domingo, 9 de diciembre de 2007

Las pequeñas editoriales, un servicio público necesario

Esta tarde, sábado frío de diciembre, he visitado varias librerías grandes (las únicas abiertas en la fiesta de la Inmaculada). Es curioso observar las mesas de novedades y establecer una comparación con lo que hace sólo cinco años se mostraba. La literatura -me refiero a la literatura de ficción- ha ido perdiendo espacio en favor de una mal llamada narrativa. Me refiero a las novelas de género que tienen en la trama pseudopolicial y en la búsqueda de escenarios históricos en un Vaticano medieval, o en catedrales perdidas en el tiempo, o en remotos lugares sus bases fundamentales. Ese tipo de literatura va copando las listas de libros más vendidos y desplazando, en las estanterías y mesas de novedades de lasl ibrerías, a la narrativa elaborada con una clara vocación literaria: es decir, a aquella en la que, aunque se cuenten historias, aunque haya suspense o trama negra, prevalece una voluntad de lenguaje, de descubrimiento del mundo, de acercamiento a una realidad conflictiva, dura, difícilmente comprensible a la luz de la razón y de una lógica simplemente humanista.

Es como si hubiera una extraña conjura dirigida a reducir cualquier posibilidad de indagación, mediante la literatura, en nuestro presente. O en nuestra Historia inmediata. Las grandes editoriales, quizá marcadas por éxitos internacionales como El código da Vinci y por la comodidad que supone encargar o recibir originales basados en tramas alejadas del presente, en misterios inventados que se remontan a la noche de los tiempos, han establecido una carrera sin límite por dotar a esas historias del mejor envoltorio: tapa dura, sobrecubiertas, ilustraciones a veces, interactividad en relación con determinados programas o juegos de ordenador... ¿Dónde queda el esfuerzo por descubrir la nueva y buena literatura? Aunque hay excepciones en algunos sellos de los grandes -o medianos- grupos, lo cierto es que esa labor está derivándose, de facto, hacia las pequeñas editoriales con una profunda y tenaz vocación literaria. La búsqueda de buenas novelas publicadas en otros países, la apuesta por valores desconocidos, por propuestas estéticas innovadoras recae en sellos que sobreviven, que renquean, que funcionan sobre la base de una inmensa labor "militante" -la tan pocas veces analizada "militancia literaria"- por parte del editor de turno y de sus colaboradores -cuando los hay-, desarrollada en paralelo con el trabajo diario que proporciona la subsitencia y garantiza el precario bienestar de la familia .
Aunque se tiende a pensar que el servicio público es una labor de las administraciones, del poder político, sería bueno pensar en la ingente labor en favor de la cultura, de la buena literatura que, como servicio público, prestan las pequeñas editoriales, todas ellas de capital privado (cuando lo hay). En más de una ocasión nos hemos preguntado si hoy hubiera sido posible la edición, por una gran editorial, de Rayuela, por ejemplo. O del Ulises, de Joyce, si los correspondientes manuscritos hubiera llegado al departamento comercial de la misma. Con toda probabilidad, correrían la misma suerte que no pocos manuscritos de un alto nivel de calidad que vagan de una editorial a otra cosechando rechazos, excusas y mentiras justificatorias mientras por la puerta lateral entran tramas vaticanas e historias de otro tiempo que a nacie incomodan o perturban.

Si ese diagnóstico lo llevamos al campo de la poesía, el papel del pequeño editor se multiplica, de modo exponencial, en proporción geométrica. La nueva poesía, la poesía contemporánea, la que hoy empiezan a escribir los más jóvenes, la que escribirá mañana la estudiante que acaba de descubrir una vocación poética poderosa... vive gracias a las pequeñas editoriales. Las grandes, cuando se ocupan de la poesía, se nutren de los clásicos clásicos o de los clásicos contemporáneos. Es decir, aprovechan el trabajo desarrollado durante años por los pequeños editores que arriesgaron y optaron para que, por ejemplo, el joven Ángel González publicara, en su día -a mediados los años cincuenta- Áspero mundo, o para que apareciera Ángel fieramente humano, de Blas de Otero, cuando ambos eran unos completos desconocidos, puros y duros poetas principiantes. Hoy uno y otro tendrán su lugar en Galaxia Gütemberg, del Círculo de Lectores, o en cualquiera de las colecciones de clásicos en bolsillo que editan los grandes grupos.
Nuestra cultura sufriría una auténtica conmoción si, de golpe, desaparecieran las pequeñas editoriales de poesía. Quedaría amputada la posibilidad de renovar el género, de inyectar nueva savia a ese mundo. Esa hipótesis, para nada irreal, pone sobre la mesa la importante labor de ese entramado de frágiles proyectos editoriales: desempeñan un servicio púbico imprescindible en favor de la poesía, en favor de la cultura. De ahí que sea necesario exigir más subvenciones a esas pequeñas empresas culturales. De ahí que hayamos de reclamar más recursos públicos para sus proyectos. Por una razón esencial, insisto: trabajan en beneficio de nuestra cultura, de nuestra literatura. Son un servicio público necesario. Imprescindible. Yo diría que esencial.

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