para náufragos, de Diego Jesús Jiménez, libro complejo, de una poesía visionaria y meditativa a la vez, de lectura difícil, vendiera, en dos años (1996 y 1997) cuatro ediciones. ¿Facilidad de su propuesta? ¿Realismo plano? No lo creo. Más bien parece que su opción estética va en dirección contraria.


Por lo tanto, el problema esencial que Mora/García Casado encuentran en el libro de Collins (problema que, por cierto, no ha encontrado ningún otro crítico) es el de una poesía directa, sin complejidad ni misterio, "fácil", lo que les lleva a salvar un puñado de poemas del conjunto del libro. Yo creo que no es una poesía fácil, pero no voy a polemizar con ese punto de vista. Toda crítica tiene un componente de subjetividad inevitable. Los gustos del crítico se mezclan con múltiples factores difíciles de evaluar. Sí diré, sin embargo, que discrepo de la tendencia, muy asentada en nuestro mundo poético y crítico a establecer el baremo de la calidad en función de la transparencia u opacidad del texto, del realismo o el no realismo que lo caracteriza, de lo tradicional o lo vanguardista que en él se contiene. A mi parecer (y lo digo, también, como creador), es tan o más difícil y complejo escribir un texto directo, sencillo, transparente y cargado de intensidad que lo contrario. Diría más: a veces es más díficil porque la verdad literaria o poética del texto no aparece encubierta u oculta en un aparato de lenguaje que no siempre habla del sentido último de la existencia (en lo individual, pero también en lo colectivo). No es necesaria una mirada que descodifique el entramado que el autor propone: la emoción estética y sentimental llega de inmediato, la empatía entre poeta y lector no encuentra barreras.


En lo que se refiere a la poesía de la complejidad, una poesía que en no pocas ocasiones deriva en hermetismo, hay un factor que, creo, mide su "proteína lírica": cuando, en una primera lectura, el poema transmite emoción. Aunque sea no racionalizable. Aunque no se pueda traducir a términos lógicos. Después, vendrán las indagaciones lectoras, la búsqueda de sentidos y significados. Pero el lenguaje lírico tiene que impactar al lector. Nos impactan y emocionan Rulfo o Joyce (con excepción, a mi juicio, de su Finnegans Wakes) no por su transparencia sino por la profundidad emotiva que sus textos nos ofrecen, por su honda vinculación con las incertidumbres del hombre de cualquier tiempo y lugar. Pero no lo hacen muchos otros textos tan experimentales o más que los de ambos autores. Lo mismo cabe decir de Kafka, o de un realista tan directo como Doss Pasos. O como Carver. Es la eterna pregunta, basada en una permanente pugna, del misterio poético y, más allá, literario: ¿Góngora o Quevedo? ¿Claudio Rodríguez o Ángel González? ¿El Alberti surrealista o el Alberti realista? ¿Blas de Otero o Pablo García Baena? ¿Benet o García Hortelano? ¿Aleixandre o Cernuda?...


En el fondo, las guerras estéticas, cuando se convierten en batallas que levantan fronteras inexpugnables, ocultan otras guerras que tienen más que ver con el poder mediático, con la proyección de sus autores en los medios, que con la esencia del poema, que con el arte. Por ello, la crítica que me interesa es la que busca en cada libro la "honda palpitación del espíritu", o la "palabra en el tiempo" de las que hablara, con perdón, Antonio Machado. Con independencia de la estética por la que el poeta apueste. No la que se pone en guardia y, a partir del prejuicio, estabula a los poetas: realistas a un lado, órficos a otro. Los primeros, sin misterio, los segundos con él. O viceversa. Lo fundamental es sumergirse en el texto concreto y buscar las verdades que en él respiran. Tarea difícil y, siempre, salvo en los casos de incompetencia manifiesta del autor al que se lee, llena de subjetividad. Lo importante es que esa subjetividad sea aplicada, por el crítico, con "conciencia de objetividad". Pero eso es complicado de explicar y lo dejo para otro día. Si hay hueco y si la inspiración me llega.

martes, 11 de septiembre de 2007

Primera reflexión sobre Billy Collins: ¿Es mala la poesía que se vende?

Edgar Lee Masters publicó Spoon River Anthology en 1915. De su primera edición se hicieron 19 reimpresiones y en 1940 llevaba, ya, 70 ediciones. Ha sido el best-seller de la poesía norteamericana y, poco después de su aparición, Ezra Pound, paradigma del poeta experimental, irracionalista de la primera mitad del siglo XX, escribió en The Egoist: "¡Por fin! ¡Por fin América ha descubierto a un poeta!".


Cuaderno de Nueva York, de José Hierro, vendió en poco más de dos años por encima de cuarenta mil ejemplares sin contar con las ediciones que aparecieron al margen de la inicial de Hiperión. Las ediciones de Ancia, de Blas de Otero, se vienen sucediendo año tras año en Visor desde finales de la década de los sesenta. Fonollosa, según declaraciones de Sergio Gaspar, editor de DVD, es, de su catálogo, el poeta que más libros ha vendido desde que la editorial inició su andadura. Más recientemente, Raymond Carver, con su poesía reunida Todos nosotros, ha vendido, en algo más de un año, tres ediciones y Bartleby Editores está preparando la cuarta.


Citar a Juan Ramón, a Antonio Machado, a Cernuda, a Pablo Neruda, a Federico García Lorca, como poetas con un enorme bagaje de ediciones de sus libros, de antologías y poesías completas, sería un lugar común.


¿Cabe, hablando de poesía, establecer un paralelismo, en términos cualitativos, entre Edgar Lee Masters, Pepe Hierro, Blas de Otero, Fonollosa, Carver, Juan Ramón, Machado, Cernuda o Lorca y Antonio Gala? Nadie que tenga una brizna de sentido crítico (o de sensibilidad literaria) lo haría. Sólo cabría el paralelismo cuantitativo: todos venden o han vendido muchos ejemplares de sus libros. Venden poesía. Y mucho. Por eso, establecer como verdad universal (es malo aferrarse a verdades universales que tienen como punto de partida el gusto del lector o del crítico y, por ello, la más radical subjetividad) la afirmación de Felipe Benitez Reyes "la poesía no vende y, si vende, no es poesía" para poner en cuestión el valor de la obra de Billy Collins partiendo del hecho de que es un poeta "muy vendido en Estados Unidos" no parece un ejemplo de rigor analítico. Y lo es menos aún si procede de un poeta/crítico como Vicente Luis Mora que dio sobradas muestras de perspicacia y hondura en los ensayos de su libro Singularidades. Eso nos llevaría a afirmar que la poesía que no vende es, por definición, buena, y la que vende, es, también por definición, mala. Y eso no es verdad bajo ningún concepto. Es más, creo que Vicente Luis Mora, autor de una reseña sobre Lo malo de la poesía (en el último número de la revista Quimera) que parece un trámite (no muy alejada, en su planteamiento de fondo, de otra de Pablo García Casado en La tormenta en un vaso) sabe que no es verdad. Billy Collins ha vendido muchos libros en Estados Unidos, es cierto. Pero, a mi juicio, no es comparable con el "fenómeno Gala". Entre otras razones porque, creo, su conexión con el público tiene más que ver con las incertidumbres y angustias que respiran tras la vida cotidiana de una América autosatisfecha y frágil que con la autocomplacencia o el juego (aunque a veces lo aparente, del mismo modo que, por citar un ejemplo a vuelapluma, aparentaba jugar el Blas de Otero de Pido la paz y la palabra) al que se refiere Vicente Luis Mora. Ya quisiéramos, todos los escritores que de vez en cuando terminamos un poemario (o casi todos) vender los 40.000 ejemplares de Collins o de Cuaderno de Nueva York, de Hierro. Eso significará que nuestra poesía, sin hacer concesiones, ha conectado con un amplio segmento de lectores. Son otras las razones que hacen de la poesía un género minoritario. Tienen que ver con su escasa promoción, con la limitada atención de los grandes medios, también, por supuesto, con una sensibilidad lectora más educada para la narrativa. Pero del mismo modo que hay películas o novelas que son obras maestras que fueron escritas pensando en la "inmensa minoría" y, de pronto, concitan la atención y el seguimiento de millones de espectadores o lectores, hay poemarios que rompen la norma del elitismo, que se convierten en excepción. No "fenómenos Gala", sí "fenómenos Lee Masters". Y si Masters vendió 70 ediciones de su Spoon River en 15 años no lo achaquemos a la "facilidad". Pensemos (es lo que yo creo) que conectó con la sensibilidad colectiva de una América en crisis, marcada por las grandes convulsiones sociales que dieron lugar al crack del 29 y por sus consecuencias. Con poemas transparentes y hondos a la vez. Inteligentes y estremecedores. Irónicos y turbios. Todo a la vez pese a las apariencias.

Hasta aquí una primera reflexión sobre las ventas de Collins. Queda pendiente reflexionar sobre la calidad, sobre las supuestas "facilidades" que lastran (¿a partir de qué principios?) sus poemas. Pero por hoy ya he escrito bastante.

De unas tierras misteriosas y del misterio de un poeta

Ved la imagen que preside esta entrada. Es un retazo mínimo del paraje al que me enfrenté hace un par de días. Montañas cubiertas de bosques que se pierden en lontananza. Ni una sola construcción mancha un territorio que parece proceder de un sueño, en el que sólo la masa forestal, algunos pequeños espacios pelados y un cielo que la tarde y la intensidad de la luz emblanquecen le dan vida. No es un lugar perdido en cualquier valle pirenaico, ni en la montaña leonesa o en las extensas sierras pinariegas de la Soria más alta o del Burgos más norteño. Es Madrid: su norte escondido y afortunadamente olvidado. Este paraje, en el que el silencio juega con los ruidos ancestrales del viento y de las ramas, respira en mi último libro Por la sierra del agua y seguía respirando el pasado domingo allá en las cercanías de un pueblecito llamado Villavieja. Son los pinos de Villavieja. Un paisaje inverosímil a una hora de Madrid. Un lugar en el que a estas alturas del siglo todavía se pierden los caminantes, que, en su vertiente este, atraviesa una vía de ferrocarril medio abandonada y surcada de estaciones sin uso desde hace décadas que o bien se han convertido en superficies de hormigón y matorrales o mantienen huellas de su antigua prestancia en casetas muertas, en viejas casonas de arquitectura vagamente alpina en cuyo interior sólo hay basura, escombros, viejos muebles, tejas rotas.
En esa tierra, en mi convivencia de años con esos parajes, nació el misterio y la zozobra que quise plasmar en mi novela La mujer muerta. ¿Acaso es tan difícil imaginar, en medio de esa inmensa superficie arbolada, en en recodo de cualquiera de los muchos caminos medio borrados por el tiempo y la zarza que la surcan, la existencia de una aldea detenida en el tiempo, en los años cuarenta o cincuenta del pasado siglo?

Las tierras misteriosas están, a veces, cerca. Como el misterio de la literatura. Como el enigma de la poesía. Como esa pasión, difícilmente definible, que a uno lo lleva a descubrir, como director de una colección de poesía, un misterio en cada nuevo libro por el que apuesta. Y a observar, con sorpresa, cómo a veces la crítica, lejos de arañar en ese misterio, se enmaraña en la convención, en el lugar común, en la afirmación gratuita. Por supuesto, sin encontrar el misterio que el editor descubrió inicialmente en el libro. ¿Por qué? ¿Porque no existía o porque el crítico ha situado el libro en el lugar de la convención, ha partido del prejucio para descalificarlo? Pienso en Billy Collins y pienso en una crítica aparecida recientemente sobre Lo malo de la poesía que elude entrar en el nucleo que da sentido al libro (en el misterio del poema, tan desasosegador como el que respira en los bosques de la fotografía). Pero de eso hablaré (escribiré) quizá mañana. Con sosiego, sin prisas. Como la suma de convenciones que una visión pretendidamente vanguardista e innovadora, buscadora de un nuevo -y viejo- dogma, se merece.

viernes, 7 de septiembre de 2007

Enseñanzas de "Pelando la cebolla"

Ocupé buena parte de los días del pasado agosto a leer Pelando la cebolla, el controvertido libro de memorias (y de la memoria) de Günter Grass. Ha sido una experiencia apasionante, de las que dejan huella durante largo tiempo. No por lo que ha sido piedra de escándalo, su pertenencia a las Walfen SS cuando tenía diecisiete años, un hecho que, evaluado en su contexto, no me parece relevante. Sí lo es su ocultamiento a la opinión pública a lo largo de medio siglo, pero aún así hay razones muy poderosas, comenzando por la propia actitud progresista, de compromiso radicalmente democrático, de izquierdas, de Grass durante los años posteriores a la Guerra Mundial, para entender su silencio. Si ponemos en un lado de la balanza ese silencio y en otro su contribución a las causas de los menos favorecidos, a la lucha por la libertad en la propia Alemania y en numerosos países -comenzando por la España de la dictadura-, no es difícil inclinarla hacia este último.

Por eso, lo que más me ha interesado del libro de Grass ha sido el recorrido por su geografía íntima en el camino hacia la toma de conciencia artística, literaria, tras haber vivido, en la última fase de la guerra, situaciones límite, en las que la vida y su sentido último pendían de un hilo. Su inmersión en la pintura, su pasión primera por la poesía, su conocimiento y su acceso al Grupo 47, la gestación de sus primeros relatos, de El tambor de hojalata, su novela más poderosa, su vocación de escultor a medio camino entre el marmolista y esculpelápidas y el artista que busca un camino. Todo eso, narrado con eficacia y con un controlado fervor por el idioma (la traducción de Miguel Sáez es siempre una garantía), ofrece al lector un mundo interior enormemente rico y complejo. También los pasos iniciales de una vocación artística polifacética, llena de curiosidad por el mundo, inconforme, crítica, a la altura de lo que una Historia irrepetible en una Eruropa en construcción y que se recuperaba de una herida mortal, requería de los intelectuales.

También me ha llamado la atención un aspecto poco conocido de su trayectoria: su devoción por el existencialismo, por Alber Camus, por la pugna ideológico-teórico-literaria que con él mantuviera Jean Paul Sartre, por el mundo artístico, intelectual, que, en aquellos años cincuenta y primeros sesenta del pasado siglo, situaba a París y a la lengua francesa en la vanguardia de los movimientos culturales.

Pero Grass también muestra algo que en España, quizá por la deriva repetitiva y plana que asumió la mayor parte de la literatura social de aquella época, es casi imposible plantear. Especialmente en determinados círculos que, paradójicamente, se autodenominan progresistas. Grass narra cómo simultaneaba la construcción de sus novelas y relatos, la escritura de sus poemas con la redacción de discursos para leerlos en los mítines y encuentros electorales en defensa del SPD, del partido socialdémócrata, de Willy Brandt, de un modelo de desarrollo igualitario, con un fuerte componente social, de políticas públicas. para Alemania. Sin ningún complejo, con el pleno convencimiento de que ser ciudadano consciente forma parte, de manera natural e irrenunciable, de la condición de escritor. Es una opción voluntaria, una decisión íntima irreprochable, que en nada enturbia la calidad de sus textos de creación, una apuesta existencial, artística, vital que, frente a la cultura "antimilitancia política" de la que se hace gala con pasión (y, a veces, con un enfoque excluyente, empapado de intolerencia) en mentideros literarios fácilmente reconocibles de nuestro país.

Sólo los sectarios, los "apolíticos" que suelen justificar los desmanes de la derecha y convertir en imperdonables los errores de la izquierda para acabar poniendo en el poder a la derecha (que no es aséptica, que expresa intereses económicos y valores bien definidos), descalifican al escritor, al poeta, al narrador que se pronuncia políticamente y asume un compromiso explícito con los, digámoslo en palabras de Dostoievsky, "humillados y ofendidos".

Pelando la cebolla, es, en ese sentido, un alegato en contra de los sectarismos. Porque, ¿cuántas veces hemos escuchado a significativos representantes de nuestro mundo literario descalificar, por sus vínculos con la política o por su compromiso, a determinados colegas acusándoles de "obedecer consignas" (hecho más que discutible por otro lado) mientras guardaban un silencio clamoroso ante las consignas de facto que venían de poderosos grupos editoriales, ante la concesión de dotadísimos premios cuyo beneficiario se conocía con meses de antelación, ante la consigna, implícita o explícita, de centros de poder tan políticos o más que los partidos aunque ocultos o disfrazados de medio de comunicación, de sello editorial?

Una lectura que aconsejo a todos. Incluso a los que han hecho costumbre residir en la torre de cristal donde viven los que no quieren "mancharse" con la política. Abiertamente, claro. Porque nada vive o respira al margen de la política.

Amamos con Joan Manuel Serrat - Mi despedida

  En 2012 publiqué   Fugitiva ciudad,  En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al...