viernes, 25 de abril de 2008

HAROLDO CONTI, el amigo de Juan Gelman al que desaparecieron...

En la víspera del día en que se entregó el Premio Cervantes a Juan Gelman, tuve la fortuna de moderar una mesa redonda sobre su obra poética en la Universidad de Alcalá de Henares. Era una mesa de poetas en la que participaban, por la parte española, Jorge Riechmann y Luis García Montero, y por la parte hispanoamericana los mexicanos Marco Antonio Campo y Eduardo Hurtado. A última hora, llegó Juan Gelman, que pudo responder a algunas preguntas del público (profesores y alumnos de la universidad) antes de finalizar el acto. Después, almorzamos en un restaurante del casco viejo complutense. Por esas casualidades de la vida, sin pretenderlo, me situé a la derecha del poeta. Hablé con él de su vida, de su agitado calendario de actividades en España... y de los escritores de su generación, una generación amputada por la dictadura de Videla y sabedora de exilios, de penalidades, de torturas y de muerte. Por Félix Grande sabía de la gran amistad que unía a Gelman con el narrador y compatriota Haroldo Conti, compañero de luchas democráticas y soñador, como él, con un mundo más justo, más libre y mejor repartido. Le pregunté por él, por su amistad, por su trágico destino. No sé si fue una percepción subjetiva por mi parte, pero lo cierto es que noté, en su respuesta, un sutil esponjamiento de la voz, una emoción contenida. Dijo algo así como que tuvo un final terrible, que sobre él se cebó la dictadura, que tuvo noticias de sus últimos días a través de un sacerdote que lo localizó en un campo de prisioneros en un estado de total abatimiento y físicamente destrozado por las torturas y vejaciones.
Le dije que Bartleby Editores, la editorial de Pepo Paz -a la que conoce, según me contó, por su colección de poesía-, acababa de estrenar la de narrativa con un clásico de la literatura alemana, Adalbert Stifter (Brigitta), y que era inminente la distribución a librerías de los Cuentos completos de Haroldo Conti en una edición que recogía, a modo de prólogo, un texto emocionado y testimonial de Gabriel García Márquez. Gelman me contó, como si se tratara de una experiencia conocida muy de cerca, la misma secuencia de hechos que en ese prólogo narra el Premio Nobel colombiano. Abajo la puede leer el lector curioso:

"Quince días después del secuestro, cuatro escritores argentinos -y entre ellos los dos más grandes- aceptaron una invitación para almorzar en la casa presidencial con el general Jorge Videla. Eran Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Alberto Ratti, presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, v el sacerdote Leonardo Castellani. Todos habían recibido por distintos conductos la solicitud de plantearle a Videla el drama de Haroldo Conti. Alberto Ratti lo hizo, y entregó además una lista de otros once escritores presos. El padre Castellani, entonces tenía casi ochenta años y había sido maestro de Haroldo Conti, pidió a Videla que le permitiera verlo en la cárcel. Aunque la noticia no se publicó nunca, se supo que, en efecto, el padre Castellani lo vio el 8 de julio de 1976 en la cárcel de Villa Devoto, y que lo encontró en tal estado de postración que no le fue posible conversar con él". Gabriel García Márquez.

Gelman me habló de él como uno de los grandes escritores argentinos de su tiempo. No sólo como un amigo, sino como un creador de raza. También le dije que Pepo Paz había pensado en él para presentar el libro de cuentos pero que, ante el apretado calendario de actividades oficiales en que estaba metido, no parecía muy plausible tal posibilidad. Hubiera sido, sin duda, hermoso, vivir la experiencia de un Juan Gelman presentando los cuentos completos de su amigo desaparecido. Pero dejémonos de lamentaciones. Si hace algunos meses transcribí en este blog un fragmento de uno de los relatos del libro de Conti, esta madrugada, cuando tengo la certeza de que sólo me separan unas horas de vivir la experiencia de tener entre mis manos el libro con que hace año y medio comenzamos a soñar Pepo Paz y yo (yo lo soñé, todo hay que decirlo, como un imposible, como una quimera inalcanzable), ofrezco al lector, como anticipo de lo que tendrá en su poder cuando acceda al libro, el comienzo del relato titulado "Perdido". Ahí va:

"El tren salía a las ocho o tal vez a las ocho y media. Recién diez minutos antes enganchaban la locomotora pero de cualquier forma el tío se ponía nervioso una hora antes. Todos los del pueblo eran así. Apenas llegaban y ya estaban pensando en la vuelta. Su padre había hecho lo mismo. La mitad del tiempo pensaba en las gallinas, que comían a su hora, o en el perro, que había dejado en lo del vecino. Para él Buenos Aires era la Torre de los Ingleses, Alem, la avenida de Mayo y, por excepción, el monumento a Garibaldi, en Plaza Italia, porque la primera vez que vino, con la vieja, se extraviaron y fueron a parar allí. Se sacaron una foto y el tipo de la máquina los puso en un tranvía que los llevó a Retiro. De cualquier forma llegaron una hora antes y con todo estaban tan excitados que casi se meten en otro tren."

jueves, 24 de abril de 2008

Gelman, la memoria y nuestro pasado: histórico y... poético

Hace algunas semanas, pasé, por el pueblecito madrileño de Garganta de los Montes, al lado de lo que queda de los barracones de lo que fuera, en los años 40 y 50 del pasado siglo, es decir, en plena posguerra, un "destacamento penal" del franquismo. Es decir: un campo de trabajo para la redención de penas, como lo llamaba Franco, o un campo de concentración de presos políticos, lo que era en realidad. Allí, tal y como lo cuenta Isaías Lafuente en su libro Esclavos por la patria, hubo un promedio de 500 prisioneros excavando el túnel de Mata Águila en condiciones infrahumanas. Gran parte de la línea ferrea, hoy casi muerta, del "directo" Madrid-Burgos la construyó una legión de hombres condenados por el único delito de defender la libertad, de estar con el gobierno legalmente constituido. Ése es uno de los escenarios de mi novela Trenes en la niebla. Un escenario borrado de la memoria de las gentes del valle del Lozoya, enterrado bajo una losa de silencio y de miedo. Hoy, en 2008, los jóvenes que viven en esos pueblos, los que viajan a los alrededores de Garganta de los Montes con la mochila a la espalda para respirar el aire puro de la montaña cada fin de semana, nada saben de la ignominia colectiva que se vivió al lado del camino por el que avanzan. Muy pocos vecinos hablan de aquéllo: de esa forma, intentan hacerse a la idea (autoconvencerse) de que la humillación "no existió". Pero existió, claro que existió. Abajo puede el lector ver un par de fotografías, realizadas con un teléfono móvil el pasado 9 de marzo, de las instalaciones de lo que fuera estación de Robregordo-Somosierra. Naves abandonadas bajo la niebla... Como si una rara y fantasmal estación de Canfranc aguardara la demolición en medio de la cordillera.

GELMAN, LA MEMORIA Y MI RECUERDO DE UNA CRÍTICA

Hablando de memoria: ayer, 23 de abril, en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, pude escuchar la voz de Juan Gelman. Una voz firme pese al tono aterciopelado de su acento argentino. Una voz que defendía la poesía como territorio del lenguaje que revela y aturde. Una voz que, quizá como parte sustantiva del oficio de poeta, reivindicaba la memoria. La de los amigos y familiares muertos (algunos, como su hijo y su nuera, tan cercanísimos que nos duelen a todos todavía) bajo la dictadura de Videla, sin duda. Pero su voz iba más allá: convocaba nuestra memoria de humillaciones y derrotas, nos invitaba a devolver la identidad a nuestros asesinados que muerden el anonimato, desde hace más de medio siglo, en cunetas perdidas o en fosas comunes (¿cómo no recordar, al escuchar al poeta, a Federico, como no pensar en la suerte de sus restos?), nos invitaba a un permanente ejercicio de indagación en el pasado. Sin memoria, no existimos, no somos. Esa apelación, hecha con la emoción de quien ha vivido una dramática experiencia -individual y colectiva-, heló la sonrisa, que mostraba con presunción y casi con descaro desde el principio del acto, de Esperanza Aguirre y estuvo a punto de llenar mis ojos de lágrimas.

Ahora, al contemplar las fotografías de la vieja estación que construyeron los presos en las laderas de Somosierra, no he podido sustraerme a la evocación de las palabras de Gelman al recibir el Premio Cervantes, a su intenso canto a la necesidad de tener siempre viva y fresca la Historia, nuestra... historia. Tampoco he podido evitar una evocación muy personal: en 1999, con motivo de la edición en España de su libro Cólera buey, le hice una entrevista para Babelia, entrevista que acompañé, una semana después, de una crítica, razonablemente extensa, al libro. Mi crítica, sin duda elogiosa, no cayó bien en los círculos poéticos dominantes de entonces. Recuerdo que, en aquellos días, Gelman era observado y leído con desconfianza por quienes defendían un realismo directo, experiencial, de tono coloquial (muy Gil de Biedma, para que nos entendamos) porque rompía el lenguaje y jugaba/luchaba en sus bordes, en sus límites -titulé mi entrevista "El arte de gelmanear" y alguien me reprochó que jugara con el lenguaje al titular un texto "serio"-. Es decir, se desconfiaba de la obra de Gelman porque no era "directa". De otro lado, quienes, a la sombra del Valente posterior a los ochenta, o del hermetismo de Ungaretti o Montale, o del intimismo radical de Gottfried Benn, defendían una poesía más metafísica y entrópica, lo observaban con parecida desconfianza porque, vive dios, apelaba a la crítica social, era político como poeta y como hombre y hacía de la recuperación de su memoria personal y de la memoria de los humillados y desaparecidos por la ignominia, un eje matriz de su poesía. Unos y otros, ayer, abrazaban a Juan Gelman, pujaban por emparentarse con su obra y con su experiencia vital. Es decir, habían olvidado indiferencias y diferencias. La solvencia y la calidad y la hondura de la poesía gelmaniana había arrollado, en la última década, las viejas desconfianzas. Y todos, desde la confrontación soterrada y con el deseo de "apropiarse" del poeta premiado una vez acabara el acto, cultivaban el elogio y el abrazo. Seguro que había sinceridad y honesta solidaridad en esos gestos. Pero, al salir, no pude sino recordar la pertinencia de mis reflexiones, publicadas en este blog el pasado 12 de febrero, a propósito de la muerte de Ángel González . Y pensé que, una vez más, le estaba creciendo a Juan el ejército de intérpretes y de "escuderos" que la sombra del Premio Cervantes suele propiciar. Aunque antaño (hace menos de una década) buena parte de ellos lo ignoraran desde la indiferencia. Vivir para ver.

lunes, 14 de abril de 2008

García Lorca: ¿una excepción a la Ley de Memoria Histórica?

Hace unos días, buscando en Internet algunas referencias al documental dirigido por Emilio Ruiz Barrachina Lorca. El mar deja de moverse tras su proyección en el Instituto Francés de Madrid el pasado 7 de abril, di con una entrada en el blog de Javier Rioyo titulada "Muertos sin sepultura". Antes, quizá en el verano de 2006, había leído un artículo de Luis García Montero relacionado, también, con el asesinato de García Lorca y sobre la situación de sus restos. Y a finales del pasado año, pude leer las opiniones de no pocos expertos en el portal de Internet de la Asociciación para la Recuperación de la Memoria Histórica. El periodista y el poeta coincidían (con Andrés Soria Olmedo y con la familia) en una idea: no hay que mover los restos de Federico, no hay que investigar hipótesis que afirman que pueden no estar en el Barranco de Viznar, no es necesario poner la ciencia contempránea (los escaner, los sistemas de detección de ADN en vestigios humanos) al servicio de la memoria colectiva, de la recuperación de la historia viva de una indignidad. Una idea que, como antes dije, comparte la familia del asesinado pero que contribuye a dejar en el aire incógnitas que la sociedad española, el mundo cultural de nuestro país y los amantes de la poesía de Federico tienen derecho a despejar. No se trata de un muerto anónimo, de un ciudadano sin influencia (artística, cultural, sociológica, política si me apuran) en la sociedad de su tiempo y en la literatura universal, sino todo lo contrario. La familia de un asesinado cuyo papel en la sociedad no ha sido relevante puede decidir en la intimidad no buscar sus restos, no indagar sobre la forma en que se cometió el crimen, no investigar sobre el lugar en que fue enterrado. No es ése el caso de Federico.
Es curioso que la Ley de Memoria Histórica, respaldada por las fuerzas de izquierda, sustentada en principios radicalmente democráticos y nacida para devolver la dignidad a los vencidos y la identidad, incluso en la muerte, a quienes fueron desprovistos de identidad y enterrados, como si de basura se tratara, en fosas comunes, en zanjas perdidas junto a carreteras solitarias o en barrancos sin nombre (o, como en el caso de Federico, con nombre), sea en este caso sorteada y se plantee que es preciso mantener la incógnita y cultivar, en el fondo, la desmemoria: "No mover a Lorca del lugar de su muerte es la mejor manera de recordar el crimen", afirma Rioyo. Si esa afirmación no fuera acompañada de una suerte de negativa a indagar en nuevos datos acerca de su asesinato, en la búsqueda responsabilidades o de la apuesta por el olvido de detalles que podrían aportar una luz nueva, podríamos darla por buena. Sin embargo, Ian Gibson, en el documental de Ruiz Barrachina, afirma justamente lo contrario. Se ratifica en unas declaraciones hechas a la Agencia EFE que leí en diciembre de 2006 y que reproduzco textualmente: "Lorca es el poeta español más famoso del mundo y la víctima más notoria de la Guerra Civil española, y por ello creo que incumbe al Estado la búsqueda de sus restos". Si a ello añadimos la voluntad de los familiares descendientes de Dióscoro Galindo y Francisco Baladí, el maestro de Pulianas y uno de los dos banderilleros fusilados junto al poeta, quienes, acogiéndose a la Ley de la Memoria Histórica, quieren pedir la exhumación de los restos que se encuentran en la misma fosa, no parece muy racional (tampoco humanitaria) la negativa de a familia.
Sé que es un asunto complejo, delicado si se quiere. Pero, volviendo al principio de esta entrada, resulta llamativa la coincidencia de Rioyo, también de García Montero, con la posición que ha venido defendiendo la derecha política y social. Una postura que supone establecer una excepción en la aplicación de la Ley de la Memoria Histórica, además de limitar (¿o cercenar?) los derechos de los descendientes de dos asesinados no tan conocidos ni influyentes en nuestra cultura como el maestro y el banderillero que, según todas las hípótesis, lo acompañaron en tan trágico destino.

¿Por qué esa defensa tenaz de la inamovilidad de los restos? ¿Por qué esa oposición a la investigacion si lo único que puede hacer es aportar luz y acabar con hipótesis y rumores de toda índole? ¿Por qué esa tenaz perseverancia en dejar el asesinato de Lorca circunscrito a la lógica consecuencia de la represión generalizada del fascismo en la provinccia granadina descalificando motivaciones complementarias, adicionales, pero quizá decisivas (homosexualidad, pugnas y odios familiares, razones económicas)? ¿Cuántos trabajadores, sindicalistas, pequeños empresarios, maestros o campesinos fueron asesinados por militares sediciosos o por fuerzas paramilitares franquistas en el marco de la represión generalizada pero saldando viejas cuentas personales, fobias y odios familiares o pugnas económicas arrastradas durante décadas?
Lorca. El mar deja de moverse es un documental clarficador, contundente. Estéticamente clásico, tradicional si se quiere, pero que cumple con la función esencial de todo documental: aportar nuevos enfoques a una realidad conocida en parte. Iluminar zonas oscuras, aportar nuevos y desconocidos datos. Aclarar nuestra historia y recuperar la memoria colectiva. Y, como corresponde en un asunto tan controvertido como las circunstancias en que Lorca acabó siendo asesinado, poniendo sobre el tapete todas las opiniones: la de la familia, la de Gibson, la de Paul Preston, la de la familia Rosales... Y la de nuevos investigadores que están aportando ingrediente nuevos a la exigencia de investigación. Los restos de Lorca son de la familia, por supuesto. Pero no se trata de expropiárselos, de arrebatárselos, sino de algo tan simple como saber si están donde se dice que están, como desmentir hipótesis que sólo serán peregrinas cuando la investigación lo haga evidente.

Amamos con Joan Manuel Serrat - Mi despedida

  En 2012 publiqué   Fugitiva ciudad,  En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al...