jueves, 27 de diciembre de 2007

Del tiempo abolido regresa Justo Alejo

Recibo un email emocionado que se corresponde con una entrada en mi blog, en el "capítulo" en que, hace algo más de una semana y a propósito de la aparicion de mi antología Monólogo del entreacto, reflexionaba sobre el poeta que fui cuando escribí mi primer libro. Lor firma alguien de nombre Manuel Ángel, de quien nada sé. Despúés de escribir unas notas (que podéis leer al pie del comentario apuntado) que prolongan mis evocaciones y que aportan nuevos sentidos a mi memoria de poeta joven y rebelde en tiempos de pretransición política, se pregunta si yo soy quien, a principios de la década de los ochenta -¿o fue en 1979?- del pasado siglo, bajo el nombre de Manuel Rico, escribió un artículo en homenaje a la vida y a la obra del poeta semioculto Justo Alejo.

Esa pregunta me ha devuelto, una vez más, al tiempo de mis poemas de El vuelo liberado, al tiempo de apredizaje y de sueños sin límite, al tiempo de los amores perdidos y de un romanticismo en el que lo erótico, lo político, lo literario, lo amoroso, se mezclaban para construir un imaginario en el que crecía un mundo radicalmente decmocrático, basado en principios socialistas y aderezado con las conquistas que, de nuestros hermanos mayores, que habían vivido el mayo del 68, heredábamos: el amor libre, el culto a la nauraleza, las canciones de Bob Dylan, las andanzas, guitarra al hombro, de Woody Guthrie por las carreteras que harían de Kerouac un mito contemporáneo, y un pacifismo que nacía en Woodstck en la voz de una jovencísima Joan Baez para prolongarse en los textos de Gandhi y, en una extraña maniobra que tenía mucho de gimnasia imposible, en el libro rojo de Mao y en la Revolución Cultural.

También me ha devuelto a mis primeros artículos. Porque, en efecto, yo fui el autor del artículo al que se refiere Manuel Ángel. Fue un artículo que apareció en Mundo Obrero diario y que escribí por invitación de Jesús Moya, editor de una hermosa antología de Justo Alejo titulada El aroma del viento. Estaba prologada por Francisco Pino y se acompañaba de algunos textos evocadores de un Justo Alejo muy alejado de la muerte aunque ya inquilino de ella. Fue, creo, mi segundo artículo sobre asuntos literarios. Algunos meses antes había escrito el primero: una evocación de la obra y de la figura de Blas de Otero al poco de su muerte en julio de 1979. Años después tuve el honor de publicar mi segundo libro de poemas en la colección en que apareció El aroma del viento, en Endymion. Y de conocer con más detalle y profundidad la obra del poeta de Formáriz de Sayago (Zamora) que, según supe al leer el libro de Endymion, compartía sus dedicaciones literarias con su condición de psicólogo del Ejército del Aire. Tan surrealista maridaje profesional no podía tener otro final que un suicidio con tintes surrealistas, casi provocadores: el 11 de enero de 1979, con uniforme de gala, se lanzó al vacío por una de las ventanas del entonces denominado Ministerio del Aire. Un poeta magnífico, tan olvidado como necesitado de recuperación y de lectura crítica, que casi treinta años después de aquel artículo en Mundo Obrero que me ha recordado, con emoción, Manuel Ángel, revindico. Brindo, en este final de 2007, por una nueva vida para la obra de Justo Alejo.
Léase, como muestra, este poema:

PÉTALOS O BESOS
Esa mujer
que sin saber de dónde
llega en la rueda de los días
lentos
y con su flor
de siempre
y dulces ojos
con sus labios de agua
a sed tan honda
viene
deposita -en nosotros- agua y pétalos
deja su fresco olor
y ya no vuelve
esa mujer
es viento así nos besa

JUSTO ALEJO

domingo, 9 de diciembre de 2007

Las pequeñas editoriales, un servicio público necesario

Esta tarde, sábado frío de diciembre, he visitado varias librerías grandes (las únicas abiertas en la fiesta de la Inmaculada). Es curioso observar las mesas de novedades y establecer una comparación con lo que hace sólo cinco años se mostraba. La literatura -me refiero a la literatura de ficción- ha ido perdiendo espacio en favor de una mal llamada narrativa. Me refiero a las novelas de género que tienen en la trama pseudopolicial y en la búsqueda de escenarios históricos en un Vaticano medieval, o en catedrales perdidas en el tiempo, o en remotos lugares sus bases fundamentales. Ese tipo de literatura va copando las listas de libros más vendidos y desplazando, en las estanterías y mesas de novedades de lasl ibrerías, a la narrativa elaborada con una clara vocación literaria: es decir, a aquella en la que, aunque se cuenten historias, aunque haya suspense o trama negra, prevalece una voluntad de lenguaje, de descubrimiento del mundo, de acercamiento a una realidad conflictiva, dura, difícilmente comprensible a la luz de la razón y de una lógica simplemente humanista.

Es como si hubiera una extraña conjura dirigida a reducir cualquier posibilidad de indagación, mediante la literatura, en nuestro presente. O en nuestra Historia inmediata. Las grandes editoriales, quizá marcadas por éxitos internacionales como El código da Vinci y por la comodidad que supone encargar o recibir originales basados en tramas alejadas del presente, en misterios inventados que se remontan a la noche de los tiempos, han establecido una carrera sin límite por dotar a esas historias del mejor envoltorio: tapa dura, sobrecubiertas, ilustraciones a veces, interactividad en relación con determinados programas o juegos de ordenador... ¿Dónde queda el esfuerzo por descubrir la nueva y buena literatura? Aunque hay excepciones en algunos sellos de los grandes -o medianos- grupos, lo cierto es que esa labor está derivándose, de facto, hacia las pequeñas editoriales con una profunda y tenaz vocación literaria. La búsqueda de buenas novelas publicadas en otros países, la apuesta por valores desconocidos, por propuestas estéticas innovadoras recae en sellos que sobreviven, que renquean, que funcionan sobre la base de una inmensa labor "militante" -la tan pocas veces analizada "militancia literaria"- por parte del editor de turno y de sus colaboradores -cuando los hay-, desarrollada en paralelo con el trabajo diario que proporciona la subsitencia y garantiza el precario bienestar de la familia .
Aunque se tiende a pensar que el servicio público es una labor de las administraciones, del poder político, sería bueno pensar en la ingente labor en favor de la cultura, de la buena literatura que, como servicio público, prestan las pequeñas editoriales, todas ellas de capital privado (cuando lo hay). En más de una ocasión nos hemos preguntado si hoy hubiera sido posible la edición, por una gran editorial, de Rayuela, por ejemplo. O del Ulises, de Joyce, si los correspondientes manuscritos hubiera llegado al departamento comercial de la misma. Con toda probabilidad, correrían la misma suerte que no pocos manuscritos de un alto nivel de calidad que vagan de una editorial a otra cosechando rechazos, excusas y mentiras justificatorias mientras por la puerta lateral entran tramas vaticanas e historias de otro tiempo que a nacie incomodan o perturban.

Si ese diagnóstico lo llevamos al campo de la poesía, el papel del pequeño editor se multiplica, de modo exponencial, en proporción geométrica. La nueva poesía, la poesía contemporánea, la que hoy empiezan a escribir los más jóvenes, la que escribirá mañana la estudiante que acaba de descubrir una vocación poética poderosa... vive gracias a las pequeñas editoriales. Las grandes, cuando se ocupan de la poesía, se nutren de los clásicos clásicos o de los clásicos contemporáneos. Es decir, aprovechan el trabajo desarrollado durante años por los pequeños editores que arriesgaron y optaron para que, por ejemplo, el joven Ángel González publicara, en su día -a mediados los años cincuenta- Áspero mundo, o para que apareciera Ángel fieramente humano, de Blas de Otero, cuando ambos eran unos completos desconocidos, puros y duros poetas principiantes. Hoy uno y otro tendrán su lugar en Galaxia Gütemberg, del Círculo de Lectores, o en cualquiera de las colecciones de clásicos en bolsillo que editan los grandes grupos.
Nuestra cultura sufriría una auténtica conmoción si, de golpe, desaparecieran las pequeñas editoriales de poesía. Quedaría amputada la posibilidad de renovar el género, de inyectar nueva savia a ese mundo. Esa hipótesis, para nada irreal, pone sobre la mesa la importante labor de ese entramado de frágiles proyectos editoriales: desempeñan un servicio púbico imprescindible en favor de la poesía, en favor de la cultura. De ahí que sea necesario exigir más subvenciones a esas pequeñas empresas culturales. De ahí que hayamos de reclamar más recursos públicos para sus proyectos. Por una razón esencial, insisto: trabajan en beneficio de nuestra cultura, de nuestra literatura. Son un servicio público necesario. Imprescindible. Yo diría que esencial.

sábado, 1 de diciembre de 2007

Una mirada, desde hoy, al poeta que fui

No soy partidario de hablar de mi poesía. Sobre ello, sólo en contadas ocasiones y por encargo me he pronunciado. Hoy haré una excepción. No para hablar de mi poesía, sino para meditar acerca de la sensación que me ha producido tener entre mis manos la antología de mi obra poética que, con un estudio preliminar de Marta Sanz, acaba de publicar Hiperión: Monólogo del entreacto. Ha sido una experiencia parecida a la extrañeza. Mezclada con una íntima alegría por reencontrarme con viejos poemas (los de principios de los ochenta, o de los primeros noventa) que parecen haber renacido. Sí: renacido. Porque casi todos (pertenecen a mis tres primeros libros) los anteriores a Quebrada luz han sido corregidos a conciencia. Hace tiempo, quizá durante 2001 ó 2002, dediqué muchos meses a trabajar en aquellos libros con una sólo pretensión: acabar con la insatisfacción que me producía la relectura eliminando excesos retóricos y aumentando la tensión emotiva de los poemas. Ahora, los releo y me siento cómodo, reconozco en sus versos al poeta que yo entonces era. También tengo la sensación de saldar una deuda con quienes, al final de mis lecturas, suelen preguntarme qué ha sido de mis primeros libros. Ahí va una muestra. Confío en que algún día, quizá como consecuencia del interés que pueden despertar unos poemas casi desconocidos para el lector de poesía de hoy, los tres libros (El vuelo liberado, Papeles inciertos y El muro transparente) tengan, en su versión corregida, renovada, una digna edición.

Casi un cuarto de siglo de poesía. Escrita en paralelo a mis novelas. Y a mi vida en el barrio, una vida que prolonga una educación sentimental confusa, propia de quienes, nacidos en los años cincuenta, accedimos a la madurez, a una cierta conciencia del mundo, en los años finales del franquismo y vivimos en primera línea la transición política (éramos los jóvenes, casi adolescentes de la transición): todo está en esos poemas. Están los otoños de soledad y clandestinidad. Están los cafés de la periferia. El amor descubierto entre reuniones interminables y excursiones colectivas en busca de pueblos desconocidos y comarcas desheredadas. El coñac caliente y la música escuchada con la pasión de quien cree que se va a comer el mundo... Y está, también, una crítica frontal -aunque traspasada por un afán vindicativo, por un sordo reproche- a la estética novísima, un tsunami que anegó la década de los setenta hasta convertir a todo joven poeta que aspirara a escribir, en verso o en prosa poética, de sus desacuerdos con el mundo, de su vida cotidiana, de su más honda percepción de la difícil realidad del tardofranquismo, en una especie de escritor garbancero. Hace sólo unos días pude comprobar, en Córdoba, al calor del primer debate de VII Seminario de Poesía, cómo vivieron aquella experiencia otros poetas, coetáneos de los novísimos, pero que defendían una estética distinta: en la marginación más absoluta, excluidos de los catálogos de las editoriales más difundidas, condenados a publicar casi clandestinamente... Sólo porque en sus libros estaban ausentes las muletillas venecianas, o los guiños culturalistas, o los excesos en la emulación de las vanguardias, o la escritura automática.... Yo, aunque muy joven entonces, también viví aquella marginación.

La evocación de esas historias, a la luz de la relectura de mis poemas de entonces, me ha llevado a una reflexión complementaria: ¿habrá alguien que se atreva a escribir la otra historia de nuestra poesía, la crónica de aquella marginación? Y, ¿por qué no pensar en una antología de excluidos en razón de su opción estético-temática? No sería mala idea. Aunque, sin duda, habrá quien piense que ese tipo de antologías podrían realizarse a la luz de lo ocurrido en otras etapas: los que García Hortelano dejó fuera en su recuento de la generación del 50 (aunque, en parte, los salvó de la quema Prieto de Paula, también Antonio Hernández); los que barrió en la década de los años ochenta la omnipresencia neoexperiencial... En fin.

Para que el lector se sitúe en el tipo de crítica que respiraba en alguno de mis poemas de entonces, ahí dejo el más signficativo de los que aparecen en Monólogo del entreacto, un poema de finales de los ochenta que formó parte del libro Papeles inciertos:

PRINCIPIOS DEL SETENTA
(Escena de café)
Llegaban, decadentes y enigmáticos,
a los viejos cafés y en los espejos
recreaban Bizancio y su memoria
de símbolos helados, de cristales y esencias.

En arcaicos cuadernos evocaban
aguas de otra memoria y caballos de niebla,
inventaban noticias de inalterados cuerpos
y en los muelles remotos donde viejos navíos
embarcaban el oro, el cristal, los diamantes,
soñaban altas músicas y gestas milenarias.

Era el mundo una senda
cercada por la sombra, ajena a los espejos,
hendidura de tiempo contenida en ciudades
tan cercanas y viejas, tan agrias, tan amadas,
años setenta turbios floreciendo en el fango
y ellos inaccesibles, como muros de hielo.

Cantaban a las ruinas de muertos territorios.
Era la calle afán de rostros inseguros
viviendo entre fogatas y brumas de extrarradio.

Bien pulidas, las joyas preludiaban un tiempo
de silencios y luces, de efebos y de mármoles,
mientras manos oscuras recorrían la carne
sorprendida a traición en esquinas urgentes
o en viejas estaciones, alejadas del sueño
donde yedras y estatuas bebían de otros siglos.

Llegaban, con la noche, a los cafés antiguos.
Distantes, algo esquivos, como si nada fuera
con su canto, ignorantes del aire o de la tierra
donde tú o yo vivíamos la niebla interminable,
la inmensa oscuridad, la tierra sumergida.
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