viernes, 8 de agosto de 2008

Identificar la parte con el todo: el viejo vicio de nuestra crítica y de nuestra poesía

En Letra Internacional escribe Jordi Doce, magnífico poeta y agudo crítico, sobre la poesía española contemporánea. Se trata de un largo artículo en el que, a partir de la constatación de la falta de interés o del escaso "respeto intelectual" que la poesía suscita, hoy, en la sociedad contemporánea (en la nuestra) hace un recorrido por la poesía del último siglo con el que da carta de naturaleza a determinadas estéticas silenciando o descalificando otras. Siempre he pensado que el valor esencial de un crítico, sea o no poeta, reside, con independencia de su opción estética personal, en su capacidad para descubrir la proteína del poema allá donde ésta se encuentre, sea en un poema iniciático de Claudio Rodríguez o en uno tardío de Blas de Otero o de Gamoneda, en el realismo directo, deliberadamente prosaico de Nicanor Parra, o en la vanguardia creacionista de Huidobro o de Diego, digámoslo a título de ejemplo. Si la conclusión que se deriva del artículo de Doce es la necesidad de perseverar en la renovación de nuestra poesía desde una perspectiva "rigurosa", no parece de rigor delimitar un espacio único para esa renovación, es decir el vanguardismo más o menos atemperado (tamizado por la estética del silencio o la deriva hacia el hermetismo de un Valente) que va de Juan Ramón -¿qué Juan Ramón, el de Estío, el de Diario de un poeta recién casado, el de Animal de fondo?- a Gamoneda, pasando por Paz y por Valente.

No es un blog el lugar adecuado para acometer, con exhaustividad, un artículo réplica al de Letra Internacional, por lo que espero disponer de tiempo para hacerlo en el mismo formato que lo hace Doce. Pero en todo caso, la acumulación de silencios de nombres imprescindibles de nuestra poesía que se advierte en su trabajo y la conversión en paradigma de rigor, búsqueda y renovación de una sola sensibilidad estética (aunque de ancha corriente), me ha hecho recordar una afirmación de un poeta y crítico de autoridad poco o nada discutida: "Cuando el crítico es además poeta siempre se sospecha si la finalidad de sus afirmaciones no será otra que la justificación de su propia práctica poética". Lo escribió T. S. Eliot en su ya clásico Función de la poesía y función de la crítica.

martes, 29 de julio de 2008

Mi experiencia soriana. El silencio inexplicable sobre un poeta

Cinco días en Soria debatiendo, en el ojo del huracán del Instituto Cervantes y con el impulso crítico y autocrítico de Carmen Caffarel, sobre el presente y el futuro de su labor. Han sido días de trabajo, de confraternización, de descubrimientos, de inauguración de amistades con directores de centros a los que no conocía o sólo de una reunión urgente o de diversas conversaciones telefónicas. Pero ha sido, sobre todo, Soria y sus gentes, sus calles varadas en el imaginario que todos hemos creado para definir una capital de provincia alejada del tumulto de las grandes urbes. Soria de soportales y edificios de piedra y escudos nobiliarios. Soria de la quietud, de los pinares sin límite, de la Laguna Negra de la que hiciera leyenda Antonio Machado. Soria de caminatas (breves pero intensas, tal vez debiera hablar de paseos) desde el hotel Alfonso VIII hasta el Centro Cultural del Palacio de la Audiencia, Soria del viejo Instituto donde enseñó francés el poeta de Sevilla. Soria de intensos verdes, de azules rizados de nubes en huida, Soria de pueblos abandonados y de silencios infinitos.... Soria.
Llevaba cuatro años sin visitar la ciudad. Desde 2003, quizá desde 2002, acompañado de Esperanza y mis hijos, de camino al Pirineo navarro. Y tuvo que conmemorarse el Centenario de la llegada de Machado a Soria para que en menos de un año se concentraran tantas visitas a la vieja ciudad como había realizado a lo largo de varias décadas. Vine, en septiembre de 2007, a hablar de su poesía vinculada con el paisaje. También, en abril de este año, para leer poemas con motivo de la Feria del Libro de la ciudad. Y he regresado, por razones de trabajo, para hablar del español, de la cultura en español, del futuro del Instituto Cervantes en el mundo. En estas tres últimas visitas he encontrado una Soria dinámica, abierta, llena de inquietudes culturales. Y he conocido, gracias a la generosidad y al entusiasmo de Macarena García Plaza, la jefa de la Obra Social de Cajaduero en Soria (un entusiasmo de los que crean "amigos para siempre", todo hay que decirlo), parte de los fondos del legado de Gaya Nuño, algo así como una parcela diversa, poliédrica de la historia cultural de España en la segunda mitad del siglo XX que debiera mostrarse al mundo.
Ha habido en estos días algunos momentos para la conversación a fondo, para el intercambio de oponiones sobre la otra Soria: la de inmensos territorios abandonados, la de las costumbres ancestrales conservadas con mimo, la Soria asolada por la emigración hacia Madrid, hacia Zaragoza, hacia Barcelona en los duros años 50 y 60 del pasado siglo. Y de la Soria de los poetas. Sé que es una convención, que de ello se ha hablado muchas veces, pero haber leído "La tierra de Alvargonzález" y vivir una tormenta junto a la Laguna Negra (como nos ocurrió a los "excursionistas" cervantinos) es una experiencia de las que no se olvidan. Y experimentar la detención del tiempo y de la historia en el Casino mientras se recuerda a los poetas que pasaron por sus salones es otra vivencia para guardar para siempre.
Machado, Gerardo Diego... Esos son, en lo esencial, los poetas "oficiales" que la ciudad de Soria ha hecho suyos. En distintos momentos, con distintos interlocutores, especialmente con Macarena García Plaza, hablamos de ellos. Incluso en las intervenciones de los representantes políticos en la reunión de directores del Cervantes, las citas se concentraban en los dos nombres, sobre todo en el primero. Sin embargo, he podido comprobar el extraño silencio que se cierne sobre la obra de un poeta que cantó a Soria con talento, emoción y empatía con sus gentes y sus tierras. Un poeta que, además, fue, en 2001, Premio Cervantes. Me refiero a José García Nieto. Algunos lectores se preguntarán qué hace un escritor ideológicamente progresista, de izquierdas, reivindicando la poesía del poeta promotor de revistas como Garcilaso o Escorial, impulsor del movimiento "Juventud Creadora" y vinculado políticamente al franquismo de la primera hora. Pues intento mirar hacia atras con equilibrio, sin afán vengativo y con la voluntad de salvar lo mejor de la obra de un buen poeta. De un poeta que, pese a su adscripción ideológica (fue hijo de su tiempo) fue generoso con los poetas cercanos o identificados con los vencidos cuando estuvo al frente de la mítica revista Poesía Española. Blas de Otero, Eugenio de Nora, Gabriel Celaya, Pepe Hierro, entre otros muchos, publicaron no pocos poemas en sus páginas. Y gran parte de los adolescentes de aquellos años accedimos a la poesía gracias a ella, dimos los primeros pasos para llegar, después, a la obra mayor de los poetas que allí publicaban. García Nieto, sí, cantó a Soria. Nó sólo escribió poemas como "A orillas del Duero", "Regreso a Covaleda", "Caza menor (Recuerdo de Soria)", "Dos recuerdos por mi padre en Soria", sino que dio a luz, en 1959, a un libro especialmente memorable: Elegía en Covaleda.
¿Por qué ni siquiera la derecha intelectual reinvidica la poesía "soriana" de García Nieto? ¿Acaso se avergüenza de que un día llevó la camisa azul y se identificó con el franquismo? A veces pienso si no será bueno elaborar una suerte de "Ley de la memoria histórica literaria" que rescate del olvido obras de una calidad incuestionable de poetas que estuvieron en un lado u otro de la contienda -en este caso, del lado de los rebeldes en la primera hora (pienso, con García Nieto, en Prado Nogueira, en Julio Garcés, en Vivanco, en Leopoldo Panero....). Ya ha pasado tiempo más que suficiente para mirar hacia atrás sin ira. Y, para terminar, aquí dejo un poema soriano de García Nieto que nada tiene que envidiar a los de Gerardo Diego (por cierto, también poeta cercano al Régimen de Franco).
REGRESO A COVALEDA
Quiere mi pecho hacerte, aunque no pueda,
tiempo de ayer, cadena de costumbre,
sueño conmigo ante la erguida lumbre
niña conmigo entre la nieve queda;
hacer que el perro aquel, contra la rueda
de la carreta, preste mansedumbre
al corazón, y Urbión, desde su cumbre,
traiga el cielo de entonces, Covaleda.
Puebla quieta, nidal del pino verde,
la de la margarita repitiendo
sílabas de la tierra estremecida;
voz de mi voz que lejos se me pierde,
que arriba es río, como tú naciendo
hacia la muerte, oh Duero, hacia la vida.

José García Nieto (Del libro Geografía es amor. 1951)

miércoles, 16 de julio de 2008

El origen remoto (o casi) de "Verano"

No es fácil identificarse plenamente con la crítica a una obra propia. Siempre he sentido una rara sensación cuando me ha tocado leer las críticas a mis libros. Muchas veces (y lo digo yo, que ejerzo la crítica desde hace más de una década) piensas que has escrito otro libro, muy diferente acaso del que pensabas haber dado a la imprenta. Otras, descubres que en tu texto había intenciones subconscientes que no alcanzaste a ver mientras lo escribías. Y, casi siempre, tienes la oportunidad de ver y analizar, a través de la mirada de otro, una obra con la que has convivido, en su proceso de gestación, durante muchos años.
De la buena crítica, de la crítica llamada convencionalmente constructiva -aunque no ponga bien tu obra-, siempre se aprende. En ella alientan enfoques distintos, enseñanzas, descubrimientos respecto al modo en que lo que escribiste un día puede llegar hoy al lector. Todo esto viene a propósito de la reseña que a mi novela Verano ha dedicado, en el último Babelia (13 de julio), Angel Luis Prieto de Paula. Me parece una crítica rigurosa en la que el elogio es cauto, centrado en aspectos determinantes de la novela aunque sin desatender la vertiente crítica destacando alguna supuesta flaqueza o deficiencia. Bienvenida sea la crítica. Pero ha habido dos párrafos que me han parecido especialmente conectados con el aliento de fondo que, a mi juicio, respira en Verano. Uno, la referencia a una de mis pasiones como narrador, probablemente importadas de mi condición de poeta: las descripciones de paisajes. Afirma Prieto de Paula: "Las descripciones paisajísticas son de una belleza que le roba el alma a esta novela". ¿Qué decir ante semejante juicio? Nada. Sentir una honda emoción y una enorme gratitud. Nada más. Y pensar, en todo caso, que algo debe mi prosa a los paisajes reales que han inspirado los de la novela. Por ejemplo, los que ilustran estas reflexiones.




El segundo párrafo es, quizá, el que motiva esta recapitulación "al margen". Escribe Prieto de Paula: "una camaradería que procede de los años universitarios y ha aguantado el desgaste de los años por la fuerza cohesionadora del veraneo compartido, que se clausura ritualmente con la cena de finales de agosto, regada con agua de tormenta y la melancolìa del retorno". En cursiva destaco la frase que, quizá sin que el crítico lo haya pretendido, roza el núcleo esencial, quizá la matriz que dio origen, hace mucho tiempo, a la novela. Me explico: más de una vez he afirmado que los escritores que compatibilizamos poesía y narrativa desarrollamos, al escribir una narración, todas las potencialidades que contenía un poema escrito en un tiempo pasado. Y si mi experiencia ha sido siempre ésa, que toda novela tuvo como semilla (a veces remota) un poema, pude comprobar cómo a Vázquez Montalbán le ocurría algo parecido. Me lo confesó en una larga (y apasionante) conversación cuando comenzamos a hablar del poema "Ciudad" que aparece en su novela El estrangulador (Mondadori, 1996). El poema lo había escrito en los años sesenta pero ahí estaba, en síntesis, depurada, la novela. Lo mismo afirmaba del poema "Nada quedó de abril" con que abre Una educación sentimental (1967) en relación con la novela El pianista. Algo parecido ocurre con Pepe Caballero Bonald y con otros novelistas-poetas.
Pues bien: la referencia a la tormenta de finales de agosto y a la melancolía del retorno que destaca Prieto de Paula en su crítica está estrechamente vinculada al origen de Verano. Hace algunas semanas, en otra entrada de este blog, me referí a una experiencia vivida, junto a otros amigos, como desencadenante del comienzo de la novela. Pues bien, hubo una semilla anterior. Se trata de un poema cuya primera versión escribí en... ¡¡1989!! Se publicó en El País-Babelia en 2005 y, en su versión definitiva, está incluido en mi último poemario, De viejas estaciones invernales. Se trata de la evocación de la tormenta que, cuando era un chaval y veraneaba con mis padres en un pueblo de Soria, solía desencadenarse en el último tramo de agosto anunciando el final del verano y "la melancolía del retorno" (Prieto de Paula dixit). El poema aparece, también, en mi antología Monólogo del entreacto y siempre fue una obsesión trabajando en la recámara de mi cerebro. Sólo cuando acometía el tramo final de la novela tuve la certeza de que los climas, los paisajes, los ambientes y las emociones de Verano estaban ya en el poema que abajo reproduzco para el lector curioso y con pereza para escarbar en mis textos poéticos:
LA TORMENTA

Habíamos dejado la tarde a medias, la luz

a medias adensarse contra blancas paredes,

en jardines en sombra, en praderas heridas por la llama

de un verano sin paz, tan implacable

como el tono amarillo que hizo de ellas

sólo memoria de un verde amenazado.

Y fue entonces —agosto prescribía

en el pueblo remoto de todos los veranos de la infancia—

cuando la nube puso desolación al aire y vino

la primera tormenta a visitarnos

hasta llenarnos con su olor a distancia y olvido.

Nuestros padres guardaban las hamacas.

Se miraban, sombríos, pues la lluvia anunciaba el retorno

de un tiempo cotidiano sembrado de relojes.

Y nosotros, niños como aquel agua que ablandaba la paja,

corría en torrenteras por los montes y aromaba

de infancias más remotas nuestros ojos,

nos mirábamos tristes pues setiembre llegaba, inevitable,

y era el fin del verano y no podíamos

gozar de aquella oscuridad,

de aquella tarde llena de premoniciones,

de lentos exterminios de una farra apenas intuida, acaso

de un amor inseguro, breve y luminoso como todos

los vividos en aquellos veranos de nuestra pubertad.

Y llegaba la noche y no quedaba

más remedio que huir a la luz amarilla del cuarto de los niños

mientras ellos, los padres, nuestros padres,

jugaban a los naipes esperando

el fin de la tormenta para dar otra luz al verano, otro plazo

de gozo a aquellas horas implacables, más cortas, más huidizas

que todas las horas precedentes.

martes, 8 de julio de 2008

Narratividad, fragmentariedad, "propuesta nocilla" y otras hierbas

En el último número de Qué leer, el novelista David Torres, autor de Niños de tiza (Algaida, Sevilla, 2008) hace una afirmación que puede sonar irreverente: "la supuesta novedad de la propuesta Nocilla no es tal. Existe desde Cortázar. Puede que incluso de antes. Por eso la vanguardia literaria española me recuerda más a una retaguardia que a otra cosa".

Comparto parcialmente tal afirmación y reconozco en ella alguna de mis reflexiones publicadas en El País a propósito de una trabajo de Vicente Verdú con el que cuestionaba la narratividad, la historia en la novela del siglo XXI. En efecto, la novela fragmentaria, la renuncia al argumento, a la trama, el desdén por la historia como componente del artefacto narrativo no es una novedad generada por el creciente dominio de Internet en la comunicación o por el surgimiento de nuevos soportes como el blog, o el correo electrónico, o todos los mecanismos de ofrecer historias a través del medio audiovisual. Esa opción literaria ya estaba en Cortázar, y en buena parte de la narrativa experimental española de la década de los setenta del pasado siglo, y en Joyce y su Finnegans Wake, y en la poesía experimental del período de entreguerras, y en la novela norteamericana de la generación beat y post-beat, comenzando por Kerouac y acabando en Pynchon, con su tecnoficción de La subasta del lote 49, o en el John Barth de Quimera, o en Larva, de Julián Ríos, o en la narrativa de Manuel Vázquez Montalbán que él mismo calificó como literatura de la subnormalidad en los años sesenta y primeros setenta: Manifiesto subnormal, Recordando a Dardé, Cuestiones marxistas, etc...
Entonces no había Internet y las computadoras u ordenadores comenzaron a ser (en los sesenta, por supuesto, en el período de entreguerras eran simplemente impensables), una noticia remota, vinculada a la ciencia ficción o a la experiencia de ciertos bancos que comenzaban por entonces a dotarse de armatostes enormes con los que alimentar sus incipientes centros de proceso de datos. Y existía una narrativa experimental que jugaba con cuantos elementos ofrecía, a los escritores, la realidad, la cultura (el comic, la música, el pop, el cine, la televisión) y la contracultura, incluyendo el adanismo prehippie y la nostalgia de los paraísos perdidos en los mares del sur (Gauguin al fondo). Incluso narrativa hubo, como el nouveau roman, que hizo de la ausencia de argumento, del rechazo de la historia y de la no narratividad la tríada virtuosa de una propuesta estética que fue necesaria pero que aburrió a un par de generaciones de una manera perseverante: llegó un momento en el que los jovencísimos lectores de entonces, cultivados en la adolescencia en la lectura de Stevenson, de Swift, de Baroja, de Dickens o de Clarín, asumíamos interminables sesiones de tortura frente a textos difícilmente legibles con el convencimiento (alentado por los estructuralistas) de que ahí estaba el secreto del gozo literario, la magia (muy oculta, casi inexcrutable) de la literatura. Recuerdo el tedio asumido voluntariamente algunas tardes de verano consistente en intentar dar por terminada la lectura de una novela (¿novela?) de Robbe Grillet titualada La celosía con la intención, tan estimulante como inexplicable a la luz del presente, de contarlo a los amigos y de presumir de haber doblegado, al fin, uno de los textos emblemáticos del "nuevo novelista francés". Confieso que de aquella propuesta narrativa leí con placer y con pasión tres novelas: La modificación, de Buttor (a propósito de esa experiencia reflexiona, por cierto, el narrador de Verano, mi última novela) y El planetario e Infancia, de Nathalie Sarraute. Las tres eran (son) textos con cierto grado de experimentalismo, ciertamente. Pero sustentados en una historia, atravesados por la emoción sentimental y no sólo estética. Es decir, en el binomio sobre el que se levanta toda la gran literatura: palabra reveladora y vida.
Ojo: que nadie se equivoque. No pretendo equiparar la llamada estética nocilla con determinadas literaturas experimentales propicias a provocar en el lector el tedio, el desconcierto o el cabreo. En absoluto. Lo que afirmo es que es muy discutible que sea una consecuencia objetiva, inevitable y saludable de la era Internet y de las conquistas y transformaciones que en la comunicación ha creado el llamado ciberespacio. Diré más: hoy podemos encontrar en las mesas de novedades de las librerías auténticas obras maestras, leídas y degustadas por miles de lectores, que se sustentan en el canon tradicional y que tienen como núcleo estructural una historia, un argumento, una trama que pasa a ser materia literaria a través del lenguaje. Grossman, Barnes, Ford, Nemirovsky, Marai, Auster, Williams, Conti, Vargas Llosa.... La lista de nombres sería, a este respecto, interminable.

Preguntas que se me ocurren: ¿no será que, a veces, tras la defensa a ultranza de la fragmentariedad existe una latente (o real) incapacidad para construir una historia, sea cual sea el lenguaje que la alimente? ¿Quién no nos dice que en la asimilación objetiva de determinadas fórmulas experimentales con la era Internet no hay una renuncia a hacer novela con los ingredientes e innovaciones que ese mundo nos ofrece, pero construyendo textos narrativos con vida, que emocionen, que apasionen, que nos mantengan atrapados de principio a fin?

Las respuestas, se las dejo al lector. O a un futuro artículo de este escritor "Al margen". Sed felices y leed mucho este verano.

miércoles, 25 de junio de 2008

De amigos e intereses en la poesía contemporánea: dos homenajes



Hace unos meses, el pasado 17 de abril en concreto, participé, junto a Josep María Castellet, Manuel Fernández Cuesta, director editorial del Grupo 62, y del actor Juan Echanove, en la presentación de Memoria y deseo (Península), la poesía completa -con la inclusión de los dos libros que dejó inéditos a su muerte, Rosebud y Teoría de la almendra de Proust- de Manuel Vázquez Montalbán.

MANOLO Y SU POESÍA
El acto fue muy emotivo y tanto nuestras intervenciones como la lectura de poemas de Echanove se desarrollaron con el telón de fondo de la memoria de un escritor y de un poeta irrepetible, de una figura inseparable de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX. También con la presencia de Anna Sallés, su compañera, y de Daniel Vázquez, escritor e hijo.

Yo viví algunos años metido en la poesía de Manolo y, gracias a la decisión de trabajar en un ensayo sobre ella, tuve la fortuna de conocerlo, de hablar con él largamente de poesía, de política, del mundo literario, de sus miserias y de sus grandezas. De aquellas conversaciones y de no pocas lecturas y metabolizaciones de sus poemas surgieron tres trabajos de los que me siento especialmente orgulloso y satisfecho: una edición crítica de Una educación sentimental y Praga (Cátedra, 2001), el ensayo Memoria, deseo y compasión (Mondadori, 2001) (nunca olvidaré su llamada telefónica, emocionada como la de un joven poeta ante su primer libro, una mañana de octubre, para comunicarme que la editorial le había enviado, en primicia, uno de los primeros ejemplares que habían llegado de la imprenta) y el estudio preliminar con que se abre esta última edición de su poesía reunida titulado "La poesía de Manuel Vázquez Montalbán: un decálogo y una coda".

LA JUSTICIA POÉTICA Y LA FACILIDAD DEL CRÍTICO

¿Por qué me siento especialmente orgulloso? Porque creo que con esos trabajos he ayudado, aunque sea una brizna, a restablecer la justicia literaria poniendo en su lugar a un poeta como la copa de un pino, y he saldado una deuda ética, moral, con uno de los escritores más cercanos, generosos, rigurosos y hondos con que ha contado la literatura contemporánea en castellano. Reivindicar, en los años 90 y en este comienzo de siglo, la poesía de Manolo era una obligación moral entre tanta reivindicación de medianías que jamás traspasaron la frontera de la mediocridad. O que hicieron de la poesía una atalaya cultista y separada de la vida. Lo más fácil, siempre, es teorizar sobre lo sabido, analizar la obra del poeta superanalizado y superconsagrado (pienso en Gil de Biedma, en Ángel González, en Valente, en nuestros clásicos del 27, en Blas de Otero....). Lo arriesgado, para un poeta que escribe, también, crítica, es tirarse a la plaza pública a resaltar los valores de poetas silenciados o cuestionados, lo complicado es buscar y mostrar la proteína de una obra llena de carga perturbadora (lo hice también con Diego Jesús Jiménez). Eso es lo difícil. También lo hermoso.

LO QUE ME DIJO JUAN CRUZ Y LAS AUSENCIAS

En la presentación-homenaje que celebramos en Madrid hubo muy pocos de los poetas, escritores y otras hierbas que, cuando Manolo vivía, solían saludarlo, elogiarlo, pedirle favores y apoyos, requerirle prólogos y otros trabajos. Faltaron muchos amigos (o que se decían y se dicen amigos). Me lo subrayó, en un aparte, Juan Cruz (amigo, con mayúsculas, de Manolo), que llegó a decir: "si hoy hubieran venido a homenajerlo todos los que le pidieron favores o se beneficiaron de la generosidad de Manuel, no habríamos cabido en la sala". Era cierto. Al días siguiente, Juan Cruz me escribió un mail comunicándome que había escrito, en su blog, una entrada sobre el acto. La leí y pude comprobar que lo que me dijo en voz baja había sido elevado a la condición de afirmación pública.


Ahora añado: los poetas y escritores rojos, propensos a homenajes a poetas que han pasado el rubicón del Príncipe de Asturias (Ángel González, por ejemplo), o la consagración unánime de la generación del 27 (Alberti, por ejemplo), aficionados a acudir en comandita a jalear a escritores ya mayores a los que nadie cuestionó jamás, no estaban. Ninguno. Ni García Montero, ni Prado, ni Sabina, ni Rioyo, tan apasionado lector de la obra montalbaniana (al menos, así lo predica), ni tantos otros que decían compartir, en vida de Manolo, identidades ideológicas, posiciones políticas, amores por la copla y la Barcelona del mestizaje y el espíritu crítico además de haber compartido El País, el diario en el que Manuel Vázquez Montalbán era, desde el primero número del ya lejano 1976, una firma imprescindible. Tampoco estuvo Chus Visor, el editor de Ciudad (1996) y de Pero el viajero que huye (1991), los dos últimos poemarios de Manolo. Es posible que tuvieran otras obligaciones, compromisos de índole superior. Pero... se echó de menos el mensaje escrito, el apoyo en la distancia, la solidaridad con el homenajeado.

Sí, Juan Cruz escribió en su blog lo que muchos pensaron (comenzando por Manuel Fernández Cuesta, el editor, y acabando en el propio Castellet): la generosidad de ciertos poetas con los colegas muertos es extremadamente selectiva.

EL OTRO HOMENAJE: SENTIRSE INTRUSO

Viene esto a propósito de mi experiencia en un homenaje posterior. Fue el 17 de mayo y el acto, en una ciudad del área metropolitana de Madrid, tenía como protagonista la memoria de Ángel González. Acudí porque por una suma de circunstancias acabé de participante en la mesa (junto a Almudena Grandes, Benjamín Prado, Luis García Montero, Juan Cruz, Julio Llamazares y Javier Rioyo). Yo acudí no sólo porque me invitó el ayuntamiento que lo organizaba sino porque me considero conocedor y amante de la poesía de Ángel. Porque, además, creía representar a los cientos de miles de lectores que han vivido la poesía de Ángel más allá de la figura ceñida a las noches de farra y al reducido grupo de amigos de las madrugadas madrileñas en que se centraron, con posterioridad a su muerte, la mayoría de las columnas y semblanzas que se publicaron. Y, cómo no, porque dirijo la colección de poesía que acogió la reedición de Tratado de urbanismo con lectura de Carlos Pardo (Bartleby, 2007), un libro que Ángel recibió con enorme emoción. Pues bien, tuve la sensación (algo que me confirmaron después amigos presentes en el acto) de que en aquella mesa estábamos dos escritores que, para la mayoría de sus integrantes, no lo merecíamos. Las ausencias en el homenaje a Manolo Vázquez Montalbán, se habían convertido en presencia abrumadora tendente a la apropiación de la memoria y de la obra del gran Ángel González (por cierto, poeta al que Manolo admiraba sin reservas). ¿Casualidades de la vida? Probablemente. Pero lo cierto es que tuve la sensación de ser considerado intruso, presencia innecesaria, crítico y poeta no invitado, ajeno al universo de amistades íntimas del poeta homenajeado y, por tanto, "carente de legitimidad" para hablar de él.... El otro escritor disonante, que sí fue amigo de Ángel y que subrayó, sobre todo, su tristeza (su recuerdo también era ajeno a la memoria de nocturnidades que la mayoría de la mesa puso de relieve), fue Julio Llamazares.

Al día siguiente, los periódicos recogieron lo más significativo del acto. No pocos amigos me llamaron o escribieron para expresarme su extrañeza por mi presencia en la mesa redonda. Era, para ellos, un anacronismo. La sensación que experimenté mientras compartía palabras con el resto de los poetas y escritores, la compartió buena parte de quienes me escribieron o llamaron por teléfono. Lo que, objetivamente, era algo natural (incluso hubiera sido necesaria la presencia de muchos más poetas y críticos del amplísimo universo de admiradores de la poesía de Ángel González: es lo que merece) pasaba a ser, para los observadores conscientes de la realidad literaria que vivimos, una anécdota extraña, poco acorde con la visión restringida que en los últimos tiempos se proyectaba sobre Ángel. Una pena.

lunes, 16 de junio de 2008

La crónica de un "Verano" que se escribió en diez años.

Fue en mayo de 1997 o quizá un mes después, una noche en la que unos amigos inauguraban una casa recién remozada en una urbanización del valle del Lozoya. Recuerdo que, en la fiesta, no sólo estábamos nosotros, acuarentados residentes de fin de semana en ese lugar. Estaban nuestros hijos, a punto de adolescencia. Sonaba la música que los anfitriones habían seleccionado. Era una música afincada en la memoria de todos nosotros. Quizá fuera una canción de Jacques Brel, o de Adamo -¿por qué no Mis manos en tu cintura?-. Fumábamos, reíamos, ironizábamos sobre el amor libre, sobre los sueños del tiempo universitario, sobre el empeño de olvido en que parecía enfrascado el primer gobierno Aznar... Y fue entonces, mientras veía a las parejas bailar entre las luces nocturnas, mientras escuchaba cómo los anfitriones se referían, entre risas, a la hipoteca que acababa de caerles con aquel viejo chalet remozado, cuando tuve la certeza de que en aquel momento, parte de nuestra vida real, yo tenía a mi disposición el comienzo de una novela. No sabía qué ocurriría en ella. Ni qué personajes iban a protagonizarla. Pero tenía el ambiente, los paisajes, el pulso emocional, el deseo de escribir. Es decir: tenía los elementos esenciales que, en mi caso, suelen ser el principio de una novela.
Días después, cuando los rescoldos de la fiesta se habían apagado, probablemente en la habitación de mi casa de Madrid, quizá a finales de mayo o a principios de junio, nació, de un tirón, el primer fragmento:
"La música, llena de pasadizos a la memoria, sonaba inmune a sentimientos y a recuerdos, seapropiaba del jardín y hacía de la noche un espacio en el que no existía el presente, un lugar de los años perdidos y las amistades borrosas y los sueños amputados. Eso era la música y Nuria Cruz intentaba guarecerse contra el asedio de la nostalgia y de los deseos rotos y por eso dejó el salón donde todos bailaban ajenos a su cavilación, y cruzó el jardín y olió las madreselvas, el aroma algo mortecino de los rosales, y contempló un cielo en el que las estrellas brillaban como nunca componiendo sobre el bosque de fresnos una bóveda inmensa, la misma bóveda de sus quince años, cuando el tiempo carecía de sentido y amar era una aventura no por pecaminosa y prohibida menos cargada de promesas. Atrás quedaba la casa encendida contra la noche, quedaban ellos, acuarentados fingidores de fin de semana, testigos de su lejano esplendor adolescente y de su desconcierto de los últimos años, amigos perseverantes desde los tiempos del desafío, desde las noches en las que la ciudad, ahora oculta tras la cadena de montañas, era el lugar a conquistar y era el futuro. Habían cruzado todos los puentes, intentado representar todos los papeles y quizá por eso ahora se limitaban a vivir, a apurar un tiempo que comenzaba a mostrarse en toda su descarnada precariedad. Nuria echó la vista atrás y vio a Adela, que abandonaba la casa y se detenía en el porche.
—¿Han llegado los chicos? —dijo Adela.
--No… Por eso he salido… Ya es algo tarde."

No sabía entonces que daba comienzo a un trabajo de diez años, que se prolongaría hasta mayo de 2007. No continuado, por supuesto. Con paréntesis más o menos largos determinados por otros proyectos narrativos, por algún poemario, por mi ensayo sobre la poesía de Vázquez Montalbán. Un trabajo que, en gran parte, se desarrolló en muchos fines de semana, en etapas de vacaciones y puentes vividos en lo que en la novela llamo "la casa del verano", una casa que es real, que existe, que se levanta junto a un pequeño pueblo del valle del Lozoya.
En estos días, cuando me enfrento a la magnífica edición que ha hecho Alianza (con esa portada, obtenida de los fondos de la Agencia EFE, llena de carga evocadora), al recordar el proceso de corrección de galeradas, de revisión del conjunto del texto, me he dado cuenta que he construido la crónica de un verano extraño. Un verano en el que los adultos confrontan sus mitos y su memoria con el pragmatismo de los adolescentes crecidos en democracia. Unas vacaciones en las que, inesperadamente, se abre una ventana al pasado: al de la inmediata posguerra y al de los últimos años de la dictadura de Franco. En la felicidad inventada de quienes viven un agosto de montaña de finales de los noventa entre excursiones, reuniones de amigos, veladas bajo la luz cubiertos con jersey o con mantas que evocan los viejos fuegos de campamento vividos por los mayores, irrumpe una realidad tormentosa: una falsa carta firmada falsamente por un personaje del pasado de todos abre el portón de un tiempo doloroso. ¿Qué fue de los torturadores de la Brigada Político Social del franquismo? ¿Cómo han vivido el tiempo de democracia? ¿Se han encontrado, alguna vez, frente por frente, con alguna de sus víctimas? ¿Han llegado a hablar con ella? A esas preguntas, con el telón de fondo de una naturaleza vivida y gozada, con la evocación de un agosto vacacional en el que los adultos recuerdan e intentan refugiarse en la fiesta y en un retiro temporal y los adolescentes descubren el amor, el sexo, lo precario de toda felicidad, intento responder con Verano.

jueves, 12 de junio de 2008

Niall Williams, la Irlanda relegada y la Feria del libro de Madrid

La primera noticia que tuve de la existencia de un narrador llamado Niall Williams fue una magnífica y casi entusiasta crítica de Francisco Solano en el suplemento cultural de ABC. Corría el año 1999 y mi desconocimiento de la narrativa que a finales del siglo XX se estaba escribiendo en Irlanda era más que notable. La crítica aludía a la novela Como en el cielo y en ella Solano venía a destacar la especial destreza de Williams para afrontar la fibra más honda y sensible de la realidad cotidiana del hombre mediante la utilización de un lenguaje con una gran carga poética aunque de una extrema sencillez: era una hermosa historia de amor con el telón de fondo de las relaciones, llenas de ternura y de contradicciones a la vez, entre un padre y un hijo en una Irlanda de brumas y de lluvia, de carreteras que avanzan entre praderas humosas y fábricas abandonadas. En cuanto tuve ocasión, compré la novela. La leí de un tirón, me emocioné (estética y sentimentalmente) como hacía años no me había emocionado ante una novela y durante bastante tiempo me dediqué a transmitir mi experiencia de lectura a cuantos me quisieron oír. De hecho, es el libro que más veces he prestado en los últimos diez años y es uno de los que he recomendado con especial insistencia cuando alguien se ha acercado a mí pidiendo consejo sobre un posible libro a regalar...


En esta Feria del Libro, Bartleby Editores está participando con la última novela de Williams, Sólo una palabra tuya. Una historia de vida, amor y muerte, traducida por Beatriz Bejarano, en la que se rinde homenaje a la gran literatura del siglo XX y en la que su autor dibuja las hondas contradicciones en que se debaten los seres humanos cuando la vida los lleva a abandonar los lugares en que nacieron, donde se hicieron adolescentes e incluso alcanzaron la madurez. La Irlanda de la niebla y del verde permanente, de los pequeños pueblos detenidos en algún lugar del tiempo, de los polígonos industriales en declive, se confronta con la Nueva York de unos días de un verano caluroso, lleno de luz, en las antípodas de los veranos irlandeses.

En tiempos de tramas vaticanas, códigos da vinci, catedrales marinas y narraciones que huyen del presente como de la pólvora, acercarnos a Sólo una palabra tuya y a la vida cotidiana, profundamente enraizada en los últimos años del siglo XX y en los iniciales del XXI, que en ella se dibuja, es un saludable ejercicio. Que quizá nos sirva para contemplar nuestra literatura de hoy para constatar que, salvo raras excepciones, el presente, en España, "no tiene quien lo escriba".

Tensión narrativa, emoción estética y sentimental, metaliteratura, paisajes, meditación existencial... Todo está en Sólo una palabra tuya. Merece la pena sumergirse por unas horas en las páginas de este libro irrepetible. Como antesala de esa experiencia, invito al lector a disfrutar el fragmento con que se inicia el segundo capítulo de la novela:

"Comenzar.
Comenzar con la imagen de una mujer de pelo rubio lanzándose al azul de una piscina en pleno verano. La piscina está al final de una larga extensión de césped que parte desde la gran casa situada en el condado de Westchester, Nueva York, cerca de la ciudad con el nombre indio de Wapaqua, donde la mujer creció junto con su hermano. Ahora es la casa en la que una madre divorciada va a quedarse sola cuando, en ese mismo verano, la mujer se case y su hermano se vaya a vivir a California. La mujer se tira a la piscina y un hombre permanece de pie observándola. Es ese momento del día en el que la luz se apaga deprisa y las azules sombras de las cicutas y los cedros son alargadas. El calor del día se va pasando aunque de alguna forma permanece todavía mientras la oscuridad se cierne. El aire es pesado y denso. Las perfectas brazadas de la mujer mientras nada metro a metro son una especie de frío que resulta encantador, suave y sencillo. Nada de una forma notablemente hermosa y es como si el agua fuera su verdadero elemento, dentro del cual sólo existiera el movimiento de su cuerpo y su fluidez. Y en ese momento, justo cuando la tarde se convierte en noche, en lo alto de la casa su madre se levanta y enciende una luz. De golpe la piscina reluce con un resplandor azul y dorado que sale de las profundidades mientras la nadadora parece una criatura fantástica cayendo sobre el agua.
Pero todo esto ocurre mucho después. En lugar de eso, hay un chico, un chico tan flaco como un palo. Un chico que aún es feliz, que vive junto a la carretera a las afueras de un pueblo llamado Dun, en el oeste del condado de Clare. Su pelo es rubio, su nariz está sembrada de pecas. Sus ojos son verdes. Tiene un hermano cinco años mayor que él y una hermana, Louise, que es un bebé."

Ahí queda.

viernes, 25 de abril de 2008

HAROLDO CONTI, el amigo de Juan Gelman al que desaparecieron...

En la víspera del día en que se entregó el Premio Cervantes a Juan Gelman, tuve la fortuna de moderar una mesa redonda sobre su obra poética en la Universidad de Alcalá de Henares. Era una mesa de poetas en la que participaban, por la parte española, Jorge Riechmann y Luis García Montero, y por la parte hispanoamericana los mexicanos Marco Antonio Campo y Eduardo Hurtado. A última hora, llegó Juan Gelman, que pudo responder a algunas preguntas del público (profesores y alumnos de la universidad) antes de finalizar el acto. Después, almorzamos en un restaurante del casco viejo complutense. Por esas casualidades de la vida, sin pretenderlo, me situé a la derecha del poeta. Hablé con él de su vida, de su agitado calendario de actividades en España... y de los escritores de su generación, una generación amputada por la dictadura de Videla y sabedora de exilios, de penalidades, de torturas y de muerte. Por Félix Grande sabía de la gran amistad que unía a Gelman con el narrador y compatriota Haroldo Conti, compañero de luchas democráticas y soñador, como él, con un mundo más justo, más libre y mejor repartido. Le pregunté por él, por su amistad, por su trágico destino. No sé si fue una percepción subjetiva por mi parte, pero lo cierto es que noté, en su respuesta, un sutil esponjamiento de la voz, una emoción contenida. Dijo algo así como que tuvo un final terrible, que sobre él se cebó la dictadura, que tuvo noticias de sus últimos días a través de un sacerdote que lo localizó en un campo de prisioneros en un estado de total abatimiento y físicamente destrozado por las torturas y vejaciones.
Le dije que Bartleby Editores, la editorial de Pepo Paz -a la que conoce, según me contó, por su colección de poesía-, acababa de estrenar la de narrativa con un clásico de la literatura alemana, Adalbert Stifter (Brigitta), y que era inminente la distribución a librerías de los Cuentos completos de Haroldo Conti en una edición que recogía, a modo de prólogo, un texto emocionado y testimonial de Gabriel García Márquez. Gelman me contó, como si se tratara de una experiencia conocida muy de cerca, la misma secuencia de hechos que en ese prólogo narra el Premio Nobel colombiano. Abajo la puede leer el lector curioso:

"Quince días después del secuestro, cuatro escritores argentinos -y entre ellos los dos más grandes- aceptaron una invitación para almorzar en la casa presidencial con el general Jorge Videla. Eran Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Alberto Ratti, presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, v el sacerdote Leonardo Castellani. Todos habían recibido por distintos conductos la solicitud de plantearle a Videla el drama de Haroldo Conti. Alberto Ratti lo hizo, y entregó además una lista de otros once escritores presos. El padre Castellani, entonces tenía casi ochenta años y había sido maestro de Haroldo Conti, pidió a Videla que le permitiera verlo en la cárcel. Aunque la noticia no se publicó nunca, se supo que, en efecto, el padre Castellani lo vio el 8 de julio de 1976 en la cárcel de Villa Devoto, y que lo encontró en tal estado de postración que no le fue posible conversar con él". Gabriel García Márquez.

Gelman me habló de él como uno de los grandes escritores argentinos de su tiempo. No sólo como un amigo, sino como un creador de raza. También le dije que Pepo Paz había pensado en él para presentar el libro de cuentos pero que, ante el apretado calendario de actividades oficiales en que estaba metido, no parecía muy plausible tal posibilidad. Hubiera sido, sin duda, hermoso, vivir la experiencia de un Juan Gelman presentando los cuentos completos de su amigo desaparecido. Pero dejémonos de lamentaciones. Si hace algunos meses transcribí en este blog un fragmento de uno de los relatos del libro de Conti, esta madrugada, cuando tengo la certeza de que sólo me separan unas horas de vivir la experiencia de tener entre mis manos el libro con que hace año y medio comenzamos a soñar Pepo Paz y yo (yo lo soñé, todo hay que decirlo, como un imposible, como una quimera inalcanzable), ofrezco al lector, como anticipo de lo que tendrá en su poder cuando acceda al libro, el comienzo del relato titulado "Perdido". Ahí va:

"El tren salía a las ocho o tal vez a las ocho y media. Recién diez minutos antes enganchaban la locomotora pero de cualquier forma el tío se ponía nervioso una hora antes. Todos los del pueblo eran así. Apenas llegaban y ya estaban pensando en la vuelta. Su padre había hecho lo mismo. La mitad del tiempo pensaba en las gallinas, que comían a su hora, o en el perro, que había dejado en lo del vecino. Para él Buenos Aires era la Torre de los Ingleses, Alem, la avenida de Mayo y, por excepción, el monumento a Garibaldi, en Plaza Italia, porque la primera vez que vino, con la vieja, se extraviaron y fueron a parar allí. Se sacaron una foto y el tipo de la máquina los puso en un tranvía que los llevó a Retiro. De cualquier forma llegaron una hora antes y con todo estaban tan excitados que casi se meten en otro tren."

jueves, 24 de abril de 2008

Gelman, la memoria y nuestro pasado: histórico y... poético

Hace algunas semanas, pasé, por el pueblecito madrileño de Garganta de los Montes, al lado de lo que queda de los barracones de lo que fuera, en los años 40 y 50 del pasado siglo, es decir, en plena posguerra, un "destacamento penal" del franquismo. Es decir: un campo de trabajo para la redención de penas, como lo llamaba Franco, o un campo de concentración de presos políticos, lo que era en realidad. Allí, tal y como lo cuenta Isaías Lafuente en su libro Esclavos por la patria, hubo un promedio de 500 prisioneros excavando el túnel de Mata Águila en condiciones infrahumanas. Gran parte de la línea ferrea, hoy casi muerta, del "directo" Madrid-Burgos la construyó una legión de hombres condenados por el único delito de defender la libertad, de estar con el gobierno legalmente constituido. Ése es uno de los escenarios de mi novela Trenes en la niebla. Un escenario borrado de la memoria de las gentes del valle del Lozoya, enterrado bajo una losa de silencio y de miedo. Hoy, en 2008, los jóvenes que viven en esos pueblos, los que viajan a los alrededores de Garganta de los Montes con la mochila a la espalda para respirar el aire puro de la montaña cada fin de semana, nada saben de la ignominia colectiva que se vivió al lado del camino por el que avanzan. Muy pocos vecinos hablan de aquéllo: de esa forma, intentan hacerse a la idea (autoconvencerse) de que la humillación "no existió". Pero existió, claro que existió. Abajo puede el lector ver un par de fotografías, realizadas con un teléfono móvil el pasado 9 de marzo, de las instalaciones de lo que fuera estación de Robregordo-Somosierra. Naves abandonadas bajo la niebla... Como si una rara y fantasmal estación de Canfranc aguardara la demolición en medio de la cordillera.

GELMAN, LA MEMORIA Y MI RECUERDO DE UNA CRÍTICA

Hablando de memoria: ayer, 23 de abril, en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, pude escuchar la voz de Juan Gelman. Una voz firme pese al tono aterciopelado de su acento argentino. Una voz que defendía la poesía como territorio del lenguaje que revela y aturde. Una voz que, quizá como parte sustantiva del oficio de poeta, reivindicaba la memoria. La de los amigos y familiares muertos (algunos, como su hijo y su nuera, tan cercanísimos que nos duelen a todos todavía) bajo la dictadura de Videla, sin duda. Pero su voz iba más allá: convocaba nuestra memoria de humillaciones y derrotas, nos invitaba a devolver la identidad a nuestros asesinados que muerden el anonimato, desde hace más de medio siglo, en cunetas perdidas o en fosas comunes (¿cómo no recordar, al escuchar al poeta, a Federico, como no pensar en la suerte de sus restos?), nos invitaba a un permanente ejercicio de indagación en el pasado. Sin memoria, no existimos, no somos. Esa apelación, hecha con la emoción de quien ha vivido una dramática experiencia -individual y colectiva-, heló la sonrisa, que mostraba con presunción y casi con descaro desde el principio del acto, de Esperanza Aguirre y estuvo a punto de llenar mis ojos de lágrimas.

Ahora, al contemplar las fotografías de la vieja estación que construyeron los presos en las laderas de Somosierra, no he podido sustraerme a la evocación de las palabras de Gelman al recibir el Premio Cervantes, a su intenso canto a la necesidad de tener siempre viva y fresca la Historia, nuestra... historia. Tampoco he podido evitar una evocación muy personal: en 1999, con motivo de la edición en España de su libro Cólera buey, le hice una entrevista para Babelia, entrevista que acompañé, una semana después, de una crítica, razonablemente extensa, al libro. Mi crítica, sin duda elogiosa, no cayó bien en los círculos poéticos dominantes de entonces. Recuerdo que, en aquellos días, Gelman era observado y leído con desconfianza por quienes defendían un realismo directo, experiencial, de tono coloquial (muy Gil de Biedma, para que nos entendamos) porque rompía el lenguaje y jugaba/luchaba en sus bordes, en sus límites -titulé mi entrevista "El arte de gelmanear" y alguien me reprochó que jugara con el lenguaje al titular un texto "serio"-. Es decir, se desconfiaba de la obra de Gelman porque no era "directa". De otro lado, quienes, a la sombra del Valente posterior a los ochenta, o del hermetismo de Ungaretti o Montale, o del intimismo radical de Gottfried Benn, defendían una poesía más metafísica y entrópica, lo observaban con parecida desconfianza porque, vive dios, apelaba a la crítica social, era político como poeta y como hombre y hacía de la recuperación de su memoria personal y de la memoria de los humillados y desaparecidos por la ignominia, un eje matriz de su poesía. Unos y otros, ayer, abrazaban a Juan Gelman, pujaban por emparentarse con su obra y con su experiencia vital. Es decir, habían olvidado indiferencias y diferencias. La solvencia y la calidad y la hondura de la poesía gelmaniana había arrollado, en la última década, las viejas desconfianzas. Y todos, desde la confrontación soterrada y con el deseo de "apropiarse" del poeta premiado una vez acabara el acto, cultivaban el elogio y el abrazo. Seguro que había sinceridad y honesta solidaridad en esos gestos. Pero, al salir, no pude sino recordar la pertinencia de mis reflexiones, publicadas en este blog el pasado 12 de febrero, a propósito de la muerte de Ángel González . Y pensé que, una vez más, le estaba creciendo a Juan el ejército de intérpretes y de "escuderos" que la sombra del Premio Cervantes suele propiciar. Aunque antaño (hace menos de una década) buena parte de ellos lo ignoraran desde la indiferencia. Vivir para ver.

lunes, 14 de abril de 2008

García Lorca: ¿una excepción a la Ley de Memoria Histórica?

Hace unos días, buscando en Internet algunas referencias al documental dirigido por Emilio Ruiz Barrachina Lorca. El mar deja de moverse tras su proyección en el Instituto Francés de Madrid el pasado 7 de abril, di con una entrada en el blog de Javier Rioyo titulada "Muertos sin sepultura". Antes, quizá en el verano de 2006, había leído un artículo de Luis García Montero relacionado, también, con el asesinato de García Lorca y sobre la situación de sus restos. Y a finales del pasado año, pude leer las opiniones de no pocos expertos en el portal de Internet de la Asociciación para la Recuperación de la Memoria Histórica. El periodista y el poeta coincidían (con Andrés Soria Olmedo y con la familia) en una idea: no hay que mover los restos de Federico, no hay que investigar hipótesis que afirman que pueden no estar en el Barranco de Viznar, no es necesario poner la ciencia contempránea (los escaner, los sistemas de detección de ADN en vestigios humanos) al servicio de la memoria colectiva, de la recuperación de la historia viva de una indignidad. Una idea que, como antes dije, comparte la familia del asesinado pero que contribuye a dejar en el aire incógnitas que la sociedad española, el mundo cultural de nuestro país y los amantes de la poesía de Federico tienen derecho a despejar. No se trata de un muerto anónimo, de un ciudadano sin influencia (artística, cultural, sociológica, política si me apuran) en la sociedad de su tiempo y en la literatura universal, sino todo lo contrario. La familia de un asesinado cuyo papel en la sociedad no ha sido relevante puede decidir en la intimidad no buscar sus restos, no indagar sobre la forma en que se cometió el crimen, no investigar sobre el lugar en que fue enterrado. No es ése el caso de Federico.
Es curioso que la Ley de Memoria Histórica, respaldada por las fuerzas de izquierda, sustentada en principios radicalmente democráticos y nacida para devolver la dignidad a los vencidos y la identidad, incluso en la muerte, a quienes fueron desprovistos de identidad y enterrados, como si de basura se tratara, en fosas comunes, en zanjas perdidas junto a carreteras solitarias o en barrancos sin nombre (o, como en el caso de Federico, con nombre), sea en este caso sorteada y se plantee que es preciso mantener la incógnita y cultivar, en el fondo, la desmemoria: "No mover a Lorca del lugar de su muerte es la mejor manera de recordar el crimen", afirma Rioyo. Si esa afirmación no fuera acompañada de una suerte de negativa a indagar en nuevos datos acerca de su asesinato, en la búsqueda responsabilidades o de la apuesta por el olvido de detalles que podrían aportar una luz nueva, podríamos darla por buena. Sin embargo, Ian Gibson, en el documental de Ruiz Barrachina, afirma justamente lo contrario. Se ratifica en unas declaraciones hechas a la Agencia EFE que leí en diciembre de 2006 y que reproduzco textualmente: "Lorca es el poeta español más famoso del mundo y la víctima más notoria de la Guerra Civil española, y por ello creo que incumbe al Estado la búsqueda de sus restos". Si a ello añadimos la voluntad de los familiares descendientes de Dióscoro Galindo y Francisco Baladí, el maestro de Pulianas y uno de los dos banderilleros fusilados junto al poeta, quienes, acogiéndose a la Ley de la Memoria Histórica, quieren pedir la exhumación de los restos que se encuentran en la misma fosa, no parece muy racional (tampoco humanitaria) la negativa de a familia.
Sé que es un asunto complejo, delicado si se quiere. Pero, volviendo al principio de esta entrada, resulta llamativa la coincidencia de Rioyo, también de García Montero, con la posición que ha venido defendiendo la derecha política y social. Una postura que supone establecer una excepción en la aplicación de la Ley de la Memoria Histórica, además de limitar (¿o cercenar?) los derechos de los descendientes de dos asesinados no tan conocidos ni influyentes en nuestra cultura como el maestro y el banderillero que, según todas las hípótesis, lo acompañaron en tan trágico destino.

¿Por qué esa defensa tenaz de la inamovilidad de los restos? ¿Por qué esa oposición a la investigacion si lo único que puede hacer es aportar luz y acabar con hipótesis y rumores de toda índole? ¿Por qué esa tenaz perseverancia en dejar el asesinato de Lorca circunscrito a la lógica consecuencia de la represión generalizada del fascismo en la provinccia granadina descalificando motivaciones complementarias, adicionales, pero quizá decisivas (homosexualidad, pugnas y odios familiares, razones económicas)? ¿Cuántos trabajadores, sindicalistas, pequeños empresarios, maestros o campesinos fueron asesinados por militares sediciosos o por fuerzas paramilitares franquistas en el marco de la represión generalizada pero saldando viejas cuentas personales, fobias y odios familiares o pugnas económicas arrastradas durante décadas?
Lorca. El mar deja de moverse es un documental clarficador, contundente. Estéticamente clásico, tradicional si se quiere, pero que cumple con la función esencial de todo documental: aportar nuevos enfoques a una realidad conocida en parte. Iluminar zonas oscuras, aportar nuevos y desconocidos datos. Aclarar nuestra historia y recuperar la memoria colectiva. Y, como corresponde en un asunto tan controvertido como las circunstancias en que Lorca acabó siendo asesinado, poniendo sobre el tapete todas las opiniones: la de la familia, la de Gibson, la de Paul Preston, la de la familia Rosales... Y la de nuevos investigadores que están aportando ingrediente nuevos a la exigencia de investigación. Los restos de Lorca son de la familia, por supuesto. Pero no se trata de expropiárselos, de arrebatárselos, sino de algo tan simple como saber si están donde se dice que están, como desmentir hipótesis que sólo serán peregrinas cuando la investigación lo haga evidente.

sábado, 29 de marzo de 2008

La procedencia de un título: "Monólogo del entreacto"

Desde que, el pasado mes de diciembre, apareció mi antología, más de un (o una) poeta, algún que otro crítico y no pocos lectores no especializados me han preguntado por algo en lo que no caí en la cuenta hasta que el libro no estuvo publicado. En el breve preámbulo con que, en la antología, intento justificarme, escribí que Monólogo del enteacto es un título "que procede de un texto de El muro transparente". La pregunta, u observación, o curiosidad de lectores y poetas viene a ser la siguiente: "si el texto al que usted (o tú, según los gustos) alude sólo puede ser un poema puesto que ese libro sólo contiene poemas ¿por qué lo rescata para el título y, sin embargo, el poema se queda fuera de la antología?". El o los interpelantes no dejan de tener razón. Sólo meras razones de espacio, derivadas de la frontera que delimito en el subtítulo (Cien poemas) son las causantes de la exclusión. El poema de marras compartía espacio, música y tono con otro titulado "Riesgos de sumisión". Formaba parte de un apartado del libro denominado "Tres estados de conciencia". Recuerdo, de un modo borroso, que uno y otro los escribí en paralelo, a lo largo del mes de diciembre de 1989, y que compartían una incómoda reflexión sobre la labor que ejerce el paso del tiempo sobre la inicial frescura de las ideas, sobre los sueños de emancipación social, sobre los resultados del trabajo (político, pero también económico, social y, sobre todo, cultural y literario) en la realidad cotidiana de los seres humanos.
Como quiera que es un poema muy querido al que dediqué muchísimas horas en aquel 1989 que hoy parece remotísimo, lo rescato para los lectores en este espacio "al margen". Así, saldo una deuda con el poema excluido y lo despierto del sueño de los justos en que está sumido desde que El muro transparente, publicado en1992, dejó de ser novedad.
Monologo del entreacto

I
No propongo
el desmantelamiento propio.
Tampoco la renuncia. Nunca
vendrá la salvación de tal entrega,
de tal vuelta de llave.

Sí te reto a cultivar palabras
con todo lo que vive, canta o sufre,
con todo cuanto escapa a la impericia
de la voz o del viento, de la música
que fue celebración y que aún perdura
en el viejo reducto
de tus mitos sagrados o en la balda
que ocupan los arcones
hace tiempo cerrados.

II
Porque uno conserva, a pesar del espejo
que revela desaires y derrotas,
cierta luz, cierta angustia,
no menos sagrados que los mitos:
conserva, sobre todo,
la pasión que no acaba
en la niebla que alberga el trago largo
de alcohol y largo de renuncias.
Porque no todo
nace y muere en sí mismo
o alza el vuelo y se estrella
en el íntimo espacio
del que te piensas único habitante
—por ello, incitador
de culpables silencios—.

III
Porque existe la noche y existen sus esquinas
apenas indagadas
más allá de la oferta
de minutos de amor a pago urgente.

Y existe la canción que se comparte, existen
las notas entonadas en feliz compañía, existe
la verdad que negaste
en un tiempo ilusorio.
Son
certezas que se tocan, fotogramas
que significan, manchas
que te aseguran
a este mundo de huecos y presencias y dudas.

IV
Porque uno mantiene,
sobre el poso del miedo y de la usura,
el ajeno destello,
la llama descubierta
en los libros robados,
la esperanza de vivir la conjura
de los sueños de pronto coincidentes
no sólo con los ecos de un poeta
tal vez indiscutible,
sí con la estrella de los otros,
con el calor de los pronombres
no sólo singulares.

No propongo, por tanto,
el desmantelamiento propio,
tampoco la renuncia
al poder ilusorio
que a veces nos acerca
a la talla del héroe o nos redime
y a veces nos condena
a la renuncia o al suicidio.

V
Desde el cuarto que acoge
mi soledad, desde la cueva
que me oculta del aire, te propongo
vivir en la intemperie,
vocear la pasión,
hacer de la escritura
tierra que te descubra
tu complicada condición: tumulto
de ciudades, de climas, de tabernas,
de canciones sombrías —en puertos o alamedas,
en domicilios conocidos
o en viejas estaciones terminales—
que te acompañan
en el peregrinar
por tus fantasmas, réplicas
del dolor o la lluvia compartida, espejos
—quizá deformes o borrosos—
de un rostro desolado y no del todo,
a tu pesar, desconocido.

VI
Así se vive, así te digo, amante olvidadiza,
que yo vivo.
No es que tenga mi hacienda en tal subasta
ni que el aire que ronda por tus ojos
carezca de atractivo, no es tampoco
un desaire a tu piel o a tu voz algo ajada
por charlas más profundas que la noche.

Es un vicio, ya sabes, que me obliga
—me alimento de extraños universos—,
que me tiene a tus pies investigando
en tu carne el origen que razona
la devoción que aplico al mundo
que en este dormitorio tú resumes.

Mi vida en la UVA de Hortaleza: una entrevista de Juan Jiménez Mancha

Reproduzco, a cotinuación, la entrevista que Juan Jiménez Mancha publicó, en diciembre de 2020, en El Periódico de Hortaleza . Creo que el...