Para José Viñals, in memoriam
Palabras para José Viñals
José Viñals perdió la batalla contra la enfermedad. Vaya otoño que llevamos. Anteanoche recibí la noticia y no pude evitar un vacío extraño en la boca del estómago. Recordé de inmediato a Diego Jesús Jiménez y su marcha inesperada y recobré momentos de una amistad firme, casi siempre en la lejanía, cultivada a lo largo de más de quince años. Fue en 1995, en una de sus visitas a Madrid desde el Jaén que acabó por convertirse en su pequeña patria dentro de la patria universal del idioma (él, argentino de Corralito, Córdoba, era un eterno exiliado de los países y de las ciudades, un gran amigo de los pueblos, un grandísimo poeta), cuando lo conocí. Buscaba editorial de ámbito estatal para sus libros, buscaba reconocimiento, buscaba la proyección nacional que su poesía, su narrativa, sin duda alguna, merecían.
En aquellos años fue creciendo, a su alrededor, una constelación de jóvenes poetas que fueron trabajando por abrir paso a una obra caudalosa y brillante, que bebía en el surrealismo y las vanguardias, en la que había toneladas de sensualidad, y un trasfondo de tristeza, de conciencia de desterrado de la que nunca se liberó. Juan Carlos Mestre, José Ángel Cilleruelo, Lupe Grande, Jorge Riechmann, Yolanda Soler, Juan Manuel Molina Damiani, José María Parreño... Hoy recuerdo las largas conversaciones de aquellos días en un Madrid que no fue tan hospitalario como él esperaba, en el que vivió por un tiempo para terminar abandonándolo buscando mejores horizontes en Málaga primero, en Valencia después para, al final, retornar a Jaén. En 2000 obtuvo el premio Jaime Gil de Biedma con un libro intenso, Transustanciaciones, y entre sus títulos (escribo de memoria) cabe destacar, en poesía, Milagro a milagro, Animales, amores, parajes y blasfemias y Elogio de la miniatura. La última vez que lo vi en Madrid fue hace tres años, con motivo de la presentación, en el Círculo, de He amado. Lo encontramos delicado de salud, pero ilusionado, hondamente comprometido con la poesía. Y con la narrativa. Lo digo porque escribió tres libros en prosa en los que no dudo en vislumbrar una voz equiparable a la de Juan Rulfo: los libros de relatos Miel de avispa y Ojo alegre y viejísimo (un buen homenaje a José sería publicar ambos en un volumen de "cuentos completos") y la novela, con una capacidad perturbadora difícilmente igualable, titulada Padreoscuro. Descansa en paz, José. A los que quedan aquí, sobre todo a Martha (maravillosa e inigualable tejedora de tapices), a Irene y a Andrea, a Gabriel, a Yolanda y a Celia, mi solidaridad, mi cercanía. Nuestra solidaridad y nuestra cercanía y nuestro calor.
Un breve poema de José (de Elogio de la miniatura):
"Nadie responde por mi nombre: yo me he ido. Lo que queda de mí es un polvillo ceniciento que cabe en una urna".
Y una obra poética singular, irrepetible, extraña, acogedora.El tiempo en los objetos
Planchas de hierro, máquinas de coser (Singer, Sigma....), pequeñas y arcaicas básculas, cajas metálicas de membrillo y de otros productos, pesas y medidas, radios de galena y aparatos de radio enormes de los años cincuenta y sesenta, maletas, arcones, cestas, cadenas oxidadas, banquetas, transitores primitivos, baúles, picadores de carne, frascos diversos, teléfonos, cananas de la guerra civil, tijeras oxidadas, pinzas, viejas monturas de gafas, viejas balas, cacharras de leche, antiguas botellas de gaseosa... Todos esos objetos, que parecen extraidos del universo rural y remoto al que tantas veces se refirió Viñals en sus poemas y en sus cuentos, y en los que alienta (o duerme) la vida de otro tiempo, pude contemplarlos, junto a otros muchos, hace poco más de una semana, durante la mañana de nubes y claros del sábado de noviembre, en dos lugares que sólo conocía de paso y a los que distintas circunstancias nos llevaron a E. y a mí.
El primero es el llamado centro de recursos ambientales de Garganta de los Montes, en la pedanía de El Cuadrón, en pleno valle del Lozoya. Allí, en lo que hace algunos años fuera sala de exposiciones, podemos ver ahora algo muy parecido a un museo etnográfico de la comarca. Los viejos del lugar, las familias más añosas de los pueblos del valle, han ido dejando allí algunos de los objetos que durante muchos años formaron parte de su vida cotidiana en un valle poco accesible hasta bien avanzada la década de los sesenta, al que las carreteras (si así podían llamarse) llegaban difícilmente y en el que la existencia se desarrollaba en íntima comuníón con la naturaleza.
Al pasear la mirada por aquellos objetos, muchos de ellos muy familiares por haberlos visto, en los veranos de mi infancia, en un remoto pueblo de Soria, no pude evitar pensar en el enorme acarreo de sueños, decepciones, esperanzas, gozo y sufrimiento, que podían albergarse en todos y cada uno de ellos. Son, cierto, seres inertes, hechos de madera o metal, o de otros materiales procedentes de la naturaleza. Pero llenaron de sentido las horas de cada jornada dentro de aquellas casas de adobe y piedra, de bajísimos techos y ventanucos (salvaguardas contra el frío de la montaña) que hasta mediados del siglo XX conformaron la arquitectura popular de esa sierra. No sólo desde el punto de vista individual, o familiar. Dieron sentido al mundo cotidiano compartido por toda una sociedad: la sociedad rural, un universo que hasta hace muy pocos años vivía casi aislado, protegido por la cadena de montañas que, desde La Morcuera al Mondalindo, constituye la barrera sur del valle.
El segundo "museo", infinitamente más completo y diverso, se encuentra en un lugar soprendente, extraño: el estanco de Lozoyuela, un viejo establecimiento situado en el centro del pueblo, en el que su propietario guarda un riquísimo y proteico legado familiar apiñado en las más variadas estanterías: junto a una colección de viejas máquinas fotográficas, vive otra de teléfonos cuyos más antiguos ejemplares proceden de los años de nuestra Guerra Civil. Además, aperos de labranza, soportes para fotografías, llaveros, balas, cartucheras, cascos, gorras militares utilizadas en el frente de Somosierra, no lejos del pueblo donde se encuentra el estanco... Si alguna vez cualquiera de los lectores que recala en este blog pasa por el pueblo madrileño de Lozoyuela, no deje de lado el estanco. Aunque no fume, debe de entrar a comprar, por ejemplo, un paquete de chicle, perfecta excusa para llenar la imaginación con los centenares de objetos que conviven con el estanquero, con las diversas marcas de tabaco, con pequeños materiales de papelería.
Más de una vez, cuando viajo por las estrechas carreteras que surcan comarcas remotas de nuestra geografía, incluso por las zonas menos pobladas de la sierra norte de Madrid, o de la Tejera Negra, al norte de Guadalajara, suelo pensar en los vestigios de otro tiempo que, en forma de objetos cotidianos y utensilios de todo género, duermen detrás de las ventanas cerradas de las casas abandonadas que parecen hacer guardia junto a la carretera, o en los antiguos edificios de los pueblos semivacíos. Palanganas o jofainas, cántaros, botijos, baldes, cuchillos, cucharas, cordeles, peones y peonzas, espejos con marcos de bronce o de hierro forjado.... Los símbolos de un mundo desaparecido que sólo la sensibilidad de quien quiera recuperarlos para el presente trasladándolos a una vivienda de hoy como objetos decorativos, quizá en una lejana ciudad, o de quien decida resucitarlos con la palabra a través del poema o del relato, puede concederles una nueva y diferente existencia. O de una entrada de blog en homenaje a un poeta que, como José Viñals, nos ha dejado algo más huérfanos.