lunes, 26 de marzo de 2012

"Pereira, ese amigo", un artículo de 1996. En la muerte de Antonio Tabucchi

Ayer, cuando escuché la noticia de la muerte de Antonio Tabucchi, recordé, de inmediato, el impacto que me produjo la lectura de su obra en la década de los noventa del pasado siglo. Sobre todo, su novela Sostiene Pereira. Aquella novela me proporcionó una visión de Lisboa tamizada por su mirada. Una visión que se extendió a Fernando Pessoa, uno de los poetas imprescindibles de la literatura universal. De aquella impresión surgió un artículo que publiqué en Babelia el 2 de noviembre de 1996 y que hoy sólo es encontrable en el la hemeroteca del "kiosko" de El País. Hoy lo recupero en Al margen. En tributo y homenaje a Tabucchi. Descanse en paz.

Pereira, ese amigo    
                  
"Nunca he estado en Lisboa. Por caprichos del azar, todos mis viajes a Portugal se han interrumpido antes de que pudiera pisar sus viejas calles en cuesta, contemplar sus tranvías eternos o perder la mirada en el Atlántico desde un café cercano al puerto. Evora, Portalegre, Guarda, Castelobranco, Covilha, ha sido las ciudades que, por razones que no vienen al caso, se han cruzado en mi camino reteniéndome más tiempo de lo previsto cuando me dirigía a la vieja capital. Sin embargo, sé que el día en que pise sus calles no sentiré el desarraigo del forastero. Porque llevo conmigo una Lisboa imaginaria, acaso más real que la que junto al Atlántico me aguarda. La construí, a principios de los ochenta, al calor de una lectura irrepetible: el Libro do dessasosiego. Me apropié de sus calles, de sus bares y cafés, de sus plazas y tranvías, la dibujé en mi cabeza bajo ese claroscuro con que la realidad trasciende su propia condición para transformarse en sueño o desvarío.

"No tardaría, sin embargo, en conocer otra Lisboa. Venía de la mano de Tabucchi y era una ciudad fantasmal bajo el bochorno de julio en la que la sombra del poeta se hacía omnipresente. Ciudad y poeta se fundían bajo un título no menos espectral: Requiem. Aquella novela, leída de un tirón una tarde del verano de 1994, sería la puerta por la que, un año más tarde, habría de colarse un hombre grueso, apocado, hecho con la materia de la mediocridad, de nombre con raíces judías, proclive al sudor y a la hipertensión, católico, apolítico, lector de Bernanos y creyente en el alma. Se llamaba Pereira, vivía en un cuartucho de la Rua Rodrigo da Fonseca, frecuentaba el Café Orquídea, amaba a los escritores muertos y no sabía, cuando lo sorprendí en el mugriento despacho del diario Lisboa presto a dirigir su suplemento literario, que su mediocridad se iría cuarteando poco a poco, que la pequeñez que parecía ocultarse en su cuerpo desmesurado adquiriría las dimensiones del héroe, que la brevedad que otorgaba a su vida su condición de cardiópata no tardaría en convertirse en la eternidad que asumen muy pocos y elegidos personajes literarios. ¿Qué hizo que la lectura de Sostiene Pereira me mantuviera en suspenso durante varias horas, que días más tarde volviera a ella una y otra vez? ¿Qué había encontrado en ese ser entrañable que, guiado por una prosa precisa y llena de destellos, recorría el itinerario que va de la ignorancia a la sabiduría, de la sumisión a la dignidad? Tal vez el paradigma de una verdad sin máscaras: Pereira era, además del personaje central de una ficción intensa y compacta, la representación imperecedera del hombre sin malicia que, de pronto, entendía, de un modo brutal, los engranajes ocultos que mueven el mundo. Una metáfora de la perplejidad ante una sociedad que nada tiene de idílica y en la que nada hay perdurable de por sí.

"Pese a que Sostiene Pereira era una obra literaria sensu strictu, me resultaba imposible eludir su carácter de representación de una realidad asentada en la memoria colectiva: el Portugal salazarista en los años de nuestra guerra civil, el clima opresivo y cerrado de una sociedad recluida en un nacionalismo mediocre y sometida a la amenaza omnipresente de una policía política tan ignorante e inculta como cruel y dramáticamente eficaz. 

"De pronto, pensé, en la Europa democrática y complacida de los noventa, Tabucchi abría una ventana: a su través se mostraba el pasado propio, las aristas de un mundo aparentemente abolido. La novela del hombre sin historia al que de pronto se le cae encima toda la historia me desasosegaba. ¿Por qué? Tal vez porque tenía algo de aviso. Porque nos ponía ante una realidad no del todo improbable. Porque removía las raíces de la tranquilidad hurgando en el desván donde la existencia del hombre cobra sentido: la endeble frontera que separa la libertad de la no libertad, ese filo donde la vida, compleja, contradictoria, se juega sus posibilidades de realización integral. Tocar ese nervio, desnudarlo de los sucesivos ropajes con que solemos encubrirlo o deformarlo, era el gran logro de Tabucchi. Pereira no era el héroe convencional. Tampoco el intelectual crítico. Era más bien un ser anodino, un periodista conformista, algo ambiguo, cuyos únicos excesos eran la adicción a la limonada y una atracción algo difusa por la talasoterapia. En síntesis, reflejaba al ciudadano medio que, en el fondo, piensa que el mundo está bien hecho y que cualquier duda al respecto es un ejercicio tan incómodo como innecesario, una ocurrencia, en fin, de mentes subversivas, siempre al margen de su vida cotidiana.

"Es ese mundo el que comienza a tambalearse cuando Pereira advierte que detrás de cada gesto, de cada decisión, de cada noticia periodística, de cada escritor elegido para esbozar un apunte biográfico o una necrológica, hay una zona oculta donde alguien sin rostro establece los límites. Con sutileza unas veces, con brutalidad otras. "Pereira, me dije, somos todos. Desvela nuestras incertidumbres frente a la realidad. Y nos pone ante un problema literario que muchos, demasiados, habían condenado a las tinieblas de lo arcaico e inservible: el compromiso en literatura, la implicación del artista en el mundo que le rodea.

"Sí, pensé. Ese es el gran desafío al que, a través del personaje que pasa de simbolizar un mundo rutinario e inmóvil, gris y enmohecido, a expresar, de un modo intenso, totalizador, el paradigma de la libertad amenazada, nos invitaba Tabucchi. Con Sostiene Pereira disfruté como pocas veces lo había hecho del placer de la palabra escrita, hice mía una Lisboa de claroscuros, calles escondidas y plazas con palomas y veladores, pero también me vi conducido, sin poder evitarlo, a la reflexión sobre mi propia historia, sobre nuestra historia, sobre el sentido de la vida, sobre los más radicales significados de la literatura.


"Más allá de la novela, en una esquina del cuarto donde leía, estaba la televisión encendida. Desde la pantalla, llegaban imágenes tan cotidianas como inquietantes, recordándome que algo de Pereira llevamos con nosotros: el edificio de inmigrantes que, envuelto en llamas, hablaba, desde una ciudad austriaca en el filo del siglo XXI, de la memoria del genocidio, las cifras del paro, tras las que se ocultaban hombres y mujeres concretos que, sombríos Pereiras, sintieron la presencia de ese territorio fronterizo donde la libertad linda con la no libertad cuando recibieron el finiquito, el periodista acribillado a tiros en una calle de Nápoles.

"Pereira, pensé, vive con nosotros, dentro de nosotros. Al deambular por una Lisboa enmudecida, al vislumbrar, en el velador de la Praça da Alegría, la silueta de Monteiro Rossi, de Marta, al encontrarse en el Café Orquídea con el doctor Cardoso, parece escarbar en una zona enmudecida de nuestra conciencia, nos abre puertas, también, a un territorio que muchos conocimos: aquel en que el timbre de la puerta podía sonar en la madrugada, aquel en el que el periódico —tantos periódicos parecidos a la Lisboa de Pereira— era la negación de la libertad, el espacio endeble de los escritores enmudecidos y de los poderes enmudecedores.

"Cuando cerré la novela, Pereira se había convertido en el amigo entrañable que, al descubrir su condición de dominado me había invitado a acompañarlo, a sentir, más allá de la piel, que la literatura no se agota en el goce estético, que su historia tenía una prolongación inevitable en esa realidad que siempre gravita sobre nosotros, me mostraba hasta qué extremo es frágil nuestra condición y hasta qué punto podemos implicarnos en favor de la dignidad por encima del miedo y del olvido".

Publicado en el diario El País. Babelia. Sábado, 2 de noviembre de 1996.

martes, 20 de marzo de 2012

Manu Cáncer, desde el país de los poetas ocultos

"Las palabras viejas
acostumbran a oler de manera especial.
Huelen igual que los muebles restaurables,
las barajas de naipes incompletas
y los retratos o fotografías
de parientes lejanos".

De vez en cuando se cruza en nuestro camino un poeta con una obra de alto voltaje tras de sí, del que jamás tuvimos noticia. En Al margen he dado cuenta no pocas veces de poetas de esa naturaleza. Llegan de un espacio de silencio que es inexplicable. Contrasta ese silencio con la estridencia con que determinado medios informativos y editoriales nos dan gato por liebre poniendo en librerías poemarios que difícilmente habrían pasado el filtro de calidad de un lector con un mínimo de sensibilidad. En algunos casos, como el de Manu Cáncer (Bilbao, 1954 - Madrid, 2002), llegamos a su obra cuando el poeta ha fallecido. Y, obviamente, llegamos tarde. Irremediable y lamentablemente tarde. En medio, casi siempre hay una editorial arriesgada, devota de la poesía, con una alta dosis de idealismo y con una no menos alta dosis de generosidad. Y, por último, como descodificador de los misterios de la vida y la obra del poeta, suele haber un lector devoto o maravillado que se presta a escribir sobre el poeta oculto.

La primera noticia de la existencia de Manu Cáncer (su nombre de cuna fue Juan Manuel Cáncer Trincado)  me llegó gracias a Facebook hace algunos meses. En una anotación (o "estado", o "post", o como queramos llamarlo) de la editorial Olifante leí una breve referencia a su Poesía completa, con la reproducción de la portada del libro. También se recogían los dos o tres primeros versos de uno de los poemas de su libro Blues de todos los jueves: "El milagro está aquí, /  no en otro mundo. /  Míralo /... fijamente /  a los ojos /  y cógelo / después".  Pinché el enlace y me encontré con algunos detalles más acerca de la obra y la vida de Manu. El hecho de que fuera un poeta fallecido en 2002 del que lo desconocía casi todo, me llevó a ponerme en contacto con Trinidad Ruiz Marcellán, directora y fundadora de Olifante y alma de la poesía en Aragón y en la comarca del Moncayo para pedirle un ejemplar de un libro que creía de reciente publicación.

El libro me llegó dos o tres días después de mi diálogo con Trinidad. Al recibirlo, supe que no era tan reciente. La Poesía completa de Manu Cáncer fue editada en 2005. Es decir, llevaba más de seis años en librerías y casi ningún medio de comunicación (ninguno que yo supiera: confieso mi ignorancia y estoy dispuesto a purgarla) había dado noticia de ella. Me senté a mi mesa de trabajo, abrí el libro y leí algunos poemas al azar. Me parecieron de un alto nivel de calidad y, sobre todo (para mí es algo básico) me emocionaron. Allí estaba el poeta desconocido, vivo, intenso, revelándose, casi una década después de muerto. La casualidad había hecho que la labor de varios héroes de la poesía rindiera, al menos, un modesto fruto: un poeta casi coetáneo a él, crítico, además, de poesía, como yo y editor de un blog con cierta influencia, estaba emocionándose ante su poesía reunida. Los héroes (a cuya mediación hago referencia al principio como herramienta esencial para este tipo de rescates) habían sido dos: de un lado, Trinidad Ruiz Marcellán y Olifante por haber dado vida al libro; de otro, el decodificador de los misterios de la obra y, parcialmente, de la vida del poeta, Antón Castro.

Manu Cáncer fue autor de obra corta: tres libros en tres décadas. Dos de ellos fueron publicados en vida: ¡Grita!, de 1980, y Blues de todos los jueves (1998), con la friolera de dieciocho años de distancia entre uno y otro. Dejó inéditos algunos poemas en prosa y el libro, incluido en Poesía completa, Palabras que se mueven. Antón Castro, en el prólogo, hace un recorrido por su vida y por su obra y nos revela la fibra, la conciencia y la pugna, a lo largo del tiempo, con la poesía de un escritor poco amigo del mundo literario y sus vanidades, un poeta cronológicamente incluible en la generación de los ochenta (y excluido de toda categorización generacional), hijo de un derrotado en la Guerra Civil, condenado a muerte y encarcelado durante largos años en distintos presidios del franquismo. Un poeta con nervio y corazón y lenguaje cuyos poemas tantean, con hondura y sabiduría (sobre todo los de sus dos últimos libros) los temas de siempre: el amor, la muerte, la amistad, la propia poesía.


Pero Manu Cáncer es poeta de su tiempo. De la estirpe de los líricos que han optado por aunar, en cada verso, conciencia crítica, empatía con el curso del mundo y con sus víctimas ("un poema no es otra cosa que un abrazo", escribió en su primer libro), con belleza idiomática, con la búsqueda de la palabra precisa, polisémica, con una evidente carga emotiva. Las alusiones musicales en su segundo libro, la memoria, la evocación de la figura del padre,  el viaje, la contemplación de la naturaleza, la vida interior de las cosas sencillas, el devenir de la vida cotidiana y la experiencia de los más humildes en toda su obra, dan forma a una poesía serena, equilibrada (con algún destello de ira, sobre todo en su primer poemario) a la que Antón Castro se refiere así en el prólogo al volumen de Olifante:
"Manu Cáncer sigue cantándole al amor, a la naturaleza, a las pequeñas cosas de su existencia diaria con todo su arsenal de desengaños, a su memoria colmada de recuerdos con almendros, olivos y parrales, que parece la flora que integra si imagen del edén , y hace recuento de distintos momentos de su vida a través del perfume de la mujer amada, las monedas, las leyes, las cartas  ( ... ) o de esas irremediables lágrimas que se le escapan de los ojos y de un hondo penar mientras deambula entre las sombras de la noche en una jornada en la que llegará tarde a casa".
Manu murió con 47 años. Vivió en el país de los poetas ocultos y nadie sabe cuáles fueron sus sueños más hondos e íntimos. Sabemos (nos lo cuenta Antón) que se licenció en Historia, que se comprometió con la izquierda política, que se sintió atraído por el movimiento de mayo del 68, por los hippies y por la contracultura, que sentía rechazo por el mundo académico y que siempre quiso ser feliz. Residió en Madrid gran parte de su vida, vivió la Ibiza mítica de los 80, le encantaba el Mediterráneo, la gastronomía, y el amor. Y fue un magnifico poeta, oculto y olvidado de modo inmerecido y rescatado en parte en la primera década del siglo XXI gracias a la editorial Olifante y a su infatigable y entusiasta directora (qué sería de nuestra poesía sin gentes como ella).

Como muestra, aquí os dejo un poema de Manu Cáncer. Obvia demostración de que la justicia poética a veces no existe o llega demasiado tarde:


COMO UNA ROPA USADA

¿Quién no ha visto los restos de ciudades
hundidas bajo el peso
lluvioso de los siglos?
Cuántas veces los nombres que tuvieron
se han burlado del tiempo
y están vivos.

Y esas calles y plazas de un anteayer cercano,
demasiado cercano (casi es posible
percibir sus olores
en la caja aplanada de las fotografías),
tabernas y teatros, comercios y jardines que desaparecieron,
dejándonos su nombre solamente
como realidad.

Llevamos nuestro nombre igual que ropa usada
pero cuando la muerte
termina su trabajo,
sólo los nombres olvidados son sueños moribundos
que se pierden
en la realidad brutal del abandono.
  

lunes, 12 de marzo de 2012

Caballero Bonald y Félix Grande y el deslumbramiento de sus libros últimos

La poesía española del siglo XXI está de enhorabuena. El año 2011 se cerró con dos libros de los que nos reconcilian con la gran poesía en castellano. Fuera de la chata ambición nutrida de bares de una noche y realismo plano, dos poetas imprescindibles en nuestro panorama literario desde hace algunas décadas, Félix Grande y José Manuel Caballero Bonald, dieron a imprenta dos sobrerbios poemarios. Aunque lo estilos son muy diferentes y los mundos a los que uno y otro aluden, desde sus primeros libros, nacen y se desarrollan en espacios alejados aunque no antagónicos, los dos libros tienen un hilo conductor que comparten: son libros de recapitulación, de balance, de memoria poetizada.

José Manuel Caballero Bonald
Libro de familia y Entreguerras. Tales son los títulos. El primero, de Grande; el segundo, de Caballero Bonald. Ambos reconstruyen un tiempo duro, lleno de servidumbres y de renuncias como el de la dictadura. Ambos hacen recuento de lecturas, de experiencias individuales y colectivas, de compromisos cívicos, de pasiones y decepciones de juventud. Ambos bucean en la infancia y en la adolescencia: uno (Caballero Bonald) en la de un hijo de la burguesía jerezana que con prontitud decide ser oveja negra en su propia clase, proyectar una mirada crítica sobre el mundo; el otro, en la infancia menesterosa vivida en Tomelloso, en el miedo de los ancestros en la guerra civil, en la biografía de un autodidacta


El libro de Caballero Bonald ilumina las contradicciones y los empeños de toda una generación: la del medio siglo. En el libro están los amigos (Ángel, Jaime, José Agustín...), están las primeras lecturas, el mundo de la clandestinidad, de la resistencia frente a la dictadura de Franco, está la evocación de su estancia en Colombia, está el Mediterráneo y el deslumbramiento ante sus legendarias ciudades (Estambul, Atenas, Túnez, Palma --en parte, Pepe Caballero fue el alma de Papeles de Son Armadans, la revista que fundara Camilo José Cela--), está el flamenco y su hondo pálpito, los viajes como espacios de permanente descubrimiento, están las lecturas y está el misterio de la poesía y la permanente pugna del poeta (y del novelista) con el lenguaje. Entreguerras podría ser considerado como una suerte de síntesis poética de sus dos monumentos narrativo-memorialísticos: Tiempo de guerras perdidas (1995) y La costumbre de vivir (2005), recientemente editadas en un solo volumen titulado La novela de la memoria. Es, además, una muestra del grado de autoexigencia lingüística que Caballero Bonald siempre ha puesto en evidencia. Escrito en versículos, con un barroquismo controlado,  el lector goza del placer de la palabra innovadora, polisémica, del ritmo de un verso que se desliza por la página llevado por el movimiento al que invitan e incitan palabras elegidas por su sonoridad y su sentido: palabras que se saborean, que casi se mastican, que tienen el poder de reflejar y, a la vez, recrear el mundo: "la ausencia es amarilla como la taciturna credencial del fugitivo / la ausencia en cada poro está latiendo manando germinando / cubriendo el libro intonso del azar con una escama sensitiva".

Félix Grande
Hace algunos años, cuando trabajaba en la edición crítica de Blanco Spirituals y Las rubaiyàtas de Horacio Martín, un conocido poeta de una generación posterior (cuyo nombre me reservo) me dijo que con aquellos libros Grande había agotado su capacidad lírico-creativa. Los más de treinta años de silencio poético que han sucedido al segundo de los libros citados parecía dar la razón al colega.  Hasta el otoño de 2011 esa afirmación parecía tener cierto fundamento. Sin embargo, el último trimestre de ese año ha puesto de relieve lo errático de la apreciación. Si la nueva edición de Biografía (Galaxia Gütenberg, 2011) incorporaba el  intenso libro-poema La cabellera de la Shoá, su nueva entrega demuestra cómo el largo silencio que mi amigo poeta interpretó como sequía definitiva era trabajo y creación, lucha con las palabras, búsqueda de nuevos caminos sobre los caminos inaugurales sustentados en las enseñanzas de César Vallejo y Antonio Machado.. Leyendo Libro de familia nos damos cuenta cuánto de verdad había ya en Blanco Spirituals: la búsqueda de la palabra precisa en un verso ambicioso, a veces desbordante, la creación de neologismos que iluminan nuevos significados, la indagación en las raíces de la existencia la sabia combinación entre recuperación de la memoria y mirada crítica hacia la realidad, elementos consustanciales al libro con que Grande ganó el premio Casa de las Américas en 1966, están también en Libro de familia..
 
 
Quien haya gozado o goce de la amistad de Félix (es mi caso) sabe muy bien que hay varios universos que forman parte del propio metabolismo emocional y cultural del poeta: Antonio Machado, el flamenco, la música clásica, el miedo heredado y mamado a la vez, generado por la crueldad de los vencedores durante la Guerra Civil y la posguerra, y la memoria personal (la propia, la de Paca Aguirre, poeta y esposa, y la colectiva). Todo eso está en Libro de familia. Aunque con una estructura distinta respecto al libro de Caballero Bonald, Grande se sumerge en más de medio siglo de historia propia y ajena. Poemas largos, escritos con un lenguaje de una gran riqueza, crudo cuando la referencia lo exige y delicado y frágil cuando se refiere a lo más cercano y querido. En Libro de familia encontramos al poeta proteico y generoso capaz de hermanar el vocablo más rudimentario de nuestra lengua con el más intelectualizado: el temblor popular del flamenco y la intuición elitista de Johan Sebastian Bach conviven, se entrelazan, se miran de frente y no con la mirada por encima del hombro con que a veces queda "canonizada" la relación de la música clásica con la música popular. Quien haya leído La balada del abuelo Palancas no podrá evitar evocar capítulos enteros al leer algunos de los poemas de este poemario de Grande: por ejemplo, "El madrigal del odio muerto", un emocionante ajuste de cuentas con la figura materna, o "Hijopaterno de mí", con el que cierra el libro. Del primero poema, queden aquí estos versos: "¿En dónde nace el odio, madre? / ¿En qué naufragio de la confianza / se me pegó esa grasa sobre mi piel de hijo? / ¿En qué estallido de la decepción / nació aquel estupor que se clavó en mi infancia / como un arpón de soledad, y de culpa, y de angustia?".

El poeta de Jerez y el poeta de Mérida nos han dejado, para terminar 2011, dos libros poderosos, imprescindibles, dos fiestas del idioma para leer despacio, para gozar, para sufrir, para entender la compleja urdimbre de descubrimientos que nos ofrece el lenguaje poético. ¿Quién dice que la poesía, en el siglo XXI, deja de tener sentido?

Amamos con Joan Manuel Serrat - Mi despedida

  En 2012 publiqué   Fugitiva ciudad,  En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al...