Reproduzco, a cotinuación, la entrevista que Juan Jiménez Mancha publicó, en diciembre de 2020, en El Periódico de Hortaleza. Creo que el recorrido que ambos hacemos por una parte poco conocida de mi vida (y de la vida en aquellos barrios de absorción del franquismo) tiene, por fuerza que aparecer en este blog.
Uno de los antiguos vecinos de la UVA de Hortaleza que ha gozado de trayectoria profesional más brillante es Manuel Rico Rego (Madrid, 1952), prestigioso periodista, poeta, novelista y crítico literario. Manolo, como se le conoce en la cercanía, fue una de las personas que estrenaron este barrio, junto a su familia, en 1963.
PREGUNTA: Cuentas en uno de tus blogs que naciste en el
barrio de La Alegría, que no tiene nada que ver, aclaras con humor, con el de
la canción de Sabina, ¿cómo era y dónde estaba este barrio?
RESPUESTA: El barrio de La Alegría estaba enfrente de la
calle Virgen del Val del barrio de La Concepción, junto al de San Pascual, y su
límite sur se situaba casi enfrente de la plaza de toros de Las Ventas, en lo
que hoy es la M-30. Pertenecía al distrito de Ciudad
Lineal. Allí nací y me crie hasta los once años. Mi calle se llamaba Canal de
Mozambique. Era un barrio de casitas bajas, anteriores a la guerra civil, con
chabolas. Ninguna vivienda poseía agua corriente ni servicio de alcantarillado.
Disponían de pozo negro en los patios. Vivíamos en régimen de alquiler.
También relatas, en este caso en el poema “La mudanza”, cómo fue vuestro traslado familiar cuando tenías once años desde La Alegría a la UVA dHortaleza.
Cuando nos dijeron que nos iban a llevar a una casa con agua
corriente y con un aseo con baño, para nosotros fue una especie de mito.
Recuerdo de manera clara aquella vez que salimos de nuestro barrio en un camión
de algún conocido de mi padre, porque los de mudanzas, con sus mozos, supongo
que estaban reservados a familias con más dinero. Mi hermana, de 8 años, y yo, íbamos
en la caja junto a los muebles y al resto de objetos de nuestro hogar como si viviéramos
una aventura.
Nos marchábamos a un barrio de cuyo nombre dije en uno de
los versos que nos avergonzaríamos porque así ocurría en la escuela. Yo estudié
en el colegio Santa Fe, en el casco histórico de Hortaleza, y cuando decías que
eras de la UVA era como un baldón. Te daba vergüenza decirlo. Y ya cuando fui
al Ramón y Cajal, que era un colegio más señorito en Arturo Soria, la vergüenza
era todavía mayor, porque a él iban chicos de Pinar del Rey, del barrio del
Parque de Santa María o de Villa Rosa, donde acababan de construir edificios
nuevos.
¿Hasta cuándo viviste en la UVA y dónde residiste luego?
En la UVA de Hortaleza viví mi adolescencia y mi primera
juventud. Viví en la UVA hasta que me casé en 1976 y me fui con mi mujer al
Parque de Santa María, a un piso de alquiler en una de las torres altas de la
calle Santa Virgilia. De allí nos mudamos a la calle Chiquinquirá, frente al
cementerio de Hortaleza, cerca del centro comercial de Colombia del barrio de
San Lorenzo, hasta que en 1996 nos trasladamos a nuestro actual domicilio en la
Alameda de Osuna, en Barajas.
¿Cuál era vuestro domicilio en la UVA?
Mi bloque era el 50 y la vivienda era la 1184. Estaba justo
encima del bar del centro sindical, que pertenecía a los sindicatos verticales.
Estos centros se montaron en los barrios en teoría para alfabetizar, pero yo
creo que en el fondo era para vigilar. Cerca de mi casa se encontraba la
farmacia de don Adolfo.
¿Cómo era vuestra casa?
Tenía unos cincuenta metros cuadrados. Disponía de tres habitaciones.
Su salón supuso una gran decepción, porque estaba unido a la cocina. No estaban
dadas de llana las paredes, eran de yeso negro. El ladrillo del suelo era el
azulejo que cubría las paredes del aseo y de la zona de la cocina. Las vigas
estaban visibles. Mi padre, que era carpintero, fue poco a poco arreglando la
casa. Dividió el comedor con un tabique de madera que hacía las veces de
mueble.
Fuimos comprando cosas, como el frigorífico, del que
carecíamos en La Alegría. Vivimos durante unos seis meses en Vallecas, en la
zona de Palomeras, cerca de donde mi padre tenía su taller de carpintería, porque
decidimos cambiar el suelo y poner azulejos. Lo mejor era contar con aseo y
bañera. El calentador de agua lo teníamos que poner nosotros, al igual que la
calefacción. Compramos una estufa Super Ser, pero pasábamos mucho frío.
Háblanos de tu familia.
Mi padre se llamaba también Manuel y era carpintero, o
ebanista, como se consideraba él. Tuvo un taller junto a un socio, primero en
Tetuán y más tarde en Vallecas. Se levantaba a las seis de la mañana para ir
desde de UVA a la Plaza de Castilla en autobús para coger allí el metro y
atravesar Madrid de punta a punta. Mi madre se llamaba Águeda Lucía y había trabajado en la posguerra como platera en
Plata Meneses. Dejó de hacerlo cuando se casó, como tantas mujeres en la época,
obligadas a dedicarse a los quehaceres del hogar.
Mi hermana Maribel se independizó muy pronto, en plena época
hippy, primero se instaló en una casa en el casco histórico junto al
ambulatorio próximo a los Paúles y luego se fue a vivir a Burgos. Mi hermano
Juan Carlos, que nació cuando yo tenía 14 años, fue también carpintero. Se
quedó solo con mis padres, llegándose a sentir bastante desamparado. Yo no me
daba cuenta de su realidad. Cuando cayó enfermo, tuvimos algunas conversaciones
en las que, en el fondo, nos confesamos. Por desgracia, falleció joven, en
2017.
¿Por qué has dicho en uno de tus blogs que eras el “chico
raro” de la UVA?
Éramos pocos los chicos raros. Yo creo que éramos los que
nos gustaban la literatura, la poesía, los que teníamos inquietudes culturales.
La mayoría de jóvenes de aquella época se buscaban la vida como podían; querían
encontrar trabajo para gastarse el dinero, o para emanciparse.
Muy pocos de la UVA llegamos a la universidad. Recuerdo a los
hermanos Izquierdo, o a los hermanos Camacho, que eran hijos de dos de los maestros
del colegio del barrio, y a algún amigo con el que luego coincidí en el colegio
Ramón y Cajal. Yo fui a la universidad porque trabajaba en el banco al tiempo
que por las tardes estudiaba COU en nocturno en
el instituto Conde de Orgaz, en Canillas tras un estrepitoso fracaso en el Preu
de ciencias en al Cardenal Cisneros. Era raro también porque mis padres habían
decidido que estudiara. En aquellos años
o entrabas a la universidad, o directamente trabajabas o, en algunos casos, te
orientaban a las universidades laborales.
¿Cómo te introduces en el mundo de la escritura?
Empecé a escribir poemas y cuentos muy pronto. Mi padre se
sentía muy orgulloso de mí. Presumía ante sus amigos de que tenía un hijo que
escribía. Llegó a decir a un cliente suyo del Parque de las Avenidas, que tenía
contactos con el mundo literario, que a ver si podía ayudarme. Me regaló una
Olivetti Pluma 22, mi primera máquina portátil. Yo empecé imitando a Antonio
Machado, a Juan Ramón… Escribía a mano los poemas, malísimos por cierto, y
luego pasaba los textos a máquina.
Sí, era un chaval raro. Empecé también a construir mi
biblioteca, poquito a poco. A mí siempre me han llamado la atención los
numerosos colegas escritores que heredaron bibliotecas prominentes de padres y
abuelos, pero, claro, esto tiene que ver con el origen de clases: en mi casa no
había libros. Más adelante, mi padre me fue comprando algunos libros que
trataban sobre la guerra civil y que empezaron a publicarse entonces, porque
pensaba que me vendrían bien. Recuerdo especialmente Los cipreses creen en
Dios, de Gironella, tan alejado de la literatura que yo quería hacer.
¿Cómo conociste a tu mujer?
Nos conocimos en un club juvenil que habíamos organizado en
la cátedra de la UVA, entonces Cátedra José Antonio, cuando estaba Adela de la
Cuadra, hermana del periodista de El País Bonifacio de la Cuadra, de
jefa de estudios, en 1972 o 1973, en plena dictadura. Su casa estaba frente a
la fachada trasera del edificio. Creamos un cineclub donde proyectábamos películas
como Bienvenido Mr. Marshall o El verdugo. También editábamos una
revista en ciclostil.
Coincidimos, entre otros, con miembros de las juventudes
comunistas y de juventudes obreras de acción católica. Nos acabaron expulsando
del centro y suspendiendo nuestras actividades por rojos. De ahí pasamos a la
parroquia. Nos acogió Félix, un cura que nos entendió bien. Incluso acogió
reuniones, en su propia casa en la UVA, de la célula del PCE que habíamos
creado en el sector de la banca, porque no siempre podíamos vernos en nuestras
casas, a veces vigiladas.
Yo trabajaba en el Banco Popular desde los 17 años. Nuestra
célula contribuyó a organizar lo que se llamó Grupo de Trabajadores del Banco
Popular, precedente de las Comisiones Obreras. Mi mujer militaba en el barrio,
se reunía en la célula del PCE en Hortaleza, el
núcleo del PCE en el distrito en los primeros setenta. Antes hubo una historia
enterrada, oculta, de comunistas en Hortaleza, como la de los Aragoneses, me
refiero a Jonás Aragoneses y a su hijo Felipe, cuya carpintería fue en
ocasiones nuestro lugar de reunión.
¿Cuáles fueron tus siguientes pasos en el PCE?
Pasé después a un aparato de propaganda donde se editaba ilegalmente
Mundo Obrero. Dejé de estar visible en la banca y en el barrio. Aquello
era en la absoluta clandestinidad. Me tuve que cambiar de nombre: yo era
Ricardo. Recogía clichés que venían de Francia y los llevaba a un piso situado en
la calle Galera de la Alameda de Osuna, donde vivía una pareja de bancarios a
la que no conocía de nada.
Con posterioridad, recogía los ejemplares de Mundo Obrero
y se los pasaba a una persona, un buzón intermediario, que a su vez los
repartía para que llegasen al comité de ramas, al que pertenecían las secciones
de banca, seguros, artes gráficas, hostelería… Si el buzón caía
detenido, era imposible saber el nombre o la identidad de la persona que le
entregaba los ejemplares. Esto lo cuento en el poema “Encuentro en la M-30”. Yo
quedaba con este hombre, que era un obrero muy consciente y serio de la
construcción, en un quiosco junto a una M-30, casi
al final de Alfonso XIII, que estaba todavía en obras. Paraba el coche y le
soltaba la morterada. Los ejemplares del periódico los habíamos embuchado en mi
casa mi mujer y yo. La persona que quería dar un
paso adelante en la clandestinidad era inevitable que entrase en relaciones con
el PCE, porque no existía otra.
Te iba a preguntar precisamente si militaste en la
clandestinidad, pero ya veo que te implicaste de verdad.
Eres consciente mucho después. Pero sí, nos la jugábamos.
Ten en cuenta que Franco murió fusilando a gente en 1975. Recuerdo a una compañera
de partido y de nuestra asociación de vecinos a la que detuvieron, ya en 1976,
junto a la cúpula de las juventudes comunistas en Madrid. La tuvieron colgada
esposada estando embarazada, y abortó. Di su nombre a la protagonista de mi
novela Los filos de la noche en una suerte de homenaje a su figura.
Josefina Represa, a la que dimos en la biblioteca Huerta
de la Salud el premio a la Lectora Ejemplar de Hortaleza, estuvo, creo, también
con vosotros. Contaba que a los maridos de las mujeres que asistían a su taller
de telares en la cátedra les fastidiaba muchísimo lo que ella solía decir en
clase: que tenían que vivir sus propias vidas, que no tenían por qué depender
de sus maridos, que ambos tenían los mismos derechos como personas.
Josefina, que vivía, como nosotros, en el Parque de Santa
María, formaba parte de aquel mundo. Era militante del PCE, pero no su marido,
y pertenecía a la generación de mis padres, había vivido la guerra y la más
dura posguerra. Estaba muy implicada en reivindicar el
papel de las mujeres, en la lucha por la igualdad. Existía entonces el
Movimiento Democrático de Mujeres, que ofrecía charlas y encuentros en
Hortaleza. Josefina combinaba su labor de enseñanza de la artesanía con dar
doctrina feminista por la igualdad de la mujer.
En lo personal, Josefina Represa ha sido una figura muy
importante para mi mujer y para mí. Fue el refugio. En el Parque de Santa María,
fuimos vecinos y nos ayudó mucho. Nos pasábamos muchas tardes de invierno en su
casa, porque tenía calefacción central, hablando de cine, de viajes, de su
memoria infantil y de la de su generación; también discutiendo de política. Hicimos
bastantes viajes juntos. Venía a las presentaciones de mis libros. Era como mi
madrina sentimental.
Con la perspectiva del tiempo, ¿cómo valoras el
surgimiento, o invento, de las UVA (unidades vecinales de absorción)?
Yo creo que fue una forma del Régimen de intentar lavar la cara
y, sobre todo, de acabar con una situación que era dramática desde el punto de
vista internacional. Las UVA se forman en los años sesenta, después de la
visita de Eisenhower a España, coincidiendo con un esfuerzo por modernizar la
economía, entre comillas, a través de los planes de estabilización.
Yo pienso que el proyecto de las UVA formaba parte de la
búsqueda por parte de la dictadura de una cierta normalización ante la opinión
pública internacional, en cuyos organismos
multilaterales el Régimen no era reconocido. Estábamos aislados, y era muy
difícil presentar una situación normalizada y con un mínimo bienestar cuando en
los alrededores de la ciudad había miles y miles de chabolas. Eso era
insostenible. Se quería acabar con el chabolismo, pero se hizo creando, en el
fondo, otro chabolismo. A veces vertical, como en el caso de San Blas. La
apariencia era de modernización, pero cuando tú te metías en el barrio de la
UVA, veías las carencias.
¿Cómo era la vida cotidiana en la UVA?
De niños, hasta los 13 o 14 años, íbamos con nuestros amigos
a coger pájaros y a jugar hasta casi la Moraleja. Existían, alrededor del
barrio, arroyos, mucho campo, arboledas, alamedas, huertas y trigales...
Llegábamos caminando hasta la vía del ferrocarril y aún más allá. Eran espacios
detenidos en el mundo rural. También se encontraban los restos del pueblo de
Hortaleza. En Huerta de la Salud no se podía entrar, estaba cerrado.
Por otro lado, allá por los sesenta, tenía mucho peso en
nuestras vidas el nacional catolicismo. En Semana Santa nos ponían en el campo
de fútbol del Sporting de Hortaleza, en Santa María, una pantalla inmensa donde
se proyectaban películas de la pasión de Jesucristo. Lo promovía el centro
sindical. Eran unas semanas santas moradas, plomizas, con suspensión de la
programación ordinaria de televisión.
Por otra parte, la organización del poblado montaba unas
fiestas donde se elegía a la reina de las fiestas. Yo escribí un año un par de
sonetos para la ganadora. Lo hice porque mi padre le dijo a uno de los
organizadores que su hijo escribía poesías. Fue en 1966 o en 1967 y los poemas
se leyeron en público. En las noches de verano, era cuando más se notaba que
habíamos trasladado nuestras vidas en las casitas bajas a la UVA. Eran muy
características las charlas entre vecinos en los corredores, con las sillas
sacadas de casa.
Fue un acontecimiento que naciera el cine Hortaleza en 1965.
Tenía yo doce o trece años. Hasta entonces, mi padre me había llevado a los
cines López de Hoyos y Covadonga, o al Ciudad Lineal. Pero el cine Hortaleza,
por su cercanía, fue el primer cine al que empecé a ir
solo, con vecinos o con amigos. En este cine fue donde se celebraría, años
después, el primer mitin del PCE en Hortaleza, con intervenciones como las de
Ramón Tamames, Nacho Quintana y Luis Iparraguirre. Fue la puesta de largo del
PCE en el distrito.
¿Qué te parece el campanario de la iglesia de San Martín
de Porres, has subido alguna vez? Parece algo, como se dice ahora, distópico.
Es un anacronismo, algo extrañísimo. No sé por qué lo
construyeron, ni si hubo otros en el resto de UVA. Yo lo imaginaba como si
fuera la torreta de vigilancia de un campo de concentración. No he subido
nunca.
En 1969, en el X Congreso de la Unión Internacional de
Arquitectos, celebrado en Buenos Aires, la UVA de Hortaleza fue premiada como
uno de los 12 poblados más humanos de los 2.300 poblados presentados de todo el
mundo. ¿Por qué obtuvo este premio?
Tras haber adaptado las viviendas, en la gente de la UVA
creció un orgullo por haber salido de las chabolas y haber pasado a vivir en
hogares que tenían, por ejemplo, agua corriente. Desde la propia administración
del barrio se empezaron a organizar concursos de flores, de decoración de las
galerías, produciéndose un esfuerzo grande de los vecinos por embellecer el
barrio. Se adornaban las galerías con macetas, rosales y con numerosas
enredaderas. La UVA se llenó de flores. Supongo que este periodo fue el que motivó
el premio.
Fuiste socio fundador de la asociación de vecinos La
Unión de Hortaleza, creada en 1974 y legalizada dos años después, ¿cómo se
gestó esta asociación?
Recuerdo que estaban Nacho Quintana, Jesús Leonés, Juan
Manzanero, Lilí San Andrés y otros. Casi todos eran compañeros del PCE y sus nombres son inseparables del movimiento
ciudadano de Hortaleza, y yo diría que de Madrid. La asociación se gestó a
partir de las reivindicaciones más elementales, como eran acabar con los
baches, iluminar más adecuadamente las calles del barrio o pedir un transporte
público mejor.
Nació para reivindicar mejoras en el barrio, y cuando se
consolida es cuando se empieza a plantear la necesidad de remodelar la UVA.
Ligadas a la asociación, surgen actividades culturales que nadie hacía, como
las Fiestas de la Primavera de la UVA; las Fiestas del Bollu, que trajo al
barrio Nacho Quintana, que era asturiano; el Día del Árbol, o la Cabalgata de
Reyes. Estas iniciativas se convirtieron en plataformas reivindicativas de las
libertades.
¿Cómo continuó tu trayectoria política?
Cuando ya éramos legales, organizamos las primeras campañas
electorales del PCE en la UVA, como el mitin de Ramón Tamames en la plaza, donde
intervine yo también. Mantenía relación con Tamames, con Simón Sánchez Montero,
con Eduardo Mangada…Llegamos a tenerlas también con Santiago Carrillo y con sus
hijos. Era un momento donde todo estaba en ebullición. Acababan de llegar a
España dirigentes comunistas exiliados.
En Pinar del Rey hicimos un mitin con Carrillo y Tamames
donde también hablé, con mi padre, recuerdo, entre el público asistente
asomando puño en alto. Fue una de sus últimas fotos. A esta gente la traíamos
la agrupación de Hortaleza, ya no éramos célula. Estábamos construyendo la
democracia.
En 1983 fui designado diputado por el PCE en la Asamblea de
Madrid, cargo que ocupé durante cuatro años. Y luego dejé el partido, porque yo
era del sector carrillista y nos escindimos. Me alejé de la representación
política. En los primeros años noventa, la sensibilidad del PCE próxima a
Carrillo decidió entrar en el PSOE como corriente organizada y trabajé durante
unos años, como técnico, de director de gabinete de Jaime Lissavetzky cuando
éste era consejero de Educación, Cultura y Deportes en la Comunidad de Madrid.
Fueron años de enorme ajetreo, pero dedicaba las noches, los fines de semana y
las vacaciones a escribir.
Volvamos al Manolo escritor. Se ha reeditado tu novela El
lento adiós de los tranvías a principios de 2020, donde tiene protagonismo
la Ciudad Lineal. ¿Cuáles son tus recuerdos de esta zona?
La Ciudad Lineal era donde íbamos a cenar en verano mi
familia cuando vivíamos en el barrio de La Alegría. Me sedujo desde niño. Con
mis amigos visitaba sus casas abandonadas. El tranvía la recorría desde la
Plaza de Castilla hasta San Blas. Era medio campo medio ciudad, y chalets…
Unos chalets adonde se trasladaba a veranear bastante gente
del centro de Madrid. Era una zona que procedía del
sueño utópico de Arturo Soria. Durante algunos años indagué sobre sus orígenes.
Se trataba de crear una ciudad que se autoabasteciera y autoalimentara. Había huertos,
un teatro, mucha vegetación y grandes pinos. Los días de Eisenhower, que
en cierta medida prolonga El lento adiós de los tranvías, se inicia con la
visita de Ernesto Velarde, su joven protagonista, a uno de sus chalets
abandonados.
¿En qué otras obras tuyas aparecen contenidos sobre
Hortaleza?
Hortaleza aparece mucho en Escritor a la espera (Diarios
de los 80), porque yo entonces residía en sus calles. Los protagonistas de El
lento adiós de los tranvías viven en un piso del Parque de Santa María. También
en Los filos de la noche, donde cuento,
además, la experiencia de un personaje que se debate entre la vocación
literaria y la atención a una asociación cultural en un barrio que, en el fondo,
es una mezcla de la UVA de Hortaleza y el Parque de Santa María, aunque todo
sea ficticio.
Yo creo que en todas mis novelas aparece de un modo u otro
Hortaleza. Es lo que ocurre con algunos autores como Juan Marsé, que en sus
novelas están siempre presentes los barrios barceloneses del Guinardó y de El
Carmel. Es difícil que te puedas despegar del mundo en el que te has criado; del
barrio en el que has crecido y en el que has conformado tu conciencia cultural
y sentimental. Luego hay poemas, como el que tú has indicado, “La mudanza”, o
el dedicado a la muerte de mi padre, o uno del libro De viejas estaciones
invernales sobre la muerte de la actriz Bette Davis, donde Hortaleza
también es telón de fondo, aunque no se nombre de manera explícita.
Se observa un interés creciente en los vecindarios de los
barrios madrileños por preservar sus patrimonios, ¿qué piensas de esta
inquietud?, ¿ves futuro a estas iniciativas?
Es fundamental salvaguardar la memoria de los barrios,
incluso la de aquellos que no fueron lo mejor del mundo para la vida de sus
vecinos. El gran problema que tenemos muchos es que hemos vivido en barrios
desaparecidos. Yo tengo el gran drama personal, íntimo, de que los dos barrios
en los que he vivido mi infancia y mi juventud ya no existen: el de La Alegría,
que dejó de existir en su día, y el de la UVA de Hortaleza, que está
irreconocible y que desaparecerá en breve.
Ahora, con las redes sociales, no hay barrio que no posea un
grupo de Facebook, Twitter o Instagram que se dedique a recuperar antiguas
fotos, antiguas costumbres y recuerdos de la gente, de
distintas generaciones. Esta es una forma de recuperar la memoria histórica. También
son importantes labores como la de vuestro periódico. Hasta ahora, los que
recuperábamos la memoria más íntima y cotidiana de las ciudades y de los
barrios éramos los escritores mediante la literatura. Una novela te permite
eternizar para siempre la vida de un barrio. Pero con las redes y con los
periódicos locales o de distrito, esa función se ha ampliado y, en cierto modo,
democratizado. Fotos que dormirían para siempre en un cajón cobran vida de
nuevo….
Tenemos en marcha el Certamen Historia de Hortaleza Juan
Carlos Aragoneses, con el que pretendemos ayudar a preservar el patrimonio
inmaterial del distrito, porque sobre la preservación del material ya hay mayor
conciencia, ¿lo ves oportuno?
Lo veo totalmente necesario. Es muy buena iniciativa. Y es
una forma de mantener activa y viva la memoria de Juan Carlos. Personas como él
son decisivas para mantener vivo el legado histórico de los barrios.
La UVA de Hortaleza está poco a poco llegando a su fin.
¿Eres partidario de dejar alguna pequeña parte de ella para ser mostrada en
adelante como testimonio de una época?
Sí. Sería muy bueno, y ahí dejo el desafío a vuestro
periódico, incluso a ti mismo como periodista, mantener unos cuantos bloques y
reconvertirlos en un centro de interpretación con un recorrido histórico por lo
que fue la UVA de Hortaleza y con una exposición permanente de fotografías de
distintos momentos de su más de medio siglo de existencia. Y de los vecinos que
la transformaron. Seguro que en muchos álbumes de fotografías, en muchos
cajones de quienes viven o vivieron en la UVA están presentes sus calles y sus
gentes.