viernes, 22 de julio de 2011

"Año tras año": mi encuentro con una novela olvidada

Madrid: fotografía tomada en el tiempo de la acción de la novela
A mediados de la década de los ochenta, en los albores de lo que se dio en llamar "nueva narrativa española", cayeron en mis manos dos magníficas historias de la novela española contemporánea. Una era de Ignacio Soldevila, titulada  La novela desde 1936, y la otra, en dos tomos, de Santos Sanz Villanueva, La novela social española.  Era una época en la que dominaba el desdén, o la infravaloración, de la novela española de los años cincuenta y sesenta, de manera muy especial la que se escribió dentro de la estética del realismo, ya fuera realismo crítico, realismo social o realismo a secas. Era hegemónico, entre nuestros novelistas, el punto de vista de Juan Benet, que de aquella etapa ni siquiera salvaba Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos. Sus "discípulos" Javier Marías, Vicente Molina FoixAlejandro Gándara, entre otros, vinieron a categorizar aquella novela como costumbrismo, una categoría que hacía extensiva a Miguel Delibes, a Ana María Mature, a Ignacio Aldecoa y no sé si a Carmen Martín Gaite. Molina Foix llegó a afirmar, en un encuentro organizado por la mítica revista El Urogallo, que la novela española reciente le seguía "repitiendo a ajo y morapio". Se refería, por supuesto, no a Juan Benet, sino a la novela de la generación del medio siglo.
La novela en su edición de 2000
En las dos historias de la novela leí referencias a una obra prácticamente desconocida en la España de aquellos años de un novelista al que su adscripción política (comunista del PCE) ha condicionado injustamente, Armando López Salinas. Lo conocíamos como autor de La mina y coautor, con Antonio Ferres, de Caminando por Las Hurdes, y poco más. La obra llevaba por título Año tras año, había obtenido en 1962 el premio Antonio Machado de la mítica editorial Ruedo Ibérico y en España se había distribuido poco y mal porque tuvo que sortear la censura y numerosas prohibiciones. Tanto Soldevila como Sanz Villanueva hablaban bien del libro y de él destacaban, sobre todo, que era una crónica de la vida cotidiana de los vencidos en el Madrid de la inmediata postguerra. La busqué infructuosamente: en los años ochenta, incluso en la primera mitad de los noventa, no había Internet, por lo que las posibilidades de búsqueda de un libro se limitaban bastante. 

Sin embargo, muy recientemente supe que había sido reeditada por una pequeña editorial de Salamanca, Alcayuela, y con un prólogo de Eugenio de Nora. Apareció hace once años, en 2000, y la verdad es que pocos medios dieron noticia de ello. La he buscado en Internet y en uno de los portales que ofrecen libros descatalogados la encontré. Es una edición austera y cuidada y forma parte de una colección, cuyo destino desconozco al día de hoy que, por los títulos que aparecen en la solapa de Año tras año, rescató obras de narradores sociales de los cincuenta hoy prácticamente olvidados: Luis Landínez, Eusebio García Luengo o Enrique Azcoaga.

Portada de la edición de Ruedo Ibérico en 1962
 La novela de Armando López Salinas es una obra muy notable. Mejor, a mi juicio, que La mina, y con un nivel equiparable a las mejores obras aparecidas en aquellos años. Es una novela coral, con una estructura similar a obras como Manhattan Transfer, de Dos Passos, o La colmena, de Camilo José Cela, o La noria, de Luis Romero. Se diferencia de aquellas porque el "coro" que interviene es, casi en su totalidad, el que conforman los humildes, los vencidos de la Guerra Civil a lo largo de un tiempo que se extiende alrededor de 1945, año en que finaliza la Segunda Guerra Mundial, antes y después de ese acontecimiento, y año de esperanzas democráticas que acabarían por demostrarse falsas. La novela avanza, a lo largo de 41 capítulos por los escenarios donde se desarrolla la vida cotidiana en el Madrid derrotado, una Madrid en blanco y negro, de cartillas de racionamiento, de resistencia clandestina, de mujeres solas (los maridos, encarcelados, fusilados o desaparecidos), de trabajadores humillados, de mutilados sin pensión (los "jodíos cojos"), de viviendas saturadas con varias familias, de jóvenes sin horizonte, de adolescentes enamoradizas y perseguidas por una inquisición en forma de guardia municipal o cura, de estraperlistas, de borrosas noticias del maqui o del retroceso de las tropas alemanas en las estepas rusas... Año tras año narra la vida anodina, plana, sin esperanzas de un pueblo que, tras perderlo casi todo, aún mantiene la dignidad.  Los barrios extremos (Villaverde, Barajas, Prosperidad....) y su cotidianidad,  el tedio del domingo por la tarde, el refugio en los cines de sesión continua y Cara al sol antes del No-Do, la realidad de los soldados en el cuartel, la miseria de los maestros (los no purgados por la dictadura) y de las vendedoras de pipas y golosinas, los tranvías abarrotados, las conversaciones en voz baja, la visita de hijos y esposas a las cárceles. Ese mundo, que fue abordado parcialmente en otras novelas, se nos revela como un magnífico fondo documental: López Salinas nos da una auténtica lección de intrahistoria. Para el lector de hoy la novela tiene, aparte del indudable interés literario, ese interés adicional: sumergirse en una cotidianidad desconocida, visitar las habitaciones, las peluquerías, los comercios, las fábricas, las parroquias, los descampados, los estadios de fútbol, las tabernas, los cafés (el Chicote es inevitable), los talleres de costura, las aulas, los coches de gasógeno, los muros de los fusilamientos... de un Madrid desaparecido que pocas novelas de posguerra abordaron en su integridad.

Tras la lectura de la novela, de la que he disfrutado mucho más que de la de muchas novelas recientes, he sacado dos conclusiones: una, es una magnífica narración, escrita con un lenguaje directo, realista, pero no carente de brillos y giros poéticos; dos, es una novela que aborda, sin complejos, la difícil realidad de los vencidos aun a costa de ser condenada, en aquellos años sesenta, a la relegación y al olvido. ¿Fue ésta última la razón de su desaparición de los recuentos "oficiales"? Quizá: en todo caso, es de las pocas novelas españolas, escritas en aquel tiempo, en la que se nos revela la realidad de los campos de concentración y de los destacamentos penales. Digo más: mi padre me habló alguna vez de su reclusión en un campo creado por la dictadura en el actual estadio del Rayo Vallecano. Pues bien, de ese lugar de la ignominia da cuenta la novela.  

Leamos, a este respecto, un párrafo de Año tras año, un rotundo testimonio que enlaza el franquismo con las sevicias del nazismo (a pesar de las equidistancias vergonzantes de un político llamado José Bono, capaz de equiparar al fascismo con los defensores de la República con tal de evitar que el pasado 18 de julio el Congreso condenara al franquismo). He aquí el párrafo:
"Le detuvieron en la calle y, en unión de otros cientos de soldados, le llevaron al campo de fútbol del Puente de Vallecas que había sido habilitado como campo de concentración. // Todos los días llegaban al campo de fútbol nuevos grupos de prisioneros. Aunque por el día no hacía frío, al anochecer los hombres se pegaban unos a otros para darse calor. Todos los graderíos, que servían de cama a los hombres, estaban ocupados. Solamente en los escalones más altos los soldados de vigilancia no permitían que nadie se acostara pues, pocos días antes, uno de los prisioneros se había suicidado arrojándose de cabeza desde lo alto del campo.

"Después, a los pocos días, se formó una expedición de traslado. Enrique iba en ella. En camiones cerrados los llevaron a una estación de ferrocarril y allí le hicieron subir a un tren de mercancías. El viaje --paraban en muchas estaciones-- duró tres días. Durante este tiempo la mayor parte de las horas los vagones iban cerrados. Los prisioneros casi no vieron la luz del día. Apenas tenían sitio para tumbarse. El aire enrarecido de los vagones era sofocante. Olía a humedad, a cuerpos sucios. La orina rezumaba a través de los tablones, formaba charcos".
Era en España, no en Alemania, ni en Polonia. Lo escribió Armando López Salinas en una magnífica novela que desde aquí reivindico. Y recomiendo con fervor.

miércoles, 6 de julio de 2011

Verano, lectura y evocaciones

                                                           A María Luisa Zamora, in memoriam

El verano tiene algo de tierra liberada, de lugar al margen. Ayer, a última hora de la tarde, mientras intentaba sobreponerme al turbión de emociones producido por la muerte de la persona querida y cercana a quien dedico esta entrada y contemplaba la pradera casi vacía de la piscina de la urbanización en que vivo, pensaba en la estrecha vinculación con la lectura que para mí tiene el verano. Vacaciones, horarios laborales distintos y, por tanto, mayor libertad para organizar el tiempo... Es una sensación extraña y expansiva que, año tras año, me lleva a poner sobre la mesa los libros no leídos o aplazados a lo largo del curso (incluso de cursos anteriores) con la voluntad de acabar  con su condición de asignaturas pendientes. Es tiempo para leer y tiempo para poner en orden los recuerdos, evocar y escribir.

Cabo de Palos, en los años sesenta del siglo XX
Recuerdo las siestas de la adolescencia y las lecturas de entonces, en aquellos largos y cálidos veranos de los años sesenta. Descubría la poesía y descubría una literatura erótica que se publicaba en España con cuentagotas y con sentido equívoco. La poesía era Juan Ramón Jiménez, un Juan Ramón que trascendía como nadie el verano (el estío, escribía él) de un pueblo próximo al mar, un pueblo blanco llamado Moguer sobre cuyo telón de fondo se levantaban aquellos poemas gozados en la Segunda Antología, un libro que todavía conservo, archisobado, en aquella edición de la colección Austral de Espasa. Recuerdo, sobre todo, una noche del mes de julio, a los 12 años, que pasé en vela intentando imitar los versos de sus primeros libros. Noche de insomnio, de una extraña y desconocida exaltación (muchos años después pensé que debió de ser, salvando las distancias, algo parecido al acceso místico que describe Teresa de Ávila) que tuvo como fruto un largo poema en romance, inmensamente malo, que guardo en algún lugar poco o nada accesible de la estantería de casa. A principios de los años noventa ese recuerdo dio lugar a un poema de mi libro El muro transparente titulado "Memoria del primer poema", del que os dejo un fragmento, quizá el más querido.


Era la noche al otro lado
de la luz amarilla de tu lámpara, era
la cercanía de las sombras
lo que daba
un tinte clandestino a aquella pluma
que extendía su incierto desafío
tras la puerta cerrada al resto de la casa
—largo sueño diario
de los seres amados, compartido paréntesis
con relojes, armarios, alacenas—
con lentos octosílabos que hablaban
del Juan Ramón violeta
que dormía también bajo aquel techo
en un libro de tapas bien  gastadas
por roces y caricias de un muchacho,
no sabes si soñado, que buscaba en sus páginas
una luz intuida  y, sobre todo,
el brillo inexplicable,
la fortaleza misteriosa
del arte.
               Tú tenías
doce años tan sólo
y un desván de palabras
temblando en el tintero.

Sí, descubría la literatura erótica, cierta literatura que tenía, entonces, esa etiqueta y que mi padre, carente de toda cultura literaria, compraba para que yo fuera adquiriendo, indirectamente, algo parecido a una formación sexual: recuerdo dos libros de aquella época. Edad prohibida, de Torcuato Luca de Tena, una novela que en aquellos años tuvo ediciones millonarias (creo que hoy es una novela de formación recomendada por sectores conservadores) y Lola, espejo oscuro, de Darío Fernández Flórez. Recuerdo, en ambas novelas, escenas de iniciación al sexo protagonizadas por adolescentes, ambientes prostibularios y la sombra de la culpa proyectada desde una concepción católica de la existencia.

Pero el verano fue, también, el acceso al erotismo sutil de la entonces jovencísima Françoise Sagan en una memorable narración (novela corta o relato largo), Buenos días tristeza, en días de playa en un pequeño pueblo de pescadores junto al Mar Menor mientras (era en 1966, o en 1967) las noches de mis quince años las llenaban los ecos de  las primeras melodías de Los Beatles, o de su versión española, jamás igualada, Los Brincos, o la versión musical de la Sagan en la voz de Silvie Vartan, o Johnny Halliday.

Memoria del verano de 1985 y de la inmersión, lleno de asombro, en las fiestas de una Costa Azul mítica protagonizadas por los personajes de Scott Fitzerald en Suave es la noche, novela que leí compulsivamente, en noches sucesivas y a la luz del porche, en casa de María Luisa, allá en las tierras prealcarreñas de El Casar de Talamanca, tierra de estepa y de trigales anchos, tierra de parte de la infancia de mi hija, tierra, hoy, de odiosas despedidas, mientras sonaba, al fondo, "el coro de los grillos que cantan a la luna", que diría Antonio Machado. Cinco o seis veranos más tarde (¿o fue el siguiente?) me enamoré de una libertina Emma leyendo, también bajo la luna de agosto aunque no de la Alcarria, sino de la sierra norte madrileña, Madame Bovary, de Flaubert. Siete años después, en el verano de 2000, en noches menorquinas llenas de olores a madreselva y a sal, leería El gran Gatsby, también de Fitzerald, y la estremecedora obra maestra de Truman Capote, A sangre fría.


Atardecer en el Mar Menor. Verano de 2010
 Veranos de música y aprendizaje. De descubrimientos y siestas interminables. De noches de fiesta y de amistad.. Pero sobre todo, veranos de lecturas, de sedimentación de una memoria que, con el paso de los años, se ilumina viendo las pasiones, los descubrimientos, las lecturas de mis hijos, de los "sucesores" en la hermosa tarea de vivir esas experiencias. Verano de Helena y el mar del verano, de Julián Ayesta; verano de Carver y Catedral, de Eliot y La tierra baldía, o de Carlos Álvarez y Aullido de licántropo en aquel año 1976, de lecturas nocturnas oliendo el galán de noche en Sanlúcar de Barrameda, ese lugar en que E. y María Luisa, su hermana, acabaron convirtiendo en un territorio mítico, en el espacio de todas las infancias y de todos los sueños imposibles (ella, en este verano duro de 2011, estará, con toda seguridad, allí respirando el aire inflamado de jazmín de sus noches eternas), verano de mi última novela.....

Todas esas sensaciones, irrepetibles, que cuantos ahora leéis este post habéis vivido de manera similar, encuentran su síntesis en esta hermosa canción, Summertime, interpretada por dos genios de la música del siglo XX: Ella Fitzerald y Louis Asmstrong. Tiempo de verano. Escuchemos. Para todos y, sobre todo, para ti, María Luisa.

Amamos con Joan Manuel Serrat - Mi despedida

  En 2012 publiqué   Fugitiva ciudad,  En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al...