Hace algunas semanas, pasé, por el pueblecito madrileño de Garganta de los Montes, al lado de lo que queda de los barracones de lo que fuera, en los años 40 y 50 del pasado siglo, es decir, en plena posguerra, un "destacamento penal" del franquismo. Es decir: un campo de trabajo para la redención de penas, como lo llamaba Franco, o un campo de concentración de presos políticos, lo que era en realidad. Allí, tal y como lo cuenta Isaías Lafuente en su libro
Esclavos por la patria, hubo un promedio de 500 prisioneros excavando el túnel de Mata Águila en condiciones infrahumanas. Gran parte de la línea ferrea, hoy casi muerta, del "directo" Madrid-Burgos la construyó una legión de hombres condenados por el único delito de defender la libertad, de estar con el gobierno legalmente constituido. Ése es uno de los escenarios de mi novela
Trenes en la niebla. Un escenario borrado de la memoria de las gentes del valle del Lozoya, enterrado bajo una losa de silencio y de miedo. Hoy, en 2008, los jóvenes que viven en esos pueblos, los que viajan a los alrededores de Garganta de los Montes con la mochila a la espalda para respirar el aire puro de la montaña cada fin de semana, nada saben de la ignominia colectiva que se vivió al lado del camino por el que avanzan. Muy pocos vecinos hablan de aquéllo: de esa forma, intentan hacerse a la idea (autoconvencerse) de que la humillación "no existió". Pero existió, claro que existió. Abajo puede el lector ver un par de fotografías, realizadas con un teléfono móvil el pasado 9 de marzo, de las instalaciones de lo que fuera estación de Robregordo-Somosierra. Naves abandonadas bajo la niebla... Como si una rara y fantasmal estación de Canfranc aguardara la demolición en medio de la cordillera.
GELMAN, LA MEMORIA Y MI RECUERDO DE UNA CRÍTICA
Hablando de memoria: ayer, 23 de abril, en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, pude escuchar la voz de Juan Gelman. Una voz firme pese al tono aterciopelado de su acento argentino. Una voz que defendía la poesía como territorio del lenguaje que revela y aturde. Una voz que, quizá como parte sustantiva del oficio de poeta, reivindicaba la memoria. La de los amigos y familiares muertos (algunos, como su hijo y su nuera, tan cercanísimos que nos duelen a todos todavía) bajo la dictadura de Videla, sin duda. Pero su voz iba más allá: convocaba nuestra memoria de humillaciones y derrotas, nos invitaba a devolver la identidad a nuestros asesinados que muerden el anonimato, desde hace más de medio siglo, en cunetas perdidas o en fosas comunes (¿cómo no recordar, al escuchar al poeta, a Federico, como no pensar en la suerte de sus restos?), nos invitaba a un permanente ejercicio de indagación en el pasado. Sin memoria, no existimos, no somos. Esa apelación, hecha con la emoción de quien ha vivido una dramática experiencia -individual y colectiva-, heló la sonrisa, que mostraba con presunción y casi con descaro desde el principio del acto, de Esperanza Aguirre y estuvo a punto de llenar mis ojos de lágrimas.
Ahora, al contemplar las fotografías de la vieja estación que construyeron los presos en las laderas de Somosierra, no he podido sustraerme a la evocación de las palabras de Gelman al recibir el Premio Cervantes, a su intenso canto a la necesidad de tener siempre viva y fresca la Historia, nuestra... historia. Tampoco he podido evitar una evocación muy personal: en 1999, con motivo de la edición en España de su libro Cólera buey, le hice una entrevista para Babelia, entrevista que acompañé, una semana después, de una crítica, razonablemente extensa, al libro. Mi crítica, sin duda elogiosa, no cayó bien en los círculos poéticos dominantes de entonces. Recuerdo que, en aquellos días, Gelman era observado y leído con desconfianza por quienes defendían un realismo directo, experiencial, de tono coloquial (muy Gil de Biedma, para que nos entendamos) porque rompía el lenguaje y jugaba/luchaba en sus bordes, en sus límites -titulé mi entrevista "El arte de gelmanear" y alguien me reprochó que jugara con el lenguaje al titular un texto "serio"-. Es decir, se desconfiaba de la obra de Gelman porque no era "directa". De otro lado, quienes, a la sombra del Valente posterior a los ochenta, o del hermetismo de Ungaretti o Montale, o del intimismo radical de Gottfried Benn, defendían una poesía más metafísica y entrópica, lo observaban con parecida desconfianza porque, vive dios, apelaba a la crítica social, era político como poeta y como hombre y hacía de la recuperación de su memoria personal y de la memoria de los humillados y desaparecidos por la ignominia, un eje matriz de su poesía. Unos y otros, ayer, abrazaban a Juan Gelman, pujaban por emparentarse con su obra y con su experiencia vital. Es decir, habían olvidado indiferencias y diferencias. La solvencia y la calidad y la hondura de la poesía gelmaniana había arrollado, en la última década, las viejas desconfianzas. Y todos, desde la confrontación soterrada y con el deseo de "apropiarse" del poeta premiado una vez acabara el acto, cultivaban el elogio y el abrazo. Seguro que había sinceridad y honesta solidaridad en esos gestos. Pero, al salir, no pude sino recordar la pertinencia de mis reflexiones, publicadas en este blog el pasado 12 de febrero, a propósito de la muerte de Ángel González . Y pensé que, una vez más, le estaba creciendo a Juan el ejército de intérpretes y de "escuderos" que la sombra del Premio Cervantes suele propiciar. Aunque antaño (hace menos de una década) buena parte de ellos lo ignoraran desde la indiferencia. Vivir para ver.
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