miércoles, 28 de octubre de 2015

Ciertas formas de la extrañeza: las razones de un libro


Un libro de poemas tiene mucho de radiografía de una etapa de la vida del poeta. Hay veces que se escribe de un tirón, en una suerte de arrebato de inspiración. Otras (es mi caso) se escribe lentamente, va madurando a lo largo de años  y va creciendo en los más diversos soportes: en un cuaderno, en un folio perdido, en un archivo digital, en una libreta… Los días extraños pertenece a los poemarios de esta última estirpe. Lo fui escribiendo casi de manera solapada con los últimos poemas de Fugitiva ciudad y los textos que lo componen se fueron diferenciando por partir de orígenes anecdóticos muy distintos.

Desde hace muchos años escribo poesía con la doble pretensión de establecer una mirada crítica hacia la realidad y hacia la memoria y de hacerlo mediante la palabra reveladora, mediante el descubrimiento imprevisto en el campo del lenguaje, a través de la búsqueda de la proteína lírica que duerme a la espera entre las palabras. El peso de lo colectivo solía ser determinante a pesar de la subjetividad con que abordaba ese proceso. Soy de una generación curtida en la poesía comprometida y durante mucho tiempo replegarse en la intimidad conllevaba ciertas dosis de culpa y de mala conciencia. Los textos que desembocarían en Los días extraños, sin embargo, no parten en su mayoría de anécdotas marcadas por "el peso de lo colectivo".  Tienen un origen anecdótico muy diferente: nacen de la intimidad, de mi experiencia más inmediata y cotidiana. Al principio eran apuntes de paso sobre momentos vividos o recordados y profundamente vinculados a una experiencia individual (aunque no todos, obviamente). Después se convertirían en pequeñas piezas en las que el lenguaje poético se ponía al servicio de todo cuanto merecía perdurar por encima del tiempo.

Escribimos contra la muerte y su amenaza, con el afán de trascender. Y a medida que cumplimos años (al menos esa es mi experiencia) la poesía va ganando en capacidad de depurar emociones y compartirlas con los demás y perdiendo la intencionalidad experimental, a veces artificiosa y demasiado retórica que la acompañó en los primeros tiempos. Poesía es lenguaje revelador, sin duda. Es, también, tiempo significante, Historia en movimiento. Pero es, sobre todo emoción construida con el lenguaje, con un lenguaje nuevo, como recién creado, que es capaz de mover un mínimo resorte en el catálogo emocional del lector y, si es posible, cambiarle la vida aunque sea por un segundo.

Los poemas de Los días extraños son de esa clase. Son fragmentos de vida rescatados del tiempo: una noche de verano en que mis hijos se sorprendieron ante la presencia de una familia de erizos, unas horas de lectura tras la caminata en un hotel rural en el valle de Ordesa, el instante vivido en Manchester frente a la mesa en la que Carlos Marx escribió el Manifiesto Comunista, un momento envuelto en el ambiente de una ciudad invadida por feriantes y casetas que anuncian el tiempo navideño, el otoño desplomándose sobre el valle del Lozoya, una caminata, junto a los amigos, en busca de las primeras setas de octubre, un libro leído en la madrugada, cuando todos en casa duermen….. 

Más de un lector me ha dicho que hacía tiempo que no leía de un tirón, y sobrecogido, un libro de poemas, que eso le ha ocurrido con Los días extraños. Sé que en algunos sectores críticos y teóricos hay cierta prevención ante todo lo que no sea una lectura trabajosa, difícil, de la poesía en busca de sus claves ocultas, de sus niveles semánticos... pero al escuchar a estos lectores me he reconciliado, en gran medida,  con más de una década de escritura. Me han transmitido las emociones, sentimientos y recuerdos que llevaban escondidos hasta que la lectura los vivificó, lo que ha provocado una suerte de reconciliación con una intimidad que los poetas que hemos tenido una vida políticamente militante visitábamos acomplejados. 

Los días extraños tiene deudas con Antonio Machado, con poéticas del cincuenta marcadas por el realismo, con cierto Claudio Rodríguez y con cierto Diego Jesús Jiménez, con Cernuda, con Juan Ramón… Deudas inconscientes, venidas de viejísimas lecturas y de noches casi inaugurales procedentes de ese tiempo joven  en el que toda lectura es algo parecido a un milagro. Pero también hay deudas más recientes: poetas de la Norteamérica cotidiana a los que he leído en mi condición de director de la colección de Bartleby o poetas a los que he llegado de manera indirecta a través de buenos amigos traductores. Pienso en Philp Levine, en Donald Hall, en Sharon Olds, en Mary Jo Bang, en Billy Collins... Pienso en el Raymond Carver de los poemas que evocan los días de pesca, la comunión con la naturaleza, su cotidianidad enamorada junto a Tess Gallager, sus caminatas por la montaña, su convivencia con la enfermedad que se lo llevaría por delante. Soy deudor, también, de lugares.  Vividos en soledad o en compañía: ciudades a las que llegar de incógnito, un Chicago al que debían enviar un diagnóstico clínico desde el Madrid lejano, Soria y la lluvia de un día de diciembre, o sus campos en un agosto de incendio, La Habana tristísima y empobrecida de febrero de 2011, los montes de la sierra pobre de Madrid recorridos con un padre inmensa y tempranamente mortal…


“Cumplidos ya los 30 años, de pronto, sucede la memoria. Se ha construido con nuestra ayuda y con la de los otros, y contribuyen a convocarla los espejos donde el llamado otro yo  se aleja de quien y como creemos ser”, escribió Manuel Vázquez Montalbán en su crítica a mi poemario La densidad de los espejos en el casi remoto 1997. Esa frase, que la escribió a propósito de uno de los apartados de aquel libro (“Fragmentos de una historia”) cobra una validez estremecedora ante Los días extraños. Sucede la memoria, sí. En ella intento explicarme y explicar mi relación con los seres más cercanos, que me han acompañado en la vida, en los momentos felices (de los que solemos tomar conciencia de manera tardía) y en los momentos duros.

Sí… De pronto sucede la memoria. Aunque los treinta años en los que Manuel veía una suerte de rubicón estén más que olvidados y enterrados, sucede la memoria. Y nos acercamos a ella con extrañeza, con sorpresa incluso, con miedo a veces y siempre con la emoción de quien se dispone a romper la lógica del tiempo y a convertir el pasado en un intenso presente continuo. De pronto, sucede el poema.  

viernes, 14 de agosto de 2015

Las cosas de Chus Visor: una reflexión y algún recuerdo

Hace una semana, en Expoesía 2015, varios poetas me confesaron que se habían sentido algo decepcionados por mi falta de respuesta pública a los insultos con que Chus Visor me “regaló” en una entrevista aparecida en El Cultural de El Mundo. La verdad es que dudé mucho tras anunciarlo en Facebook. Después pensé que era mejor esperar y escribir sin la tensión del primer momento. La opinión de los poetas asistentes a la feria y algunas conversaciones con buenos amigos me han llevado a pensar que, a más de un mes de distancia, la frialdad de juicio se impondrá a la vehemencia. A continuación, mis reflexiones en forma de artículo.


El viernes, 26 de junio, en una larga entrevista en El Cultural de El Mundo, Nuria Azancot, a propósito de las críticas que habían aparecido en distintos medios a la antología El canon abierto, interpelaba al veterano editor de poesía Jesús García Sánchez, conocido como Chus Visor, con las palabras que siguen y sin referencia alguna a suplemento, crítico o revista: "Bueno, también hace unos días se publicaba que Visor había presionado para que sus autores salieran en una antología". La respuesta, de gran rigor intelectual, superó en altura a la pregunta: “Ah, eso es lo de ese chico que es más tonto cada día, Manuel Rico. Si tengo 900 libros de poesía publicados  una antología reúne a los 40 mejores poetas de Hispanoamérica, y de esos, 9 están en Visor, malpiensa que la editorial ha debido de presionar o algo así. ¡Será tonto! Pero como lo publica en El País, la gente se lo cree, aunque sea una idiotez”. No me consta precedente alguno en el que un editor se dedica a insultar a un crítico con ese tono entre desdeñoso, suficiente y autoritario. Todo un estilo en el que el editor, como en otras ocasiones, se retrata. No hay más que leer mi crítica en Babelia para ver que en ningún caso afirmo lo que Azancot subraya: tras valorar positivamente el componente plural de la antología y elogiar el método de selección, constato un dato objetivo que llama la atención de cualquier lector: 11, de los 13 poetas españoles seleccionados, han obtenido premios que edita Visor. Punto. Es el editor quien saca conclusiones y quien pone sobre la mesa sus fantasmas respondiendo a algo que yo no escribí… y, quizá, mostrando su mala conciencia (pero eso ya es asunto de psicólogos). Curiosamente, algunas semanas antes, publiqué, también un Babelia, una elogiosa reseña sobre un libro de Benjamín Prado editado por él: no dijo ni Pamplona.

Supe de la insultante respuesta a Nuria Azancot en la misma tarde del 26, por una llamada de mi amigo el novelista Justo Sotelo, que no se creía lo que estaba leyendo. Cuando cerré la conversación con Justo, busqué, llamando a varios amigos comunes, el móvil de Chus: no se me ocurría otra respuesta que llamarlo para que él, directamente, me explicara el despropósito y las razones del mismo. No lo encontré. Como obligado sucedáneo de la llamada telefónica, le envié un mail de carácter privado del que al día de la fecha no he obtenido respuesta. Una confirmación del talante autoritario y pelín soberbio con que se expresó: o de la plena conciencia de que carecía de cualquier asomo de razón.

Yo fui (soy, creo, aunque han pasado doce años desde entonces
) autor de Visor con un libro con una historia que no procede contar, Donde nunca hubo ángeles. Mi relación con Chus ha sido siempre amistosa, de respeto mutuo aunque bordeando la ironía y la chanza en no pocas ocasiones (soy del Real Madrid y él del Atlético), y la propia de un autor ante uno de sus editores: intenté en varias ocasiones publicar un nuevo libro con él sin que mediara el consabido premio: infructuosamente. Deduzco que no le gustó el libro (lo cual no es un demérito después de conocer sus gustos más depurados) o que su precaria situación económica no le permitía añadir, sin subvención o premio, un título más a su catálogo o, sencillamente, que no le caigo bien por razones que se me escapan. Aunque no me es difícil apuntarlas. Lo haré a continuación.

Nunca he ocultado mi admiración por el trabajo desarrollado durante décadas por el editor García Sánchez. Pese a su concepción de la poesía, con la que discrepo, siempre he considerado que en los años 70 abrió una nueva vía de difusión, distribución y promoción de la poesía hasta convertirse en un referente obligado. Después, las cosas discurrieron por otro camino: la proliferación de premios institucionales de los que Visor se beneficia vía edición, ahorro de derechos y alguna que otra ventaja adicional (dinero público a fin de cuentas), la subvención y la búsqueda de  proyectos financiados por las administraciones a ambos lados del Atlántico, y la beligerancia vehemente contra cualquier crítico que se atreva a señalar alguno de sus errores o a discrepar de su línea editorial, han ido marcando la pauta de su sello, un sello que, como bien apunta Martín López-Vega, es el equivalente al Planeta en el ámbito de la poesía y foco de atracción de todo poeta que quiera mucha difusión y distribución sin competencia. No está mal, por cierto. Un deseo tan legítimo o más que cualquier otro.

Sin embargo, difícilmente soporta la crítica. No esconde sus filias ni sus fobias y convierte su particular mirada en una categoría universal de nocivos efectos para el conjunto del panorama poético de nuestro país. Más de una vez he dicho (creo que Vázquez Montalbán decía algo parecido) que el buen crítico de poesía es aquel capaz de descubrir, en todo libro, su "proteína", su contenido de poesía de calidad más allá de la opción estética de su autor. En otras palabras, gozar y reconocer la calidad de la poesía de Claudio Rodríguez,  por ejemplo, y de Ángel González, de Blas de Otero, por ejemplo, y de  Pablo García Baena, de Miguel Hernández y de Aleixandre, en las antípodas estéticas unos de los otros.... La misma visión abierta reclamo del buen editor de poesía: acoger la pluralidad, respetar las distintas opciones formales y temáticas, ser generoso e integrador y saber detectar la calidad, el “duende” que respira en todo buen poema, sea realista o sea onírico o irracional.

Chus Visor no oculta que no le gusta la poesía de Antonio Gamoneda (aunque sí parece gustarle la de Gelman, lo que no deja de ser una contradicción: la estética del argentino está mucho más próxima a la del leonés que a la de sus poetas preferentes), proclama su identificación con la poesía más directa y conversacional, con el realismo dominante en lo que se ha venido en llamar "poesía de la experiencia". Hasta ahí, todo normal (salvo lo de Gelman). Lo que no es tan normal es que considere casi ataques personales las críticas a ese tipo de poesía (de la que, todo hay que decirlo, yo estoy muy próximo) o los desacuerdos con la obra de algunos de sus más señalados poetas. Precisamente en ese ámbito es donde la actitud de Chus, de manera abierta o implícita, me ha parecido improcedente por autoritaria, despectiva y si se me apura clasista. Y lo he escrito y afirmado públicamente.  

Dos son los “momentos” en que me he manifestado de ese modo. La primera fue a propósito de la imagen que, desde círculos próximos a la editorial, se transmitía del poeta Ángel González tras su fallecimiento, una imagen superficial y arquetípica, vinculada a la noche, al alcohol y a la juerga, que lo alejaba del que yo había leído y conocido en los años 70 y cuyos poemas habían sido referentes de mi generación. Lo conté, delante de Chus y de algunos de sus autores y amigos, en un homenaje en un pueblo de la periferia de Madrid y lo escribí en el libro que se publicó con ese motivo. El texto puede ser leído en este enlace: “El Ángel González al que quiero, admiro y releo”. Y en este blog hay una reflexión sobre aquel homenaje (¨Ángel González y Javier Egea").


El segundo fue más ruidoso: me vi moralmente obligado a responder a la riada de descalificaciones e insultos a un Antonio Gamoneda que se había atrevido a decir, tras la muerte de Benedetti, que valoraba más su actitud cívica que su poesía. Al constatar el silencio con que en el mundo poético fueron recibidos esos insultos (en los que se empeñaron a fondo algunos autores “de la casa”), sentí la responsabilidad de defender al poeta leonés. Y lo hice con un artículo que se publicó en Opinión de El País en junio de 2009. Como el artículo puede ser leído íntegramente (“Lo inoportuno y lo inaceptable” ) sólo me limitaré a reproducir lo que llegó a decir Chus Visor del premio Cervantes leonés: lo calificó de poeta "de segunda división", de "ser sujeto al techo por telarañas", afirmando que Benedetti "comparado con Gamoneda es el Barça frente al Alcoyano".

Esos son los dos momentos en los que me he expresado críticamente respecto al “canon Chus Visor” sobre poesía y sobre poetas. Tengo la íntima convicción de que ambos textos no le pasaron inadvertidos. Y de que, con independencia de las numerosas críticas que, con un fondo elogioso, he publicado de libros de sus colecciones a lo largo de mi vida, en su respuesta a Nuria Azancot y en su salida de tono estaba ese recuerdo. Se puede --y se debe-- discrepar del editor de poesía más importante, cuantitativamente al menos, del país. Es saludable. Digo más: es no sólo saludable sino imprescindible, necesario. Aunque parezca mentira, su tendencia a la simplificación, al desprecio y a la descalificación con un cierto toque de chulería, no deben quedar sin la crítica o la respuesta de rigor. A veces, el silencio oculta miedos y prevenciones que nada tienen que ver con la libertad de expresión. Tomemos nota.

Se ha escrito mucho sobre otros aspectos de la entrevista, especialmente sobre su descalificación de la poesía escrita por mujeres y de la mayoría de las poetas españolas. No abundaré sobre ello, pero en su propio catálogo hay mujeres que desmienten su apreciación. Y en la historia más reciente de nuestra poesía, no pocos nombres insustituibles: Julieta Valero, Concha García, Olga Novo, Olvido García Valdés, Elena Medel, Raquel Lanseros, Angelina Gatell, Julia Uceda, Francisca Aguirre, Blanca Andreu, Clara Janés, Miriam Reyes, Marta Agudo, Amalia Iglesias, Rosa Lentini, Ana Pérez Cañamares, Ana Merino, Ángeles Mora, Rosana Acquaroni, Chantal Maillard, Esperanza Ortega, Elvira Daudet, Guadalupe Grande…. ¿Para qué seguir?

Confío en hablar algún día con Chus Visor sobre estos asuntos. Creo que el diálogo, la discrepancia en el respeto y el intercambio de ideas y posiciones es un elemento básico de todo ecosistema literario, y más aún poético, que se precie. Tengo el orgullo de dirigir una colección de poesía en las antípodas del criterio que Chus proclama: diversidad, atención a las poetas, convivencia de estéticas, autofinanciación sin subvenciones pese a las dificultades, ausencia de premios, atención a poetas olvidados, recsate de grandes libros…. Es decir, independiente. Es el mismo principio que aplico a la crítica. A pesar de los pesares. Y, sobre todo, a pesar del más importante editor de poesía del país y, sobre todo, a pesar de sus insultos.   


lunes, 3 de agosto de 2015

"Eagle Pond": dos miradas, dos vidas, dos poesías... y una historia.

Estado actual de Eagle Pond, residencia de Donald Hall
La laguna del águila” es, para cualquier lector en castellano, una referencia cargada de evocaciones de lo más diverso. Para el lector en inglés, sobre todo para el norteamericano familiarizado con la poesía contemporánea de su país, el referente Eagle Pond es claro: conduce al poeta casi nonagenario Donald Hall. Es el nombre de la finca donde se levanta la casa donde nació en 1928, en la que discurrió gran parte de su infancia, el lugar en donde descubrió los secretos de la naturaleza y de la vida. En Eagle Pond vivió, desde 1975, junto a su amada y compañera, la poeta Jane Kenyon, y allí combatió su propia enfermedad y experimentó el dolor de la muerte de ella en 1995, con sólo 47 años.

La finca Eagle Pond está situada en el estado norteamericano de New Hampshire. Fue construida en 1906 y adquirida por el bisabuelo de Hall en 1865. Rodeada de grandes bosques, junto a una estrecha carretera  y cerca de un lago, en ella Donald y Jane escribieron algunos de sus más hermosos poemas. De todo ello da cuenta Juan José Velez Otero, el principal traductor de su poesía al castellano, en el prólogo al libro que por decisión de él mismo y del editor de Valparaíso Ediciones, Javier Bozalongo, tomó como título el nombre de la vieja housefarm. 

Eagle Pond recoge una amplia selección de los poemas que, con sus paisajes y su vida como referentes, escribieron tanto Donald Hall como Jane Kenyon.  Es un libro emocionante, cargado de experiencia y de memoria, en el que no es difícil advertir el pulso de una poesía directa, alérgica al artificio gratuito y profundamente apegada al temblor, no siempre visible, de la realidad. Aunque hay diferencias entre la poesía de uno y de otra (más próxima a la experimentación la de él, más sencilla y realista la de ella), ambas comparten una dependencia sentimental hacia los escenarios donde discurrió la vida: su vida. 

Jane Kenyon
Confieso que mi lectura de la poesía norteamericana del último medio siglo con motivo de mi labor en la colección de Bartleby me ha ayudado a desprenderme de no pocos complejos respecto a mi propia poesía y a sus vínculos con lo vivido, con la memoria íntima, con algunas emociones alejadas de lo colectivo, algo sobre lo que he escrito algunas líneas en este blog (enlace) y sobre lo que escribiré a propósito de Los días extraños, mi último poemario, no tardando mucho. En todo caso, la lectura y relectura de Eagle Pond es la confirmación de esa evolución personal. Jane Kenyon escribe poemas a las estaciones, a los cambios que advierte en la naturaleza, a recuerdos en apariencia irrelevantes como el acto de planchar el mantel de la abuela, unos calcetines, la labor de unos pintores en la casa, la tormenta del verano, las flores heridas por la escarcha, el sol del crepúsculo o la laguna cuando anochece.... Son las señales que construyen una vida, que, al evocarlas, despliegan un mundo, un tiempo, unos paisajes y un hogar compartido: una realidad, en definitiva, que el paso del tiempo se lleva inevitablemente y que sólo podrá vivirse en el poema.  Los poemas de Kenyon, inéditos en español (Vélez Otero subraya la existencia en España de una amplia selección -a la que califica de excelente-, De otra manera (Pre-Textos, 2007),  traducida por Hilaro Barrero) agrupados bajo el epígrafe "Poemas de la laguna", tienen mucho de autobiográfico y en ellos, aunque aludan a la enfermedad (Donald Hall padeció un cáncer que superó y ella murió de leucemia), hay un punto gozoso, que nos habla de la felicidad, de la preminencia de la vida sobre la muerte incluso en los momentos más difíciles:

"No, la felicidad es el tío que nunca conociste,
que llega con un avión de un solo motor
a la pista de aterrizaje cubierta de hierba y va al pueblo
haciendo autoestop, pregunta en todas las casas
hasta que te encuentra dormida a media tarde
que es como sueles estar durante las despiadadas
horas de tu desesperanza".
                               (Jane Kenyon. Fragmento del poema "Felicidad")


De Donald Hall escribí hace un par de años una entrada en este blog a propósito de su libro-testimonio de la experiencia de la enfermedad y muerte de JaneWithout. Una portentosa elegía en la que la cotidianidad y la épica de las pequeñas cosas que rodean la vida (y la muerte) cobraban forma a través de un verbo poderoso, fuertemente emotivo y, a la vez, renovador. Tiempo después me llegó otro poemario escrito bajo el peso de tan doloroso acontecimiento, La cama pintada. Llama la atención que Hall, nacido en Eagle Pond y protagonista de una memoria sentimental de infancia y adolescencia vinculada a la finca, aporte al libro bastantes menos poemas que su compañera. Sobre todo, si tenemos en cuenta que la edición  y la selección de los textos ha sido llevada a cabo, según nos cuenta Vélez Otero, el traductor, por él mismo.

Textos del libro Viejos y nuevos poemas, de 1990, de Manzanas blancas (2006) conforman el grueso de esta segunda parte. A ellos hay que añadir tres poemas recogidos bajo el epígrafe "Museo de las ideas claras". Aunque no es el estilo directo y despojado de Kenyon, la práctica totalidad de los poemas de Hall reflejan un parecido modo de acercamiento a la realidad de la granja y de la existencia allí sedimentada. La diferencia está en cierta propensión a la imagen imprevista, a incorporar elementos oníricos, ensoñaciones que rozan el campo de la fantasía aunque sin perder nunca la dimensión de lo real evocado:

   "En la cocina de la casa antigua, ya tarde, 
estaba preparando café
   y, casi dormido, pensaba en mis amigos.
Entonces cambió el sueño. Esperé.
   Caminaba solo todo el día por la ciudad
donde nací. Hacía frío. 
  era un sábado de enero, 
cuando nada ocurre. Las calles cambiaban
   al tiempo que el cielo se oscurecía"

                         (Donald Hall. Fragmento del poema "En la cocina de la vieja casa")

El amor, el paso del tiempo, las labores del campo y el placer que transmiten cuando se hacen sin el peso de la obligación, los recuerdos familiares y, como no podía ser de otro modo, las vivencias junto a una Jane Kenyon mortalmente herida por la leucemia, son los temas que aborda Hall.

Eagle Pond es, obviamente, una selección de poemas que alimentaron distintos libros de ambos poetas. Sin embargo, puede ser contemplada como la crónica narrativa de una comunión con una casa, con los paisajes que la rodean y con las costumbres que, a lo largo de los años, le dieron sentido, un sentido que va mucho más allá del valor sentimental de un inmueble y del terreno en que se levanta. La casa-granja que vemos, semioculta entre los árboles, en la portada del libro, es un ser vivo, un personaje centenario en el que respiran los familiares que desaparecieron, los amigos que acompañaron noches de charla y chimenea, las horas dedicadas a la escritura frente a una ventana que da al bosque o al monte Kearsarge, los momentos de sexo y de amor en el tiempo de la felicidad de la pareja, la noticia del carretero, el recuerdo de la cocina de la abuela o los signos que en la naturaleza nos indican la proximidad de los solsticios..

Es ese libro que muchos hubiéramos querido escribir. Un libro en el que, por encima de todo artificio, la poesía cobra la densidad de la existencia que jamás alcanzaremos a vivir.

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Eagle Pond / Jane Kenyon y Donald Hall. Valparaíso Ediciones. Granada, 2015. 141 pags.

jueves, 28 de mayo de 2015

Escritores: fauna extraña en tiempos de mudanza (digital)

El escritor trabaja en soledad. La mayor parte de su tiempo discurre frente al ordenador, a la máquina de escribir (las menos, ya es un instrumento casi testimonial, una arqueología de otra era) o ante un papel por el que avanza el bolígrafo. El escritor indaga en el alma humana, busca la forma de convertir sus sueños en obra de arte y de hacer partícipes a otros de ese logro. Es en ese momento, cuando el escritor intenta proyectar su labor en la sociedad, sacarla de las cuatro paredes de su estudio, cuando se inicia una tarea, casi siempre ingrata, que desborda la propia naturaleza de su arte: editar la obra si es un libro o publicarla en algún medio si es una pequeña pieza, un poema, un artículo o un relato. A partir de ese momento entran a formar parte de la labor del escritor muchos otros factores (de los que, inevitablemente, no puede prescindir): editores, lectores de editorial, agentes, libreros, redactores de revistas o de periódicos y, sin duda, un amplísimo espectro de lectores potenciales, … Todo un mundo se pone en movimiento a partir del momento en que el escritor da por terminada la obra. Sin ser consciente de ese pequeño seísmo, el escritor seguirá soñando otros mundos, otras historias, otros poemas. Su vocación es el sueño, la quimera, la obra bien hecha. A ser posible, la obra maestra.

Günter Grass, en la Asociación Autónoma
de Autores Alemanes
El carácter de su actividad, radicalmente individual, determina su relación con la sociedad: no forma parte de la plantilla de una oficina, ni de una planta industrial, ni siquiera, salvo excepciones, del equipo de trabajo de una editorial. Es él, sólo él dependiendo del idioma y de la traducción a distintos géneros de sus sueños, sus fantasmas, sus deseos y frustraciones. Por lo general, el escritor no vive de su trabajo literario: es profesor, empleado de banca o de seguros (como Franz Kafka), funcionario o rentista por ejemplo, o ejerce otros oficios aún más alejados de su vocación (pastor, albañil, electricista, ingeniero de puertos y caminos, como Juan Benet, o propietario de una pastelería, como Joan Vinyoli, o empleado en una joyería como Juan Marsé). Cuando esto es así, su dedicación literaria suele recluirse en los huecos que en el día (y en la noche) le deja la vida familiar, en los fines de semana y en las vacaciones. Ese ha sido mi caso: recuerdo innumerables vacaciones en las décadas de los ochenta y noventa en las que gran parte de mi tiempo supuestamente libre (en el mar o en la montaña) se me iba delante de una pequeña Olivetti avanzando en una novela o escribiendo críticas o corrigiendo algún trabajo a entregar en otoño. Francisco Umbral se refirió a estos escritores con un tono despectivo, calificándolos como "escritores de caja de ahorros". 

Esa amalgama de circunstancias, a la que cabría sumar el hecho de que su compromiso en la defensa de sus derechos laborales, de "lucha cotidiana", se desarrolle en la empresa, en el puesto de trabajo remunerado y muy pocas veces en su labor literaria, explica su tendencia a “buscarse la vida”, como artista, de manera individual y su escasa propensión a organizarse. 

Sin embargo, más allá de esas servidumbres, la sociedad tiene una imagen convencional, casi "televisiva" si se me apura, del oficio de escritor: la que suele llegar a ella es la de escritores cuyos libros se publican en editoriales poderosas, presentes en todas las mesas de novedades de los grandes almacenes, con tiradas amplias (en algunas ocasiones superan la frontera del best-seller) y  a cuyo alrededor se mueve todo un mundo de sugerencias: agentes literarias, premios, ruedas de prensa multitudinarias, entrevistas en radio y en televisión y un largo etcétera de glomourosas experiencias públicas.

Casa de Bécquer, en Noviercas (Soria): toda una metáfora
En otras ocasiones (las menos), el lector de a pie tiene noticias de que ciertos escritores se comprometen y pugnan por ejercer una función social y llega a intervenir como demiurgo y agente en la movilización política llegando a maldecir a quien concibe "la poesía como un lujo", a renegar de la neutralidad o de la obra "de quien no toma partido hasta mancharse", que dijera, en tiempos muy distintos al presente (o no tanto) Gabriel Celaya.

Ese es, a grandes rasgos, el espacio del escritor.

Viene esto a propósito de un proceso que ha pasado inadvertido a la opinión pública y que habla, en gran medida, de la irrelevancia de la organización que lo ha vivido. En los últimos meses, la Asociación Colegial de Escritores de España ha sufrido una profunda crisis. Me vi inmerso en ella como consejero que no llevaba más de un año ejerciendo el cargo y, al final, debido en parte a mi sentido de la responsabilidad, en parte a invitaciones y sugerencias de amigos del gremio y en una pequeña medida al convencimiento de que es posible abrir un nuevo horizonte a una entidad creada en 1976, en los albores de la democracia, de la mano del narrador Ángel María de Lera, que se mostraba anquilosada, me he implicado a fondo en ella asumiendo una responsabilidad cuyo ejercicio he de compatibilizar con la labor creativa, con la poesía, la crítica, la narrativa, con el periodismo cultural. Cuenta con casi 2000 escritores asociados y presta servicios de asesoramiento jurídico, de asesoramiento sobre procesos de edición y publica una revista, República de las Letras, necesitada de una profunda renovación y de una adaptación integral a las exigencias del mundo digital.

Sede Instituto Cervantes en Frankfurt
He revisado por encima (no podría ser de otra forma) sus archivos. Son muchos los escritores que un buen día decidieron inscribirse y depositaran parte de sus esperanzas en la ACE. Escritores de fin de semana o de caja de ahorros como los que he citado, escritores que pelean con el papel en blanco en el pueblo más remoto, que animan e  impulsan tertulias literarias, talleres, coloquios y lecturas colectivas en ciudades de provincia o en barrios de las capitales alejados de los grandes centros culturales de referencia (Círculo de Bellas Artes, Ateneos, Fundaciones culturales, bibliotecas de referencia...), que fundan revistas y sueñan con ellas y sus posibilidades de difusión, que se atreven a lanzar colecciones (casi siempre de poesía) en editoriales imposibles, que nunca saldrán en los periódicos de tirada nacional o en los grandes medios de comunicación aunque en no pocos casos la calidad de su obra sea equiparable a la de sus colegas "triunfadores". Ese mundo, entreverado de autores de todas las edades, en el que jóvenes escritores se atreven a soñar con ver su libro editado o con el reconocimiento literario de críticos, profesores o, como culminación de la quimera, de académicos de la lengua.

En la web de la Asociación Autónoma de Autores Alemanes es visible una fotografía de Günter Grass firmando en el libro de honor. Alfred Doblin, el autor de la por tantas razones portentosa Berlín Alexanderplazt dirigió la Asociación en Defensa de los Escritores, precedente de la recién mencionada. En muchos países europeos las Asociaciones de Escritores, las Casas del Escritor, los sindicatos de escritores y otras entidades parecidas no sólo gozan de un prestigio y un reconocimiento institucional, sino de los lectores y del colectivo de escritores de todos los géneros. En muchos casos fueron de una gran importancia en las luchas democráticas de toda índole, siempre a favor del progreso humano, de los derechos civiles, de la igualdad y de las libertades de creación, de prensa, de información y contra la censura. La Confederación de Escritores Europeos, en la que se agrupan entidades asociativas de 36 países del Viejo Continente, tiene una importancia fundamental en los distintos procesos legislativos que afectan a la propiedad intelectual, a los derechos digitales, a la globalización de la distribución de libros (en papel y en formato digital) y de su labor apenas se tiene conocimiento en nuestro país.

Los desafíos de la edición digital, el aprendizaje de nuevas destrezas vinculadas con la publicación de libros, con las gestiones editoriales, con las nuevas posibilidades que abre Internet, los derechos de autor, la Ley de la Propiedad Intelectual y las consecuencias de la última reforma... Todo eso, junto al desarrollo de servicios de utilidad para el colectivo de escritores y a la búsqueda de soluciones a la precaria situación que viven algunos de ellos, son objetivos que no pueden acometer otras entidades. Junto a la reflexión colectiva sobre la evolución del mundo y la literatura en lo que afecta al oficio, la Asociación de Escritores ha de afrontarlos si quiere tener un reconocimiento con entidad útil, necesaria en la realidad cultural del siglo XXI. Es precisa una profunda reflexión colectiva: evitar la tentación, siempre presente, de dar a las asociaciones de escritores un carácter más próximo a "plataformas de promoción y autopromoción de determinados autores" ya conocidos (o no tanto), o al menos con una cierta proyección, que una auténtica organización al servicio de los intereses de todos y, sobre todo, de aquellos que, por razones de diversa índole, tienen necesidad de ser apoyados, entendidos y, sobre todo, protegidos. Aunque sea de manera limitada.

martes, 3 de marzo de 2015

Poesía, tiempo salvado del tiempo: casi una poética

No es frecuente que un poeta reflexione, abiertamente, de manera pública, sobre su propia poesía. Yo lo hice hace algunos años a petición de José Luis Morante para abrir una publicación periódica que él dirigía titulada Señales de humo. El texto que le envié se publicó en el otoño de 2004. Estaba muy reciente la edición de mi poemario Donde nunca hubo ángeles (Visor, 2003) y mi reflexión, que combinaba el acercamiento teórico al misterio de la poesía con indagaciones en mis propios libros y en las motivaciones que los habían alentado, concluía en ese poemario. Después vinieron De viejas estaciones invernales (Igitur, 2006) y Fugitiva ciudad (Hiperion, 2012). Sin embargo, el sentido último de cuanto entonces escribí sigue vigente. La poesía como "tiempo salvado del tiempo". Aquí dejo mi reflexión de entonces  que es mi reflexión de hoy. 

¿Es posible atrapar el tiempo, reelaborarlo mediante la palabra, y entregárselo a los lectores para que a su vez lo gocen y lo reinterpreten de acuerdo con su propia experiencia? No tengo plena seguridad al respecto. Pero si hay algo que nos aproxime a ese proceso, ese algo es el poema. No la poesía en términos abstractos, sino el poema, cada poema. “Palabra en el tiempo”, así la denominaría Antonio Machado. “Intersección de lo intemporal con el tiempo”, así intentó formularla T. S. Eliot. No muy diferente de la definición de ambos poetas —por otro lado, tan alejados estética y vitalmente— se encuentra la respuesta que, en 1997, me dio Manolo Vázquez Montalbán durante una larga conversación que mantuvimos —y que, íntegramente, fue publicada en la revista Ínsula— a propósito de la aparición de su último libro de poemas, Ciudad: “La literatura es sólo lenguaje, pero el lenguaje está cargado de tiempo, de tiempo significante, y a esa fatalidad de transmitir el tiempo significante no puede escapar ningún escritor”. Tiempo significante que se compone de objetos, de lugares, de sueños, de deseos, de frustraciones, de incertidumbres, de sentimientos, de estados de conciencia. Tiempo significante que sólo existe cuando la palabra, sobre el papel en blanco, nos lo hace visible.

No cualquier palabra, sino la palabra que revela, que ilumina, que descubre o redescubre: la palabra poética. Tiempo salvado de la muerte, emoción en estado de lenguaje, arte que nos ayuda a vivir, a entendernos y a indagar en las zonas ocultas de la realidad y no por ello inexistentes.

Esa es la base sobre la que he intentado, a lo largo de más de un cuarto de siglo y de seis libros, explicarme a través del poema. No ha sido fácil: cuando, a principios de los años ochenta, intenté publicar el que considero mi primer poemario (El vuelo liberado), prevalecía una poesía, que prolongaba la que había sido dominante en la década anterior, en la que la experiencia del poeta se enmascaraba en un culturalismo con vocación de vanguardia y no era fácil abrir paso a propuestas poéticas que tenían más que ver con las estéticas, más apegadas a lo real, de los años cincuenta y sesenta (tal vez por eso, el libro no se publicó hasta 1986). Mis poemas estaban hechos de mi memoria íntima y de la memoria colectiva, de experiencias vividas en los tiempos últimos de la dictadura, de reflexiones sobre el sentido del poema en las sociedades contemporáneas. Eran, como los de otros poetas que entonces comenzaban a publicar, un anacronismo respecto a la poesía que había sido dominante. En ese camino, perseveré en Papeles inciertos (1990) y en El muro transparente (1992): en el primero pretendí fundir experiencia e incertidumbre, memoria y duda, en el convencimiento de que todo poema es un ser vivo en el que no caben las certezas: “ser papeles inciertos, / llanuras asequibles/a emociones difusas, a recuerdos y nubes, / a octubres memorables”. En el segundo, ganó espacio la reflexión metapoética, la búsqueda, a través de la palabra, de un “estado de conciencia” respecto a la realidad. El poema como muro entre lo visible y lo oculto, un muro no opaco, sino transparente:

         “Por eso, el muro. El de la letra amiga,
         el que nos llama y, al tiempo, nos destruye,
         el que araña la puerta,
         no nos deja tranquilos, nos sorprende
         y nos cerca y quizá nos emborrache
         un segundo quizá”..

Con Quebrada luz, aparecido en 1996, intenté ahondar en esa reflexión fortaleciendo, a la vez, sus vínculos con la memoria, con la capacidad de evocación de todo poema. La luz, me decía, no existe inmaculada, pura.  La luz se enriquece con la mancha, con los colores de la realidad, cobra nuevo sentido si se quiebra, si se ensucia. Con ese libro, di por cerrada una etapa extendida a lo largo de cuatro poemarios que, en los últimos años, he corregido en profundidad y sin misericordia. Los he agrupado en un volumen, Monólogo del entreacto (*), y espero la atención de un editor arriesgado que no sepa lo que es el miedo a ir a contracorriente.   

Cierto que en esa etapa la experiencia de lo real y el componente autobiográfico estaban presentes en mi poesía. Pero lo estaban de un modo sutil, enunciado apenas. Con La densidad de los espejos (1997) y, de manera mucho más acentuada con Donde nunca hubo ángeles (2003), he pretendido la incorporación, de manera abierta, de la Historia al texto poético. Filtrada por mi historia, metabolizada por mi experiencia y por mi memoria y sometida a una labor de rescate mediante el lenguaje: un lenguaje que, más que nunca, he pretendido revelador, nuevo, “emocionador” y emocionante, en el convencimiento de que sólo así es posible hablar de poesía con todas las consecuencias.

En una y otra etapa he intentado no alejarme de un hilo conductor que he pretendido componente esencial de toda mi poesía: el acercamiento a una conciencia crítica en la mirada hacia el mundo. Buscar y alumbrar sus contradicciones, sus carencias, sus crueldades, su sinsentido (echar una mirada a la realidad nacional e internacional ahorra todo discurso). Entre otras razones porque comparto con Eliot  un principio —poco divulgado, todo hay que decirlo— al que alude en su mítico Función de la poesía y función de la crítica: “La ventaja esencial para un poeta no es la de enfrentarse con un mundo bello: es ser capaz de ver tras la fealdad y la belleza; es ser capaz de ver el tedio, el horror y la gloria”.

Para ello es básico tener en cuenta la realidad, ese ecosistema en el que, lo quiera o no, el poeta vive. Pero no para acartonarla y dejarla muda, sino para hacer de ella el punto de partida al que Joan Brossa, hace algunas décadas, se refirió: “A la realidad se le deben abrir las ventanas; debe ser un punto de partida, no uno de llegada”. En fin...

 (*) Monólogo del entreacto. (Cien poemas 1982-2005) se publicó en Hiperion. Madrid, 2007.

lunes, 16 de febrero de 2015

Las mujeres de la generación beat y la antología "Beat Attitude"


Ayer acabé la lectura de Una mosca en la sopa, el libro de memorias del poeta norteamericano de origen serbio Charles Simic. Una lectura que, en buena medida, he venido realizando en paralelo con otra: los textos  de las poetas mujeres de la Beat Generation que aparecerán , de manera inminente, en Bartleby Poesía bajo el cuidado de Annalisa Marí Pegrum (es la traductora y la autora del prólogo)¿Qué tiene que ver mi lectura de las memorias de Simic con la de las poetas beat?, se preguntará el lector. Ciertamente, poco aunque ese "poco" sirva para iluminar la actitud de sus compañeros de peripecia, los más que reconocidos poetas norteamericanos que llenaron las décadas de los cincuenta y sesenta (y gran parte de la de los setenta) con sus nombres indiscutibles: desde el narrador (y poeta, autor de un magnífico libro de haikus) Jack Kerouac hasta poetas puros como Allen Ginsberg, Gregory Corso, William Burroughs o Ferlinghetti. 

Las poetas fueron relegadas en favor del protagonismo varonil. Los poetas fueron directos a la estantería de la historia de la literatura norteamericana y, más allá, universal. Las poetas quedaron anegadas por su condición de mujeres y, seguro, por su dedicación no solo a la poesía sino a tareas bastante menos "gloriosas" como las labores domésticas o los trabajos que el machismo ha dejado tradicionalmente en sus manos. Cuando, hace algunos años leí Personajes secundarios (2008, Libros del Asteroide), las memorias noveladas de Joyce Johnson, la compañera, amiga y amante de Jack Kerouac, advertí en su relato un inmenso reproche a los machos de aquella hornada literaria y cultural. El propio título del libro es de por sí ilustrativo. Aunque había poetas que estaban a una altura similar a la de sus compañeros, nunca dejaron de ser personajes secundarios, por no decir terciarios.

Pero volvamos a Simic. Así cuenta su visión del Nueva York bajo la influencia Beat:
"Con la aparición de los Beat [...] la escena cambió. En el Village aparecieron cafés por todas partes. Además de ofrecer actuaciones de cantantes folk y obras de teatro, se organizaban recitales de poesía. [...] Pero Nueva York era además un lugar maravilloso para la poesía: en una misma semana podías escuchar a John Berrymann y a May Swenson, a Allen Ginsberg y a Denise Levertov, a Frank O'hara y Le Roi Jones."
ruth weiss
A esa descripción ambiental, probablemente idéntica a lo que imaginamos quienes de ese tiempo tenemos una memoria no vivida, sino heredada gracias a las lecturas y a los documentales, es preciso añadir una que nos revela la relación que aquellos "dioses" mantenían con la mujer (no necesariamente artista, ni poeta, solo mujer). Cuenta Simic que en una de sus visitas a Nueva York en aquellos años conoció a Robert Lowell. Afirma que mantuvo con él una larga conversación sobre la poesía francesa del siglo XIX.  Sin embargo, su historia pronto deriva hacia un detalle que es por sí sólo más que explícito: "Era tarde y casi todo el mundo", escribe Simic, "se había ido a casa. Lowell estaba sentado en un sillón y había dos chicas sentadas en el suelo, mirándole. Aunque decía cosas muy interesantes sobre Charles Baudelaire, Tristan Corbière y Jules Laforgue, lo que me tenía absolutamente cautivado no eran sus palabras sino sus manos. Mientras hablábamos les masajeaba el cuello a las chicas; la rato, les metió las manos bajo el vestido y empezó a acariciarles los pechos".  

Aunque es bastante probable que la escena fuera de lo más normal en aquel ambiente de irreverencia y desafío a lo establecido, no deja de ser una forma de desdén, incluso de humillación (seguramente no pretendida) hacia las dos jóvenes que escuchaban absortas a Lowell disertar sobre poesía francesa mientras el genio las metía mano en público. En todo caso, la escena no puede ser aislada de los numerosos testimonios que nos hablan de las carencias, en cuanto a igualdad entre hombres y mujeres, que se manifestaban en el ojo del huracán de aquella revolución cultural, especialmente poética.  



Por eso es importante todo esfuerzo por reparar, aunque sea con décadas de retraso, esa injusticia. Annalisa Marí Pegrum, consciente de esa necesidad, nos ofrece una antología bastante completa de aquellas escritoras aprisionadas entre una tradición cultural y de costumbres todavía presente en la América de los años 60 y su deseo de perduración mediante la escritura poética. En el prólogo a Beat Attitude, nos cuenta, de manera sucinta, la historia de esa particular batalla contra la relegación y el silencio. He revisado los álbumes de fotografías que pueden verse en las más diversas páginas de Internet y en la casi totalidad de las fotografías de grupo dominan los hombres: cuando aparecen mujeres lo hacen como acompañantes, parejas o espectadoras. De esa relegación da cuenta la prologuista y traductora. Y lo hace rescatando algunas anécdotas que revelan la dimensión del "estropicio". Por ejemplo cuando relata como tras una conferencia celebrada en el Instituto Naropa en 1994, al ser preguntado el poeta Gregory Corso por la ausencia de mujeres en la generación beat, responde:  “Hubo mujeres, estaban allí, yo las conocí, sus familias las encerraron en manicomios, se les sometía a tratamiento por electrochoque. En los años 50 si eras hombre podías ser un rebelde, pero si eras mujer tu familia te encerraba. Hubo casos, yo las conocí. Algún día alguien escribirá sobre ellas.”

De ese predominio de la poesía escrita por los hombres habla a las claras el hecho de que uno de los primeros libros que en España nos mostraron la obra de esta generación, Antología de la "Beat Generation", preparada y prologada por Marcos Ricardo Barnatán en 1977 (Plaza y Janés) y en la que se integran poemas de Ferlinghetti, Corso, Kerouac, Ginsberg y Lamantia, no hubiera una sola referencia a la existencia de mujeres coetáneas que escribieran poesía con cierta audiencia en los medios de la época. 


Elise Cowen se suicidó en 1962, a la edad de 29 años
El orientalismo, la contracultura, la irreverencia sexual y el desafío a los grandes tabúes heredados de la tradición, la protesta feminista, la crítica a la subordinación ante el hombre, son algunos de los ingredientes de la poesía que se contiene en Beat Attitude. ¿De qué poetas estamos hablando? De Elise Cowen, que se suicidó con 29 años, de Joanne Kyger, Lenore Kandel, Diane di Prima o Denise Levertov; de ruth weiss, nacida en Alemania y marcada por la experiencia del nazismo hasta el punto de eliminar las mayúsculas de su nombre y apellido como repudio a la lengua de origen; de Janine Pommy Vega, de Hettie Jones, de Anne Waldman y Mary Norbert Körte. De.... 

Hijas de una época llena de grandes perturbaciones civiles, que alumbraría una nueva sociedad, en la que el fin de la discriminación racial, la lucha contra la guerra del Vietnam o los grandes avances en el ámbito de la igualdad entre hombres y mujeres, dejaron en el camino sacrificios, renuncias y perplejidades. Ellas no eran ajenas a esas luchas. Compartieron todas esas reivindicaciones y contribuyeron a todos los avances, por mínimos que fueran. Fueron las poetas, las grandes. Las que estaban allí a pesar de la ceguera que parecía proyectar sobre el mundo cultural el inmenso brillo de los poetas-hombres que accedieron al canon casi en tiempo real.  Mientras, ellas estaban allí, tal y como afirmó Gregory Corso, pero hasta mucho después  no dejarían de ser invisibles. Beat Attitude colabora, de modo decisivo, en ello. Un libro de cabecera que no conviene perderse.


Allen Ginsberg, leyendo poemas en un parque público


Amamos con Joan Manuel Serrat - Mi despedida

  En 2012 publiqué   Fugitiva ciudad,  En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al...