En El peluquero de Dios está la memoria de nuestra guerra civil. Están los años del cambio hacia la democracia de la que todavía gozamos. La sombra del exilio y de la muerte lejos de las raíces. Los rescoldos de la Argentina de los desaparecidos bajo una de las más crueles dictaduras del último medio siglo. Cuentos para recordar, para vivir (y para aprender a vivir), para avivar una conciencia crítica, para reconstruir el inconsciente colectivo ante los grandes dramas que han vivido las sociedades contemporáneas. El libro, recién aparecido bajo el sello Bartleby Editores es una de esas extrañas obras, de no muy grueso formato (pienso en Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez), que descubren a un autor no por desconocido menos sólido, ambicioso y sensible. La difícl sencillez del relato. La transparencia. La emoción. La zozobra y la incertidumbre. Todo eso, y mucho más, está en esta colección de cuentos.
El relato no es un género fácil. El lugar que ocupa dentro de la narrativa no siempre es reconocido por los grandes editores y la mayor parte de los libros que se editan se ven condenados a arrastrar una vida clandestina o semiclandestina hasta que llega la vara mágica de un éxito puntual, o de una Feria del Libro, o el dedo "recomendador" de un buen amigo para que los lectores no asiduos se acerquen a él.
Esta noche, cuando todos los que valoramos el papel que la música y determinadas letras jugaron en la conformación de nuestra educación sentimental, lloramos la muerte de Antonio Vega (otra más del grupo de quienes crecieron y maduraron, humana y artísticamente, a la par que avanzaba una sociedad -la nuestra- recién salida de la dictadura hacia la plena democracia), me atrevo a recomendar con fervor, con pasión, con la certeza de que de su lectura a nadie dejará indemne, El peluquero de Dios.
DE ANTONIO VEGA Y DE SU MUERTE PREMATURA
Qué decir de Antonio Vega? Algunas verdades esenciales: su muerte nos habla de la fragilidad de una generación que tuvo que aprender, sin reglas establecidas y sin caminos trazados, a vivir en libertad. Que maduró sin darse cuenta, como si los juegos con que se estrenó la movida madrileña no fueran a terminar nunca. Que avanzó entre parques asediados por el paro de los ochenta y las jeringuillas tiradas en medio de la hierba como testimonios de la fragilidad de una juventud escéptica, confusa, deslumbrada por la libertad y, a la vez, atada a una adolescencia perpetua (¡tan hermosa cuando se evoca en la distancia de los años, tan frágil y pasajera cuando la muerte prematura la ilumina al fondo del túnel de la memoria más amada!). Antonio Vega había cumplido cincuenta y un años y era de una generación de jóvenes inconformes, sentimentalmente atados a las noches sin límite, de seres endebles y apasionados que jamás creyeron que algún día podían peinar canas, cumplir el medio siglo, alcanzar la edad que alguna vez tuvieron sus padres.
Antonio Vega, el genio de La chica de ayer o de El sitio de mi recreo, deja un vacío de piedra en la memoria de todos. Incluso en la de quienes, como yo, éramos algo mayores que él y que los músicos que lo acompañaban en Nacha Pop cuando las canciones citadas vieron la luz, y vivíamos alejados de aquella movida que el tiempo hace crecer y depura. Sus textos y músicas atizan la añoranza de un tiempo irrepetible. Nos hablan, al tiempo, de un submundo cruel, en el que la imaginación y el dolor parecían condenados a ir, por siempre, de la mano (¿cómo no recordar a Enrique Urquijo, a Antonio Flores, a tantos otros que transitaron ese camino dual y tormentoso?), en el que aquella felicidad posmoderna y ecléctica, que miraba de reojo hacia las grandes movilizaciones obreras de los ochenta, o hacia el golpe del 23-F, o hacia la reconversión industrial iniciada por Felipe González, parecía hecha con la materia de los sueños. De una materia, en todo caso, parecida a la que cimentó la geografía inolvidable de una bella novela de Scott Fizterald y cuyo título parecía pensada para Vega y sus coetáneos: Hermosos y malditos.
Termino con dos invitaciones: a escuhar, como homenaje a Vega, una de sus canciones (ya sé que no soy nada original: pichad aquí o aquí) y a recobrar una anotación en este blog de hace casi dos años. Su título (pinchad en él): "La chica de ayer".
2 comentarios:
Hola, Manolo. Me he sorprendido a mí mismo leyendo el comentario que anoté a tu entrada hace ya ¡dos años! Cómo vuela el tiempo y cómo cambian las cosas sin que apenas nos demos cuenta. Asoma entre aquella entrada y ésta, no obstante, cierto desdén hacia aquellos jóvenes de veintitantos que en los primeros años ochenta hicieron bandera de la movida. No sé, yo creo que, evidentemente, fue algo que existió y que de alguna manera todos vivimos de una forma u otra. Me recuerdo haciendo la mili en el Cuartel General del Aire y exhibiendo en mi carpeta de estudiante frustrado una pegatina que había distribuido la Diputación madrileña con el escudo de la España constitucional y el lema "Viva la Constitución". También recuerdo vivamente a Tierno Galván ondeando al aire una bandera roja carmesí de Castilla mientras tu amigo Leguina estaba a punto de estallar de mala hostia. Y, claro, recuerdo noches que no tenían porqué ser de la sala Morasol o de Jácara. Me sigue gustando la propuesta artística de Ouka Lele y, mira, hasta Almodóvar a tejido canas y ha conquistado la Meca del cine. En definitiva, de una forma u otra, el país y su modernidad la hicimos entre todos (hasta entre quienes no creían en la modernidad ni en la libertad...)
Mis respetos y admiración para ese poeta frágil de mirada infinitamente triste, larga mirada, que fue Antonio Vega. Lo descubrí allá por fines de los noventa de la mano anecdótica de un gran amigo, en un garito emblemático al que llaman "La Vía Láctea", y me encantó. Otro de mis descubrimientos en este interminable país al que espero seguir descubriendo sin amenaza de partida.
Un abrazo.
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