viernes, 24 de abril de 2009

Juan Marsé en Alcalá de Henares

Juan Marsé es un escritor clavado en mi educación sentimental, en mi memoria íntima, en la memoria colectiva, en mi formación literaria, en mi proceso de aprendizaje (técnico) como escritor. A Juan lo conocía de lejos y a través de su obra. Y lo conocía tanto como el mundo de Últimas tardes con Teresa, o el del barrio de Guinardó o el de la Barcelona excluida del Carmelo y de la posguerra. Todas sus novelas, pero sobre todo la que acabo de citar, Ronda de Guinardó y Si te dicen que caí, han ocupado un espacio privilegiado en mi personal catálogo de devociones. Y estos días he sido un afortunado. Mi responsabilidad cultural e institucional me ha permitido pasar algunas horas a su lado, convivir con él y con sus familiares más próximos, hablar de la vida y de la literatura, de amigos comunes (le duele todavía, cinco años después, el hueco de Manolo Vázquez Montalbán, su complemento narrativo de la Barcelona subalterna y amigo del alma. "Fue quien me hizo la primera entrevista para un periódico", me dijo), de sus recuerdos, cada vez más impregnados por la melancolía de quien comienza a sentirse mayor y achachoso (mejor sería decir, parafraseando a Gil de Biedma, "menos joven").

Es curioso: al estar con él tuve la sensación de que lo conocía de siempre, de que estaba ante un ser familiar, al que podía encontrarme cada mañana en el bar donde suelo tomar café. Y tuve, también, esa gozosa complicidad que los que hemos nacido, crecido y madurado en la periferia del sistema (yo pasé mi infancia en el barrio de la Alegría, una réplica madrileña del Carmelo, y mi adolescencia se forjó en otro parecido, la UVA de Hortaleza, escenarios que forman parte inseparable de mi poesía y de mi narrativa) experimentamos cuando nos encontramos ante alguien que siempre ha sido como nosotros y que ha llegado al máximo reconocimiento público en literatura sin renegar de los orígenes. Es más: poniendolos en valor, reivindicándolos, elevándolos a la categoría de mitos. Me sentía ante el amigo, ante el confidente, ante ese ser vulnerable que está deseando que pasen los fastos oficiales para volver a su taller literario, al rincón de sus ficciones, a la novela que el Cervantes (paradojas de la vida), según nos confesó, ha interrumpido. Y por eso me he atrevido a ilustrar estas reflexiones con una fotografía (a su autora, Sonia Pérez Marco, le estoy infinitamente agradecido) que testimonia ese encuentro. Reconozco mi pecado y pido perdón, pero es una forma de mostrar mi alegría.
De Juan escribí en este blog (Un Juan y un John) cuando fue premiado. Y resalté su singularidad estética y su visión distante, discordante, con el experimentalismo, con la literatura lejana a las emociones, a la memoria, a la realidad. Esa singularidad ha formado parte, seis meses después de aquellas reflexiones, de su discurso de recepción del premio. Un discurso entrañable, cercano, con su punto de irónía, pero en el que ha cantado, ante todo, al contador de historias que mira críticamente el presente a la luz del pasado, de la memoria propia y de la memoria de todos, que ha evocado al aprendiz de relojero que escribía cuentos en los ratos libres y que soñaba con ser escritor, que ha hecho de los humildes protagonistas de una historia nutrida de amores clandestinos, de huidas, de sueños imposibles, de heridas de guerra y de posguerra, de adolescencias e inmigraciones, de cines de barrio y de mitos aprendidos en las viejas pantallas de las tardes invierno. Sí: he estado con Juan. Y he de confesar que cuando lo he visto subir las escaleras del "púlpito" del Paraninfo de la Universidad de Alcalá para leer su hermoso discurso y por el rabillo del ojo he podido observar la mirada arrobada de sus nietos, no he podido contener un nudo en la garganta, esa dificultad para tragar saliva que suele resolver la lágrima callada y la emoción.

"Los planteamientos peliagudos, la teoría asomando su hocico impertinente en medio de la fabulación, la llamada metaliteratura, en fin, son vías abiertas a un tipo de especulación que me deja frío y me inhibe: bastante trabajo me da mantener en pie a los personajes, hacerlos creíbles, cercanos y veraces". Así nos lo ha dicho. Ése es, quizá, el misterio de su literatura. Un misterio que, aunque parezca de lo más simple, se convierte (bien lo sabemos los que escribimos),en uno de las retos más complejos y difíciles cuando uno se enfrenta ante el papel en blanco.

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