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jueves, 8 de mayo de 2014

Madrid, Nebraska y viceversa: el espejo deforme e inevitable

Hace ya muchos años (de casi todo hace ya muchos años), en octubre de 1990, escribí un largo artículo en el fugaz diario madrileño de ámbito nacional El Independiente titulado "Realismo narrativo made in USA" (se puede leer siguiendo el enlace y en mi libro en edición digital  La novela entre dos siglos) en el que me extendía sobre la inexplicable pasión de cierta crítica de nuestro país por aquella narrativa del llamado realismo sucio que había sucedido al experimentalismo de los años setenta (Carver, Tobias Wolff, Richard Ford....) mientras se  descalificaba la narrativa, especialmente el relato corto, de nuestros escritores realistas de la generación del medio siglo (de Aldecoa a Medardo Fraile o Jesús Fernández Santos pasando por los hoy casi olvidados Eduardo Tijeras o Meliano Peraile, autores de joyas del género que sería bueno recuperar para las nuevas generaciones de lectores).

Casi un cuarto de siglo después, leo el prólogo que Sergi Bellver ha preparado para el libro Madrid, Nebraska y encuentro argumentos muy similares a los que sustentaban mi entonces polémico artículo. Si en aquel momento pensaba casi en solitario que ya en los cuentos de Ignacio Aldecoa se respiraba la cotidianidad en suspenso, casi minimalista, que muchos creían descubrir por vez primera en los relatos de Carver o de Richard Ford, hoy esa percepción está mucho más extendida. La más notable diferencia entre un realismo y otro estaba en los escenarios, en el telón de fondo: en los cuentos del bilbaíno podía ser un barrio de Madrid o un pueblo remoto de Castilla y en los de Carver o Ford una localidad de Montana o de Nebraska. Sin embargo, hoy, al comienzo de la segunda década del siglo XXI,  cuando la globalización se ha extendido hasta extremos impensables hace sólo diez años, aquella diferencia entre nuestro realismo duro y directo de los cincuenta y el realismo sucio americano aplicada al cuento que hoy se escribe se han hecho menos evidentes: los paisajes también se han globalizado.

Desde los años noventa, nuestros más jóvenes escritores de relatos han tenido en la short story norteamericana del realismo de los ochenta un referente más o menos explícito. Incluso autores anteriores como Cheever, Faulkner, Salinger, Hemingway, Kerouac (cuyo On the road ha seguido influyendo en los más jóvenes) o Melville, han dejado su impronta en buena parte de ellos. Sin embargo, ese fenómeno en pocas ocasiones se ha puesto de relieve. Casi todas las antologías de nuevos narradores lo han obviado. Incluso algunas editoriales, especialmente beligerantes en la defensa del género hasta el punto de situarse como referentes (pienso en Páginas de Espuma, en Menoscuarto), han dejado de lado esa circunstancia.

Sergi Bellver ha tenido la inteligencia de captar esa respiración, esa empatía, una empatía que es mucho más que una influencia literaria. Constata el hecho y se aplica a rastrearla en la obra de veinte autores españoles seleccionando relatos en los que se evidencia. Esa empatía está estrechamente vinculada al ecosistema social y cultural que, en la última década, se ha ido extendiendo en el mundo. Internet de un lado, los esfuerzos de una revista emblemática en la promoción del cuento norteamericano como Granta, la creciente presencia de las series norteamericanas en las cadenas de televisión de nuestro país y el peso del cine independiente USA (comenzando por el del alemán Wim Wenders con su ya clásico París, Texas y acabando con Cassavetes o David Lynch, cuya serie Twin Peaks tuvo un notable impacto en la generación que, a principios de los noventa, comenzó a madurar a la vez que en la España de aquella década se consolidaban las cadenas privadas de TV). Sí, el cine, la literatura, ahora las redes sociales y, de manera muy especial, los viajes de estudios o de intercambio, que dejaron de ser el privilegio de una minoría para formar parte de una práctica muy extendida en los últimos treinta años, incluso en la llamada clase media (también en la media-baja), han contribuido a convertir las largas carreteras que unen, a través de miles de kilómetros, las costas Este y Oeste de Estados Unidos, los bares perdidos en medio de la nada, las ciudades de rascacielos inverosímiles y trastiendas miserables, en parte de un paisaje que nos pertenece, que ha pasado a formar parte de nuestra cosmovisión. Así lo evidencian los veinte narradores que Bellver ha seleccionado para Madrid, Nebraska.  El mayor, Pedro Sorela, nacido en 1951 y adscribible a una hipotética generación de los ochenta; el más joven, David Aliaga, nacido en 1989. En medio, autores nacidos en los sesenta como Esther García Llovet, German Sierra, Eloy Tizón o Ismael Grasa, en los setenta como Óscar Esquivias, Paula Lapido, Blanca Riestra o David Ruiz, o en los ochenta, como Matías Candeira o Cristian Crusat.

Termino con una pequeña licencia personal: el título del libro, Madrid, Nebraska, responde, tal y como explica Bellver, a la situación geográfica de "un villorrio con apenas dos centenares de habitantes y un puñado de casas" llamado Madrid, perteneciente a ese estado. Cuando, hace algo así como quince años, escribí la novela La mujer muerta, hice que uno de mis personajes, un supuesto narrador norteamericano coetáneo de la "generación perdida", fuera oriundo de Nebraska. Una feliz y extraña coincidencia

Madrid, Nebraska, hoy

domingo, 16 de febrero de 2014

Donald Hall, la poesía norteamericana y lo cotidiano: una reflexión tras la lectura de "Without".


  
He leído, a lo largo del mes de diciembre, Without (Vitruvio, Madrid, 2013) el libro que Donald Hall (Connecticut, 1928) escribió a raíz de la muerte de su esposa y compañera, la también poeta Jane Kenyon, traducido y prologado por Juan José Vélez Otero. Un libro amargo y, a la vez, cargado de resortes emocionales y de evocaciones. Al leerlo, vivimos, digámoslo en palabras de José Hierro, "aquello que ya vivió (o que no vivió) el poeta".  Los poemas de Hall recuerdan a la amada en el lecho del dolor del hospital y la dura convivencia con la enfermedad. Pero no sólo. Recobran los viajes en coche al supermercado, el hueco que queda en el grupo de amigos de toda la vida, las pequeñas manías de Jane, las fotografías de su álbum familiar ("Raquel y Polly delgados posando / en el porche con los niños / en 1952, gente corriente / en una casa..."), el alquiler de una película en el videoclub, las jornadas de trabajo y de intercambio de versos y de ideas entre ellos, poetas ambos, las fiestas, los detalles mínimos vividos juntos y vestidos de orfandad tras la muerte... Without es un canto a la vida asentado sobre el vacío que la muerte deja. Escrito en un lenguaje directo, en apariencia sencillo pero con una intensidad lírica y emocional extremadamente difícil de alcanzar (quienes escribimos poesía sabemos lo que es eso) e impregnado, de manera casi absoluta, del aliento existencial de Jane Kenyon. Incluso en la primera parte del libro, en la que los poemas tienen cierta deriva onírica, irracional, se advierte una característica que subraya Vélez Otero en el prólogo como parte sustancial de la poesía que escribió Jane: "poesía desnuda, precisa y clara que emplea adjetivos exactos sin ornamentación superflua: doméstica".

"El recorrido de la felicidad es doloroso;
lo mismo que recordar el dolor.
Vivo en un presente lleno
de aniversarios y objetos:
tu alfiletero; tus zapatillas blancas;
tu secador de pelo,
la etiqueta albahaca escrita en una caligrafía que conozco;
una mancha en unas sábanas estampadas".

Hacía mucho tiempo que no había leído un poemario de un tirón, como si de una novela se tratara. Eso me ha ocurrido con Donald Hall. La poesía como conjuro que nos concilia con la vida, que nos ayuda a contemplar la realidad con otra mirada, a emocionarnos con las vivencias que el poeta transforma en lenguaje, a mirar a la muerte con la certeza de que algo más allá de su sombra nefasta vivirá en el poema por encima del tiempo. Y, como trasfondo, un escenario en el que se levanta una casa en el campo (una granja heredada en el paraje denominado Eagle Pond), no lejos de un lago y cerca de un pueblo apacible (Wilmot) de la Norteamérica interior.

Donald Hall y Jane Kenyon, en sus pasos por Eagle Pond / De un reportaje de televisión
El libro se cierra con una sucesión de poemas largos, a modo de cartas dirigidas a Jane Kenyon, dando cuenta de cómo evoluciona, sin ella, la realidad que compartieron: ("Carta sin destino", "Carta del Día de la Independencia", "Carta de Verano", "Carta de otoño"). Hermosas muestras del poder de la palabra para dar vida a lo que ya no se vivirá.  Es dificil no empatizar con esta poesía arraigada en la que alienta una de las líneas que más me atraen de la poesía norteamericana del último siglo: la que está en el mundo y busca la relación dialéctica de lo íntimo y lo común. Ashbery, Sexton, o Sylvia Plath son poetas generacionalmente próximos aunque muy distintos a Hall.  Éste conoció, aunque tardíamente (es de una oleada posterior) a los grandes mitos de la beat generation, pero no asumió ni compartió sus opciones estéticas, rotundamente rupturistas. Es un poeta más entrañado y más atento a lo cotidiano y a la belleza de lo próximo y pequeño.

Al leer a Hall he recordado otras lecturas (algunas lejanas en el tiempo, otras muy próximas) de poetas norteamericanos, hombres y mujeres, que han desplegado ante mí un mundo fascinante pese a nutrirse de la cotidianidad: el valor de la memoria, el encanto de las pequeñas comunidades interiores, en las que un día de pesca compartido con el padre se convierte en un lugar inmortal en el poema, bares de carretera donde reír, llorar o meditar o escuchar música, el amor de una madre ante la existencia rota de un hijo o de una hija viviendo la diaria experiencia de la enfermedad terminal del padre.Viajes en coche con amigos, el amor construido en caminatas por la montaña o en viejas ciudades europeas, partidos de beisbol compartidos por padre e hijo... Una poesía realista, sí, pero dotada de la magia difícil del lenguaje revelador, nuevo. Sharon Olds, C.K. Williams, Robert Hass, Mary Jo Bang, Billy Collins. Es un mundo con ventanas abiertas a la narrativa (en muchos casos se trata de poesía con un fuerte componente narrativo, como en Without), y no es difícil reconocer ella el telón de fondo que comparten los relatos de Carver, Richard Ford o Tobias Wolff, esa narrativa minimalista que fue calificada de realismo sucio pero cuyos logros van infinitamente más allá de ese término.  Mi experiencia como director de una colección de poesía (y, en menor medida, como crítico y poeta), me ha permitido entrar en contacto con la obra de muchos de esos autores.  Y, en parte, conocer una América interior, individualista y comprometida con lo colectivo a la vez, que sólo muy parcialmente llegamos a conocer sin la ayuda de la literatura.

Concluyo con este fragmento del poema de Hall "Carta del Día de la Independencia".

"Cinco de la mañana. Cuatro de julio. 
Salgo por Eagle Pond a pasear con el perro,
llevo puesto el abrigo de cuero
para combatir el frío de la mañana,
miro los nenúfares que se agarran unos a otros
como fríos puños amarillos
mientras afronto el nuevo día
doce semanas después de aquel martes 
cuando nos dijeron que te ibas a morir.

"Esta tarde liquidaré las facturas pendientes
y le escribiré a un amigo sobre su libro
y veré el partido de béisbol de los Red Sox.
Sacará de nuevo a pasea a Gussie.
Pondré algo de Stouffer's en el microondas.
Una señora va a venir desde Bristol
para ver el Ford de tu madre
que está aparcado junto a tu Saab
en el aparcamiento de coches de segunda mano
de mujeres muertas".

lunes, 13 de febrero de 2012

La narrativa española en la era del ciberespacio ( I )

En la revista La Página (nº 93/94. 2011), dedicada a la Nueva novela española, se publica mi aportación bajo el título que preside esta entrada en Al margen. La reproduzco aquí con la intención de que sea leída por los frecuentadores del blog (La Página carece de edición digital). También, todo hay que decirlo, para ofrecer un lugar para la opinión a través del comentario. Lo he dividido en dos partes. Quede aquí la primera entrega. Salud y buena lectura.
Abordo esta reflexión sin ninguna voluntad de establecer un mapa de nombres y estéticas. Pretendo, con ella, establecer una visión (mi visión) de la narrativa española de hoy en un contexto especialmente incierto y contradictorio. No se me pida una nómina exhaustiva de narradores ni se me reprochen ausencias (muchas, indudablemente) porque lo esencial del presente trabajo es invitar a la reflexión, a analizar los retos del presente y a intuir las exigencias del futuro.

I
Iniciamos, en España, la segunda década del siglo XXI en medio de una crisis económica sin precedentes. Una crisis que tiene carácter global, que afecta a toda la Unión Europea, pero que tiene efectos especialmente duros en nuestro país. A esa crisis se añade, en el ámbito de la literatura, otra “crisis”: vivimos inmersos en una auténtica revolución de los soportes en que tradicionalmente ha llegado el libro al lector, una revolución tecnológica cuyas consecuencias son hoy imprevisibles. Cierto que es pronto para evaluar sus efectos en el artefacto novela y en el modo de narrar, pero no lo es menos que abre nuevas puertas a la reflexión sobre el futuro, a la teorización sobre una supuesta crisis de la novela (¡otra más!) tal y como la hemos entendido hasta ahora y sobre hipotéticas y diversificadas nuevas formas de escritura.

Aunque en España el e-book ha arrancado con un retraso notable respecto a Estados Unidos y a otros países avanzados, sobre todo de la Unión Europea, y no acaba de consolidar un espacio estable para lectores y editoriales, lo cierto es que poco a poco ese soporte empieza a ser de consumo habitual en un sector significativo de la población lectora. Por el momento es minoritario (muy minoritario), pero lo previsible es que su peso sea cada vez mayor.

Ese doble telón de fondo (crisis económica y revolución tecnológica) que condiciona la literatura y, como consecuencia de ello, la labor del escritor, se refleja, indirectamente, en la realidad cotidiana de nuestra novela: en su presencia comercial, en los temas que aborda, en las políticas editoriales de los distintos grupos y sellos. Antes de abordar el que considero debate fundamental, creo necesario destacar un fenómeno —no sé si nocivo, en todo caso poco favorecedor de la literatura de calidad— cada día más visible: en la última década, la narrativa “de consumo”, en la que se mezclan la novela histórica, la novela negra con trama vaticana, la novela rosa con trasfondo de posguerra, ha ido ocupando un espacio cada vez más relevante en las mesas de novedades de librerías y grandes almacenes. El boom de los autores literarios españoles que sucedió a la llamada nueva narrativa española, que irrumpió en España a mediados de la década de los ochenta y que situó la novela de calidad, el artefacto literario, en destacados lugares de las listas de libros más vendidos, ha pasado a mejor vida. Fueron los tiempos de la aparición y consolidación de autores como Javier Marías, Luis Mateo Díez, José María Merino, Soledad Puértolas, Antonio Muñoz Molina, En rique Vila-Matas, Rafael Chirbes, Manuel Longares, Mercedes Abad, Alejandro Gándara o Almudena Grandes, entre otros. Detenerse hoy ante la mesa de novedades de las librerías, incluso de las que históricamente han sido consideradas como esencialmente literarias es un ejercicio decepcionante: no es fácil encontrar, en el bosque de portadas, obras literarias de calidad, novelas que se salgan de la tipología bestselleriana  antes aludida.

De otro lado, la crisis económica, que ha afectado al volumen de ventas de las editoriales, tanto a las grandes como a las pequeñas, ha reducido la voluntad inversora de éstas en buena literatura, la necesidad de asumir riesgos y apostar por nuevos autores y por políticas de autor. Esto es especialmente sangrante en los grandes sellos. Mientras que la calidad literaria es el leit-motiv, la razón de ser de las pequeñas editoriales, para los grupos más poderosos, con honrosas excepciones (autores muy consolidados, premios Nobel o premios Cervantes y asimilados y poco más), la apuesta por la calidad es el agujero negro, la línea roja a no cruzar. En otras palabras, el “factor crisis” lleva a las editoriales más consolidadas, incluso a las que cuentan con una importante tradición literaria, a seleccionar de manera muy “rigurosa” las novedades: entrecomillo porque en este caso rigor no significa esmero en la búsqueda de la calidad, sino, por el contrario, aplicar como criterio prioritario encontrar el libro con grandes potencialidades de venta. Es decir, el valor comercial de la novela se sitúa por encima de cualquier otra consideración, especialmente las de índole artística.


II
Desde el punto de vista literario, ¿qué panorama tenemos? A mi juicio, la narrativa española de hoy tiende al eclecticismo. Se ha estabilizado una situación de convivencia de fórmulas preestablecidas, que ponen el énfasis en la narratividad, con corrientes pretendidamente innovadoras, que fían lo esencial de la labor novelística en la experimentación. De otro lado, se ha superado con creces lo que al principio de la transición política no pocos críticos (y novelistas) consideraban un lastre heredado: el cosmopolitismo, la proyección exterior, la capacidad de asimilación de corrientes e impulsos procedente de otras literaturas (sobre todo, de la centroeuropea y de la anglosajona) son una realidad consolidada. Ese factor, que a principios de la década de los ochenta del pasado siglo sirvió para descalificar la narrativa más realista de la generación del medio siglo, tachándola de costumbrista (con la excepción de Juan Benet y, en menor grado, de Luis Martín Santos), hoy ha dejado de ser un elemento de polémica. Ni siquiera se descalifica aquel realismo. Lo que se advierte es, quizá, una tendencia que va en dirección contraria: se ha revalorizado. Cada novedad de Juan Marsé, de Luis y Juan Goytisolo, de Caballero Bonald o de una narradora anterior como Ana María Matute, son recibidas por crítica y lectores con un alto nivel de estimación. A este respecto no me resisto a contar una experiencia personal con un significado más que ilustrativo: en 1997, en un programa de libros de una cadena privada en la que yo intervenía como periodista, mantuve una entrevista con Benjamín Prado, que acaba de publicar No le des la mano a un pistolero zurdo, en la que confesaba sus referentes y sus modelos literarios. El mundo del rock, Kerouac, la narrativa norteamericana de los sesenta, cierto desdén por el realismo “costumbrista”, tales eran los ejes de su posición como escritor. Sin embargo, desde hace algunos años su posición es radicalmente distinta: poética y narrativamente hablando. Algo parecido ha ocurrido con Belén Gopegui, que en sus primeras obras y en sus primeros textos sobre su “poética” desdeñaba la función social de la literatura. Sin embargo, hoy, para ambos, la generación del 50, los poetas del medio siglo, la memoria colectiva, la literatura con algún tipo de implicación político-social han pasado a ser ejes de su mundo referencial. Esas anécdotas no se cierran en sí mismas. Expresan, en parte, la situación de nuestra narrativa más joven y una mirada distinta hacia nuestra tradición. No sólo se contempla con otra mirada a los mejores narradores de aquella promoción, sino que, también, se ha proyectado una mirada renovada, no descalificadora, hacia novelistas procedentes de la misma generación pero adscritos a posiciones más radicales, más abiertamente sociales y políticas, próximas al realismo socialista: hace algunos años se reeditó una novela olvidada de Armando López  Salinas, Año tras año, se ha recuperado su literatura viajera y testimonial y es muy reciente el rescate, por una pequeña editorial independiente, de buena parte de la obra de Antonio Ferres, que ha cobrado una merecida actualidad literaria.
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Merino, Mateo Díez y Juan Pedro Aparicio

III
Todo ello nos viene a decir que nuestra narrativa de hoy, en el comienzo de la segunda década del siglo XXI,  es, en su eclecticismo, en su convivencia de corrientes y tradiciones (y generaciones) la consecuencia, más o menos acabada, de un proceso desarrollado a lo largo de treinta años que ha contribuido a su “normalización”. A grandes rasgos (no puede ser de otro modo), este proceso ha tenido las siguientes fases:

1. Los años ochenta, con la transición política, fue una etapa caracterizada por el surgimiento de un fenómeno irrepetible: el que se denominó “nueva narrativa español” o “narrativa española actual”, caracterizado por la recuperación de la narratividad, la exigencia de búsqueda en tradiciones narrativas contemporáneas allende nuestras fronteras, la incorporación del cosmopolitismo y la negación de los impulsos experimentales que fructificaron a finales de los 60/principios de los 70.

2. Los años noventa, período en el que, bajo la influencia del dirty realism de Carver, Ford o Tobias Wolff y de cierta novela norteamericana que se movía entre el tremendismo y el hiperrealismo (con no pocas dosis de casquería en algunos casos: Douglas Coupland), aportaron a la narrativa española trayectorias y obras que llegaron a alcanzar algunos de los premios literarios más prestigiados del país: pienso en José Ángel Mañas, en el poeta Roger Wolff, en Pedro Maestre, entre otros. El Premio Nadal fue, durante varios años, privilegiada plataforma de esa narrativa. De otro lado, en ese período surgió una novela protagonizada por mujeres con un afán irreverente y provocador (Lucía Etxebarría fue el más claro exponente) y nuevas novelistas como Clara Sánchez o Dulce Chacón aportaron una inyección de rigor y conciencia crítica. En todo caso, tanto la novela de la entonces llamada “generación X” como la narrativa irreverente y provocadora escrita por mujeres supusieron una quiebra del rigor que presidió la novela española en la década anterior.  

3. La década del 2000 vivió, en buena medida, la recuperación de una doble memoria por los jóvenes novelistas: la de los últimos años del franquismo y los primeros de la transición de un lado; la de la guerra civil y la inmediata posguerra, de otro. Ambas tareas surgen como un elemento añadido (e imprescindible) a la política de recuperación de esa memoria emprendida por amplios sectores sociales y políticos. Fue una década marcada por Soldados de Salamina, de Javier Cercas, por algunas de las novelas más emblemáticas de Almudena Grandes, de Muñoz Molina, de Rafael Chirbes, y por no pocas novelas que situaban en la centralidad de la temática a abordar (una vez más) una memoria colectiva que si bien había sido tratada ya por nuestra novela (incluso en los últimos años del franquismo), lo era por vez primera por escritores pertenecientes a una generación que había colaborado, como sector más joven, en la construcción de la democracia.

4. Los últimos años de esa década, al calor de la omnipresencia de Internet y de la creciente sofisticación de las llamadas Tecnologías de la información y de la comunicación, hemos asistido a la irrupción de una nueva ola vanguardista: la llamada “generación nocilla”, cuyo ideario en poco difiere de otros experimentos vividos por la literatura española, europea y norteamericana en períodos históricos pasados. Generación nocilla, literatura mutante, fragmentarismo, literatura pangeica (Vicente Luis Mora dixit) entre otras denominaciones, han sido términos acuñados por escritores nacidos entre 1964 y 1975 que han optado por incorporar a su labor literaria los nuevos horizontes tecnológicos.

Esas cuatro fases, expresivas de una evolución de 30 años, son los cimientos sobre los que se asienta el, a mi juicio, esencial debate en que se encuentra inmersa la narrativa española (en español) en el momento actual. Aunque la diversidad de tendencias y tradiciones está ahí (en una pugna cada vez más desigual con la vocación pro best-seller de los grandes grupos) y aunque el eclecticismo parece ser la norma dominante, lo cierto es que la discusión más viva y, a mi juicio, la más interesante y necesaria es la que se ha abierto entre el neoexperimentalismo, basado en el fragmentarismo, representado por la llamada generación nocilla (Eloy Fernández Porta, Agustín Fernández Mallo, Manuel Vilas, Javier Moreno) o “narrativa mutante”, y la defensa de la vigencia de la narratividad, la apuesta por una novela que “cuente historias” partiendo de la idea de que el medio puede condicionar el mensaje pero no convertirse en mensaje, tal y como plantean los teóricos de la literatura mutante, en un neo mcluhanianismo tardío. Dicho de otro modo, para los partidarios de la tradición la novela sigue y seguirá siendo un artefacto literario cuya esencia, cuya base fundamental es el hecho de contar una historia con un lenguaje revelador, ya sea con voluntad de experimento, ya lo sea con la de apurar todas las potencialidades del lenguaje hablado o escrito, es decir, del lenguaje entendido del modo más convencional, más directo.

 (Continúa, en su segunda parte, en el próximo post)

 

viernes, 28 de enero de 2011

La elegía de Mary Jo Bang, el gran poema de 2010

Mary Jo Bang nació en 1946. Por fecha de nacimiento es coetánea a nuestros poetas de la llamada generación del 68. Tuvo 20 años cuando los estudiantes de Berckeley, al amparo de las reflexiones de Marcuse y, más allá, de los filósofos de la Escuela de Frankfurt, se movilizaron por los derechos civiles. Tenía 22 cuando asesinaron a Martin Lutero King y vivió, en plena juventud no sólo los movimientos masivos contra la guerra del Vietnam, sino la irrupción de los más diversas corrientes estéticas en todos los campos de la actividad artística en tiempos de contracultura, de rebelión colectiva, de búsqueda de nuevos horizontes de libertad y de realización personal. Mary Jo Bang nació en Waynesville, una pequeña localidad de Missouri, y, como tantos otros miembros de su generación, vivió las grandes conmociones de un siglo XX especialmente cruel.  En enero de 1967, a los veintiún años, Mary Jo  Bang tuvo un hijo. Un hijo que creció mientras el siglo XX avanzaba hacia su final.  Un hijo en el que depositó sueños, ilusiones, caricias, esperanzas, el imaginario de un mundo distinto. Para él y para quienes lo acompañaran. Un hijo al que amaba intensamente en el comienzo del siglo XXI mientras veía cómo lentamente se iba deslizando, sin que ella lo pudiera evitar, hacia el abismo. El hijo murió un día de junio de 2004 por sobredosis, probablemente de heroína. Mari Jo Bang, hasta ese día, había escrito cuatro libros de poemas. Su trabajo lírico lo combinaba con sus clases de inglés y con la dirección del programa de Escritura Creativa  de Washington University. Mary Jo Bang se asomó al abismo ante el vacío y ante el hijo muerto. Y poco después, comenzó a escribir los poemas de Elegía, libro que se publicó en Estados Unidos en 2007, que obtuvo el Premio de la Crítica de su país y que, en 2010, con traducción y prólogo de Jaime Priede, publicó Bartleby Editores en la colección que tengo el honor de dirigir.

Elegía es, a mi juicio, uno de los libros más perturbador, emotivo y profundo de cuantos se han publicado en España en 2010. Mary Jo Bang lo escribió en el agujero de un drama íntimo de proporciones incalculables. Los poemas se enlazan unos con otros para hablarnos del pasado del hijo, de los momentos vividos a su lado por la poeta, de lo que pudo hacer y no hizo para evitar su trágico final. La culpa, el amor astillado, los deseos rotos, la infancia como paraíso ajeno a las tragedias, los objetos del hijo, la indagación en la raíz (frágil, enormemente inestable) de aquellos momentos en que pudo no estar a su lado, no darse cuenta de alguna desatención, las fotografías de una felicidad perdida, la conciencia no menos astillada de haber fracasado como madre. Sólo en en el fondo del dolor, en el núcleo de todas las dudas existenciales es posible escribir: "Amnesia nocturna. / El sueño se convierte / en dibujo animado y lentejuela de menta".

Muy pocas veces he sentido, ante un poema, la necesidad de llorar, de dejar (los hombres no lloran, me decían en casa cuando era niño) que los sentimientos afloren de una manera líquida y silenciosa ante la capacidad del lenguaje para tocarnos esos lugares recónditos de nuestro cerebro donde se alojan la emociones más hondas e inesperadas. Así ha sido esta noche al releer el poema "Fuiste eres elegía". Os transcribo un fragmento:
Eras. Eres
en mayo. Mayo mirando
hacia junio que llega.
Así es como mido
el año. Todo Fue Culpa Mía
es el título de la canción
que he estado cantando.
Incluso cuando me pedías calma.
No he tenido calma alguna,
he estado llorando. Creo que tú
me has perdonado. Todavía me pones
la mano en el hombro
cuando lloro.
Gracias por eso.
Es una poesía directa que, sin embargo, no desdeña la metáfora ni la comparación,  que combina momentos de alta tensión lírica con acercamientos en apariencia objetivos a lo cotidiano, que tantea con sutileza los fantasmas de la memoria más remota a la vez que recobra los más duros momentos de la días últimos y penúltimos del hijo. Es una poesía de las emociones --que, a la vez, indaga en el lenguaje, encabalga versos, despliega imágenes imprevistas-- que no pocas veces es tratada con desdén por quienes, desde la trinchera crítica o desde la poesía no coincidente, consideran ajena al poema toda emoción que no sea puramente estética. ¿Poesía de la experiencia en versión norteamericana? No exactamente. Más bien poesía de la existencia. Una poesía que conmueve y perturba que forma parte de una tradición muy asentada en la poesía anglosajona (sobre todo de USA) contemporánea. Se trata de la poesía que habla de las relaciones entre padres e hijos, del taller de escritura del poeta, de los amigos del fin de semana, de la soledad de padres que intentan prolongarse en el hijo yendo de pesca o paseando por la montaña, de mujeres abandonadas o perdidas en el desamor, de lecturas fuera del canon, de vagabundos hundidos en el alcohol o en la soledad más completa. Es la poesía de la otra América. De una América que vive en Nueva York o en Chicago. Pero que, sobre todo, desarrolla su vida cotidiana en pequeñas ciudades de Missouri ( como la Waynesville de Mary Jo Bang) o Montana, de Kansas o Dakota.

lunes, 11 de enero de 2010

Nieve: un poema de hace 15 años

Lo escribí hace muchos años. Apareció en mi libro Quebrada luz (1996) y es un poema que siempre regresa a mi memoria cuando la nieve desciende sobre la ciudad y puedo contemplar su caída, como ahora, desde la ventana a la noche de mi cuarto de trabajo. Raymond Carver, C. K. Williams, Auden, Gerardo Diego, Luis Cernuda escribieron hermosos poemas con el telón de fondo de la nieve. En La tierra de Alvargonzález, de Antonio Machado, la nieve es, más que un fenómeno meteorológico, un personaje del poema/relato del mismo modo que es amenaza para los caminantes que acaban buscando el calor del mesón en noches de ventisca por los viejos caminos de Soria. Nieve urbana y sucia de Sandburg, nieve en las montañas del Guadarrama en Leopoldo Panero o en Enrique de Mesa; nieve de la desolación en los poemas de Celan, en los relatos de Kafka, en las novelas de Lars Gustaffson o en los perturbadores cuentos de Herta Müller.


"Nieve desde la ventana". Foto del autor de blog. Enero 2009
Y nieve crecida en la más recóndita esquina del corazón de mi infancia, de todas las infancias. La que viví de niño en los descampados de mi barrio y la que, cuando eran niños, sorprendí, en las mañanas de nieve, en las pupilas de mis hijos. Esa es, de forma depurada, la nieve que tiembla en el poema que escribí hace tantos años. Aquí os lo dejo. Como un extraño regalo en esta noche de nieve y puertos de montaña cerrados y calles intransitables.

NIEVE
La sorprendida nieve
cubre tu corazón, que es como el valle.
Como el valle de enero, luz helada. Aire en suspenso
como una larga duda
temblando bajo el humo de la tarde.

Llegamos de la nieve con los años al hombro. En esta tierra,
la de la eternidad imaginada, la infancia que perdimos
tiene en la nieve su más estricta luz, su posesión,
su amanecer, su aliento.

¿Quién olvida
esa luz fría que puso a nuestro alcance la mañana
de un enero perdido en la maleza? ¿No es acaso
parte de la memoria su fría longitud, tierra sin voz
su contextura?

Crecimos con su imagen
prendida a nuestros ojos, asediando la casa,
extenso territorio al que no se retorna.
No se vuelve a su luz. Tampoco a su silencio.
No se regresa al alba
que nos mostró la nieve un viejo enero.

La manchó el tiempo.
Como barro, los días
destruyeron su luz inmaculada, esa tierra sin voz
donde muere la aurora,
se afirma la pisada, busca el lodo, las hierbas ateridas,
las cruel posesión que fue el invierno
bajo la blanca luz que recordamos.
                                         (De Quebrada luz. 1996)

lunes, 1 de junio de 2009

LOS POEMAS, CASI DESCONOCIDOS, DE JOSÉ DONOSO

A José Donoso lo conocía como escritor, sobre todo, por dos libros: la novela El obsceno pájaro de la noche y un maravilloso ensayo/crónica/texto memorialístico titulado Historia personal del boom. Pero Donoso no pudo sustraerse, en una época de su vida, a escribir poemas. Y lo hizo bien, con una voluntad de depuración lingüística que no estaba en sus novelas y con la decisión de contar, de manera transparente, con una sencillez no desdeñosa de puntuales metáforas, su experiencia cotidiana entre 1971 y 1977. El novelista complejo, a tramos oscuro y atormentado, decidió un buen día, en el invierno azotado por el cierzo de Calaceite, hablar de sí mismo y de su relación con la cotidianidad de un pueblo perdido en medio de la comarca del Matarraña en el que compraría una hermosa casa de piedra (en la foto que compartimos Félix Grande y yo, así como en las otras que ilustran la entrada, podéis ver parte de su interior) y al que acudiría buena parte de la intelectualidad más relevante de la época: Buñuel, los Moix, Vargas Llosa, Ángel Crespo, Bryce Echenique...

Quien había consumido a lo largo de su trayectoria literaria "whisky con agua" o "whisky con hielo" -así calificaba Fernando Quiñones, con acierto, a la novela y al cuento respectivamente- decidió un buen día consumir "whisky solo": es decir, escribir poesía. En otras palabras, lenguaje en su estado de máxima concentración. De esa experiencia, que se inició un día de 1971 en que Donoso decidió seguir los pasos del traductor al francés de El obsceno... para retirarse a vivir con Pilar Serrano, su mujer, y su hija, a Calaceite, surgirían los poemas del libro, recién aparecido (y comprable en la Feria del Libro de Madrid que acaba de inaugurarse), Poemas de un novelista. Es un libro emocionante, constituido por cuatro bloques de poemas de entre los que destacan, por su extensión y hondura, los que integran el primero: "Diario de un invierno en Calaceite (1971-1972)". Las otros bloques están compuestos por
"Tres poemas de 1951", "Madrid, 1979" y "Retratos (Sitges, 1977)".

La publicación de este libro, del que tuve noticia en el mismo Calaceite, hace poco más de un año, gracias a las revelaciones de Emilio Ruiz Barrachina, autor del documental Tinta y piedra (un acercamiento al fenómeno surgido en ese pueblo aragonés alrededor de la figura de Donoso en los años 70, accesible pinchando AQUÍ). Por él accedí a un ejemplar de su primera y única edición chilena, de 1981, realizada por la pequeña editorial Ganymedes, y a partir de su lectura aconsejé su publicación en Bartleby poesía. No pocos se preguntarán por la razón que ha llevado a esa editorial a publicar los poemas de un escritor conocido como novelista. Por una razón muy simple: voluntad de ofrecer, también, la cara menos conocida de los grandes autores del siglo XX. Lo hizo, por ejemplo, con el Diario de una novela, de John Steinbeck, y lo hizo con Esa belleza, de John Berger. Por ello, no es novedad que esta pequeña y valiente editorial se lance a la edición de poemas de narradores universalmente reconocidos: ahí están los poemas de Faulkner, publicados el pasado año, o los de Raymond Carver, o los de Günter Grass, cuyo último libro, Payaso de agosto, está también en las librerías y en la Feria.

Los poemas de Donoso cuentan con un prólogo de uno de los privilegiados testigos de aquel invierno de hace casi cuarenta años: Jorge Edwards. Y con otro prólogo del propio Donoso que tiene entidad por sí mismo en la medida en que recoge la mirada del narrador chileno sobre sus propios poemas y sobre la historia de su peculiar apredizaje lírico. Sus referencias (John Donne, la Dickinson, Eliot... ) y una voluntad de despojamiento que tiene mucho de mágico en un narrador de lo complejo, se mezclan con sus vivencias personales y con sus amores y desamores. Sin duda es un libro más que recomendable. Que nos hará vivir una experiencia, la de Donoso, extraña y apasionante. Y la nuestra propia, como lectores que acceden al universo hasta ahora apenas conocido de su poesía. Feliz lectura. Mientras tanto, aquí os dejo este breve muestra:
"Deshabitados los ojos.
Vacía la piel:
trepa la yedra a la piedra
que no la siente trepar.
Es la temporada de endebles,
silenciosos huracanes.
La nube pasa,
embala el paisaje en su cáscara de frío.
La luz afila aleros y esquinas:
por súbitos trapecios de sombra
transcurre gente encorvada y de prisa,
vuelta hacia adentro como un guante,
toda superficie gastada y mal pulida"
Nota: las fotografías son del autor del blog. Abril 2008.

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