jueves, 30 de diciembre de 2010

En Vallecas con Antonio Ferres y su "otro universo"

Vallecas, Librería Muga, frente a la sede de la Asamblea de Madrid. Noche fría de diciembre (era el 18, cuatro días antes del sorteo de la lotería) en la que fui invitado a presentar dos nuevos libros de Antonio Ferres: el texto narrativo (novela o conjunto de relatos, qué más da) titulado El otro universo y el poemario París y otras ciudades encontradas, ambos publicados por Gadir. Hacía algo más de un año, creo que en la primavera de 2009, participé en unas jornadas de homenaje a su trayectoria personal y literaria y a su obra presentando la nueva edición, cuidada hasta la exquisitez por Gadir, de La piqueta, su novela más conocida y celebrada y con la que irrumpió, con una fuerza notable, en el panorama narrativo de la España de los cincuenta. Aquella novela, en la que se narraba la experiencia de quienes, procedentes de la diáspora que en aquellos años se produjo en nuestro país desde  el campo a la ciudad, construían, contra la noche y contra la vigilancia de la guardia civil, sus modestas viviendas en el barrio de Orcasitas, situó a Ferres en el ámbito de nuestra novela social. Después, vendría el libro viajero Caminando por Las Hurdes, escrito con Armando López Salinas y, por la temática abordada, reforzó aquel etiquetaje de nuestro narrador.

Allí, en la librería de barrio que, a medida que pasan los años y persevera en el desarrollo de actividades culturales, está convirtiéndose en un referente literario de la ciudad de Madrid, estaba el dirigente vecinal Félix López Rey, presidente de la Asociación de Vecinos de la Meseta de Orcasitas, que en los entrantes me contó su experiencia de presentación de la novela citada en su barrio en fechas muy cercanas al homenaje de la Complutense. Fue una presentación masiva, con mucha más gente que el homenaje universitario, y en la que los vecinos del barrio reconocieron en Ferres al escritor que, en tiempos de penuria y de dictadura, trasladó a su obra la experiencia colectiva que vivieron en días (y noches) de emigración interior, de chabolas y menesterosidad.

Pero Ferres no es un escritor social. Es un escritor sin adjetivaciones y con mayúsculas al que sus comienzos como narrador crítico le han dejado marcado (etiquetado más bien) ante y por buena parte del mundo académico y crítico. Tener una mirada inconforme hacia el mundo en que uno vive no significa desdeñar los aspectos estéticos de una obra literaria. Y eso es lo que le ocurre a Ferres desde sus comienzos. Su escritura está cargada de iluminaciones poéticas, es una prosa cuidada al máximo que llega a alcanzar niveles de una difícil intensidad. Su acercamiento a las cosas humildes y al mundo que se mueve en la periferia de las grandes ciudades no están reñidas con un cuidado exquisito del lenguaje. Tampoco lo están con la búsqueda de espacios para lo imaginario.

Eso ocurre con los dos libros recién publicados. El otro universo es un libro construido con relatos breves (que se conforman como capítulos de una novela) en los que Ferres mezcla realidad y ensoñación, presente y pasado. La recuperación de la infancia o de las experiencias de juventud de los personajes que habitan en ellos se desarrolla mediante evocaciones que surgen a partir de un paseo (casi siempre por espacios híbridos entre el campo y la ciudad), o de un reencuentro, o ante la presencia de alguien (una niña, una mujer, un joven) que invita al narrador a evocar el tiempo escolar, o a recobrar la vida universitaria en algún lugar de Norteamérica, o los fusilamientos al amanecer en las tapias de algún cementerio madrileño de posguerra. Se trata de una "ciudad otra", de un "universo otro" que, en cada capítulo se construye con fragmentos de memoria, con destellos líricos, con escenas entre lo real y lo surreal, con pequeñas historias que nos hablan de los más profundos sentimientos del hombre de cualquier época.  

En El otro universo advertimos, también, que Ferres es un magnífico poeta.  En los destellos líricos que nos revela su prosa, en los intersticios de cada fragmento narrativo advertimos un lenguaje que nos conduce al misterio. Ese misterio no está en otro lugar que en el libro que, según me contó al final de la presentación, mientras intercambiábamos impresiones con los asistentes, había escrito en paralelo y acabábamos de presentar: los poemas de París y otras ciudades encontradas, un libro de ciudades vistas a través de la lupa deforme del poeta y también un libro en el que su autor reflexiona sobre los grandes interrogantes del ser humano desde que tuvo conciencia de sí mismo (y que son los grandes interrogantes del arte y de la literatura): los límites entre la vida y la muerte, la memoria con todas sus servidumbres y gozos, el dolor y la felicidad y, como no podía ser de otro modo tratándose de Ferres, la evocación dolorosa y lúcida de nuestra Guerra Civil y de la posguerra, la refencia al exilio en Francia, en México, en Estados Unidos ( recuerdo su respuesta en una reciente entrevista en un medio digital: "Me fui por miedo a vivir en un mundo invivible"). La ternura, el lirismo más intenso, la pasión por el lenguaje y sus símbolos están presentes en este poemario del mismo modo que ya lo estaba en poemarios anteriores como La desolada llanura (2005).

Antes de la presentación, se proyectó el documental (inacabado, como work in progress, que diría James Joyce) de Tomás Cortijo Un gato en el diván, sobre la vida y la obra de Ferres, un hermoso y emotivo trabajo que (esperemos) no tardando mucho podremos ver en su versión definitiva.

Reconozco que en mi pasión por la novela contemporánea española hay una deuda con Antonio Ferres y con otros autores de la generación del 50, comenzando por Ignacio Aldecoa y por García Hortelano: en aquellas novelas iniciáticas, aparecidas a finales de aquella década y leídas por mí cuando tuve plena consciencia de la realidad y estaba bien avanzada la década de los setenta, vivía mi barrio y mis calles de infancia, mis primeras experiencias amorosas, mi adolescencia en la ciudad limítrofe, mis aventuras por fríos descampados y entre ruinas junto a humeantes vertederos. 

En la noche de diciembre, en Vallecas, en la librería Muga, Antonio Ferres nos hablaba, sin quererlo del pasado del barrio en que nos encontrábamos. Entre libros de texto, entre las novedades literarias más inmediatas, junto a una espléndida muestra de la mejor literatura de hoy y de ayer, nos atrevíamos a soñar con un futuro saludable para la cultura escrita, para el libro, para la novela, para la poesía. Porque nunca como ahora, en tiempos de crisis, de desempleo, de desolaciones y de recortes dictados por unos mercados que nada saben de literatura (que nada saben de humanismo, ni de sentimientos, ni de necesidades, ni de calidad de vida) hemos tenido tanta necesidad de que en la literatura se hable de nosotros. Como en la de Antonio Ferres.  

Antonio Ferres leyendo, en Muga, uno de los poemas del libro (Foto de Edu Rosa)

jueves, 23 de diciembre de 2010

Un México universal y decisivo: la exposición del Cervantes

En mi memoria personal, sobre todo en la de mi infancia y adolescencia (y en la de mi generación) México está vinculado a experiencias planas, irrelevantes. Era el México limítrofe del sur de Estados Unidos donde se desarrollaban buena parte de los western que ocuparon las tardes de los sábados del cine de aquellos días. Era el lugar al que huían los bandidos perseguidos por  los guardias de fronteras, el refugio de los delincuentes (entonces, en la edad de oro del western, los "buenos" eran los yankees), casi siempre mexicanos, rara vez norteños, en el que las viviendas de madera en estilo colonial y los pueblos de trazo lineal con dignos edificios se trocaban en precarias casas de obra, de muros blanqueados y macetas, en perdidas capillas en medio de los cactos, en amasijos de chabolas y caminos polvorientos o en mansiones que me recordaban las que había entrevisto en alguna película española formando parte de algún cortijo andaluz. México, en mi infancia y en mi primera adolescencia, era también la patria de Cantinflas, el acento peculiar de un español que siempre identificaba con lo cómico y la vaga noticia de un exilio del que la dictadura solía borrar todo vestigio: en los medios de comunicación, en la vida cotidiana de la España de finales de los cincuenta y primeros sesenta, y, sobre todo de la escuela. Jorge Negrete era un mito al que mi madre evocaba, se sabía que Sara Montiel había vivido un tiempo en aquel país, escuchábamos rancheras y de vez en cuando, en la incipiente televisión de la época, asomaba un grupo de mariachis entonando melodías de aquellos pagos. Era, de algún modo, la réplica de la España de charanga y pandereta que denunciaría Machado en Campos de Castilla.

Sin embargo, el paso de los años nos fue colocando, poco a poco, las piezas de la Historia real, no la que aprendíamos en el ambiente opresivo del franquismo. Y supimos  que hay una parte de la Historia de México profundamente vinculada a las grandes innovaciones culturales del siglo XX. Eran los años que van de la década de los veinte hasta la década de los cincuenta. Los años de la revolución mexicana y los de la diáspora y el exilio posterior a la Guerra Civil española, los años de la II Guerra Mundial y de la inmediata posguerra. Los de la experimentación en las artes plásticas, en la literatura, en el arte de la edición, en la pedagogía. Años convulsos y esperanzados. De frustraciones y de utopías. De sueños y de grandes cambios. También fueron años con zonas de violencia, con convulsiones sociales. Pero, en lo fundamental, fue un período de una riqueza extraordinaria, en el que el país centroamericano se situó a la vanguardia de la cultura mundial y en el que se mezclaron, en uno de los más ricos experimentos de mestizaje cultural del siglo XX, intelectuales y artistas procedentes de Norteamérica (Malcolm Lowry) con los que llegaban de una Unión Soviética en construcción (todavía no decepcionada ni decepcionante) como Serguei Eisenstein, del México más profundo con los que, tras la derrota republicana, llegaron desde España: León Felipe, Ramón Gaya, Luis Buñuel, José Gaos, María Zambrano, Américo Castro,  el pintor Fernando Gamboa, el editor Joaquín Déz-Canedo o los poetas Luis Cernuda, Pedro Garfias o Manuel Altolaguirre entre otros muchos. 

De ese universo irrepetible, de ese hervidero cultural, social y político que ignorábamos da cuenta la exposición México ilustrado (1920-1950) inaugurada el pasado mes de octubre en la sede central del Instituto Cervantes, en Madrid y cuya vigencia está a punto de concluir, puesto que se clausura el 9 de enero de 2011. La exposición, comisariada por Salvador Albiñana, nos ofrece dibujos y grabados publicados en libros, carteles y revistas en México entre los años 1920 y 1950. Portadas de periódicos, tipos de imprenta, manifiestos de la  vanguardia artística (ahí está el estridentismo, una de las líneas más llamativas de aquella explosión estética) y política, ediciones (desde el Canto general, de Pablo Neruda hasta libros de Cernuda o Emilio Prados) y reediciones, fotografás y los más diversos materiales, mezclados con la estética entre negra y deslumbrante de artistas plásticos como Siqueiros, Orozco o Diego Rivera. Pero la cultura no aparece, en la exposición, de manera aislada, como un producto al margen de la sociedad. Se nos muestra, con rigor, estrechamente vinculada a las  reformas políticas, económicas y educativas de ese periodo, en las que las nuevas formas de expresión artística y literaria (también cinematográfica) jugaron un papel de soporte e instrumento difusor. 

Ése es el México verdadero y profundo de aquel tiempo. Del que, años después, surgirían obras tan poderosas como Pedro Páramo de Rulfo o La región más transparente, de Carlos Fuentes. El México que expone el Cervantes es inseparable de la labor de artistas (presentes con obra en la muestra) como los ya citados Diego de Rivera  o Ramón Gaya, pero también están las huellas del pintor y cartelista Josep Renau, de Miguel Covarrubias o de Rufino Tamayo, vanguardistas convencidos en la posibilidade de un mundo mejor. 

Sin duda, tal y como ocurriera, en relación con el género poético, con la exposición Escrituras en libertad sobre poesía experimental de España e Hispanoamérica, México ilustrado es, por la calidad y por el número de obras expuestas, la de mayor calado de cuantas se han realizado en España. Además, supone una oportunidad de primer orden para quienes tengan una visión arquetípica de México, especialmente del México que va de 1920 a 1950, una visión similar a la que he referido al principio y que me afectó a mí y a gran parte de mi generación: en ella podremos descubrir (y/o constatar) el alto grado de complejidad y de calidad que alcanzó la ilustración mexicana (en el doble sentido: Ilustración como paradigma de cultura; ilustración como arte plástica y gráfica). A todo ello se añade algo esencial: en México, a partir de 1930 con la llegada del cine sonoro, se desarrolló una importante labor cinematográfica. Recordar Los olvidados, de Buñuel, o ¡Que viva México!, de Eisenstein, películas que veríamos, en cine-clubes universitarios o de barriada en la España de los setenta, es casi un lugar común. Pues bien: esa labor está también presente en el Cervantes. Y una síntesis de ella es posible verla en el  imaginario audiovisual de aquel México que muestra su Centro Virtual (pinchando en el texto al pie de la foto, no en la foto, accedéis a él).

Imaginario cinematográfico de México

sábado, 18 de diciembre de 2010

Javier Egea, Enrique Urquijo y Antonio Vega. Destinos rotos cultivados en los ochenta

En muy poco tiempo, estará en librerías la poesía completa de Javier Egea editada por Bartleby. Tenía que haber salido en otoño, incluso me referí a ello con entusiasmo en este blog el pasado verano, pero imponderables diversos lo han hecho imposible. En algo más de un mes, lo tendremos de nuevo con nosotros. Un retorno imprescindible porque el  perturbador poeta de Paseo de los tristes, a pesar de darse a conocer en el mundo literario en 1983 con el manifiesto/libro Otra sentimentalidad junto a Luis García Montero y Álvaro Salvador, ha estado ausente de todas las antologías de ámbito nacional, epocales o generacionales (más de 30) aparecidas hasta 2007. Cierto que en 2003 es rescatado para una antología "de grupo",  La otra sentimentalidad. Estudio y antología, de Francisco Díaz de Castro, pero no será sino en 2007, en Metalingüísticos y sentimentales. 50 poetas hacia el nuevo siglo, de Marta Sanz. Es decir, 24 años después de la aparición de La otra sentimentalidad y ocho después de su muerte. ¿Casualidad?

En los dos últimos meses he vivido inmerso en la obra poética (publicada) de Egea y en la lectura de trabajos de lo más diverso. De alguna manera, he vuelto gracias a esas lecturas (artículos de prensa de la época, reportajes, críticas, referencias a presentaciones de libros) a la Granada de los años ochenta, al mundo en el que fueron posibles versos que intentaban ensamblar una visión marxista de la realidad con la sentimentalidad más subjetiva aunque siempre partiendo de la idea básica de que la poesía es, ante todo, lenguaje revelador. En octubre, casualidades de la vida, inmerso en las últimas páginas de mi prólogo a la Poesía completa, tuve la fortuna de ser invitado por Antonio Carvajal a leer poemas en la Cátedra Federico García Lorca de la Universidad de Granada. Dispuse, antes de la lectura, de algunas horas para pasear en soledad por la ciudad. Sabía que aquel mundo, en el que todo parecía a la espera de ser descubierto, en el que Granada se llenó de sueños de jovencísimos poetas, ya no existía. Todo eran recuerdos. De los que se fueron, como Luis García Montero (aunque volviera periódicamente mientras estuvo en la universidad), y de los que quedaron como el propio Javier Egea.  Pero por encima de ese clima, tal y como pude comprobar en mis conversaciones con Carvajal y con otros amigos durante la cena que sucedió a mi lectura, estaba el lamento, un lamento hondo, especialmente dolorido, por su suicidio, por  su prematura desaparición en la plenitud de sus capacidades como poeta. Era un destino roto que se intentó recomponer en los últimos años pero que se dejó llevar por un fatalismo extraño, presente en buena parte de sus poemas:
¿Por qué, mientras escribía el prólogo, releía trabajos y hablaba con Carvajal, no me abandonaba la idea de vincular la biografía de Javier Egea con otros artistas con destinos rotos prematuramente, especialmente con los de Antonio Vega y Enrique Urquijo? Creo que tiene mucho que ver con mi memoria de los años ochenta, con la iconografía en la que se desenvolvió mi vida y la de mi generación y con algunas canciones emblemáticas de le época, vinculadas, en mi trayectoria literaria, con la poesía que empezábamos a escribir quienes no compartíamos los presupuestos del culturalismo de Nueve novísimos. Canciones como La chica de ayer, de Vega, Ojos de gata o La calle del olvido de Urquijo tienen hoy una vigencia plena y han dejado de ser meras canciones de amor para transformarse en metáforas de la tristeza, de una tristeza infinita, acentuada por el trágico final de los dos.

Javier Egea nació en 1952, cinco años antes que Antonio Vega (1957) y ocho que Enrique Urquijo (1960), pero comparte con ellos el hecho de que sus libros y poemas más conocidos y el comienzo de su trayectoria artística tuviera lugar en la década de los ochenta. La primera, en la Granada en ebullición de la nueva poesía crítíca, en la Granada de Carlos Cano y de Morente; las de los cantantes, en el Madrid de Tierno Galván y la "movida", de los rescoldos del 23-F y de la construcción democrática. Egea se suicidó un día de julio de 1999; Urquijo murió, probablemente, por sobredosis, en noviembre de 1999, poco más de tres meses después, con sólo 39 años de edad; Vega, en mayo de 2009, diez años más tarde. Distintas biografías (más parecidas las de los dos cantantes) que comparten la muerte prematura y una obra cargada de emoción, arraigada en una época pero, a la vez, con capacidad para concitar la atracción, la devoción, de generaciones sucesivas de lectores y aficionados a la música. En la obra de los tres, pese a las diferencias visibles entre la naturaleza de las letras de canciones (poemas pensados para ser musicados) y de los poemas (pensados para la lectura, en voz alta o en silencio), hay una mirada marcada por la desolación, un amor hondo pero con bordes indefinidos, marcados por la inseguridad. Y hay una visión, sutil en los cantantes, más perceptible y llamativa en el poeta, de la muerte, como una sombra premonitoria.

¿Cómo contar ahora que la muerte se llama 2º B
cómo decir 2º B sin abismarse 
por la tiniebla de porteros eléctricos y solos 
cómo decir a nadie yo soy el enamorado del 2º B
quién saca la basura del 2º B 
dónde se prende la luz del 2º B
cómo vivir 
cuando su nombre pálido te cerca? 

Hay noches que no ofrecen 
sino palomas ciegas en sus escaparates 
Hay en algún lugar personas que no soportan ya el silencio.

Los dos cantantes tuvieron, además, una azarosa y dramática relación con las drogas, con diversas drogas y probablemente también el poeta (aunque lo que he podido rastrear a través de diversos testimonios fueron sus excesos alcohólicos). Vivieron una larga lucha con esas dependencias. De algún modo, en ellas experimentaron esa dualidad atrormentada que conforman el amor y la muerte que caracteriza al dependiente en relación con la droga. Y, tal y como se puede advertir en sus respectivas obras, compartieron una profunda necesidad de amor, de protección, una permanente sensación de desasimiento, de orfandad. Una soledad inmensa vivida incluso en medio de la multitud y del éxito. Los poemas de Paseo de los tristes, ecos emocionales de una ciudad en claroscuro, que hablan del amor incompleto, de calles sucias en el amancer y de pensiones perdidas en calles que dan al descampado, parecen pensados para formar parte del universo emocional de Urquijo y de Vega. Si uno intenta construir una relación imaginaria entre ellos no sería difícil pensar a los dos cantantes intentando poner música a los poemas de Javier Egea.

En recuerdo a los dos cantantes y a falta del imaginado poema de Egea musicado por cualquier da ellos, aquí os dejo un video de homenaje a Vega y Urquijo con la emotiva canción de Urquijo "Agárrate a mí María".

jueves, 9 de diciembre de 2010

Simenon y los bordes de la ciudad: mi paseo de atardecer

Kees no tenía ganas de dormir. Se asomó a la ventana, que más bien era un tragaluz, y dejó que su mirada errase por un sorprendente paisaje: prados cubiertos de nieve allá al fondo, raíles, edificios, viguetas de hierro, todo el material incoherente de una estación grande, compuesto por vagones sin locomotora que se deslizaban solos, altivas locomotoras marcando rabiosamene el paso, silbatos, aullidos y algunos árboles que habían escapado de la masacre y que dibujaban tristemente el negro enredo de sus ramas sobre el gélido cielo.
Este fragmento pertenece a la novela de Georges Simenon El hombre que miraba pasar los trenes. Siempre he dicho que Simenon fue un maestro en la descripción de aquellas zonas de las ciudades y pueblos que suelen permanecer ocultas al común de los mortales: los espacios urbanos inútiles, los recodos ocultos al otro lado de las autopistas o de los puentes, las zonas muertas de las viejas estaciones de ferrocarril, las afueras hechas descampado y vencidas por el abandono.

El pasado martes fui a realizar una gestión personal al madrileño barrio de Carabanchel Alto. Tuve algo más de una hora libre y decidí tomar un café y, después, caminar por ese barrio al que me unen antiguas experiencias, vividas en los primeros años de la transición política, esos ochenta hoy en fase de mitificación. Paseé por calles rodeadas por bloques de cuatro o cinco plantas construidos en los años del desarrollismo, observé a la gente que ocupaba las marquesinas de las paradas de los autobuses, contemplé fachadas de pequeños comercios (papelerías, tiendas de comestibles, fruterías, alguna ferretería, una droguería, establecimientos de venta de teléfonos móviles, viejísimas mercerías...), los muros de los patios de viejos conventos convertidos en colegios religiosos o residencias de ancianos, los kioskos de periódicos cerrados al atardecer. Entre el amasijo de edificios, me detuve, de pronto, ante una tapia semi derruida tras la que asomaban añosos árboles otoñales. Era un solar abandonado en el que crecía la hierba y las plantas silvestres que me avivó, de pronto, la memoria de intensas lecturas de Simenon. Recordé los espacios urbanos escondidos que él describía. Pensé que en aquel solar vivía el borde de la ciudad. Era la zona de transición entre un mundo rural abandonado, perdido para siempre, y una realidad urbana que no acaba de nacer. Son limbos olvidados donde a veces se refugian mendigos alrededor de heladas fogatas, donde, con el buen tiempo, juegan los niños a inventar las aventuras más extrañas.


Son reductos de vegetación donde duermen botellas de plástico, latas de refresco oxidadas, periódicos descoloridos, condones podridos, ramas secas, hierros inútiles. Tras aquella contemplación, decidí utilizar el teléfono móvil como cámara fotográfica y me llevé a casa la imagen que podéis ver arriba. Después busqué otros fragmentos de descampado entre los nuevos bloques. Y descubrí un mundo fascinante, una trastienda a cielo abierto de la ciudad, de este Madrid a punto de enfilar la segunda década del siglo XXI. Es probable (casi seguro) de que se trate de solares a la espera de una venta productiva, objetos de especulación y de lucro, pero no dejan de tener la belleza de lo olvidado en medio de un urbe en la que la gente nada sabe de ellos. Son como perros moribundos ante los que nadie se detiene, como coches abandonados y vencidos por el óxido y los temporales. Muros con graffiti, postes que tuvieron algún día una función más útil que la de ser mero decorado, rincones que sirven, estoy seguro, para que con el buen tiempo las parejas se oculten para amarse bajo las estrellas y al abrigo de la noche. Es el reverso de la ciudad, el otro mundo, ese mundo en letargo que tuvo esplendor, que tuvo vida cuando la ciudad, Madrid, vivía en la antesala de la era de la información, no había claudicado, todavía, a la presión urbanística que no sólo ha generado una burbuja financiera que casi nos lleva al abismo, y estaba más cerca de las aspiraciones cotidianas de su gente.

Haced la prueba un día. En Madrid, en Chicago, en Tokio, en Barcelona o Milán existen estos reductos del pasado. Si los buscáis viviréis una experiencia extraordinaria. Lo de afrontar una realidad inédita, la de sorprenderos con mil detalles inesperados. En buena parte de mis novelas, también de mis poemas, los solares abandonados han tenido un protagonismo especial, como seres vivos que han quedado estupefactos ante los cambios de la ciudad. Digo más: en Los días de Eisenhower, un lugar de esas características perdido en una Arturo Soria del recuerdo, es el destino de los juegos y aventuras del grupo de adolescentes con los que convive Diego Velarde, el personaje central de la novela. Hice algo más de una docena de fotos de esos espacios perdidos entre las calles de Carabanchel Alto. Y adquirí un compromiso íntimo: no renunciar a dar continuidad a esa labor hasta contar un una colección de fotografías de lugares parecidos.

Se coleccionan fotos de monumentos históricos, de arquitecturas singulares, de jardines o parques maravillosos, de puentes irrepetibles o de paisajes marinos o de montaña. Nunca salvamos, con nuestro teléfono móvil o con nuestra cámara fotográfica, a estos "parientes pobres" de la ciudad. Los consideramos inútiles, condenados a desaparecer, estorbos de una urbe que queremos moderna, sin rotos, sin agujeros negros ni abismos. Pues bien, desde el pasado martes, mi mente, obsesionada por la creación de poemas o novelas, tiene una obsesión adicional: crear un auténtico álbum de fotografías de esos lugares muertos antes de que piquetas, hormigón, ladrillo y especulación acaben con ellos para siempre. En el fondo, será mi homenaje a Simenon. También a Juan Marsé, experto en extrarradios. Y a Luis Martín Santos... Y a los novelistas olvidados de la narrativa social: Grosso, Ferres, López Pacheco, López Salinas... Por ellos.

martes, 30 de noviembre de 2010

El cuarto de trabajo, nuestro gato y William S. Burroughs

A Malva, en su cumpleaños

Un mundo puede ser a veces una habitación, un cuarto de trabajo. Sus habitantes, algunos objetos en apariencia intrascendentes pero esenciales, que te hacen sentirte más protegido, acompañado, extrañamente feliz mientras escribes. Siempre que me siento ante el portátil en esta pequeña habitación recuerdo mi lectura del Diario de una novela (Las cartas de Al este del edén), de Steinbeck: sus pequeñas manías, sus devociones, la altura de la silla, sus lápices, los cuadernos, la mesa de trabajo, las tareas cotidianas.... Un recipiente de barro donde colocar bolígrafos, rotuladores, estilográficas sin tinta o con la tinta seca, lápices inútiles, algún clip y un par de cartuchos de tinta que nunca se usarán. Una grapadora que sólo grapa borradores de poemas, algún artículo largo para releer en el salón y facturas o recibos bancarios.  Un cuadro hecho con cuerda entrelazada, quizá con macramé, elaborado por las alumnas del centro de educación de adultos de Entrevías en el que se dibuja un búho lector, o una lechuza, quién sabe. Un viejo aparato de radio nacido en los días en que escuchar Hora 25 era casi un acto heroico. Por supuesto, sin pilas y con el sonido algo perjudicado cuando se las pongo. Libros, muchos libros como seres vivos que concentran briznas de otro tiempo, pensamientos abolidos, sueños que quedaron en el camino, horas de felicidad, olvidos. En el refugio del valle están los libros de otro tiempo, libros amados que han acompañado mi biografía hasta conformar mi educación literaria, cívica, sentimental.  Aquí están los premios Adonais de principios de los 70, pequeños volúmenes ya amarilleados que un viejo impresor del barrio de Tetuán me regaló en un día remoto en que acudí a su imprenta porque me habían dicho que podía imprimir en offset documentos clandestinos. Aquí está la literatura política que nos convenció de la oportunidad del eurocomunismo, y los libros de ensayo de Poulantzas, Althusser, el primer Chomsky, Berlinguer, Garaudy, la Harneker en las irrepetibles ediciones de Siglo XXI. Un óleo sobre table de María Elena Rego que data de 1976 y en el que se recrea un paisaje rural de Soria, pequeños recipientes de barro que antaño acogieron riquísima cuajada y hoy sólo lápices, borradores, algún pen drive con archivos no conocidos u olvidados, grabados quién sabe cuándo, libros de poemas de Bartleby, esa colección en paralelo que uno desea tener a salvo de los saqueos de los amigos, una pequeña copia de un grabado de Picasso con un marco tosco de madera de pino, viejas novelas, restos de la antigua colección Reno, de Plaza y Janés (Morris West, Fernández Flórez, Somerset Maugham), libros de Endymion, o de la granadina colección Genil de poesía, disquetes sin uso... Y, en un lugar preferente, aquellos primeros libros de poemas leídos con la pasión de quién descubre en la lejanía casi borrosa de finales de los sesenta: los dos tomitos, en Austral/Espasa con la poesía completa de Gerardo Diego, los olvidados Juan Rejano o Pedro Garfias, una antología, en dos tomos de la vieja Taurus, con Poesía española de testimonio, de José Gerardo Manrique de Lara, una colección de poemas de Jenaro Talens titulada El vuelo excede el ala. Y novelas de autores desconocidos, viejas novelas no leídas que quizá duerman para siempre el sueño de los justos en uno de los estantes. Allí, en el refugio, está la vida. Convertida en tiempo, en palabras, en libros y en objetos.  Y sobre la mesa, la ventana que da a un jardín vecino pero que, si elevo un poco la mirada, me enseña las copas de los fresnos y, al norte, los contornos del monte de la Cruz, el que da sombra al pueblo y custodia los sueños de algunos de mis personajes. Sobre todo, los de Verano..

El gato y W. S. Burroughs

A veces entra en la habitación un gato negro. Se llama Parchís, así lo bautizó mi hija el primer día que entró en casa --fue un día de otoño de 1998, un día frío y desapacible en que constatamos que había sido destetado y abandonado a su suerte por su madre--. Ha cumplido doce años y la biología y el veterinario ya lo consideran viejo, pero yo lo observo a veces como cuando era un gato joven, tal vez adolescente, casi con la vitalidad de entonces. Un gato negro de ojos dorados que a veces se me queda mirando mientras escribo como si cavilara o soñara. Un gato castrado que ronronea, que ha aprendido los vicios y costumbres de cada uno de los que habitamos lo que aquel remotísimo día de otoño comenzó a ser su hogar, que vuelve con nosotros, de vez en cuando, a este lugar, patria de origen, en el que recupera la infancia, sube a los árboles, corre por el jardín, sube a los muros. 


Parchís, nuestro gato
Burroughs, el autor irreverente, rupturista de Yonki, o Marica, o Los chicos salvajes, fue un enamorado de los gatos. A lo largo de su vida tuvo muchos y de los más diversos pelajes. De esa experiencia nos dejó un maravilloso libro, lleno de pasadizos al misterio y de experiencias vividas con gatos de orígenes variados. Tales experiencias las contó en un libro de título más que ilustrativo: Gato encerrado. Lo publicó, en una edición limitada, en 1986 y Edicions 62, en ediciones El Aleph, lo hizo en lengua española en 2007. Se trata de textos breves, auténticos poemas en prosa, en los que Burroughs deja respirar, sin cautela, sus emociones y evoca fragmentos de vida relacionados con algunos de sus más queridos gatos. Quien haya tenido en casa un gato sabe que es un animal envuelto en misterio, observador incansable que parece guardar, detrás de la belleza de sus ojos, algún secreto relacionado con el sentido de su especie que todos sus miembros heredan generación tras generación sin revelárselo a nadie. El libro de Burroughs me ha atrapado desde el primer fragmento. Como homenaje a Parchís, nuestro gato negro que ha debido cumplir doce años este otoño, aquí os dejo una muestra de este libro extraño, inquietante: 
Burroughs con uno de sus gatos
"Agosto de 1984.James estaba en el centro entre Seventh y Massachusetts cuando oyó a un gato maullar con fuerza como si estuviera sufriendo. Se acercó a ver cuál era el problema y el pequeño gato negro saltó en sus brazos. Se lo trajo a casa y en cuanto me abrí una lata de comida para gatos la pequeña criatura saltó sobre el aparado y se precipitó a por la lata. Comió hasta perder la figura (...). Le he puesto el nombre de Flecht. Es todo brillante y reluciente y encantador, la gula convertida en inocencia y en belleza. Fletch, el pequeño expósito negro, es un animal exquisito y delicado de brillante piel negra, pulcra cabeza como la de una nutria, esbelto y sinuoso, de ojos verdes.
A los dos días de estar en casa y saltaba encima de mi cama y se acurrucaba contra mí, ronroneando y poniéndome las patas en la cara. Es un macho sin castrar de unos seis meses con salpicaduras blancas sobre el pecho y el estómago."

domingo, 14 de noviembre de 2010

"Corrillo de diletantes" y mi adiós de Berlanga

Cuando me disponía a escribir esta entrada, me llega la noticia de la muerte de Luis García Berlanga. No he podido evitar pensar que se va otro de los nuestros. Ni que, con él, desaparece una generación (antes fueron Bardem, y Rafael Azcona, y López Vázquez, y Manuel Alexandre...)  irrepetible del cine español. Quede aquí mi reconocimiento, mi homenaje y mi recuerdo de su presencia en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes hace poco más de un año, cuando, en silla de ruedas, depositó su legado.

El corrillo

Pero no es ajeno este breve homenaje a Berlanga a la experiencia que quiero contar. Voy a ella: jueves, 12 de noviembre de 2010. Avenida Pablo Neruda, en Vallecas . En la acera oeste, la sede de la Asamblea de Madrid, sesión parlamentaria con recorte de gasto público y reducción de mecanismos de control en la cartera del gobierno de Aguirre. En la acera Este, la librería Muga, una veintena de amantes de la literatura y de los libros (y del cine y, estoy seguro, de la obra de Berlanga), seguíamos con atencíón las intervenciones de los promotores, artífices y colaboradores de una revista literaria y cultural nacida en Vallecas y creada en el sur de Madrid, allá donde la capital se prolonga y recrea en pueblos de su área metropolitana que demuestran que "el Sur también existe". En la mesa, el artistas plástico y grabador Fernando Ferro, el fotógrafo Manuel Rodríguez, y la traductora  y escritora cuasi inédita Beatriz Bejarano del Palacio. Presentaban el número 1 de la segunda etapa de una hermosa y discreta revista impresa en papel (hoy es preciso subrayar esa cualidad), de la que Beatriz es flamante directora y quienes la acompañaban en la mesa parte esencial del equipo de redacción (Fernando Ferro, a su vez, promotor desde la primera etapa).

Una revista periférica, fruto del entusiasmo de unos pocos intelectuales de izquierdas residentes en el sur, frecuentadores de la librería Muga, dedicada, en este número, a la memoria de Miguel Hernández. En ella, que se abre con la acuarela de Carlos Gonçalvez  que abajo podéis ver y se cierra con una magnífica fotografía de María José Martín, hay poemas, semblanzas, dibujos, más acuarelas, más fotografías, y, sobre todo, la voluntad de recuperar a un Miguel Hernández amigo de los más humildes, comprometido con la izquierda, con la República y con el PCE, al que a veces se intenta desposeer de tales vínculos.

El acto fue la demostración de que no toda la actividad cultural pasa por los grandes foros y espacios situados en el centro de Madrid, desde el Círculo de Bellas Artes a Caixa Forum, por ejemplo. Fue la saludable evidencia de que en la periferia de las ciudades hay un tejido cultural sólido, militante, activo, cada vez más fuerte (gracias, paradojas de la vida, a Internet y a las nuevas tecnologías), que se mueve alrededor de librerías que han renunciado a ser meras papelerías de barrio para convertirse en auténticos referentes del amor a la literatura, a las artes plásticas, al cine. Aunque el primer número de la anterior etapa de Corrillo de diletantes fue presentado en la librería del Reina Sofía, en esta ocasión la apuesta por esta ya insustituible librería vallecana nos ha dado una de las más apasionantes vertientes de la vida, que deseo larga y fructífera, de la revista.

Mi Luis García Berlanga

Decía que no era ajeno mi breve homenaje a Berlanga a la presentación de Corrillo... Y no lo es porque  mi primer conocimiento de Berlanga tiene mucho que ver con la cultura de barrio, con iniciativas como las que desde hace ya una década impulsa Muga. Tengo un maravilloso y agridulce recuerdo de un cine-club organizado en 1971, ó 1972,  por quienes nos considerábamos jóvenes antifranquistas de la UVA de Hortaleza, un barrio de aluvión del desarrollismo franquista, en en un local denominado, como correspondía a la época, Cátedra José Antonio. Allí, en las tardes de algunos viernes, en permanente pugna con los responsables del local y desafiando prohibiciones, pudimos ver El verdugo, y Vivan los novios, y Plácido, y Bienvenido Mister Marshall. Descubríamos aquel cine extraño, demasiado realista, maravillosamente irónico, y debatíamos de cómo aquéllas películas que hablaban de nuestra vida y de nuestros barrios podrían ayudar a acabar con el franquismo. Nuestro barrio era nuestra casa, nuestra vida, también nuestra cultura. Aquellos primeros pasos, de la mano de Luis García Berlanga, pero también de Bardem, de Buñuel, de Bertolucci, de Ferreri, fueron la semilla, el fermento, que nos llevaría a otros territorios.

Por eso, cuando hace algo más de un año, estreché la mano frágil, casi vencida, de Luis García Berlanga en la antesala de la Caja de las Letras del Instituto Cervantes en Madrid, o cuando viví la inauguración de la magna exposición sobre el cine español que, en 2008, se instaló en la misma sede del Cervantes, no pude impedir que, por encima de otros muchos recuerdos, volvieran a mí aquellos días primeros en el cine club de un barrio similar a Vallecas asistiendo, deslumbrado, al pase de la primera película que vi de don Luis: El verdugo. Y volvieron a mi memoria los debates posteriores, y las cañas y el tabaco interminable en una cafetería próxima, del barrio, entonces nuevo, pensado para la clase media, de Santa María, y la búsqueda, en cada fotograma de aquella película, de las claves de la libertad, de las sevicias del Régimen, de las grietas.

Berlanga y su verdugo fueron la puerta a otras obras maestras de nuestro cine. De ellas, recuerdo con especial emoción Muerte de un ciclista, de Juan Antonio Bardem, y Nueve cartas a Berta, de Basilio Martín Patino, Después, vendrían muchas más. Pero el primero fue Luis García Berlanga. Descanse en paz.

Aquí os dejo un fragmento de El verdugo con un Pepe Isbert y un Nino Manfredi memorables.

martes, 9 de noviembre de 2010

Justo Alejo, un raro de mis primeros años poéticos, vuelve de nuevo al presente

Hace una infinidad de años, en 1979, en los albores de la transición, apareció en el diario El País una noticia que para la inmensa mayoría de sus lectores mereció escasa atención:  Ha muerto el poeta Justo Alejo, tal era el titular. El poeta zamorano se había suicidado lanzándose al vacío desde un cuarto piso, vestido con el uniforme de gala (era militar) del Ejército del Aire. Tenía cuarenta y cuatro años. Esa referencia viene a propósito de una curiosa casualidad que he vivido estos días: al poco de concluir el prólogo a la poesía completa (que aparecerá en enero en Bartleby Editores y no en este otoño, tal y como estaba previsto) de Javier Egea, el poeta granadino que se suicidó en 1999, me han llegado, por correo, dos de los libros de mayor relieve de Justo Alejo, publicados en un solo volumen: ALACIAR  y monuMENTALES REBAJAS. Tuve una rara sensación: como si los dos poetas suicidas hubieran decidido coincidir por unos días en mi mesa de trabajo.

En diciembre de 2007, recordando mis primeros pasos como crítico literario, publiqué, a partir del comentario de un lector, una entrada en este blog titulada "Del tiempo abolido regresa Justo Alejo" que terminaba con las siguientes palabras:  "Un poeta magnífico, tan olvidado como necesitado de recuperación y de lectura crítica, que casi treinta años después de aquel artículo en Mundo Obrero," (fue mi primera crítica en papel impreso) "reivindico. Brindo, en este final de 2007, por una nueva vida para la obra de Justo Alejo". Pues bien, esa nueva vida va construyéndose poco a poco y este doble libro editado por la Universidad Popular de San Sebastián de los Reyes así lo pone de relieve.

Justo Alejo fue un poeta vanguardista que, además y tal y como apunté al principio, fue militar, psicólogo del Ejército del Aire y, tal y como se deduce de las libros que dejó escritos, progresista, hombre de izquierdas (algo enormemente difícil siendo militar bajo el franquismo) y lector apasionado de César Vallejo y de otros poetas  de las primeras décadas del siglo. Murió muy joven y en un momento especialmente interesante en su trayectoria poética, lo que inevitablemente me lleva a pensar en su evolución posterior en caso de suicidarse y por la entidad que habría alcanzado su obra de haber podido madurar plenamente en las décadas posteriores.

Dos años mayor que Félix Grande, cuatro que Manolo Vázquez Montalbán y tres que Antonio Martínez Sarrión, estoy convencido de que habría dado a la literatura española de la postransición y de la democracia (incluso en el siglo XXI: hoy tendría "sólo" 76 años) nuevas obras con un alto nivel de calidad, además de aportar una perspectiva de la realidad cultural de Castilla y León desde la memoria de sus comienzos como poeta, cuando era Castilla la Vieja, que iba a enriquecer nuestra mirada.

Soñador empedernido, devoto de una poesía en permanente experimentación, su vida y su obra, forjadas en  la ciudad de Valladolid, fueron parte de un impulso policéntrico cuyo fin era renovar la poesía española de la época. Empezó a escribir en los años de la revista Claraboya, aquel proyecto poético que, de la mano de Agustín Delgado, Mateo Díez, Merino y tantos otros, intentó conciliar experimentación y vanguardia con conciencia crítica, con un trasfondo ideológico marxista. Vivió en paralelo a poetas mayores o coetáneos como Francisco Pino, Claudio Rodríguez o Antonio Gamoneda y ejerció oficios diversos tras iniciarse, a los 14 años, en la Escuela de Formación Profesional de RENFE en la ciudad de León.
Potro de herrar. Formariz de Sayago,  lugar de nacimiento de Justo Alejo

Tuve el honor y la inmensa satisfacción de que mis dos primeros libros, editados en la mítica Endymion, dirigida por otro castellano leonés --en este caso de Valladolid--, Jesús Moya, tuvieran como compañía en el catálogo, a principios de los ochenta, a El aroma del viento, de Justo, el libro que me permitió descubrir a un poeta poderoso, vanguardista y profundo a la vez, y a estrenarme en el duro y extraño oficio de la crítica literaria. 

El pasado viernes, al tener en mis manos el libro que se acaba de reeditar, no pude impedir que mi mente regresara a aquellos días que recuerdo invernales, al cuchitril de la calle San Bernardo en que Moya combinaba su labor editorial con el cuidado de gatos callejeros (deambulaban entre las estanterías como si aquella nave/almacén que se extendía tras el cuchitril fuera su patria definitiva). He vuelto a las tardes de Fuentetaja y a los cuentos, entre la real y lo imaginario e irreal, de José María Merino, recogidos en el libro Cuentos del barrio del Refugio, ambientados en ese barrio del centro de Madrid en el que pasado el tiempo se ubicaría el primer parlamento autonómico de la democracia (la Asamblea de Madrid), y por cuyas calles, como un personaje extraído de cualquier película neorrealista, caminaba, siempre con paso firme aunque oscilante, el compañero, camarada y amigo Jesús, con quien tanto queríamos y aprendíamos. En la mano, llevaba siempre una bolsa en la que unas veces había sobras o pienso para los gatos y otras (la bolsa era distinta) libros, manuscritos o recortes de periódicos.

Recuerdo mi entusiasmo de aquellos días leyendo y releyendo los poemas de Alejo para escribir la crítica encargada para Mundo Obrero diario. El aroma del viento, con aquellas tapas de color amarillo anaranjado y de frágil cartulina, fue un compañero por los cafés, por los restaurantes de menú y funcionarios y albañiles, por las cafeterías próximas a Noviciado, al que durante meses no pude abandonar. Recuerdo, además, que a aquel libro solía acompañarle, en mi carpeta, otro también editado por Moya en Endymion: Viento de medianoche, del poeta búlgaro Peiu Yávorov, prologado y traducido nada más y nada menos que por Juan Eduardo Zúñiga (una auténtica joya, como el de Alejo, como algunos otros títulos publicados por Jesús Moya en aquel tiempo, que está pidiendo a gritos reedición).
Portadas de los dos libros editados por Endymion a principios de los 80
He comenzado a escribir en esta entrada de ALACIAR  y de monuMENTALES REBAJAS, los libros reeditados del poeta de Formariz de Sayago y, como si de la magdalena de Proust se tratara, el solo nombre de Justo Alejo me ha llevado en busca del tiempo perdido (¿perdido?), me ha trasladado a los años en que lo descubrí. Sé que no soy el único seguidor apasionado de la obra de Alejo. Que hay otros lectores, sobre todo en Castilla y León, que tienen hacia ella una especial querencia. De entre todos, destacaré dos: el poeta Antonio Piedra, que prologa esta nueva edición de los dos libros, y la poeta, codirectora de la colección que lo acoge  (y, seguro, "culpable" del rescate) Guadalupe Grande. Para ella, el poeta y su obra no son algo nuevo, conocido hace poco. Sobre Justo Alejo escribió hace algunos años (en 2002) en el espacio Rinconete, del Centro Virtual Cervantes, un magnífico artículo (pinchad y leed), de plena vigencia ocho años después. Hoy, Lupe hace honor a aquel texto asumiendo el padrinazgo editorial de Alejo en Madrid. Y, de seguro, colaborando en la elaboración del hermoso cartel, pleno de sabor de época y de vanguardismo casi näif, que invita, para dentro de una semana, a la presentación del volumen. Todos estamos invitados.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Una lectura de "Calle de Ruiz, ojos vacíos”, de Juan Eduardo Zúñiga

Hace poco más de un año, el 4 de junio de 2009, participé, junto a Gonzalo Sobejano, Santos Sanz Villanueva, Ricardo Menéndez Salmón y Alfons Cervera, con Fernando Valls como moderador, en un acto en homenaje al extraordinario escritor de cuentos Juan Eduardo Zúñiga. Se celebró en la Biblioteca Nacional y fue un acto entrañable pero no sólo: se convirtió en un acercamiento poliédrico, a través de las cinco experiencias de lectura que allí coincidimos, con una de las obras más singulares y atípicas de la narrativa española del siglo XX. Yo escribí para la ocasión una reflexión sobre uno de los cuentos más inquietantes de su libro Largo noviembre de Madrid. Su título, el que preside este post. Los textos de esas características suele quedar, casi siempre, ocultos, limitando las posibilidades de lectura y conocimiento sólo al público que asiste a los actos en que son leídos. Como son unos folios que escribí casi con devoción y en los que empeñé algunas horas durante varias noches, lo rescato para los lectores de Al margen. Lease a continuación.

“Calle de Ruiz, ojos vacíos” es un cuento con todos los atributos y calidades del conjunto del libro del que forma parte: Largo noviembre de Madrid. 
El libro habla de la realidad, de los límites entre la vida y la muerte, de la memoria íntima y de la memoria colectiva, de un Madrid preinvernal, asediado por la guerra civil. Es un libro que hunde sus raíces, como toda la obra de Zúñiga, en la narrativa de la generación de la que forma parte, en lo que se dio en llamar realismo social, o realismo crítico, pero que escapa a ese realismo: mantiene la esencia de insubordinación, de crítica, de apuesta por un mundo más justo. Pero formalmente es un libro matizado por la historia posterior de nuestra narrativa. Traspasado de modernidad, con un estilo que a mí, a veces, me suena a Faulkner, en el que intuyo ecos de la innovación introducida en la narrativa española a finales de los años 60 (al fondo, Juan Benet), en el que advierto tintes solanescos y sombras de Valle Inclán junto al Chejov eterno, un estilo que, en todo caso, huye de la mirada directa, sencilla, del realismo de los años 50.

En ese sentido, estamos hablando de un libro complejo. De relatos no lineales que reflejan mentes complejas, atormentadas, que viven, a la vez, sensaciones o sentimientos encontrados, contradictorios. Amor-odio; cobardía-valor; inconsciencia-racionalidad… “Calle Ruiz, ojos vacíos” es un exponente claro de todo ello.

El escenario: es el de todos los cuentos del libro. Un Madrid en claroscuro, en ruinas, en que los personajes (y el lector) viven entre el sueño y la vigilia, entre lo imaginario y lo real. En el que la cotidianidad intenta sobreponerse al asedio de una situación marcada por la excepcionalidad.

El protagonista es un hombre ciego que camina entre bombardeos, que acude, tanteando el terreno con su bastón, a una cita diaria. A la cita que le salva. El papel del narrador lo desempeña un ser oculto, salido de un refugio colectivo, que intenta convencerlo para que busque la protección frente a las bombas, para que le acompañe al lugar donde los demás se refugian. Éste, al principio del relato, tras verlo surgir en medio de una nube de humo, como una aparición, le ayuda a cruzar la calle, lo auxilia.

Plaza Mayor de Madrid en los años de Largo noviembre de Madrid
Sólo dos personajes acompañan la peripecia del ciego: dos mujeres: Carmen y Adela. La primera, le espera cada día. Es el vínculo, es quien le acompaña en una cotidianidad sin sexo, hecha de tareas domésticas y atenciones de trámite. La segunda, Adela, es el amor de Carmen. Es la puerta a cuyo través logró descubrir una sexualidad distinta.
El hombre ciego se dirige a un lugar en el que está su salvación de cada día. ¿Qué salvación?, se pregunta el lector Se trata de una hermosa metáfora: un libro. El ciego acude cada día a un prostíbulo en el que alguien le lee varias páginas por sesión. Por tanto, las mujeres que allí le aguardan son las mediadoras entre la atormentada y limitada experiencia del protagonista y su salvación cotidiana, su consuelo, con la posibilidad de vivir, a través de la lectura escuchada, otros mundos.

En consecuencia, el libro es la única posibilidad de escapar de una ciudad que se ha acostumbrado a la guerra y a la muerte (aunque en su interior, como demuestra el conjunto del volumen Largo noviembre de Madrid, fluya la vida).

Pero las dos mujeres, sobre todo Carmen, son el símbolo, también, de un amor maldito, no convencional, el amor lésbico. Un amor que los vecinos ignoran, que la sociedad, incluso la que comparte sueños y esperanzas con la República, no imagina. Que incluso condena. Es la pequeña historia de una pasión que Zúñiga nos ofrece, como parte del relato, mediante una espléndida rememoración, de un, digámoslo en términos cinematográficos, bien trabado “flash back”. De entre las ruinas del presente, surge el tiempo de la adolescencia de Carmen y el nacimiento de esa inclinación erótico-sentimental que está en la raíz de una relación sin sexo, casi maternal, con el hombre ciego.

El día en el que se desarrolla el relato, una de las mujeres ha muerto como consecuencia del bombardeo. Es día de duelo en la casa de su salvación. No habrá lectura. Pero para el ciego, el libro es mucho más que el momento de lectura de cada día. Es un talismán, tiene algo de ser vivo, de amigo, de acompañante. Por eso, sin saber por qué razón aquél día no toca lectura, pide el libro, quiere que lo acompañe, se lo lleva. 
Dibujo de un niño hecho durante la Guerra Civil
De regreso a casa, tanteando con el bastón el empedrado de las calles, la presencia de escombros y de ruinas, se produce una explosión de la que logra escapar. Entre la nube de humo y de polvo, bajo el zumbido de las sirenas, encuentra la mano salvadora que lo conduce al refugio. Allí se mantiene hasta que la tranquilidad regresa.

Cuando lo abandona, se da cuenta de que ha extraviado el libro. Vuelve a buscarlo, desesperado, moralmente vencido, sin que nadie le dé razón. Pregunta a la gente, nadie sabe del libro. Resignado a la pérdida, reanuda el camino a casa. Allí encuentra, entre la bruma de la ceguera y el ejercicio del tacto, en medio de un fuerte olor a gas, a Carmen y a otra mujer muertas, entrelazadas, desnudas en la cama, como si hubieran decidido suicidarse. Como prueba del amor, clandestino y no convencional, que él desconocía. Como explicación definitiva de la condición de Carmen como compañía y ayuda.

Estamos ante una estructura compleja, no lineal, a pesar de la brevedad del cuento. En él conviven distintos espacios temporales, discurren en paralelo dos historias. La que vive el hombre ciego a lo largo de la jornada y la que Carmen, entre la memoria y el presente, protagoniza. En la narración, la sensación de vivir entre la bruma, en una oscuridad perpetua, el entrelazamiento que se produce entre la ensoñación y la vigilia hace difícil, incluso, racionalizar, de modo absolutamente transparente, todo el argumento. Hay agujeros negros, opacidades que son metáfora de la incertidumbre.

Se trata de un cuento escrito con un lenguaje muy elaborado. De frase larga, abundante en subordinadas, con fragmentos en lo que no hay un solo punto y seguido. Todo ello muestra el alto nivel de autoexigencia de Juan Eduardo Zúñiga. Su enorme capacidad para abordar, mediante una técnica narrativa que se aleja del realismo plano de la crónica despojada y directa, la complejidad de la mente humana, de sus sentimientos.
No de otra forma podría afrontarse una historia que se mueve entre la luz y la sombra, entre la vida y la muerte, entre lo convencionalmente aceptado y lo perverso, entre el amor y el desamor, entre las ruinas del presente (el presente narrado) y el recuerdo de un tiempo de paz, de tranquilidad, de felicidad. Todo ello, sustentado en unos personajes humildes, que carecen, como todos los personajes de Zúñiga, de la condición de héroes o de villanos. Que se mueven en una cotidianidad de excepción pero batallando porque la excepción no acabe con sus ingredientes más queridos.

El gran cataclismo es, sin duda, la muerte de ambas mujeres al final del relato. Pero, en el fondo, el cataclismo que vive el personaje central, el hombre ciego que deambula de un lado a otro apoyado en su bastón, es la pérdida del refugio de la lectura, la pérdida de una de las más grandes posibilidades de soñar, de pensar, de meditar, de vivir. Es el extravío, en medio de las bombas, del libro que otros, día tras día, le iban leyendo.
Se trata, sin duda, de una hermosa defensa de la literatura en tiempos especialmente difíciles. De la ilustración y de los sentimientos más nobles frente a la barbarie.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Don Arturo, al académico de la Real de la Lengua, se hace insultador ibérico.

Arturo Pérez-Reverte, que cultivó su fama de aventurero y de corresponsal de guerra gracias al amparo de la radiotelevisión pública, es decir, de RTVE, la radiotelevisión de todos, se hizo novelista un buen día. Y tuvo una proyección mucho mayor, gracias a ese papel heroico jugado en la radiotelevisión pública, que aquellos que empiezan una carrera literaria a puro huevo y sin padrinos. Novelista de éxito, con grandes ventas que nadie discute y con valores literarios no conocidos salvo los que se derivan de escribir mucho y contar historias de otro tiempo  (vender mucho y escribir, también, mucho, no garantiza la calidad literaria: Ni siquiera ser académico de la Real de la Lengua lo garantiza) ha cultivado una peculiar fama haciendo declaraciones epatantes, descalificadoras e insultando gratuitamente.

Pues bien, este escritor acaba de insultar a Miguel Ángel Moratinos. Cuando un ministro, cuya trayectoria, desde mucho antes de serlo, se ha caracterizado por trabajar por la paz, por intentar acabar con la ocupación de Palestina por Israel y por establecer un horizonte de concordia en Oriente Medio, reacciona como un ser humano con sensibilidad, como cualquier hijo de vecino que no puede ocultar sus emociones en un momento especial de su vida y se le escapan unas lágrimas al despedirse de sus colaboradores, el tal Pérez-Reverte, con una reacción que me ha recordado a la de los fascistas de otros tiempos, tiene la desfachatez de escribir frases como "ni para irse tiene huevos" o de llamarlo "perfecto mierda".  Es una pena porque el cartagenero se retrata: ha construido un inmenso espejo en el que se muestra ante todo el país como un ser autoritario, intolerante y, en el fondo, émulo de la retórica ibérica más zafia y rancia. Y además, a ese retrato incorpora la chulería no menos zafia: se vanagloria de haber conseguido, en Twitter, 2.000 seguidores más y añade la siguiente frase, susceptible de ser elevada a la categoría de las frases geniales en el sillón de la Real Academia al que, con ella, vilipendia. "si lo llego a saber le insulto antes". ¡Con un par!...

No recuerdo (igual tengo muy mala memoria) al reportero/escritor insultando a Aznar y a algunos de sus ministros por meternos en una guerra que ya ha costado más de 100.000 muertos y lo que rondaré... Tampoco le hemos visto insultar al ínclito alcalde de Valladolid por su magnífico manejo del lenguaje machista (Arturo, ¿no tienes que velar por el bueno uso del idioma?). No, a Pérez-Reverte, ese macho ibérico con muchos más cojones que cualquier otro, no le gustan las debilidades humanas, ni que los ministros muestren, en una ocasión tan especial como una despedida, sus sentimientos del mismo modo que los muestran otros seres humanos. Como decían los fascistas de camisa azul y correaje de mi infancia: "llorar es de nenazas", "los hombres no lloran", "el hombre que llora es un maricón"...  Ese es el pensamiento que revelan los insultos del escritor famoso y multiventas. Ni más ni menos.

A lo largo de los últimos años sentía mala conciencia por no haber podido terminar, cuando apareció en Mondadori, en 1992,  El maestro de esgrima, hecho que determinó mi distanciamiento de su obra literaria posterior, como si hubiera quedado vacunado para siempre. Después de este episodio que nos muestra a un ciudadano cutre, maleducado e indigno de ostentar en la Real Academia un sillón que financiamos todos, creo que no me ha venido mal esa ignorancia. 

Qué pena.

viernes, 8 de octubre de 2010

De Vargas Llosa al auge del cuento: reflexión y memoria de un lector

Mario Vargas Llosa ha escrito novelas portentosas. Mis preferidas son La ciudad y los perros (1963), Conversación en la catedral (1969) y La fiesta del chivo (2000). Sólo por esas tres obras narrativas, sin añadir nada más a su bibliografía, el premio Nobel estaría plenamente justificado. Pero hay otro Vargas Llosa, tal vez menos conocido, que es el autor de cuentos. Un escritor intenso, dominador de la distancia del relato, al que descubrí en los primeros 70 a través de dos libros emblemáticos: Los jefes (1959) y Los cachorros (1967), publicados en bolsillo por aquella editorial de editoriales cuyo nombre era Libros de Enlace. Eran cuentos de una Lima entre lo rural y lo urbano, llenos de personajes en formación, sobre todo muchachos, que parecían anticipar la psicología y los sueños y la pulsión violenta de quienes habitarían La ciudad y los perros. El Vargas Llosa inicial, el que comenzó a transitar los senderos de la literatura fue el escritor de cuentos. No lo digo sólo por la temprana publicación de los dos libros antes citados, sino porque su primera irrupción en el campo narrativo se produjo, también, con un cuento o relato: El desafío, publicado nada menos que en 1957, cuando el escritor limeño-español tenía 21 años de edad. Cuando desde todos los puntos de la geografía de la lengua española o castellana se invita a celebrar el Nobel leyendo o releyendo sus novelas yo  invito a hacer lo propio con sus relatos.


Y aprovecho para afirmar mi fervor por el cuento. No como escritor (siempre me ha parecido un género extremadamente difícil y sólo escribí algunos relatos en la adolescencia), sino como lector. Si Vargas Llosa  es una muestra del cultivo del cuento en virtud de lo dos libros citados, entre los escritores del "boom" y en sus alrededores es imposible eludir a los maestros latino americanos: Borges, Cortázar, Rulfo, Conti, Ribeyro, Monterroso. Pero no es de esas lecturas de las que quiero hoy hablar. Desde hace tiempo, al calor de la atención al cuento que vienen prestando editoriales como Páginas de Espuma, Menoscuarto o Bartleby, con rescates significativos y con la promoción de nuevos autores, no he podido evitar sumergirme en esa enorme asignatura pendiente de la literatura española.

Mi memoria del cuento: lecturas
Fue Fernando Quiñones quien, al definir los tres géneros esenciales de la literatura dijo: "La novela es whisky con agua, el cuento whisky con hielo y la poesía whisky solo".  Certera definición: cuento=whisky con hielo. Es decir, disciplina en una encrucijada de caminos: aquella en la que se cruzan el que lleva a la narración y el que lleva al poema. Nada más cierto: el cuento requiere intensidad, alto voltaje lingüístico desde el principio hasta el final, tensión narrativa, sorpresa y emoción (estética y sentimental). Tal vez fueran esas características las que me llevaron, en las tardes interminables de verano de mi adolescencia, a pasar las horas de la siesta embebido en los relatos de Ignacio Aldecoa, aquel libro titulado El corazón y otros frutos amargos --qué maravilloso título-- en el que reconocía las calles de mi barrio, la experiencia de personajes parecidos a cuantos, conocidos de mis padres, visitaban mi casa, a respirar los olores del tranvía, la paz de los merenderos, el silencio de la posguerra.

Años después, cuando la literatura comenzó a ser un campo en el que escarbar más allá de lo que prescribía el libro de texto, descubrí que en aquella década de los 50 existió una edad de oro (o de plata, qué más da) del cuento. Además de Aldecoa, escribieron cuentos hondos, perturbadores, que hablaban de nuestros sueños y frustraciones novelistas como Jesús Fernández Santos, autor de aquel librito, Cabeza rapada, hecho con cuentos de una sequedad lírica inigualable, o como el gran olvidado (hoy en proceso de rescate gracias al impulso de Jesús Egido en Rey Lear) Francisco García Pavón con sus Cuentos republicanos, o Antonio Pereira, un auténtico maestro cuya dedicación casi exclusiva fue el relato, o Juan Eduardo Zúñiga, con obras maestras como Largo noviembre de Madrid, o Jorge Ferrer Vidal (atención, editoriales pequeñas y militantes: no sería malo rescatar alguno de sus libros de relatos), con libros como Sobre la piel del mundo o También se muere en las amanecidas. o Juan Benet, autor de dos relatos que, por sí solos, justifican toda una carrera literaria como Numa y Una tumba), o Juan García Hortelano, o Antonio Martínez Menchén o el autor de cuentos por excelencia, Medardo Fraile, todo un maestro al que desde que tengo uso de razón he oido a expertos, críticos y lectores apasionados calificar como nuestro mejor cultivador del género del siglo XX y que acaba de publicar, en Páginas de Espuma, su última colección de relatos, Antes del futuro imperfecto.

Hasta aquí, la nómina incompleta de mis devociones lectoras (añadiría los autores norteamericanos que van de la Generación Perdida al realismo sucio --Hemingway, Scott Fitzerald, Capote, Cheever, Salinger, Carver, Tobias Wolff-- y algunos contemporáneos españoles como Tizón, Merino, Ana María Navales, Mateo DíezAgustín Cerezales--).

Meliano Peraile, un grande olvidado

Pero recuerdo, sobre todo, a un narrador casi olvidado, muñidor de unos cuentos ambientados en la posguerra y en los años 50, que, además, estuvo, con la tenacidad de los luchadores imprescindibles en todas las causas por la libertad, el progreso, la búsqueda de una sociedad distinta, más igual y más justa. Me refiero a Meliano Peraile, al entrañable Meliano Peraile, autor de maravillosos relatos protagonizados por seres humildes y derrotados e incluidos en libros como Tiempo probable  (1965), Cuentos clandestinos (1970), Un alma sola no canta ni llora (1984) o Fuentes fugitivas (1987). No lo conocí al principio como escritor, sino como practicante, es decir, curador de heridas y experto en inyecciones en el barrio de la Concepción primero y, después, en el consultorio de la Seguridad Social de Santa Virgilia, en el madrileño barrio de Hortaleza, en la calle de mis primeros años en pareja, entre 1976 y 1982. Meliano Peraile, sí, ponía inyecciones: yo lo veía, algunas tardes, caminar hacia el consultorio, donde se embutía en su bata blanca (a juego con su cabellera, que siempre recuerdo blanca o casi) y recibía a enfermos de toda condición. No sabía entonces que aquel ATS, o enfermero (entonces, lo he dicho, se llamaban practicantes) era el autor de los cuentos incluidos en el libro Tiempo probable que me había regalado, un día olvidado, el poeta y amigo Diego Jesús Jiménez.  Murió el 28 de octubre de 2005, un día después del día de mi cumpleaños. Y con sus relatos, sólo encontrables hoy, lamentablemente, en librerías de viejo o en la Cuesta de Moyano (¿existe todavía?) y espacios similares, Meliano nos dejó una definición del cuento que suscribo plenamente:  "las características básicas del cuento", escribió, "son la concisión y la intensidad, propiedades irrenunciables también de la poesía, lo cual hace que el relato y la poesía sean géneros muy próximos". Pues eso.

Quede aquí mi homenaje a un género que quizá algún día cultive porque me parece tan apasionante como difícil. Y mi recuerdo emocionado a Meliano Peraile.

Amamos con Joan Manuel Serrat - Mi despedida

  En 2012 publiqué   Fugitiva ciudad,  En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al...