jueves, 12 de marzo de 2009

MI POEMA DE UN DÍA DE MARZO DE 2004

Cinco años después, no he podido evitar acudir a uno de los actos en homenaje a las víctimas, a los ausentes, a los heridos para siempre, a las familias. He ido al Pozo del Tío Raimundo, a la estación de cercanías en que se vivió una parte de la mayor tragedia que, en las últimas décadas, ha golpeado la ciudad de Madrid. Me he detenido, durante algunos minutos, ante las velas encendidas, ante los retratos y las fotografías de los asesinados, ante los mensajes de familiares y amigos, llenos de rabia y de desolación. He guardado silencio y, otra vez, he llorado.

Aquella mañana, yo estaba muy cerca de allí, trabajaba muy cerca de allí. Y viví casi en el centro del dolor colectivo el paso de los minutos, la noticia cambiante del número de asesinados, el silencio helado y perplejo de todos. De aquella mañana y del corazón surgió un poema y surgió un proyecto que cuajaría semanas después en la coleción de poesía de Bartleby: 11-M. Poemas contra el olvido.

Contra el olvido y en la cercanía con el dolor de los que murieron y de quienes viven hoy su ausencia, recupero aquel poema. Nada más.

MADRID, 11 DE MARZO

Marzo desnivelado por las cifras
del desaliento. Marzo de muerte,
triste marzo de trenes y extrarradios marchitos,
marzo de sueños rotos y niños deshabitados,
de pronombres sin nombre, de apellidos
quebrados y relojes sin hora, marzo de los teléfonos
enmudecidos.

Mi ciudad asolada. Mis tierras y mis trenes,
asolados, mis ojos y mis manos
y mis brazos,
asolados. Muerte sembrada bajo la luz
de un Madrid lateral
hecho de andenes periféricos, de seres menesterosos,
de mujeres crecidas en la sombra diaria
del tiempo inabarcable del trabajo,
de hombres cultivados
en el silencio anónimo de las factorías,
de humildes bachilleres y de párvulos,
de viejos azorados por noticias de muerte,
de bares conmovidos por la niebla y la sangre,
de juguetes sin niño,
de huérfanos sin ira,
de vacías acequias,
de fogatas sin lumbre.

Madrid de hospitales, de lutos y de marzo.
Capital de la niebla y del dolor. Ciudad de los estanques
del silencio.
Madrid desbaratado y mío. Madrid nuestro.
Como los muertos, nuestro.
Dueño de un mes de marzo
descolorido y turbio, pero nuestro.
Entre muertos y lágrimas,
es más nuestra y cercana la ciudad. También más triste.



viernes, 6 de marzo de 2009

"LOS BALDRICH", LA NOVELA / LO QUE CHIRRÍA EN EL ESPECIAL DE "ÍNSULA" COLLIOURE 59

¿Quien dijo que la novela con historia ha muerto? Noticia de Los Baldrich

No hace mucho participé, en las páginas de Babelia, en una polémica con Vicente Verdú a propósito de su defensa de un concepto de novela reñido con la tradición. Enlazando con lo que se ha venido en llamar "generación nocilla" y con una obra de Agustín Fernández Mallo como Nocilla dream, Verdú cuestionaba la narratividad, el texto con historia, defendía la novela fragmentaria, sin argumento, basándose en el nuevo universo que ha abierto Internet, en el creciente papel de las tecnologías de la información y de la comunicación en el campo de la creación. El blog, los foros sociales, la interactividad, la fragmentariedad, la interrelación con la imagen, etcétera, condicionaban, a su juicio, de tal modo el acto de narrar que la novela, tal y como la hemos entendido perdía virtualidad. Olvidaba Verdú que ya en el período de entreguerras, en las primeras décadas del siglo XX, el experimentalismo había quebrado de mil modos la novela decimonónica, que la beat generation ensayó propuestas que iban de la fragmentariedad hasta la estética del caos, del underground hasta la novela sin historia, que el nouveau roman, con el objetivismo extremo y la prosa puramente descriptiva, se propuso acabar con el roman heredado del existencialismo (Camus y Sartre sobre todo); que en los años 70, en Estados Unidos, autores como John Barth o Thomas Pynchon -el adalid de la tecnoficción- se habían entregado a un modo de narrar que combinaba fragmentariedad y automatismo, irracionalidad y experimentación a raudales. Es decir: Verdú mostraba un camino no nuevo sino antiguo, muy antiguo.

Cuando la primera década del siglo parecía dar carta de naturaleza a la novela sin historia, llega un narrador nacido en 1976, Use Lahoz y, con Los Baldrich (Alfaguara), deja en el centro de la mesa de novedades de las librerías una novela sustentada en la tradición, en el concepto clásico de novela. La vida de una familia a lo largo de algo más de cincuenta años. La España (la Barcelona, el Madrid) que evolucionó, sufrió, gozó a lo largo de uno de los períodos más intensos y dramáticos de su historia, descrita/narrada/recreada a través de un texto escrito con una prosa de calidad, con esa difícil destreza consistente en escribir con solidez literaria y, a la vez, atrapar al lector hasta arrastrarlo sin piedad ni descanso a lo largo de una historia. Difícil objetivo que suele ser despreciado por ciertos sectores de la crítica y por algunos novelistas que, con ello, no hacen sino encubrir su incapacidad para construir argumentos solventes, historias que atrapen, artefactos narrativos en los que el lenguaje y la historia se interrelacionen dialécticamente hasta dar lugar a una novela. Los Baldrich nos devuelve el gozo de la lectura. De un modo parecido a como lo hacen novelas tan contemporáneas como la de Lahoz y que nos llegan de otros países: Chesil Beach, de Ian McEwan, El informe Brodeck, de Philippe Claudel, Suite francesa, de Irene Nemirovsky. Cito sólo tres ejemplos de una larga nómina de títulos.

¿Qué quiero decir con ello? Pues algo muy sencillo: un escritor de 32 años, familiarizado con el universo virtual de Internet, crecido y formado en una realidad dominada por las nuevas tecnologías... nos entrega una novela clásica que nos hace gozar, contemplarnos en el espejo de nuestra vida, recobrar la memoria íntima y reconstruir la memoria colectiva. ¿Quién dijo que la novela con historia ha muerto? Ahí dejo la pregunta: flotando en el viento, que diría Bob Dylan.

Collioure 1959, Ínsula, portada y contraportada

Llega a mis manos el monográfico de Ínsula que, bajo la coordinación de Araceli Iravedra, conmemora el 50 aniversario de la visita colectiva que un buen número de escritores, poetas la mayoría, realizó a la tumba de Antonio Machado, en Collioure, en 1959. En tiempos de dictadura, cuando las esperanzas que despertó el final de la Segunda Guerra Mundial se habían arrumbado, cuando Eisenhower, el presidente norteamericano, dio carta de naturaleza y reconocimiento al régimen dictatorial de Franco, poetas como Ángel González, Caballero Bonald, Jaime Gil de Biedma, Blas de Otero o Carlos Barral, entre otros, visitaron, en un acto de resistencia civil al franquismo y de homenaje a Antonio Machado, a su obra y a la República demolida, la tumba solitaria, austera como el equipaje de don Antonio, de Collioure. El número de Ínsula es una magnífica forma de evocar tan importante acontecimiento para la historia de nuestra literatura y de nuestra sociedad, para la poesía del siglo XX. Trabajos de Carme Riera, Gonzalo Sobejano, Prieto de Paula, Miguel Ángel García, Caballeo Bonald o María Payeras Grau, entre otros, componen una revista para guardar y releer.

Sin embargo, hay algo que chirría en el número: dos fotografías y la reproducción de la portada de un libro. Una de las fotografías, situada en la contraportada, ilustra el artículo de Luis García Montero titulado "En la tumba de Antonio Machado", un artículo en el que el poeta granadino contextualiza aquella visita colectiva de 1959 y recrea algunos momentos vividos por otros poetas, sobre todo por Ángel González, ante la tumba del sevillano. ¿Por qué chirría la fotografía? Por su carácter privado y familiar, de foto de familia... propia. Es, con todos los respetos, un anacronismo extraño, innecesario, sobrante, que revela cierto espíritu sectario, de apropiación de un poeta de todos. El lector que no haya leído ese número de Ínsula se preguntará a qué me refiero. Describo: el número cuenta con 17 ilustraciones. En la portada, la foto histórica, que forma parte del imaginario colectivo y tantas veces publicada, en la que aparecen, sentados en un lugar de Collioure, Jaime Gil de Biedma, Blas de Otero, Ángel González, Alfonso Costafreda, José Ángel Valente, José Manuel Caballero Bonald y Carlos Barral. En las páginas 2 y 3, la fotografía de una calle de Collioure llena de refugiados en 1939 y la de la despojada comitiva del entierro de Antonio Machado. En la página 5, un retrato a plumilla del poeta realizado por su hermano José, un dibujo de Santos Torroella del hotel donde se alojó Machado en sus últimos días y la portada de un número de Acento Cultural de 1959. En la página 9, otra foto histórica: Gil de Biedma, Goytisolo, Barral y Castellet en 1960. El resto, hasta hacer el número 15, son portadas de libros que aparecieron en la colección Collioure y una fotografía de Caballero Bonald. Las dos fotografías que completan la "colección" de ilustraciones son el anacronismo, lo innecesario, lo sobrante: la primera, con Gil de Biedma, García Montero y Álvaro Salvador; la segunda, cerrando en contraportada la revista y "decorando" el artículo de García Montero, es una foto de grupo junto a la tumba. El pie dice así: "En Collioure, 2007. Izquierda a derecha: Ángel González, Chus Visor, Luis García Montero, Joaquín Sabina, Monique Alonso, Almudena Grandes y Elisa García Grandes". Sólo esas dos ilustraciones rompen la pauta de la fotografía histórica. Ni uno sólo de los autores de los artículos y trabajos (ni Carme Riera, ni Castellet, ni Iravedra, ni Bagué Quílez, ni Prieto de Paula....) reproduce fotografía propia, en soledad o en compáñía, junto a la tumba de Collioure; todos asumen la norma no escrita de ceñirse a ilustraciones de carácter histórico. Las excepciones son Álvaro Salvador y García Montero. Ellos sí aparecen. No es delito, por supuesto. En una cuestión de estilo, de elegancia y de respeto. Nada más.

Por cierto, se me olvidaba: una de las portadas de libro que forman parte de ese catálogo de ilustraciones no está vinculada ni a la colección Collioure ni a los poetas que, en 1959, visitaron la tumba. ¿De qué libro se trata? De La otra sentimentalidad. ¿Sus autores? Los dos citados arriba y el malogrado Javier Egea. ¿Era necesario? ¿Acaso el título del monográfico no es Collioure 1959? ¿Qué pinta en él la portada de un libro de 1983?

Amamos con Joan Manuel Serrat - Mi despedida

  En 2012 publiqué   Fugitiva ciudad,  En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al...