Ayer, cuando escuché la noticia de la muerte de Antonio Tabucchi, recordé, de inmediato, el impacto que me produjo la lectura de su obra en la década de los noventa del pasado siglo. Sobre todo, su novela Sostiene Pereira. Aquella novela me proporcionó una visión de Lisboa tamizada por su mirada. Una visión que se extendió a Fernando Pessoa, uno de los poetas imprescindibles de la literatura universal. De aquella impresión surgió un artículo que publiqué en Babelia el 2 de noviembre de 1996 y que hoy sólo es encontrable en el la hemeroteca del "kiosko" de El País. Hoy lo recupero en Al margen. En tributo y homenaje a Tabucchi. Descanse en paz.
Pereira, ese amigo
"Nunca
he estado en Lisboa. Por caprichos del azar, todos mis viajes a Portugal se han
interrumpido antes de que pudiera pisar sus viejas calles en cuesta, contemplar
sus tranvías eternos o perder la mirada en el Atlántico desde un café cercano
al puerto. Evora, Portalegre, Guarda, Castelobranco, Covilha, ha sido las
ciudades que, por razones que no vienen al caso, se han cruzado en mi camino
reteniéndome más tiempo de lo previsto cuando me dirigía a la vieja capital.
Sin embargo, sé que el día en que pise sus calles no sentiré el desarraigo del
forastero. Porque llevo conmigo una Lisboa imaginaria, acaso más real que la
que junto al Atlántico me aguarda. La construí, a principios de los ochenta, al
calor de una lectura irrepetible: el Libro
do dessasosiego. Me apropié de sus calles, de sus bares y cafés, de sus
plazas y tranvías, la dibujé en mi cabeza bajo ese claroscuro con que la
realidad trasciende su propia condición para transformarse en sueño o desvarío.
"No
tardaría, sin embargo, en conocer otra Lisboa. Venía de la mano de Tabucchi y
era una ciudad fantasmal bajo el bochorno de julio en la que la sombra del
poeta se hacía omnipresente. Ciudad y poeta se fundían bajo un título no menos
espectral: Requiem. Aquella novela,
leída de un tirón una tarde del verano de 1994, sería la puerta por la que, un
año más tarde, habría de colarse un hombre grueso, apocado, hecho con la
materia de la mediocridad, de nombre con raíces judías, proclive al sudor y a
la hipertensión, católico, apolítico, lector de Bernanos y creyente en el alma.
Se llamaba Pereira, vivía en un cuartucho de la Rua Rodrigo da Fonseca,
frecuentaba el Café Orquídea, amaba a los escritores muertos y no sabía, cuando
lo sorprendí en el mugriento despacho del diario Lisboa presto a dirigir su suplemento literario, que su mediocridad
se iría cuarteando poco a poco, que la pequeñez que parecía ocultarse en su
cuerpo desmesurado adquiriría las dimensiones del héroe, que la brevedad que
otorgaba a su vida su condición de cardiópata no tardaría en convertirse en la
eternidad que asumen muy pocos y elegidos personajes literarios. ¿Qué hizo que
la lectura de Sostiene Pereira me
mantuviera en suspenso durante varias horas, que días más tarde volviera a ella
una y otra vez? ¿Qué había encontrado en ese ser entrañable que, guiado por una
prosa precisa y llena de destellos, recorría el itinerario que va de la
ignorancia a la sabiduría, de la sumisión a la dignidad? Tal vez el paradigma
de una verdad sin máscaras: Pereira era, además del personaje central de una
ficción intensa y compacta, la representación imperecedera del hombre sin
malicia que, de pronto, entendía, de un modo brutal, los engranajes ocultos que
mueven el mundo. Una metáfora de la perplejidad ante una sociedad que nada
tiene de idílica y en la que nada hay perdurable de por sí.
"Pese
a que Sostiene Pereira era una obra
literaria sensu strictu, me resultaba
imposible eludir su carácter de representación de una realidad asentada en la
memoria colectiva: el Portugal salazarista en los años de nuestra guerra civil,
el clima opresivo y cerrado de una sociedad recluida en un nacionalismo
mediocre y sometida a la amenaza omnipresente de una policía política tan
ignorante e inculta como cruel y dramáticamente eficaz.
"De
pronto, pensé, en la Europa democrática y complacida de los noventa, Tabucchi
abría una ventana: a su través se mostraba el pasado propio, las aristas de un
mundo aparentemente abolido. La novela del hombre sin historia al que de pronto
se le cae encima toda la historia me desasosegaba. ¿Por qué? Tal vez porque
tenía algo de aviso. Porque nos ponía ante una realidad no del todo improbable.
Porque removía las raíces de la tranquilidad hurgando en el desván donde la
existencia del hombre cobra sentido: la endeble frontera que separa la libertad
de la no libertad, ese filo donde la vida, compleja, contradictoria, se juega
sus posibilidades de realización integral.
Tocar ese nervio, desnudarlo de los sucesivos ropajes con que solemos encubrirlo
o deformarlo, era el gran logro de Tabucchi. Pereira no era el héroe
convencional. Tampoco el intelectual crítico. Era más bien un ser anodino, un
periodista conformista, algo ambiguo, cuyos únicos excesos eran la adicción a
la limonada y una atracción algo difusa por la talasoterapia. En síntesis,
reflejaba al ciudadano medio que, en el fondo, piensa que el mundo está bien
hecho y que cualquier duda al respecto es un ejercicio tan incómodo como
innecesario, una ocurrencia, en fin, de mentes subversivas, siempre al margen
de su vida cotidiana.
"Es
ese mundo el que comienza a tambalearse cuando Pereira advierte que detrás de
cada gesto, de cada decisión, de cada noticia periodística, de cada escritor
elegido para esbozar un apunte biográfico o una necrológica, hay una zona
oculta donde alguien sin rostro establece los límites. Con sutileza unas veces,
con brutalidad otras. "Pereira,
me dije, somos todos. Desvela nuestras incertidumbres frente a la realidad. Y
nos pone ante un problema literario que muchos, demasiados, habían condenado a
las tinieblas de lo arcaico e inservible: el compromiso en literatura, la
implicación del artista en el mundo que le rodea.
"Sí,
pensé. Ese es el gran desafío al que, a través del personaje que pasa de
simbolizar un mundo rutinario e inmóvil, gris y enmohecido, a expresar, de un
modo intenso, totalizador, el paradigma de la libertad amenazada, nos invitaba
Tabucchi. Con Sostiene Pereira disfruté
como pocas veces lo había hecho del placer de la palabra escrita, hice mía una
Lisboa de claroscuros, calles escondidas y plazas con palomas y veladores, pero
también me vi conducido, sin poder evitarlo, a la reflexión sobre mi propia
historia, sobre nuestra historia, sobre el sentido de la vida, sobre los más
radicales significados de la literatura.
"Más
allá de la novela, en una esquina del cuarto donde leía, estaba la televisión
encendida. Desde la pantalla, llegaban imágenes tan cotidianas como
inquietantes, recordándome que algo de Pereira llevamos con nosotros: el
edificio de inmigrantes que, envuelto en llamas, hablaba, desde una ciudad
austriaca en el filo del siglo XXI, de la memoria del genocidio, las cifras del
paro, tras las que se ocultaban hombres y mujeres concretos que, sombríos Pereiras, sintieron la presencia de ese
territorio fronterizo donde la libertad linda con la no libertad cuando
recibieron el finiquito, el periodista acribillado a tiros en una calle de
Nápoles.
"Pereira,
pensé, vive con nosotros, dentro de nosotros. Al deambular por una Lisboa
enmudecida, al vislumbrar, en el velador de la Praça da Alegría, la silueta de
Monteiro Rossi, de Marta, al encontrarse en el Café Orquídea con el doctor
Cardoso, parece escarbar en una zona enmudecida de nuestra conciencia, nos abre
puertas, también, a un territorio que muchos conocimos: aquel en que el timbre
de la puerta podía sonar en la madrugada, aquel en el que el periódico —tantos
periódicos parecidos a la Lisboa de
Pereira— era la negación de la libertad, el espacio endeble de los escritores
enmudecidos y de los poderes enmudecedores.
"Cuando
cerré la novela, Pereira se había convertido en el amigo entrañable que, al
descubrir su condición de dominado me había invitado a acompañarlo, a sentir,
más allá de la piel, que la literatura no se agota en el goce estético, que su
historia tenía una prolongación inevitable en esa realidad que siempre gravita
sobre nosotros, me mostraba hasta qué extremo es frágil nuestra condición y
hasta qué punto podemos implicarnos en favor de la dignidad por encima del
miedo y del olvido".
Publicado en el diario El País. Babelia. Sábado, 2 de noviembre de 1996.
1 comentario:
Inexplicablemente (cierto resistencialismo inexcusable, o que en su día iba más apurada de todo), no lo he leído, y eso que tengo aquí en casa la celebérrima novela "Sostiene pereira", que después de leerte meto en mi equipaje pascual. Un beso!
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