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lunes, 1 de diciembre de 2014

Serrat y la balada de un otoño remoto

Antonio Marín Albalate está preparando la edición de un libro colectivo dedicado  al medio siglo de dedicación de Joan Manuel Serrat a la música actualizando el titulado Tributo a Serrat, publicado en 2007. Hace unos meses me pidió un texto para esa nueva edición. El libro aparecerá en 2015. Aquí dejo mi aportación al libro. 


Joan Manuel Serrat, en el tiempo de "Balada de otoño"
Siempre me han atraído los otoños. Quizá porque nací en octubre, un día 27 de un año de la década de los cincuenta, el otoño ha tenido para mí algo de comienzo del ciclo anual, de restauración de la vida tras el paréntesis veraniego. En mi adolescencia era la vuelta a la rutina después del verano: era de nuevo el colegio, los amigos, la recuperación de los juegos y las costumbres del barrio, el retorno de la lluvia, de los primeros fríos, y era…. escribir y leer al amparo de la estufa de butano de mi casa familiar en la UVA de Hortaleza. Después, en la frontera de la primera juventud, allá por los dieciocho o diecinueve años, el otoño me servía para fantasear con mis sueños de escritor en ciernes: la cachimba, un símbolo en el que se concentraba la insumisión ante el franquismo y el charme del intelectual antifascista, y la chaqueta y el pantalón de pana se dibujaban en el horizonte, cuando acababa septiembre como apacibles refugios de una labor que alimentábamos de quimeras que avanzaban, pese al ambiente hostil y a las resistencias del régimen, en la dura realidad de la España de los primeros años setenta.

Pero el otoño fue más otoño una tarde en que, en casa de un amigo, en un tocadiscos de maletín de los que se compraban en el Círculo de Lectores, su propietario puso en marcha un LP en cuya portada podía verse un Joan Manuel Serrat casi tan joven como yo (bueno, me sacaba diez años, más o menos) en un primerísimo plano, con las mismas patillas que nosotros lucíamos y con un jersey de cuello de cisne de color negro muy parecido al que vestían los dioses existencialistas del París inalcanzable. Joan Manuel Serrat ya era uno de los nuestros: desde el affaire de Eurovisión lo considerábamos parte del grupo de amigos del barrio. Pero lo era con dos o tres canciones en catalán como “Paraules de amor" o “La tieta”, con “Manuel”, “Como un gorrión”,  “El titiritero” y poco más. Todas aquellas canciones las habíamos escuchado en pequeños discos de 45 revoluciones llamados singles y en nuestra memoria ocupaban espacios individualizados, singulares.

El LP que mi amigo había puesto en marcha tenía algo de antología, de compendio: en él podíamos recorrer las diez o doce canciones/poema que, en castellano, circulaban con desigual fortuna por las emisoras radiofónicas y por las discotecas. No recuerdo en qué momento quedé cautivado por los versos que daban comienzo a aquella canción suave, melancólica, llena de ternura y de pasadizos a una memoria que no era sólo nuestra sino de todos aquellos que se habían sentido contagiados por la cadencia de la lluvia en una tarde otoñal. “Llueve. / Detrás de los cristales / llueve y llueve, / sobre los chopos medio deshojados, / sobre los pardos tejados, / sobre los campos,  llueve….”.   Una canción profunda, casi perfecta, con la calidad de los mejores poemas que hasta aquel día yo había leído. Desde aquella tarde, Joan Manuel Serrat sería el acompañante de toda mi aventura sentimental , el imaginario testigo de mi relación amorosa, el cantautor que pondría música de fondo a todo lo bueno que me quedaba por vivir y también, ¿por qué no?, a los momentos menos dulces.  Incluso a los infelices. Sería también la dimensión poética de mi barrio, de mi familia humilde (como la de Serrat, éramos de la clase trabajadora, nuestra UVA de Hortaleza tenía un correlato en Barcelona, en el Poble Sec en el que el Nano había crecido), de mis modestos sueños cotidianos.

Panorámica de Poble Sec, el barrio de la infancia de J. M. Serrat
Aquella “Balada de otoño” era la hospitalidad y la casa, era el amor y el fuego del hogar, era una extraña reverberación de aquel hermoso poema del Machado de Soledades en el que la lluvia era la compañera inevitable de los alumnos de una escuela: “Una tarde parda y fría / de invierno, los colegiales / estudian.   Melancolía / de la lluvia tras los cristales”, escribió el poeta sevillano. Y era el campo que se extendía no lejos de mi casa (“sobre los campos, llueve”), y los inmensos chopos que crecían en los precarios jardines de mi barrio. Pero era también ella, su abrigo de paño, su voz cálida, llena de matices, de cantautora en ciernes, eran los ecos de una soledad  de domingo por la tarde, y era el miedo. ¿Miedo a qué si éramos tan jóvenes? Era el miedo a la vida, el miedo al porvenir (“porque estoy solo y tengo miedo…”,  cantaba Serrat), a un futuro que Franco y el régimen convertían en quimera para quienes vivíamos en los barrios que, en certera denominación de Manuel Vázquez Montalbán (que, por cierto, escribió una espléndida biografía de Serrat en 1973), les sobraban a las clases dominantes: “nací en la cola del ejército huido / me quedé a la luz del centinela / y os pedí prestados aire y agua / en barrios que os sobraban”.

¿Cuántas veces habré escuchado, conmovido, “Balada de otoño”? ¿Cuántas lo habré cantado en soledad en un viaje en coche, o caminando por el campo, en compañía de la propia voz de Serrat llegando de un tocadiscos o de un reproductor de "cedés"?
Aquél pasadizo otoñal me llevó a “Antes de que den las diez” (el límite nocturno de los regresos a casa de novias y primeros amores en aquel tiempo), a “Poema de amor”, a “Mediterráneo”, canciones de erotismo y de ternuras, de intimidades y desafíos a las convenciones, canciones refugio en la España que comenzaba a incorporar el color poco a poco, a sacudirse de manera definitiva (¿definitiva?: cuidado, hay quienes quieren volver a aquel tiempo de uniformes y silencio) la caspa de un blanco y negro que parecía interminable. 

Aquellos años (principios de la década de los setenta) fueron los que consolidaron un pacto de sangre, de por vida, entre la obra de Joan Manuel y mis imaginarios creativos (en la poesía, también en la narrativa): nada nos separaría en los más de cuarenta años que vinieron después. Cada nuevo disco de Serrat fue una vuelta de tuerca de un poeta que parecía pensar desde nuestra interioridad, que parecía haber vivido en mis habitaciones de infancia  y adolescencia, compartido mis vacaciones en los campos de Soria, en un pueblecito en el que vivíamos la libertad casi absoluta de la intemperie y el relajamiento de la disciplina familiar, con el que habíamos contemplado las “pequeñas cosas” que el tiempo y la experiencia nos dejaron.  Sí, entonces se forjó ese pacto no escrito.

En ese pacto, como el reverso de la “Balada de otoño”, un acontecimiento conectaría a Serrat con lo que yo, por aquel entonces, leía de manera casi compulsiva, con lo que se contaba en mis libros de literatura del instituto: en 1973, mi padre me regaló un LP recién publicado. En pocos meses ese disco sonaría en cada rincón del país con una intensidad sin precedentes. Me refiero al titulado Antonio Machado, aquella antología con una docena de textos imprescindibles del autor de Campos de Castilla que contribuiría a hacer del poeta enamorado de Soria, del clásico del 98, un imprevisto y sorprendente “superventas”. Después vendría Miguel Hernández, vendrían otros, en catalán y en castellano….  La literatura que vivía en los libros y llenaba algunas horas en el aula, salía a la calle, a conciertos que ya empezaban a ser multitudinarios, nos acompañaba en el trabajo, en la universidad, en el club parroquial o en la asociación de vecinos.

En mi más reciente libro de poemas, Fugitiva ciudad (Hiperión, 2012), hay un capítulo,  compuesto por once poemas, titulado “Días en ti con música de fondo”.  La música de fondo no es otra que la de Joan Manuel. Y los “días en ti” no podrían ser distintos que aquellos que, junto a quien hoy es mi compañera, mi mujer,  fueron creciendo al calor (y a la lluvia) de aquella “Balada de otoño” inolvidable. Cierro este particular homenaje al Nano,  al Noi del Poble Sec con el poema que abre ese capítulo:


La más cálida voz, la voz de amante
clandestino, la voz 
de niebla y de tabaco 
negro, la voz de las crisálidas del barrio.

La voz amilanada 
de las muchachas pálidas que habrían 
de volver a su casa, sin remedio,
antes de que las diez 
dieran en los relojes, 
los ojos todavía 
viviendo en el placer y en el engaño 
del domingo de octubre.

En la herida primera y en la lágrima oculta. 

viernes, 26 de septiembre de 2014

Noticia de Philip Levine, poeta norteamericano coetáneo de nuestra generación del 50


En el verano de 2007, con motivo de una lectura que compartí con Isabel Pérez Montalbán en los cursos de verano de la Menéndez Pelayo, visité Santander. En aquella visita conocí a dos de los más tenaces impulsores de la poesía y de la cultura poética en Cantabria (y magníficos poetas, por cierto), Carlos Alcorta y Rafael Fombellida. No recuerdo si por iniciativa de Carlos o de Rafael, o de ambos, fui obsequiado con dos libritos de una recién nacida colección que editaba la Asociación Cultural “V. PE. CA” bajo el título genérico La mirada creadora. La colección la abría una antología de Fombellida, La propia voz. Poemas escogidos (1983 – 2005) que el propio Rafael me había enviado dedicada a principios de año. De aquellos libros, que sucedían a La propia voz, se quedó grabado en mi memoria el que hacía el número 3, Las erres del amor, de Osysseas Elytis, en traducción de Tomás Bermejo, del que leí unos cuantos poemas en el viaje de vuelta a Madrid. El otro, sin abrirlo, lo guardé junto a otros libros comprados o regalados durante aquel verano y quedó en ese espacio mudo en que quedan los ejemplares que, sin abrir, archivamos en cualquier lugar poco accesible de nuestra biblioteca.

En enero, o quizá en febrero de 2013, un buen amigo, Alberto Infante, médico y poeta, me habló de Philip Levine, poeta norteamericano, judío de ráices sefardíes, que en 1995 había ganado el premio Pulitzer con The simple truth, ofreciéndose, además, a traducir el libro, del que me entregó una muestra de poemas en versión original acompañada de su traducción para valorar su posible publicación en Bartleby. Los leí a las pocas horas de recibirlos y me causaron una honda y positiva impresión: eran poemas en los que la realidad se fundía con la Historia, en los que la crítica social aparecía cargada por la subjetividad de la experiencia íntima y de la memoria personal y en los que dominaba un tono directo, conversacional que tenía mucho que ver con cierta tradición de la poesía española del siglo XX, especialmente con la de buena parte de los poetas de nuestra generación del medio siglo. Levine, además, escribía desde la memoria de España y de nuestra literatura. Uno de los poemas que más me llamó la atención era la escenificación de un encuentro imaginario entre Federico García Lorca y el gran poeta norteamericano Hart Crane. Guardé aquellos poemas pensando que en algún momento el libro de Levine podría encontrar acomodo en el catálogo de Bartleby (se daba, además, la circunstancia de que la propuesta sintonizaba con una de las más sólidas líneas de la editorial: la publicación de poesía norteamericana en edición bilingüe). Sin embargo, otras tareas se fueron metiendo por medio. Estaba terminando una novela, trabajábamos a marchas forzadas en la antología En legítima defensa y en otros proyectos y los folios que me entregó Infante fueron quedando en cierto olvido guardados en una de mis carpetas.

A principios de este verano, quizá a mediados de junio, haciendo limpieza en la biblioteca de nuestra casa en el valle y revisando títulos de libros que había acumulado de una manera un tanto caótica, me llamó la atención uno de pequeño formato y con las tapas de un claro color verde aceituna. Recordé al verlo que era uno de los que, en el verano de 2007, me regalaron en Santander. Y me sorprendió gratamente algo en lo que no había reparado: su autor era el mismo que me había descubierto hacía sólo unos meses Alberto Infante. Y el título coincidía con el que obtuvo el premio Pulitzer en 1995: Una verdad sencilla. Me sentí algo abochornado por aquel descuido y por mi ignorancia. El libro, cinco años antes, me había acompañado en el viaje de vuelta de Santander junto al de Odysseas Elytis, lo había guardado sin hojearlo siquiera y dormía el sueño de los justos en un rincón de la estantería junto a otros libros de poetas desconocidos. 

Aquel ejemplar de Una verdad sencilla no se correspondía con el libro premiado. Era una breve antología preparada y traducida por Eduardo López Truco que asumía su título (con el añadido "y otros poemas") y en la que se recogían poemas publicados por Levine entre 1991 y 2004 y, de ellos, sólo cuatro procedentes del libros que daba título a la antología. Después he sabido la editorial Visor tiene en imprenta (su publicación es inminente) una selección de poemas del poeta norteamericano, La sombra de García Lorca (y otros poemas españoles), con traducción de Andrés Catalán y he podido leer algunos poemas publicados en blog y traducidos por Jonio González.

El caso es que el pasado mes de agosto, el librito publicado en Santander fue uno de mis libros de compañía. Levine es un poeta directo, que utiliza el resorte de la emoción y con una mirada volcada hacia el mundo, especialmente al mundo más próximo, desde una perspectiva de clase. Es la perspectiva de los humildes, de las víctimas de una crisis que se ha abatido sobre la ciudad de Detroit dejando medio en ruinas amplios espacios antaño emergentes, barrios y polígonos industriales enteros que vivían del automóvil por el desplazamiento de su industria a otras ciudades y otros países. El tono nos recuerda mucho al de poetas como Ángel González o José Agustín Goytisolo (no es casual que Levine tradujera al inglés a Gloria Fuertes y a Jaime Sabines) y su poesía está recorrida por una cierta influencia de la mejor poesía en castellano del siglo XX. De Antonio Machado a García Lorca pasando por César Vallejo o Miguel Hernández (tiene poemas con cada uno de ellos como protagonistas). La Guerra Civil, el franquismo, su visión sobre España, una pasión heredada de unos padres que le decían que era "español", tal y como cuenta López Truco  en la introducción, está presente en gran parte de los poemas de Una verdad sencilla y otros poemas. El hermano mecánico y su vida de asalariado, la memoria del padre y el valor del trabajo, el jazz y John Coltrane como ídolo de una madre joven, la inmigración, el racismo.... son algunos de los "temas" que aborda desde dentro: no como espectador a distancia sino como protagonista, desde el núcleo, de una experiencia vivida.

Detroit, cuna de Levine, es hoy símbolo de ciudad industrial en ruinas
Philip Levine estuvo en España en 1995, participando en el XI Festival Internacional de Poesía de Barcelona, y volvió, en 2005, a Lleida, a vivir en directo los ambientes de los que había hablado en sus poemas. Sobre esa última visita, López Truco nos cuenta una anécdota que no quiero dejar de lado: "Mientras lo acompañábamos al hotel [...], supongo que para romper distancias, dejaba caer preguntas sobre si leíamos a Antonio Machado, si también los jóvenes de hoy lo valoraban como se merecía, así como a Federico, Alberti o Miguel Hernández. A medida que le confesábamos nuestros gustos literarios y despejábamos sus dudas y referencias, se le iba notando más cómodo y percibíamos que había aterrizado de nuevo en su España". 

Espero que algún día, la versión íntegra de The simple truth pueda llegar, en castellano, a nuestras librerías.

De ese libro, os dejo dos poemas. El que le da título, en versión de Eduardo López Truco. Y "No pidas nada", traducido y versionado por Alberto Infante. 


UNA VERDAD SENCILLA


Compré un dólar y medio de patatitas rojas,
me las llevé a casa, las herví sin pelar
y me las comí de cena con un poco de mantequilla y sal.
Luego di un paseo por los campos desiertos
de las afueras de la ciudad. Mediado junio, la luz
cae en los oscuros surcos a mis pies,
y en los robles encima de donde los pájaros
se recogen de noche, los arrendajos y los sinsontes
graznan insistentes, los pinzones se arrojan aún
hacia la última luz. La mujer que me vendió
las patatas era de Polonia; era alguien de mi infancia,
con un suéter de lentejuelas rosas y gafas de sol,
que alababa la perfección de toda su fruta y sus verduras
junto a la carretera y me apremiaba a probarlas,
incluso el maíz crudo dulce, traído hasta aquí,
juraba, desde New Jersey. "Come, come", decía,
"Aunque no quieras, diré que lo hiciste."
                                                             Algunas cosas
las has sabido siempre. Son tan sencillas y ciertas 
que han de decirse sin elegancia, metro ni rima, 
han de ponerse sobre la mesa junto al salero, 
el vaso de agua, la ausencia de luz olvidada 
en las sombras de los cuadros, han de estar
desnudas y solas, han de sustentarse por sí mismas.
Mi amigo Henri y yo llegamos a esto juntos en 1965,
antes de irme, antes de que empezara a matarse,
y ambos traicionáramos nuestro amor. ¿Puedes probar
lo que te digo? Son cebollas o patatas, una pizca
de sal, la calidad de la mantequilla fresca, es obvio,
se queda en la garganta, como una verdad
que nunca dijiste, porque el tiempo estuvo siempre en contra,
permanece allí para el resto de tu vida, tácita,
hecha del barro que es la tierra, y la piedra que llaman sal,
en una forma para la que no hay palabras, y con la que vives. 

                                           (Traducción de Eduardo López Truco) 

NO PIDAS NADA 
En vez de caminar solo por la noche
hacia los suburbios y el campo
duerme bajo el cielo del ocaso;
el polvo que levantan tus pasos
se transforma en lluvia dorada
que cae sobre la tierra como regalo
de un dios desconocido.
Los plátanos a lo largo del dique,
los escasos álamos del valle, aguantan
la respiración cuando cruzas el puente
de madera que no conduce a un
solo lugar donde no hayas estado, pues este
paseo se repite al menos una vez al día si no más.
Esa es la razón de que más allá
de la primera hilera de colinas
donde nunca creció nada, hombres y mujeres
montando mulas, caballos, algunos incluso
a pie, toda tu perdida familia a la que
nunca rezaste para ver, recen para verte,
canten para acercar la luz de la luna
a los últimos rayos del sol. Detrás de ti
parpadean las ventanas de la ciudad,
los hogares se cierran; mientras ante ti las voces
se van apagando como música sobre
aguas profundas, y desparecen;
incluso los rápidos, cernidos pinzones
se han convertido en humo, y la solitaria
carretera iluminada por la luna
conduce a cualquier lugar. 
                                  (Traducción de Alberto Infante)



viernes, 4 de julio de 2014

Días extraños en diálogo con mi poesía: las cosas del campo y algo más



Durante diez años (desde su reedición, en 2004, por Pre-Textos) el libro de José Antonio Muñoz Rojas Las cosas del campo me ha venido acompañando en los veranos del valle. El libro, como una ventana abierta, ha estado siempre en la estantería del salón y ha sido y es un remedio para conciliarme, cuando no tengo otra lectura a mano, con la naturaleza. Cuando digo naturaleza, quiero decir con el campo, con esas pequeñas y contundentes realidades que dan sentido a la vida más allá de toda tentación grandilocuente: el pequeño huerto, los erizos del anochecer, el olor de la hierba recién cortada, los grillos nocturnos, las luciérnagas... También para conciliarme con mi memoria y con mi experiencia de hombre crecido y criado en una ciudad como Madrid y a quien el campo —la montaña sobre todo— se le apareció un buen día como el lugar de todos los sueños y como reverso de una cotidianidad hecha de horarios, de urgencias y acostumbrada al tumulto de una urbe a punto de precipitarse en el turbión del desarrollismo. 

El refugio en el valle
Fue en un pueblecito, casi aldea, de Soria, durante un par de veranos de finales de la década de los sesenta. El campo, para el chiquillo que yo era entonces,  era la libertad y era el río. Eran los olores que traían los álamos al atardecer, era el polvo de la trilla, los caminos perdiéndose entre los trigales de un amarillo rotundo, era un cielo infinito y estrellado, era el rumor de las esquilas o el olor que llegaba de algún establo colindante con la vega. Y fue el escenario, que el tiempo acabaría por mitificar, de algún amor preadolescente y mágico, hecho de largas noches y de juegos a la intemperie.

Aquí, en el valle, convivo con las cosas del campo desde hace muchos años. Aquí han convivido con ellas mis hijos: fueron niños, se hicieron adolescentes y enjovencieron verano tras verano. Aquí he seguido la evolución de las tomateras, he contemplado, en silencio, el lento arrastrase del erizo sobre la hierba seca, he visto a mi gato juguetear con los escarabajos, he convertido horquillas de rama de fresno en tirachinas con los que evocar mi propia infancia al verlos en manos de mi hijo. Y aquí he escrito: mucho. Poesía, novela, críticas, artículos literarios, políticos, intimistas.

Sin embargo, pocas veces esas experiencias se han colado en mis poemas. Acostumbrado desde hace muchos años a mantener en ellos una ventana abierta a lo colectivo, un sustrato de conciencia crítica, casi siempre he escrito poesía "necesaria". Mis experiencias íntimas en este y otros lugares solía guardarlas con cierto pudor: quedaban recluidas en algún cuaderno de un modo casi vergonzante. Pertenezco a una generación poética que protagonizó la lucha por la democracia en los primeros años setenta, que hizo de la conciencia crítica parte del poema, que se apoyó en la poesía para acompañar los empeños solidarios. Esa elección generó cierto desdén hacia la poesía de meditación sobre la realidad más cercana y personal, sobre los sentimientos íntimos, sobre la relación del poeta-hombre con la naturaleza, con una realidad afectiva hecha de pequeñas cosas. Era como si ocuparnos de asuntos semejantes en el poema fuera perder la brújula "social", olvidar el compromiso. Como si releer a Juan Ramón fuera dejar de lado a Blas de Otero, como si dejarse llevar por alguno de los poemas más intimistas de las Soledades de Antonio Machado fuera desdeñar los más solidarios y comprometidos de Campos de Castilla. 

Junto a Lozoya del Valle, embalse en invierno
Han tenido que pasar muchos años para comenzar a desprenderme de ese complejo. Y del mismo modo que Las cosas del campo, de Muñoz Rojas, ha sido un libro acompañante de mis veranos en el valle desde, al menos, el año 2004, he vuelto a poetas que hablaban de esos mundos pequeños que la "conciencia crítica" había relegado: el José Luis Prado Nogueira de Oratorio del Guadarrama, el Gerardo Diego de Soria sucedida,  el Pepe Hierro de Alegría, el Diego Jesús Jiménez de sus poemaas de Priego y de sus evocaciones de infancia y adolescencia de Coro de ánimas.

Esa actitud, en absoluto contradictoria con mi compromiso cívico y paralela a mi escritura poética "crítica" (ahí está mi reciente Fugitiva ciudad), se ha ido manifestando, sin que pudiera evitarlo, en una sucesión de poemas extraños en mi trayectorias: poemas de la memoria de mis hijos, poemas de amor, poemas crecidos en mi experiencia del campo, de un campo vivido con viejos amigos, en paseos en soledad, en momentos de contemplación o de melancolía. 

Son poemas que llevaban tiempo aguardando en esa imaginaria recámara que todo escritor lleva consigo. Que han ido desplegándose en cuadernos diversos, en libretas, en folios reciclados: si en mi poesía los días normales han sido siempre "los días con y en los otros", en este caso he escrito los poemas "de los momentos raros" gran parte de ellos nacidos y alimentados en mi refugio del valle del Lozoya. Formarán parte de un nuevo libro (que tengo a medias), un libro al que he otorgado ya un título provisional: De los días extraños.  Un par de poemas y algún fragmento de otro han sido publicados en revistas o en algún libro colectivo en los últimos años. Otro formó parte de mi libro viajero Por la sierra del agua (Gadir, 2006). Y casi todos, duermen a la espera del libro en una vieja carpeta de gomas de color azul marino.

Por el amplio número de poemas de esas características que contendrá, será un libro raro en mi bibliografía. Un libro distinto que probablemente defina mi evolución en el futuro. Sin complejos, sin mala conciencia, he dejado fluir la emoción: las emociones que nuestra conciencia comprometida nos hacía ocultar de manera vergonzante. 

Cierro este post, en el que ha dominado la de reflexión sobre lo propio, con un poema de ese libro futuro: de De los días extraños. Ahí queda. 
 EL TELESCOPIO

Sabía de aquel cielo de antracita y de frío.
Sabía de otras noches casi idénticas.
De momentos azules, olorosos
a mies recién cortada y al relente
de agosto en la montaña
y observaba a mi hijo, absorto entonces
en la noticia que llegaba del jardín de enfrente.

Ramón, amigo de aquel tiempo, tenía
el telescopio abierto al infinito del verano nocturno.

Mi hijo cruzó el camino y se asomó con miedo
al círculo temido y deseado.
Descubrió una luz distinta a la soñada.
Viajó por nebulosas, tocó cráteres
e imaginó una noche diferente,
quizá sin cicatrices ni carencias.

Era agosto. Quizá mil novecientos
noventa y cinco. Y la luna parecía la misma
que pisó un tal Neil Armstrong una noche
en que mi padre me enseño que era frágil la vida,
que madurez y muerte a veces se contemplan,
se saludan de paso, casi huyendo,
o se asoman, como en la noche aquélla,
al círculo de luz de un telescopio.

lunes, 11 de enero de 2010

Nieve: un poema de hace 15 años

Lo escribí hace muchos años. Apareció en mi libro Quebrada luz (1996) y es un poema que siempre regresa a mi memoria cuando la nieve desciende sobre la ciudad y puedo contemplar su caída, como ahora, desde la ventana a la noche de mi cuarto de trabajo. Raymond Carver, C. K. Williams, Auden, Gerardo Diego, Luis Cernuda escribieron hermosos poemas con el telón de fondo de la nieve. En La tierra de Alvargonzález, de Antonio Machado, la nieve es, más que un fenómeno meteorológico, un personaje del poema/relato del mismo modo que es amenaza para los caminantes que acaban buscando el calor del mesón en noches de ventisca por los viejos caminos de Soria. Nieve urbana y sucia de Sandburg, nieve en las montañas del Guadarrama en Leopoldo Panero o en Enrique de Mesa; nieve de la desolación en los poemas de Celan, en los relatos de Kafka, en las novelas de Lars Gustaffson o en los perturbadores cuentos de Herta Müller.


"Nieve desde la ventana". Foto del autor de blog. Enero 2009
Y nieve crecida en la más recóndita esquina del corazón de mi infancia, de todas las infancias. La que viví de niño en los descampados de mi barrio y la que, cuando eran niños, sorprendí, en las mañanas de nieve, en las pupilas de mis hijos. Esa es, de forma depurada, la nieve que tiembla en el poema que escribí hace tantos años. Aquí os lo dejo. Como un extraño regalo en esta noche de nieve y puertos de montaña cerrados y calles intransitables.

NIEVE
La sorprendida nieve
cubre tu corazón, que es como el valle.
Como el valle de enero, luz helada. Aire en suspenso
como una larga duda
temblando bajo el humo de la tarde.

Llegamos de la nieve con los años al hombro. En esta tierra,
la de la eternidad imaginada, la infancia que perdimos
tiene en la nieve su más estricta luz, su posesión,
su amanecer, su aliento.

¿Quién olvida
esa luz fría que puso a nuestro alcance la mañana
de un enero perdido en la maleza? ¿No es acaso
parte de la memoria su fría longitud, tierra sin voz
su contextura?

Crecimos con su imagen
prendida a nuestros ojos, asediando la casa,
extenso territorio al que no se retorna.
No se vuelve a su luz. Tampoco a su silencio.
No se regresa al alba
que nos mostró la nieve un viejo enero.

La manchó el tiempo.
Como barro, los días
destruyeron su luz inmaculada, esa tierra sin voz
donde muere la aurora,
se afirma la pisada, busca el lodo, las hierbas ateridas,
las cruel posesión que fue el invierno
bajo la blanca luz que recordamos.
                                         (De Quebrada luz. 1996)

Mi vida en la UVA de Hortaleza: una entrevista de Juan Jiménez Mancha

Reproduzco, a cotinuación, la entrevista que Juan Jiménez Mancha publicó, en diciembre de 2020, en El Periódico de Hortaleza . Creo que el...