martes, 22 de marzo de 2016

Blas de Otero, el poeta ausente en Puerto Rico

Blas de Otero, en Granada, en 1976. Homenaje a Federico
No es fácil entender la ausencia de la poesía y del poeta Blas de Otero en el Congreso de la Lengua celebrado en Puerto Rico. Se dirá que no tuvo relación con ese país o que la poesía en castellano ya estaba representada en las voces de los españoles Juan Ramón y de Pedro Salinas y de los latinoamericanos Rubén Darío y Luis Palés Matos (Puerto Rico, 1898–1959), a los que se ha rendido homenaje. Hace sólo unos días, el 15 de marzo, se cumplió un siglo de su nacimiento y, salvo algunas referencias puntuales y el esfuerzo de algún suplemento literario, la conmemoración está pasando inadvertida. Por eso, el silencio en que ha quedado en el Congreso de Puerto Rico aunque probablemente se deba al olvido o a las consabidas razones de agenda, tiene algo de hiriente. No sólo para él y su lírica, sino para la memoria de una poesía  escrita en los difíciles años cincuenta y sesenta, protagonizada por poetas que vivieron la Guerra Civil en su juventud y que después, bajo el franquismo, abrieron, con su escritura, ventanas a la libertad desafiando a un sistema que mantenía en silencio al país y respondía a cualquier reivindicación democrática con la represión, la cárcel, el exilio.
“En tiempos en que Blas de Otero tenía enormes dificultades para publicar en España sus libros íntegros, fue la Universidad de Puerto Rico quien salió en su ayuda”.
Se da, además, la circunstancia, que relata Sabina de la Cruz en el prólogo a su Obra completa (Galaxia Gutenberg, 2013) de que en tiempos en que el poeta bilbaíno tenía enormes dificultades para publicar en España sus libros íntegros, fue la Universidad de Puerto Rico, en su colección Río Pedras, quien salió en su ayuda. Las cosas discurrieron así: cuando concluyó el libro Que trata de España en 1962, la censura de Franco lo retuvo durante un año. Al cabo de ese tiempo, le suprimieron al menos un tercio de los poemas para su edición. Fue la citada universidad la institución que, al año siguiente, le permitió publicar, como parte de su antología Esto no es un libro (1963) todos los poemas censurados. Una iniciativa valiente y necesaria puesto que Que trata de España tendría que esperar a 1977, en los albores de la democracia, para ser publicado en nuestro país en su versión completa. Algo parecido ocurrió, por cierto, con En castellano, que se publicó en España, por vez primera, en ese mismo año. Su poesía, se había afilado, había cobrado un tono conversacional, directo, intenso y difícil, insoportable para el Régimen, y en ambos libros estaba la matriz de los nuevos horizontes de lenguaje que el poeta frecuentaría en los últimos años de su vida..   

Esa poesía, la poesía de corte más civil y comprometido, la que no forma parte de la nómina o del canon, más que asentados, de la Generación del 27, no ha ocupado todavía el lugar que merece en los Congresos de la Lengua que promueven las Academias en colaboración con el Instituto Cervantes.  En 2011 se cumplió el centenario de Gabriel Celaya y ocurrió, con las conmemoraciones oficiales, algo parecido.  ¿Es cuestión de tiempo? ¿De que no hay una distancia suficiente desde su muerte? No lo parece. Blas de Otero no contó con uno solo de los premios institucionales a toda una vida (ni el Nacional de las Letras ni el Cervantes) y Gabriel Celaya recibió el primero de ellos en 1986 casi de modo vergonzante y cuando se hizo público que la situación económica en la que vivía rozaba lo miserable (murió en 1991).
   
Se puede argüir, en el caso de Blas de Otero, que, no hubo tiempo, que murió demasiado pronto, cuando la democracia española comenzaba a andar y que el reconocimiento le hubiera venido después. Pero no: han sido muchas las oportunidades para, una vez fallecido, situar su obra, en el ámbito de la lengua española, en el lugar que le corresponde. Sólo la iniciativa de Sabina de la Cruz  y de Mario Hernández y la tenaz y rigurosa preocupación del crítico y profesor Juan José Lanz (junto a otros expertos como Pablo Jauralde, Araceli Iravedra o José Olivio Jiménez) han mantenido su nombre y su obra en el ámbito de las producciones poéticas más poderosas y exigentes que ha dado la literatura española en la segunda mitad del siglo XX.

En estos días he releído su poesía, he frecuentado la portentosa e inagotable edición en Galaxia Gutenberg de toda su obra, y he podido comprobar qué lejos está Blas de Otero de las convenciones que pretenden situarlo en el rincón de los poetas sociales (era comunista) y alejarlo de lo que, en el fondo, fue su compromiso esencial: con la lengua, con la palabra poética, con sus capacidades semánticas y con sus vínculos entre lengua y existencia cotidiana. Es cierto que libros como Ancia o En castellano, o Pido la paz y la palabra, son ya libros clásicos, que están presentes en las colecciones de bolsillo dedicadas a autores canónicos, pero también lo es que quizá donde se puede advertir su trabajo cotidiano con el idioma, su concepción de la poesía y la solidez de una cultura literaria mucho más diversificada y poliédrica de lo que las convenciones nos dejan imaginar, es en sus últimos libros y en no pocos inéditos que aparecen en la parte final de la Obra completa. El poeta que bordeaba el alegato en textos como “A la inmensa mayoría” o “Y el verso se hizo hombre” (“escribo a gritos, digo cosas fuertes / y se entera hasta dios”), adelgazaba el verso hasta lo esencial evocando su paso por pueblos y ciudades o se embargaba de delicadeza y lirismo al recobrar destellos de la infancia o cantar al amor o a la música.

En Hojas de Madrid con La galerna, en no pocos inéditos, está su taller, está su memoria y está un entendimiento de la poesía de una modernidad apabullante: anticipos de esa concepción los tenemos en Pido la paz y la palabra, también en En castellano y de ellos aprendieron algunos poetas del cincuenta (Ángel González y Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo y Carlos Sahagún) y, por derivación, algo quedó en las poéticas posteriores aunque se haya teorizado poco, o casi nada, sobre ello. No en vano, escuché a Pepe Hierro más de una vez decir, “de entre nosotros, Blas era el mejor”. Todavía recuerdo el homenaje que se le rindió, el 19 de julio de 1979, en la Plaza de Toros de Las Ventas, pocos días después de su muerte: un foto abarrotado por cerca de cuarenta mil personas vibró con sus poemas y nos trasladó el espejismo de que podía haberse hecho realidad la "inmensa mayoría" a la que siempre quiso dirigir sus versos nuestro poeta. Había muerto en Majadahonda, a donde se trasladó para curar su pecho enfermo. En la última década había escrito con lucidez no sólo poemas, también las memorias rotas de Historia (casi) de mi vida y parte de las prosas de Historias fingidas y verdaderas. Antes de Majadahonda, el lugar de su escritura fue su modesto "apartamento frailuisiano" del Barrio Blanco de Madrid, muy cerca del barrio de la Concepción y de los escenarios donde discurrió mi infancia.En la única casa que pudo considerar suya. Blas de Otero vivió el barrio y su cotidianidad, vivió sus depresiones y escribió con la serenidad que le otorgó saberse parte de un cambio político inevitalbe. 

Una vez más, las instituciones que velan por nuestro idioma y por la creación literaria, han olvidado en un Congreso de la Lengua a uno de los grandes. La circunstancia que une a Blas de Otero con posiciones comunistas durante gran parte de su vida quizá vele, a los ojos de quienes confunden a veces su labor de conservación de la lengua con el conservadurismo político, la calidad de una poesía exigente, engañosamente sencilla y directa, construida sobre un andamiaje exigente, difícil, impregnado de una sabiduría y de una intuición poco frecuentes en nuestra lírica del último siglo. Sí: en su centenario, el poeta bilbaíno hubiera merecido un lugar en el homenaje a la poesía que ha celebrado el Congreso de Puerto Rico.

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Textos de Manuel Rico sobre Blas de Otero: "La serenidad lúcida de Blas de Otero". El País. / Al margen: "Dos lecturas del libro inédito de Blas de Otero"  / Babelia: "Blas de Otero y su libro inédito"

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