sábado, 7 de noviembre de 2009

Mi lectura de Terenci Moix

En el centro cultural Blanquerna de Madrid y en el marco de una exposición homenaje en memoria de Terenci Moix comisariada por el polifacético Ignasi Riera, tuve, el pasado día 3, la oportunidad de hablar de su obra. Compartían la mesa conmigo Boris Izaguirre y Pedro Manuel Villora, que se extendieron, ante todo, en la experiencia que vivieron junto a él y en una visión de su literatura relacionada con el sentido de su vida cotidiana (con anécdotas de todo orden, divertidas casi todas). Yo hablé, sobre todo, de su obra desde un punto de vista más literario y existencial. No lo conocí ni tuve relación personal alguna con él, pero en una etapa de mi vida algunos de sus libros fueron compañeros tenaces en mis viajes en autobús y metro, me conmovieron profundamente. Por eso, hablé de su obra con el convencimiento de que Terenci es  uno de los grandes escritores españoles de la generación del 68 a los que el canon, la crítica más academicista, el mundo universitario y los historiadores de nuestra literatura no le han hecho justicia.


Descubrí su narrativa a principios de los ochenta (es decir, tarde) cuando llegó a mis manos una edición, en castellano, de su primera y juvenil novela, Olas sobre una roca desierta y, sobre todo, cuando meses más tarde y debido a mi experiencia de lectura de Olas (una novela de formación, de descubrimiento en la que Terenci, transmutado en Oliveri, un "niño bien" de la época, recorre Europa y envía cartas a un interlucutor imaginario en las que relata su experiencia, que no es sino una búsqueda de sí mismo por el camino de la incertidumbre, del gozo ... y, quizá, quizá, de la locura), busqué afanosamente la novela que afirmó su trayectoria como escritor, El día (en) que murió Marilyn. Confieso que busqué ese libro por una razón adicional: siempre me ha fascinado reflexionar acerca de lo que ocurría en mi vida cotidiana en momentos especialmente trascendentes para la historia. La llegada de Eisenhower a España, el 23-F, el asesinato de J. F. Kennedy, el golpe de Pinochet, la muerte de Franco o de Carrero Blanco, el atentado contra el World Trade Center el 11-S, han sido momentos históricos que han marcado mi vida. Y siempre he intentado mantener fresco en la memoria el modo en que viví la experiencia: dónde estaba, qué leía en aquella época, cómo amaba, que barrios frecuentaba, cómo era el microcosmos en que me movía. Uno de esos momentos, cuando apenas había traspasado mi primera década de vida y aún no me había asomado a la adolescencia, fue el día de la muerte de Marilyn Monroe, en 1962. La muerte de la actriz me pareció extraña, en contra de la lógica, me puso, a mis diez años, ante una injusticia abismal y existencial. Pero cuando, años después, intenté recordar qué hacía yo entonces, donde estaba el día en que murió Marilyn, cuáles eran mis sueños, en mi mente sólo se dibujaba una nebulosa. Por eso, cuando a principios de los 80 supe que Terenci Moix había escrito la novela arriba citada, sentí la necesidad de sumergirme en ella, de vivir con sus personajes. Como si en ella fuera a encontrar mis propias vivencias en ese día que había olvidado.

Al hacerlo no me sentí decepcionado sino al contrario. La infancia y la adolescencia, con sus gozos, sus miedos, sus incertidumbres; la Barcelona de los años cuarenta y cincuenta, la magia del cine, la vida cotidiana en los hogares, la sexualidad oculta y condenada, el amor extraconyugal, las frustraciones, los tebeos, las fiestas que se clavan en la memoria, comenzando por la de los Reyes Magos (memorable la descripción de la cabalgata, del tiempo navideño desde la mirada de Bruno, el protagonista), los mitos del cine y de la literatura, la soledad de la infancia, la educación en los colegios religiosos y, sobre todo, la evolución y el desarrollo de una Barcelona que, pese a todo, mantenía su vitalidad bajo el franquismo: todo ello respira en la novela y la dota de sentido.


La muerte de Marilyn significó para la generación de Terenci el descubrimiento de que los mitos también podían dejarnos, de que eran vulnerables y que, quizá por eso, eran mitos. A partir de entonces, fui un devoto lector de su obra narrativa. Mejor dicho: de aquella que tenía a Barcelona y a su memoria perosnal como protagonistas esenciales (no de la ambientada en el Antiguo Egipto) del relato. Así, gocé, como si de una prolongación de El día... se tratara de los tres volúmenes que conforman su autobiografía titulada El peso de la paja (El cine de los sábados, El beso de Peter Pan y Extraño en el paraíso). Y en mi imaginación creció una Barcelona que se fundía con la leída en Eduardo Mendoza, en Juan Marsé o en Manolo Vázquez Montalbán, una Barcelona hecha literatura, una Barcelona a la que no he dejado de buscar paseando por sus calles cada vez que he viajado allí. Leamos a Terenci. Sobre todo, a ese Terenci próximo, cercano, tan irreverente como romántico, que tanto nos habla de nosotros mismos.

1 comentario:

Raquel dijo...

También es muy agradable de leer su pasión por Egipto, o su sarcástica ironía que destripa la alta sociedad catalana. Estoy contigo en que a Terenci todavía no se le ha reconocido lo suficiente. Todo llegará.

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