martes, 26 de abril de 2011

Celebración del 25 de abril y celebración del tiempo. Mi homenaje.

Mantengo inédito un libro titulado Mis días de los ochenta. Es un diario que algún día publicaré y en el que fui escribiendo mis experiencias vitales, literarias, sociales, políticas, sentimentales... entre los años 1983 y 1990. Tiempo anterior a Internet, a las bitácoras, al blog. De ese diario rescato este fragmento (no podría escribir otro mejor) dedicado a la conmemoración del 11 aniversario de la Revolución de los claveles en Portugal. Lo escribí el 26 de abril de 1985. Con él conmemoro nada menos que el 36 aniversario. Ahí os lo dejo.


"AYER fue veinticinco. Símbolo y metáfora del sueño de un Portugal nuevo de once años atrás. Aquel día de 1974 yo no había cumplido los veintidós años. Apenas nos habíamos repuesto del pinochetazo de siete meses antes cuando una mañana irrepetible supimos que en el país vecino, a los acordes de José Afonso y su Grandola, los cañones de los fusiles se llenaban de flores, la sonrisa encendía los rostros de los chiquillos, los adultos, ante aquel regalo inesperado, se sentían niños y un aire de libertad comenzaba a extenderse por la península aventando viejos fantasmas y temores y, con ellos, la realidad gris bajo la que nuestra vida se desenvolvía. Por aquel entonces yo vivía un peculiar destierro por razones sindicales y políticas en el Banco Popular, empresa en la que trabajaba desde los diecisiete años, un destierro que compartía con otros compañeros en una vieja y kafkiana nave semiabandonada y próxima a la Puerta de Toledo. Recibimos la noticia de aquel amanecer con una euforia no disimulada. Una euforia que se fue acrecentando con los días y, sobre todo, con los viajes. Cómo no recordar el aluvión de visitas de fin de semana a Portugal, o la invasión de nuestras casas, de los locales de las asociaciones de vecinos, de los clubs parroquiales y de otras organizaciones heterodoxas y semilegales, por pegatinas, posters, grabados, fotografías y todo tipo de objetos alusivos a una libertad que en nuestro país nos era negada y que buscábamos en el vecino del oeste en la conciencia de que la dictadura bajo la que sobrevivíamos a duras penas tenía los días contados.

"Más que el acontecimiento histórico que refieren las reseñas conmemorativas que estos días aparecen en la prensa, de los reportajes radiofónicos y televisivos (TVE ha dedicado el programa “En portada” al aniversario), el 25 de abril es una marca, una huella indeleble en nuestra memoria, en la memoria de mi generación. Aquel mundo de color, de banderas, de sueños al fin cercanos, de claveles, de viajes de fin de semana, ha quedado anclado para siempre en el catálogo de días felices que hemos vivido quienes en 1974 éramos muy jóvenes. En lo que a mí respecta, he de confesar que todavía me sigue emocionando casi hasta la lágrima aquel cartel en el que un niño rubio, de pelo rizado, introducía el tallo de un clavel rojo en la boca de un fusil. Durante muchos años ese cartel estuvo expuesto, siempre en un lugar preferente, en nuestra casa. Debió desaparecer en alguna de las mudanzas. Pero en todo caso, su recuerdo es, inevitablemente, la síntesis de un tiempo, de un estado emocional, de un sueño sólo parcialmente cumplido".
         
                                                                En Madrid, a 26 de abril de 1985

sábado, 16 de abril de 2011

En Granada, un 14 de abril inolvidable: volvió Javier Egea

El 14 de abril, día de la República, fue jueves. Un jueves de cielos despejados, sol intenso y verdes estallantes. Tanto en el Madrid que, al filo del mediodía, Pepo Paz y yo dejábamos atrás como en la Granada que nos esperaba al final de la carretera para acoger la tan esperada presentación del primer volumen de la poesía completa de Javier Egea. Durante el viaje, editor y prologuista hablamos largamente de la experiencia que estábamos viviendo, y de Granada, y del microcosmos en que Javier escribió la casi totalidad de su obra poética. Desde la tarde del 14 de abril de 2011, metidos en un Renault Scenic devorando kilómetros hacia el sur, no era fácil pensar que el autor del libro que íbamos a presentar horas después hubiera decidido suicidarse hacía doce años. Era como si viajáramos a un lugar ficticio, al escenario de una pesadilla. Como si en Granada, en alguno de sus cafés o de sus bares, fuéramos a encontrarnos con el autor del libro.

Egea, en La Herradura, conversa con Eduardo Castro,
 periodista de TVE
Llegamos a media tarde, a eso de las seis, a Granada. La ciudad del Paseo de los Tristes, la Granada de la que supimos en Madrid allá por los ochenta como escenario de un nuevo modo de afrontar la realidad a través del poema, nos esperaba. Cierto que no era la que caminaba por las Avenida de la Constitución, compuesta por paseantes anónimos, escolares de vuelta de clase, mujeres con bolsas de la compra, seguramente ajenas al poeta-novelista-crítico y al editor que caminaban hacia la librería Nueva Gala. Pero yo tenía la extraña sensación de que aquel aire con olor a primavera nos esperaba. De que nos esperaban los escaparates, la cafetería donde tomamos café antes de llegar a la librería, el adoquinado de las calles, las tiendas, la gente que ocupaba los veladores... El mundo que se  conmocionó un día del verano de 1999 ante la noticia de que un poeta extraño había decidido acabar con su vida, nos esperaba. Porque la Granada literaria esperaba el libro, esperaba los poemas de Javier, esperaba la restitución de quien había sido relegación y olvido.

Juan Antonio Hernández, José Luis Alcántara y el que suscribe
En la librería Nueva Gala no cabía un alfiler. Había un clima de celebración, de íntima fiesta por la vuelta de Javier Egea al panorama literario de la ciudad. Egea, me decían algunos de sus viejos amigos (o conocidos, qué se yo), esta vez ha venido desde el patio nacional a Granada. Como si se hubieran conjurado los maleficios que parecían condenar a la poesía de Egea al permanente salto desde su ciudad a la esfera literaria de España, un salto inútil durante décadas, ahora era su poesía la que llegaba de Madrid a Granada bien editada, bajo un sello (decían) de prestigio, amparada por una de las editoriales (decían) que parece haberse tomado en serio la poesía y asumido la recuperación de grandes poetas (más de un asistente me habló de su sorprendida y asombrada lectura del libro de Alfredo Buxán, la otra novedad de primavera de Bartleby).

Pude ver entre el público a escritores como José Gutiérrez, Ángeles Mora, Juan Carlos Rodríguez, Jairo García Jaramillo, Pedro Henríquez, Antonio Carvajal o Felipe Alcaraz. Fue una presentación con vocación integradora, en la que por encima de cualquier consideración y de todas las anécdotas que han jalonado los años posteriores a la muerte del poeta, brilló la emoción, la profundidad de la poesía de Javier y la evocación de sus días de comunión con la literatura en la Granada de los años ochenta.  Juan Antonio Hernández realizó una aproximación crítica a la lírica de Egea resaltando algunas diferencias sustanciales con la poesía figurativa de los ochenta y criticando la superficialidad con que a veces se le había adscrito a esa "escuela",  José Luis Alcántara hizo un recorrido por su amistad con Javier y expuso de forma detallada su papel (y las vicisitudes por las que ha pasado) como albacea del legado del poeta, aclarando algunos equívocos y falsas interpretaciones, y yo expuse, en síntesis, el contenido del prólogo al libro.

Susana Oviedo, entonando, en tango, Noche canalla

El acto tuvo tres complementos muy emotivos: la interpretación, por un grupo musical liderado por el propietario de Nueva Gala, de tres poemas de Egea; la reposición, casi 30 años después y como primicia, de un documental producido por La 2 de TVE, dirigido y presentado por Eduardo Castro en el que pudimos ver y escuchar a Javier reflexionando sobre lo divino y sobre lo humano sentado frente al mar que protagoniza Troppo mare, en la playa de la La Herradura (aunque donde se retiró en la realidad fue en la Isleta del Moro), pudimos entrar en el ambiente que rodeaba a "La otra sentimentalidad" en los primeros ochenta y nos sorprendimos viendo leer ante las cámras un largo poema a tres voces. Lo hicieron, alternativamente,  Álvaro Salvador, un Javier Egea en excelente forma y un Luis García Montero casi niño.  Por último, Susana Oviedo, actriz y cantante, compañera sentimental de Egea, cantó a capela, en las postrimerías de la copa, una hermosa versión, en tango, del poema (que aparecerá en el volumen de inéditos) Noche canalla, que abajo reproduzco:

Hubo, sí, ausencias. Muchos asistentes, durante el vino posterior a la presentación, me preguntaron por algunos de los poetas que convivieron en los ochenta con Javier. Abiertamente se interesaron por Álvaro Salvador y por Luis García Montero y ni Pepo ni yo supimos qué decir. Sólo teníamos la certeza de que habían sido invitados a la celebración por la librería y la constatación de que no habían acudido.  En todo caso, mantengo la esperanza y expreso el deseo de que nos acompañen el próximo 17 de mayo en la sala María Zambrano del Círculo de Bellas Artes de Madrid. Con los presentadores que hemos intervenido en Granada estará en la mesa Félix Grande, el único miembro del jurado que aún vive de los que, en 1982, concedieron el Premio Hispanoamericano de Poesía Juan Ramón Jiménez al libro de Egea Paseo de los tristes.
Yo no sé si la quise pero andaba conmigo,
me guiaba su risa por la ciudad tan gris.
Ella tenía en su boca colinas de Ketama
y el cielo de sus ojos me pintaba de añil.
Yo vi tantas estrellas como ella puso siempre
en aquel cielo raso como un paño de tul.
Ella llevaba el pelo como la Janis Joplin
y los labios morados como el Parfait-Amour.
La he perdido en un bosque de jeringas brillantes
por donde nos decían que se llegaba al mar;
se fue sobre un caballo de hermosos ojos negros,
por más que yo me muera no la podré olvidar.
Bajo el cielo ceniza me conducen mis piernas.
Esta noche no tengo ni esperanza ni amor.
Sólo queda el calor de mi pobre navaja.
Hoy me he visto la cara de un retrato-robot.
A pesar de sus ojos he salido a la calle,
a pesar de sus ojos me ha tocado vivir.
En un barrio de muertos me trajeron al mundo.
Esta noche canalla no respondo de mí.

martes, 5 de abril de 2011

Mi devoción por Alcalá de Henares y tres jóvenes escritores de América

Llevo conmigo, desde hace muchos años, una querencia especial hacia ese pueblo grande, situado en el llamado corredor del Henares, en el que el tiempo parece detenido. Alcalá es el recuerdo remoto de antiguas visitas a su notaría a principios de los años setenta para resolver un asunto familiar. Fue lugar de una excursión de fin de semana, cuando mi hija era muy pequeña, a la Casa Museo de Cervantes. Era, todavía, una ciudad lastrada por el desarrollismo del franquismo último, la ciudad dormitorio asociada a los grandes atascos y con un centro urbano deteriorado, con usos muy precarios. Pero Alcalá de Henares cobró una dimensión nueva, acogedora, cálida a principios del nuevo siglo, quizá en 2002, o en 2003, cuando acudí a la biblioteca municipal a debatir con lectores sobre mi novela Los días de Eisenhower.

Calle Mayor recién regada en el amanecer
La ciudad había asumido una vitalidad inédita. Los años de ayuntamiento democrático, de izquierdas, habían permitido la recuperación de su patrimonio histórico, la gestión de Arsenio (Curro) López Huerta, el primer alcalde tras la llegada de la democracia, había convertido la vieja ciudad en un lugar de encuentro en el que la cultura y la educación, con la Universidad como foco y referente, habían atenuado notablemente aquella calidad de ciudad dormitorio que le adjudicó el planeamiento especulativo del franquismo. La vi y la viví durante aquellas horas de una tarde invernal como una capital de provincias en el mejor sentido de la denominación. Me recordaba horas gozadas paseando por Burgo de Osma, o por Soria o Segovia... A poco más de treinta kilómetros de Madrid, pensaba mientras caminaba bajo los soportales de su Calle Mayor, me encuentro en medio de una ciudad apacible, a la medida del hombre, con viejos soportales, edificios recuperados, librerías hospitalarias.
Instituto Cervantes
Pero cuando empecé a vivirla y a disfrutarla de verdad fue a partir de mi llegada al Instituto Cervantes en 2007. Cierto que su sede madrileña, en la antigua oficina del histórico Banco del Río de la Plata, es un espacio atractivo, cargado de historia, con un emplazamiento envidiable al lado de Cibeles. Pero, al poco tiempo de asumir mi responsabilidad en el Instituto, quise visitar su sede en Alcalá. Recuerdo que lo hice una mañana de finales de junio, que me desplacé en el tren de cercanías y que mis anfitriones fueron Jorge Urrutia, entonces director académico del Cervantes, y Elena Verdía, entonces técnico del departamento de de formación de profesores (creo). La sede, con su viejo claustro, con su arquitectura heredera del barroco, me cautivó. Y me cautivó, sobre todo, la ciudad: salimos a tomar un café a alguno de los viejos bares próximos a la Calle Mayor y puede respirar el ambiente de un casco urbano municipal y alegre, como la representación más acabada de las ciudades ancladas en el tiempo que nos describía el maestro Azorín, una ciudad en la que se podía llegar a cualquier parte caminando, de servicios accesibles y próximos, una ciudad de pastelerías y viejos cafés, de librerías y colmados, de comercios de telas y de droguerías, una ciudad de las que cada vez quedan menos. Después, volví muchas veces. Algunas, con motivo de la apertura de exposiciones del Cervantes; otras, para celebrar reuniones en la sede. Pero las que más disfruté fueron aquellas en las que mi relación con Alcalá se establecía en mi condición de escritor: a leer poemas en alguna de sus librerías, a un jurado del premio de novela Ciudad de Alcalá, a escenificar, con Olvido García Valdés, una lectura de poemas intercambiados en el Corral de Comedias, o al estreno, en la misma (y maravillosa) sala de una obra de teatro basada en al poesía de Manolo Vázquez Montalbán cuyo título ahora no recuerdo. O las irrepetibles jornadas (aquí coincidía mi condición de escritor con la de directivo del Cervantes) que en Abril impulsaban Pepa Toro, entonces vicerrectora de la Universidad, Jesús Cañete y Fernando Fernández Lanza con el título Festival de la Palabra, auténtica  celebración de nuestra lengua, de nuestros creadores, de nuestros pensadores y poetas. O mi experiencia, de la mano de Julia Barella, en un taller de literatura con alumnos adultos, fuera de la enseñanza reglada, de la Facultad de Filología. Alcalá envolvente, Alcalá poema, Alcalá amiga, que se convertía en solmenidad y cercanía a la vez el 23 de abril con la entrega del Premio Cervantes en el Paraninfo de la Universidad y con el encuentro --el más importante regalo, junto con la convivencia con sus trabajadores y colaboradores, que me concedió el Cervantes-- con algunos de los premiados: Juan Gelman, Juan Marsé y José Emilio Pacheco, dos poetas sudamericanos y un novelista español y catalán. Si la felicidad existe, una parte de ella la he vivido, sin ninguna duda, en Alcalá de Henares.  Francisco Peña, poeta y profesor, sonetista implacable, Javier, el propietario de la librería Cervantes, ambos animadores culturales y sabios en su convivencia con la literatura, y tantos otros amigos y enamorados de la pequeña ciudad, han sido (son) también figuras de ese paisaje poliédrico y manejable a la vez al que de cuando en cuando vuelvo.
 
De esa realidad, que yo he vivido en mi actividad pública con una devoción tan inocente como apasionada, nos dan noticia tres jóvenes escritores latinoamericanos en el libro Crónicas de oreja de vaca. Son Andrea Jeftanovic, chilena, Giovanna Rivero, boliviana, y Juan Terranova, argentino. Tres escritores que disfrutaron de una beca en el verano de 2008 con estancia en Alcalá de Henares y con la condición de que tendrían que escribir de su experiencia en aquellos días. La ciudad cotidiana, el Alcalá más próximo y profundo, el Festival de la Palabra, la cercanía de un Juan Marsé premiado y tímido, los viajes en el tren de cercanías, la noche en la ciudad, la vida en la residencia universitaria, ese mundo que yo viví desde mi condición de escritor español y, a la vez, de directivo del Cervantes, ellos lo vivieron como deslumbrados aprendices en la tierra del autor de El Quijote, como viajeros de incógnito desde un mundo menos desarrollado que el nuestro pero conscientes de que Alcalá de Henares algo tenía de las ciudades que leyeron en los clásicos castellanos en su infancia, en su adolescencia o en su primera juventud. Cumplieron lo acordado y escribieron el libro. Un libro hermoso, lleno de cualidades evocadoras, que nos enseña la otra cara de Alcalá, nos da cuenta de tres magníficos escritores hasta ahora desconocidos (o casi desconocidos), y que prologa Juan Cruz con hermosas palabras. De su prólogo rescato un párrafo: "Quiero hablar de jóvenes escritores que estuvieron manchándose en La Mancha de Cervantes durante el penúltimo verano, que fue, casi, el último verano de nuestra juventud".

Pero Alcalá es, para mí, mucho más: es la ciudad de mi soledad, cuando terminados los fastos o concluida una lectura en alguna de sus librerías, paseo por sus calles, contemplo sus escaparates, tomo un café mientras observo, al otro lado de la ventana del bar, el deambular pausado de sus gentes bajo los soportales. Y es la ciudad de algún domingo por la tarde. Una ciudad silenciosa e invernal por la que E. y yo hemos alguna vez caminado después de disfrutar, en la "librería de Javier" de unos canapés y de un puñado de versos del amigo y poeta Javier Lostalé.

Concluyo este post con una invitación a Jesús, a Curro, a Fernando, a Paco Peña, al Ayuntamiento, al Rector de la Universidad, al director académico del Cervantes, Francisco Moreno (a quien tuve la satisfacción de conocer tras una lectura de mi antología Monólogo del entreacto, en el otoño de 2007, creo....) a que recuperen con decisión el Festival de la Palabra, hoy en peligro por la crisis, por la falta de implicación de los responsables culturales del Instituto Cervantes, por la reducción presupuestaria de la Universidad y por la cicatería del Ayuntamiento, a que  luchen por él, lo recuperen y lo fortalezcan y amplíen. Con el objetivo, ¿por qué no?, de que Alcalá sea, por unos días en el mes de Abril de cada año, la ciudad que celebre la lengua de Cervantes, que celebre la literatura de un modo parecido a cómo Córdoba se ha convertido en la gran capital de la poesía celebrando y potenciando el festival Cosmopoética. A ello les invito y animo y me pongo, modestamente, a su disposición para cooperar y para trabajar. Como escritor, como animador de la cultura y como enamorado de la ciudad.

Amamos con Joan Manuel Serrat - Mi despedida

  En 2012 publiqué   Fugitiva ciudad,  En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al...