Antonio Marín Albalate está preparando la edición de un libro colectivo dedicado al medio siglo de dedicación de Joan Manuel Serrat a la música actualizando el titulado Tributo a Serrat, publicado en 2007. Hace unos meses me pidió un texto para esa nueva edición. El libro aparecerá en 2015. Aquí dejo mi aportación al libro.
Siempre me han atraído los otoños. Quizá porque nací en
octubre, un día 27 de un año de la década de los cincuenta, el otoño ha tenido
para mí algo de comienzo del ciclo anual, de restauración de la vida tras el paréntesis
veraniego. En mi adolescencia era la vuelta a la rutina después del verano: era
de nuevo el colegio, los amigos, la recuperación de los juegos y las costumbres
del barrio, el retorno de la lluvia, de los primeros fríos, y era…. escribir y
leer al amparo de la estufa de butano de mi casa familiar en la UVA de
Hortaleza. Después, en la frontera de la primera juventud, allá por los
dieciocho o diecinueve años, el otoño me servía para fantasear con mis sueños
de escritor en ciernes: la cachimba, un símbolo en el que se concentraba la
insumisión ante el franquismo y el charme
del intelectual antifascista, y la chaqueta y el pantalón de pana se
dibujaban en el horizonte, cuando acababa septiembre como apacibles refugios de
una labor que alimentábamos de quimeras que avanzaban, pese al ambiente hostil y a las resistencias del régimen, en la dura realidad
de la España de los primeros años setenta.
Joan Manuel Serrat, en el tiempo de "Balada de otoño" |
Pero el otoño fue más otoño una tarde en que, en casa de
un amigo, en un tocadiscos de maletín de los que se compraban en el Círculo de
Lectores, su propietario puso en marcha un LP en cuya portada podía verse un
Joan Manuel Serrat casi tan joven como yo (bueno, me sacaba diez años,
más o menos) en un primerísimo plano, con las mismas patillas que nosotros
lucíamos y con un jersey de cuello de cisne de color negro muy parecido al que
vestían los dioses existencialistas del París inalcanzable. Joan Manuel Serrat
ya era uno de los nuestros: desde el affaire de Eurovisión lo considerábamos
parte del grupo de amigos del barrio. Pero lo era con dos o tres canciones en
catalán como “Paraules de amor" o “La tieta”, con “Manuel”, “Como un
gorrión”, “El titiritero” y poco más.
Todas aquellas canciones las habíamos escuchado en pequeños discos de 45
revoluciones llamados singles y en
nuestra memoria ocupaban espacios individualizados, singulares.
El LP que mi amigo había puesto en marcha tenía algo
de antología, de compendio: en él podíamos recorrer las diez o doce
canciones/poema que, en castellano, circulaban con desigual fortuna por las
emisoras radiofónicas y por las discotecas. No recuerdo en qué momento quedé
cautivado por los versos que daban comienzo a aquella canción suave,
melancólica, llena de ternura y de pasadizos a una memoria que no era sólo
nuestra sino de todos aquellos que se habían sentido contagiados por la
cadencia de la lluvia en una tarde otoñal. “Llueve. / Detrás de los cristales /
llueve y llueve, / sobre los chopos medio deshojados, / sobre los pardos
tejados, / sobre los campos,
llueve….”. Una canción profunda,
casi perfecta, con la calidad de los mejores poemas que hasta aquel día yo
había leído. Desde aquella tarde, Joan Manuel Serrat sería el acompañante de
toda mi aventura sentimental , el
imaginario testigo de mi relación amorosa, el cantautor que pondría música de
fondo a todo lo bueno que me quedaba por vivir y también, ¿por qué no?, a los
momentos menos dulces. Incluso a los
infelices. Sería también la dimensión poética de mi barrio, de mi familia
humilde (como la de Serrat, éramos de la clase trabajadora, nuestra UVA de
Hortaleza tenía un correlato en Barcelona, en el Poble Sec en el que el Nano
había crecido), de mis modestos sueños cotidianos.
Panorámica de Poble Sec, el barrio de la infancia de J. M. Serrat |
Aquella “Balada de otoño” era la hospitalidad y la casa,
era el amor y el fuego del hogar, era una extraña reverberación de aquel
hermoso poema del Machado de Soledades
en el que la lluvia era la compañera inevitable de los alumnos de una escuela:
“Una tarde parda y fría / de invierno, los colegiales / estudian. Melancolía / de la lluvia tras los cristales”,
escribió el poeta sevillano. Y era el campo que se extendía no lejos de mi casa
(“sobre los campos, llueve”), y los inmensos chopos que crecían en los
precarios jardines de mi barrio. Pero
era también ella, su abrigo de paño, su voz cálida, llena de matices, de cantautora en ciernes, eran los
ecos de una soledad de domingo por la
tarde, y era el miedo. ¿Miedo a qué si éramos tan jóvenes? Era el miedo a la
vida, el miedo al porvenir (“porque estoy solo y tengo miedo…”, cantaba Serrat), a un futuro que Franco y el
régimen convertían en quimera para quienes vivíamos en los barrios que, en
certera denominación de Manuel Vázquez Montalbán (que, por cierto, escribió una
espléndida biografía de Serrat en 1973), les sobraban a las clases dominantes:
“nací en la cola del ejército huido / me quedé a la luz del centinela / y os
pedí prestados aire y agua / en barrios que os sobraban”.
¿Cuántas veces habré escuchado, conmovido, “Balada de otoño”? ¿Cuántas lo habré cantado en soledad en un viaje en coche, o caminando por el campo, en compañía de la propia voz de Serrat llegando de un tocadiscos o de un reproductor de "cedés"?
Aquél pasadizo otoñal me llevó a “Antes de que den las
diez” (el límite nocturno de los regresos a casa de novias y primeros amores en
aquel tiempo), a “Poema de amor”, a “Mediterráneo”, canciones de erotismo y de
ternuras, de intimidades y desafíos a las convenciones, canciones refugio en la
España que comenzaba a incorporar el color poco a poco, a sacudirse de manera
definitiva (¿definitiva?: cuidado, hay quienes quieren volver a aquel tiempo de
uniformes y silencio) la caspa de un blanco y negro que parecía
interminable.
Aquellos años (principios de la década de los setenta)
fueron los que consolidaron un pacto de sangre, de por vida, entre la obra de
Joan Manuel y mis imaginarios creativos (en la poesía, también en la
narrativa): nada nos separaría en los más de cuarenta años que vinieron
después. Cada nuevo disco de Serrat fue una vuelta de tuerca de un poeta que
parecía pensar desde nuestra interioridad, que parecía haber vivido en mis
habitaciones de infancia y adolescencia,
compartido mis vacaciones en los campos de Soria, en un pueblecito en el que
vivíamos la libertad casi absoluta de la intemperie y el relajamiento de la
disciplina familiar, con el que habíamos contemplado las “pequeñas cosas” que
el tiempo y la experiencia nos dejaron.
Sí, entonces se forjó ese pacto no escrito.
En ese pacto, como el reverso de la “Balada de otoño”, un
acontecimiento conectaría a Serrat con lo que yo, por aquel entonces, leía de
manera casi compulsiva, con lo que se contaba en mis libros de literatura del
instituto: en 1973, mi padre me regaló un LP recién publicado. En pocos meses
ese disco sonaría en cada rincón del país con una intensidad sin precedentes.
Me refiero al titulado Antonio Machado,
aquella antología con una docena de textos imprescindibles del autor de Campos de Castilla que contribuiría a
hacer del poeta enamorado de Soria, del clásico del 98, un imprevisto y
sorprendente “superventas”. Después vendría Miguel Hernández, vendrían otros,
en catalán y en castellano…. La
literatura que vivía en los libros y llenaba algunas horas en el aula, salía a
la calle, a conciertos que ya empezaban a ser multitudinarios, nos acompañaba
en el trabajo, en la universidad, en el club parroquial o en la asociación de
vecinos.
En mi más reciente libro de poemas, Fugitiva ciudad (Hiperión, 2012), hay un capítulo, compuesto por once poemas, titulado “Días en
ti con música de fondo”. La música de
fondo no es otra que la de Joan Manuel. Y los “días en ti” no podrían ser
distintos que aquellos que, junto a quien hoy es mi compañera, mi mujer, fueron creciendo al calor (y a la lluvia) de
aquella “Balada de otoño” inolvidable. Cierro este particular homenaje al
Nano, al Noi del Poble Sec con el poema que abre ese capítulo:
La más cálida voz, la voz de amante
clandestino, la voz
de niebla y de tabaco
negro, la voz de las crisálidas del barrio.
La voz amilanada
de las muchachas pálidas que habrían
de volver a su casa, sin remedio,
antes de que las diez
dieran en los relojes,
los ojos todavía
viviendo en el placer y en el engaño
del domingo de octubre.
En la herida primera y en la lágrima oculta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario