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miércoles, 29 de septiembre de 2010

"La mujer muerta": algunas evocaciones del otoño de 1999.


Calle de Puebla de la Sierra
Recuerdo los últimos meses de 1999 con una calidad borrosa. Fue el otoño de la espera del libro que en unos días se edita de nuevo. El otoño de las correcciones, de la ansiedad ante la aparición de la que consideraba (y la sigo considerando al día de hoy) mi más ambiciosa y extraña novela, algo que se produciría pocos meses después, a principios del año 2000. Fue, también, el otoño en que apareció Madera de boj, la novela de Camilo José Cela que el mundo literario (y, en general, el mundo lector) llevaba esperando décadas. El libro del Nobel decepcionó a unos pocos aunque tuvo un respaldo de crítica casi unánime. Yo estuve entre los decepcionados y no sólo porque al aparecer en el mismo catálogo que La mujer muerta supuso una dura competencia en la búsqueda de espacio en las meses de novedades de las librerías. Fue el otoño en que E., mis hijos y yo viajamos, con un grupo de amigos escritores, al pueblo segoviano de Riaza, a la inaguración de una exposición de grabados de Alexandra Domínguez, artista plástica y poeta con una obra en la que el surrealismo, la imaginería del Chile rural y una delicadeza de miniaturista se combinan hasta depurarse en un lirismo intenso y perturbador. En aquel viaje, del que guardo el recuerdo de un paisaje, contemplado desde el mirador de Peñas Llanas, junto a la ermita de la virgen de Hontanares, en el que el amarillo y el ocre se extendían, como una ineterminable alfombra compuesta por las copas de los robles hasta la llanura lejanísima que, al norte, se desplegaba hacia las tierras de Burgos, hablé largamente de La mujer muerta, de mis miedos, de sus personajes, de los escenarios naturales en que se desarrollaba.   


Portada de la novela La mujer muerta
Con nosotros estaban, además de Alexandra, Guadalupe Grande, Juan Carlos Mestre, Juan Vicente Piqueras, Paca Aguirre y Diego Jesús Jiménez. Y, por supuesto, Malva y José Manuel, ya familiariazados, en la vida madrileña, con aquellos compañeros de viaje siempre preocupados por la palabra justa y por las causas perdidas. Y por la amistad y la conversación, que no es poco. En aquel viaje hablé de mi nueva novela, entonces en proceso de edición, y de las obsesiones y fantasmas que en ella se reflejaban. Recuerdo el viaje desde Madrid y, sobre todo, el momento en que avanzábamos por la carretera de Burgos, al oeste de la sierra del Rincón, entre cuyas cumbres se levantan los montes que me sirvieron como fuente de inspiración para dibujar, con la palabra, los paisajes de La mujer muerta.  

En 1999 acababa de morir un magnífico programa de radio sobre libros y literatura que conducíamos, a tres voces, Ángel García Galiano, Paco Solano y yo. Libromanía, producido por Blanca Navarro, una periodista y promotora cultural a la que perdí la pista hace tiempo, formaba parte de la parrilla de Europa FM y se llegó a mantener en antena durante 3 años. Fue la excepción en un panorama radiofónico que recluía (y recluye) los programas culturales en la radio pública. Por eso, no cabe considerar ilógico que los propietarios de la cadena, en aquel tiempo bajo la égida de la Telefónica de Aznar y otras hierbas, privada y buscadora de beneficios, decidieran liquidarlo. De nada le sirvió a Libromanía la obtención del Premio Nacional de Fomento de la Lectura (compartido con Revista de Libros) en 1997 ni que por los estudios de Europa FM, gracias al programa, desfilaran escritores como Pepe Hierro, José Manuel Caballero Bonald, Manuel Vázquez Montalbán, Félix Grande o Manuel Longares, entre otros muchos.

En 1999 nos aprestábamos a enfialar el último año del siglo XX y nos invadían los milenarismos, los más pesimistas augurios sobre los efectos del cambio de milenio en los sistemas informáticos, que, nos decían los expertos, podían poner en peligro miles de millones de archivos con datos de los ciudadanos, de los estados, de las empresas. En 1999 Bartleby Editores cumplía su primer año, nacía la nueva imagen de su colección de poesía y Pepo Paz y yo nos convocábamos de vez en cuando a almuerzos fugaces en la cafetería de la Asamblea de Madrid (en los que hablábamos de libros, de poetas, de proyectos imposibles) o a desayunos no menos fugaces en alguna de las cafeterías del Centro Comercial Las Rosas, entre Moratalaz y Canillejas.

En 1999 nacía, como proyecto, mi libro viajero Por la sierra del agua. Una mezcla de azar y necesidad (Monod dixit) me llevó, en la primavera de ese año, a ocupar una concejalía en Garganta de los Montes, un pueblo situado en el valle del Lozoya en el que, también por una mezcla de azar y necesidad, conocí la dramática y casi inverosímil historia de la existencia, en la posguerra, de un campo de concentración en las afueras al que me he referido, más de una vez, en este blog. Acudir períodiscamente a Garganta me ayudó en nuevos proyectos narrativos más allá de La mujer muerta y avivó mi curiosidad por conocer la historia oculta de la represión franquista.  En aquel otoño hice algunas escapadas a los parajes próximos a Puebla de la Sierra, me perdí en la soledad de sus montes oscuros, deshabitados, fotografié sus roquedas abruptas y sentí, con un punto de desasosiego, que vivía algunas de las experiencias de Gonzalo Porta, el pintor protagonista de mi novela.

Grabado de Alexandra Domínguez
Todo eso, y mucho más, ocurría en 1999. Pero lo que de verdad me importaba, y me llenaba de incertidumbres y miedos y me producía un vértigo extraño, era la posibilidad de tener en mis manos el primer ejemplar de la novela en que llevaba empeñado más de 6 años. Y hoy, a las puertas de una nueva edición revisada y corregida, tengo una sensación parecida. Es una novela extraña, en las antípodas de las estéticas "tecnointernáuticas" de la narración fragmentaria de la llamada "generación nocilla", alejada del realismo, no del todo fantástica aunque no renuncie a ciertas dosis de fantasía, con un argumento pensado para atrapar al lector desde la primera línea y arrastralo a un mundo desasosegador (al menos, tal fue mi pretensión) en el que vive la memoria de un tiempo difícil y los dilemas que el arte contemporáneo se viene planteando desde, al menos, principios del siglo XX.  Dentro de poco, con nueva portada, una portada de Fernando Vicente radicalmente distinta a la de la primera edición y de una belleza algo naif en la que respira sutilmente el mundo que aún recuerdo de la década de los sesenta, llegará en las librerías. El 18 de octubre, así lo anuncia Rey Lear Editores, estará a vuestra disposición. Os deseo una feliz lectura.

sábado, 14 de agosto de 2010

"La mujer muerta" una novela que cumple diez años. En otoño, nueva edición revisada y corregida.

En los últimos meses, la cabecera de Al margen ha venido mostrando una serie de fotografías, realizadas en su mayor parte en abril de 2009, titulada Paisajes de una novela: La mujer muerta. No han sido colocadas ahí por casualidad.  Tenían que ver con el cumpleaños de la novela con la que, desde que nació, allá por el año 1992, hasta hoy, me he sentido más desasosegado y, a la vez, más satisfecho. También ha sido, de todas las mías, la que más tiempo y trabajo me llevó escribir: tres reescrituras a lo largo de 6 años -hasta que fue publicada por Espasa en 2000- en los que las dudas, la incertidumbre, el dolor (los últimos capítulos los escribí en las noches eternas en las que acompañé a mi madre en el hospital, en febrero de 1998) y la sensación de estar tanteando un territorio extraño, turbio y apasionante a la vez, se fueron entremezclando hasta dar lugar a una obra ante la que yo mismo (me ha ocurrido mientras releía, revisaba y corregía galeradas para la nueva edición en Rey Lear hace solo unos meses), me encuentro sumido en una inquietud rara. Tiene, para mí (del mismo modo que lo tuvo para algunos lectores que me hablaron de ella cuando apareció), un extraño e inexplicablde poder. Un buen amigo me escribió, dos meses después de su publicación, unas notas. Decían: "Es como una maraña envolvente que acaba atrapándote en un mundo de cuya realidad te enamoras y del que, a la vez, dudas. Atrae y aturde. Fascina y asusta". Nada que añadir.

Los orígenes de La mujer muerta.

Muchas veces me he preguntado dónde, en mi vida, está el origen de esa narración. Quizá naciera, como semilla en letargo, a mediados de los años 70 del pasado siglo, cuando, viajando con mi padre por trochas y carreteras casi abandonadas en el vértice norte de la entonces provincia de Madrid, dimos con un pueblo, situado en el fondo de un valle y donde la calzada moría llamado La Puebla de la Sierra. Ese pueblo de casas de piedra, entonces medio abandonado, rodeado de grandes bosques y de cumbres próximas a los 2.000 metros, como perdido del mundo y, a la vez, situado en Madrid, se quedó grabado en mi mente con la fuerza de los más perturbadores descubrimientos. Supe después que hasta finales de los años cuarenta se llamó La Puebla de la Mujer Muerta y que careció de electricidad hasta bien avanzados los años sesenta.

La Puebla de la Sierra en 2009. Perspectiva
Pero aquella semilla en letargo encontró un inesperado abono gracias a Malva, mi hija. Era muy niña, quizá tenía cinco años de edad, fue a finales de los ochenta, al regresar de una granja escuela (un viejo molino rehabilitado y reutilizado), situada a poco más una hora de Madrid, entre Riaza y Ayllón. Nos contó que, en una de las excursiones a las que la llevaron, visitó un pueblo deshabitado en el que sólo una mujer muy vieja, vestida de luto, deambulaba entre las casas vacías y entre las ruinas de los muros de piedra. ¿Un pueblo deshabitado a poco más de una hora de Madrid? Me seducía aquella idea, me fascinaba el contraste entre una capital con casi 4 millones de habitantes conviviendo con pequeños pueblos que parecían varados en algún remoto lugar del Pirineo o de la montaña leonesa. Como mi visión de La Puebla una década antes, la historia de mi hija ocupó un nuevo espacio ese raro almacén mental donde los escritores guardamos, en letargo, imágenes, ideas, recuerdos que algún día despiertan para formar parte de un poema o de una novela (o, por el contrario, quedan dormidos para siempre). Ambas imágenes convivían con el sueño (¿quién no lo ha tenido?) de vivir por un tiempo en un lugar perdido, escribiendo y conviviendo con la naturaleza y, hasta cierto punto, con la soledad.

La piel del lobo, de Hans Lebert: el impulso imprevisto.

Pero la novela irrumpió en mi vida, de manera inesperada, en 1992. Y lo hizo con un fuerza casi irracional después de la lectura de una novela extraordinaria,  La piel del lobo, del austriaco Hans Lebert, algo a lo que me referí, pronto hará un año, en este blog a propósito de este autor y de la Jelinek (si quieres echar una ojeada a aquel post, pincha aquí). Aquel libro, leído por recomendación de Constantino Bértolo, me mostró la existencia, en la Austria profunda, de un mundo rural apacible, hasta cierto punto convencional, tras el que vivían, hibernados y ocultos, los fantasmas y las perversiones del nazismo listas para renacer. Un mundo de bosques impenetrables, de fantasmas, de ocultas vergüenzas y de venganzas. Pues bien, yo sabía que no lejos de aquel pueblo idílico de la sierra del Rincón, al otro lado de las montañas que lo rodean, se habían producido duros enfrentamientos durante nuestra guerra civil, sabía del frente de Somosierra y de la sucesión de campos de trabajo y destacamentos penales que se instalaron en la zona en los años de posguerra.
   

Y me sentí acuciado por la necesidad de construir una historia que respirara en un territorio en el que la realidad y la fantasía e mezclaran, en la que convivieran un presente bordeando el siglo XXI con la memoria silenciada de quienes vagaron por aquellos montes tras la derrota de abril de 1939, de quienes vivieron mil penalidades en los campos de trabajo. Una historia que diera, además, cumplimiento a mi sueño imposible de apartarme por un tiempo en un lugar solitario, similar al pueblo descubierto junto a mi padre en los años 70. Así nació La mujer muerta. Y así nacieron Gonzalo Porta, el pintor que decide aislarse en Cerbal (un trasunto de La Puebla) en el otoño de 1986, y Berta Miranda, editora y compañera de fatigas de Gonzalo.

 ¿Cabría imaginar, en estos montes, una carretera que lleva
a una aldea detenida en la posguerra?

Quise construir un mundo extraño, perturbador, real, atrapado en un tiempo anterior, que conviviera con la ciudad en transformación que era el Madrid de la segunda mitad de los años 80. Quise reflexionar sobre el sentido del arte y de la literatura a través de la experiencia vivida por los personajes. Quise acercarme a la memoria colectiva de la generación de mis padres. Quise acercarme al límite en el que lucidez y locura se interrelacionan y conviven. La novela, de casi 400 páginas, fue presentada a la prensa por Manolo Vázquez Montalbán. En el acto de presentación hizo un sugerente acercamiento al libro, lo enlazó con su obsesión por recuperar la memoria de los vencidos y confesó que le había dejado profundamente inquieto, anímicamente desasosegado, además de referirse, con sorpresa y curiosidad, a una suerte de "triángulo de las Bermudas" en el vértice norte de la región de Madrid.
  
He de decir que Manolo la había leído en manuscrito, creo recordar que en la segunda versión, y que siempre confió en ella. La mujer muerta apareció dos meses después de que lo hiciera la obra, eternamente aplazada y esperada siempre, Madera de boj, de Camilo José Cela, formando parte del mismo catálogo y de la misma colección de la editorial Espasa, lo que supuso, todo hay que decirlo, una desventaja puesto que la editorial concentró todos sus esfuerzos, en aquel comienzo de 2000, en la novela del Nobel, por la que debió pagar un anticipo de los que hacen época. Después, fue presentada a lectores y amigos, en una de las librerías Crisol (hoy, lamentablemente, desaparecida), por Eduardo Sotillos y Félix Grande y comenzó a vivir en los anaqueles de las librerías y en la mente de muchos lectores. Y a ser, en el último lustro, quizá la más buscada de mis novelas por quienes, gracias al boca a oreja, han sabido de su existencia y han recorrido, sin descanso, librerías diversas además de rastrear en Internet en busca de algún ejemplar. Este otoño, la novela aparecerá en una editorial pequeña que tiene un magnífico fondo. La calidad en la edición, el cuidado que, lo estoy comprobando, pone Jesús Egido en sus libros, es algo que gratifica a todo escritor. Estoy seguro de que a finales del próximo septiembre tendré entre mis manos (tendrán los lectores) no solo una obra literaria digna, de una calidad que no entro a valorar, sino un bello objeto, un bello libro. El prólogo, de Ana Rodríguez Fischer,  aportará a los nuevos lectores y a los que la leyeron un día y se acerquen de nuevo a ella, algunas de sus claves.  


Poco después de la publicación de la novela, Puebla de la Sierra, el Cerbal  donde se refugian Gonzalo y Berta, se beneficiaría de la actuación de un espléndido escultor. Federico Eguía decidió establecer una exposición permanente al aire libre (llamada el "Valle de los sueños") con el concurso de otros escultores como Antonio Garza, Joaquín Manzano, Karfer o Lucía León, además de promover una iniciativa que me parece apasionante: la Bienal de escultura "Valle de los sueños", que este año ha celebrado su tercera edición. De ese peculiar valle de los sueños nos habla el vídeo que podéis ver debajo de estas líneas. En él, además, podréis respirar los aires de la prodigiosa naturaleza de Puebla de la Sierra, antaño llamada La Puebla de la Mujer Muerta. Sed felices.

Mi vida en la UVA de Hortaleza: una entrevista de Juan Jiménez Mancha

Reproduzco, a cotinuación, la entrevista que Juan Jiménez Mancha publicó, en diciembre de 2020, en El Periódico de Hortaleza . Creo que el...