No es frecuente que un poeta reflexione, abiertamente, de manera pública, sobre su propia poesía. Yo lo hice hace algunos años a petición de José Luis Morante para abrir una publicación periódica que él dirigía titulada Señales de humo. El texto que le envié se publicó en el otoño de 2004. Estaba muy reciente la edición de mi poemario Donde nunca hubo ángeles (Visor, 2003) y mi reflexión, que combinaba el acercamiento teórico al misterio de la poesía con indagaciones en mis propios libros y en las motivaciones que los habían alentado, concluía en ese poemario. Después vinieron De viejas estaciones invernales (Igitur, 2006) y Fugitiva ciudad (Hiperion, 2012). Sin embargo, el sentido último de cuanto entonces escribí sigue vigente. La poesía como "tiempo salvado del tiempo". Aquí dejo mi reflexión de entonces que es mi reflexión de hoy.
¿Es posible atrapar el tiempo, reelaborarlo mediante la palabra, y entregárselo a los lectores para que a su vez lo gocen y lo reinterpreten de acuerdo con su propia experiencia? No tengo plena seguridad al respecto. Pero si hay algo que nos aproxime a ese proceso, ese algo es el poema. No la poesía en términos abstractos, sino el poema, cada poema. “Palabra en el tiempo”, así la denominaría Antonio Machado. “Intersección de lo intemporal con el tiempo”, así intentó formularla T. S. Eliot. No muy diferente de la definición de ambos poetas —por otro lado, tan alejados estética y vitalmente— se encuentra la respuesta que, en 1997, me dio Manolo Vázquez Montalbán durante una larga conversación que mantuvimos —y que, íntegramente, fue publicada en la revista Ínsula— a propósito de la aparición de su último libro de poemas, Ciudad: “La literatura es sólo lenguaje, pero el lenguaje está cargado de tiempo, de tiempo significante, y a esa fatalidad de transmitir el tiempo significante no puede escapar ningún escritor”. Tiempo significante que se compone de objetos, de lugares, de sueños, de deseos, de frustraciones, de incertidumbres, de sentimientos, de estados de conciencia. Tiempo significante que sólo existe cuando la palabra, sobre el papel en blanco, nos lo hace visible.
No cualquier palabra, sino la palabra que revela, que ilumina, que descubre o redescubre: la palabra poética. Tiempo salvado de la muerte, emoción en estado de lenguaje, arte que nos ayuda a vivir, a entendernos y a indagar en las zonas ocultas de la realidad y no por ello inexistentes.
Esa es la base sobre la que he intentado, a lo largo de más de un cuarto de siglo y de seis libros, explicarme a través del poema. No ha sido fácil: cuando, a principios de los años ochenta, intenté publicar el que considero mi primer poemario (El vuelo liberado), prevalecía una poesía, que prolongaba la que había sido dominante en la década anterior, en la que la experiencia del poeta se enmascaraba en un culturalismo con vocación de vanguardia y no era fácil abrir paso a propuestas poéticas que tenían más que ver con las estéticas, más apegadas a lo real, de los años cincuenta y sesenta (tal vez por eso, el libro no se publicó hasta 1986). Mis poemas estaban hechos de mi memoria íntima y de la memoria colectiva, de experiencias vividas en los tiempos últimos de la dictadura, de reflexiones sobre el sentido del poema en las sociedades contemporáneas. Eran, como los de otros poetas que entonces comenzaban a publicar, un anacronismo respecto a la poesía que había sido dominante. En ese camino, perseveré en Papeles inciertos (1990) y en El muro transparente (1992): en el primero pretendí fundir experiencia e incertidumbre, memoria y duda, en el convencimiento de que todo poema es un ser vivo en el que no caben las certezas: “ser papeles inciertos, / llanuras asequibles/a emociones difusas, a recuerdos y nubes, / a octubres memorables”. En el segundo, ganó espacio la reflexión metapoética, la búsqueda, a través de la palabra, de un “estado de conciencia” respecto a la realidad. El poema como muro entre lo visible y lo oculto, un muro no opaco, sino transparente:
“Por eso, el muro. El de la letra amiga,
el que nos llama y, al tiempo, nos destruye,
el que araña la puerta,
no nos deja tranquilos, nos sorprende
y nos cerca y quizá nos emborrache
un segundo quizá”..
Con Quebrada luz, aparecido en 1996, intenté ahondar en esa reflexión fortaleciendo, a la vez, sus vínculos con la memoria, con la capacidad de evocación de todo poema. La luz, me decía, no existe inmaculada, pura. La luz se enriquece con la mancha, con los colores de la realidad, cobra nuevo sentido si se quiebra, si se ensucia. Con ese libro, di por cerrada una etapa extendida a lo largo de cuatro poemarios que, en los últimos años, he corregido en profundidad y sin misericordia. Los he agrupado en un volumen, Monólogo del entreacto (*), y espero la atención de un editor arriesgado que no sepa lo que es el miedo a ir a contracorriente.
Cierto que en esa etapa la experiencia de lo real y el componente autobiográfico estaban presentes en mi poesía. Pero lo estaban de un modo sutil, enunciado apenas. Con La densidad de los espejos (1997) y, de manera mucho más acentuada con Donde nunca hubo ángeles (2003), he pretendido la incorporación, de manera abierta, de la Historia al texto poético. Filtrada por mi historia, metabolizada por mi experiencia y por mi memoria y sometida a una labor de rescate mediante el lenguaje: un lenguaje que, más que nunca, he pretendido revelador, nuevo, “emocionador” y emocionante, en el convencimiento de que sólo así es posible hablar de poesía con todas las consecuencias.
En una y otra etapa he intentado no alejarme de un hilo conductor que he pretendido componente esencial de toda mi poesía: el acercamiento a una conciencia crítica en la mirada hacia el mundo. Buscar y alumbrar sus contradicciones, sus carencias, sus crueldades, su sinsentido (echar una mirada a la realidad nacional e internacional ahorra todo discurso). Entre otras razones porque comparto con Eliot un principio —poco divulgado, todo hay que decirlo— al que alude en su mítico Función de la poesía y función de la crítica: “La ventaja esencial para un poeta no es la de enfrentarse con un mundo bello: es ser capaz de ver tras la fealdad y la belleza; es ser capaz de ver el tedio, el horror y la gloria”.
Para ello es básico tener en cuenta la realidad, ese ecosistema en el que, lo quiera o no, el poeta vive. Pero no para acartonarla y dejarla muda, sino para hacer de ella el punto de partida al que Joan Brossa, hace algunas décadas, se refirió: “A la realidad se le deben abrir las ventanas; debe ser un punto de partida, no uno de llegada”. En fin...
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