jueves, 30 de diciembre de 2010

En Vallecas con Antonio Ferres y su "otro universo"

Vallecas, Librería Muga, frente a la sede de la Asamblea de Madrid. Noche fría de diciembre (era el 18, cuatro días antes del sorteo de la lotería) en la que fui invitado a presentar dos nuevos libros de Antonio Ferres: el texto narrativo (novela o conjunto de relatos, qué más da) titulado El otro universo y el poemario París y otras ciudades encontradas, ambos publicados por Gadir. Hacía algo más de un año, creo que en la primavera de 2009, participé en unas jornadas de homenaje a su trayectoria personal y literaria y a su obra presentando la nueva edición, cuidada hasta la exquisitez por Gadir, de La piqueta, su novela más conocida y celebrada y con la que irrumpió, con una fuerza notable, en el panorama narrativo de la España de los cincuenta. Aquella novela, en la que se narraba la experiencia de quienes, procedentes de la diáspora que en aquellos años se produjo en nuestro país desde  el campo a la ciudad, construían, contra la noche y contra la vigilancia de la guardia civil, sus modestas viviendas en el barrio de Orcasitas, situó a Ferres en el ámbito de nuestra novela social. Después, vendría el libro viajero Caminando por Las Hurdes, escrito con Armando López Salinas y, por la temática abordada, reforzó aquel etiquetaje de nuestro narrador.

Allí, en la librería de barrio que, a medida que pasan los años y persevera en el desarrollo de actividades culturales, está convirtiéndose en un referente literario de la ciudad de Madrid, estaba el dirigente vecinal Félix López Rey, presidente de la Asociación de Vecinos de la Meseta de Orcasitas, que en los entrantes me contó su experiencia de presentación de la novela citada en su barrio en fechas muy cercanas al homenaje de la Complutense. Fue una presentación masiva, con mucha más gente que el homenaje universitario, y en la que los vecinos del barrio reconocieron en Ferres al escritor que, en tiempos de penuria y de dictadura, trasladó a su obra la experiencia colectiva que vivieron en días (y noches) de emigración interior, de chabolas y menesterosidad.

Pero Ferres no es un escritor social. Es un escritor sin adjetivaciones y con mayúsculas al que sus comienzos como narrador crítico le han dejado marcado (etiquetado más bien) ante y por buena parte del mundo académico y crítico. Tener una mirada inconforme hacia el mundo en que uno vive no significa desdeñar los aspectos estéticos de una obra literaria. Y eso es lo que le ocurre a Ferres desde sus comienzos. Su escritura está cargada de iluminaciones poéticas, es una prosa cuidada al máximo que llega a alcanzar niveles de una difícil intensidad. Su acercamiento a las cosas humildes y al mundo que se mueve en la periferia de las grandes ciudades no están reñidas con un cuidado exquisito del lenguaje. Tampoco lo están con la búsqueda de espacios para lo imaginario.

Eso ocurre con los dos libros recién publicados. El otro universo es un libro construido con relatos breves (que se conforman como capítulos de una novela) en los que Ferres mezcla realidad y ensoñación, presente y pasado. La recuperación de la infancia o de las experiencias de juventud de los personajes que habitan en ellos se desarrolla mediante evocaciones que surgen a partir de un paseo (casi siempre por espacios híbridos entre el campo y la ciudad), o de un reencuentro, o ante la presencia de alguien (una niña, una mujer, un joven) que invita al narrador a evocar el tiempo escolar, o a recobrar la vida universitaria en algún lugar de Norteamérica, o los fusilamientos al amanecer en las tapias de algún cementerio madrileño de posguerra. Se trata de una "ciudad otra", de un "universo otro" que, en cada capítulo se construye con fragmentos de memoria, con destellos líricos, con escenas entre lo real y lo surreal, con pequeñas historias que nos hablan de los más profundos sentimientos del hombre de cualquier época.  

En El otro universo advertimos, también, que Ferres es un magnífico poeta.  En los destellos líricos que nos revela su prosa, en los intersticios de cada fragmento narrativo advertimos un lenguaje que nos conduce al misterio. Ese misterio no está en otro lugar que en el libro que, según me contó al final de la presentación, mientras intercambiábamos impresiones con los asistentes, había escrito en paralelo y acabábamos de presentar: los poemas de París y otras ciudades encontradas, un libro de ciudades vistas a través de la lupa deforme del poeta y también un libro en el que su autor reflexiona sobre los grandes interrogantes del ser humano desde que tuvo conciencia de sí mismo (y que son los grandes interrogantes del arte y de la literatura): los límites entre la vida y la muerte, la memoria con todas sus servidumbres y gozos, el dolor y la felicidad y, como no podía ser de otro modo tratándose de Ferres, la evocación dolorosa y lúcida de nuestra Guerra Civil y de la posguerra, la refencia al exilio en Francia, en México, en Estados Unidos ( recuerdo su respuesta en una reciente entrevista en un medio digital: "Me fui por miedo a vivir en un mundo invivible"). La ternura, el lirismo más intenso, la pasión por el lenguaje y sus símbolos están presentes en este poemario del mismo modo que ya lo estaba en poemarios anteriores como La desolada llanura (2005).

Antes de la presentación, se proyectó el documental (inacabado, como work in progress, que diría James Joyce) de Tomás Cortijo Un gato en el diván, sobre la vida y la obra de Ferres, un hermoso y emotivo trabajo que (esperemos) no tardando mucho podremos ver en su versión definitiva.

Reconozco que en mi pasión por la novela contemporánea española hay una deuda con Antonio Ferres y con otros autores de la generación del 50, comenzando por Ignacio Aldecoa y por García Hortelano: en aquellas novelas iniciáticas, aparecidas a finales de aquella década y leídas por mí cuando tuve plena consciencia de la realidad y estaba bien avanzada la década de los setenta, vivía mi barrio y mis calles de infancia, mis primeras experiencias amorosas, mi adolescencia en la ciudad limítrofe, mis aventuras por fríos descampados y entre ruinas junto a humeantes vertederos. 

En la noche de diciembre, en Vallecas, en la librería Muga, Antonio Ferres nos hablaba, sin quererlo del pasado del barrio en que nos encontrábamos. Entre libros de texto, entre las novedades literarias más inmediatas, junto a una espléndida muestra de la mejor literatura de hoy y de ayer, nos atrevíamos a soñar con un futuro saludable para la cultura escrita, para el libro, para la novela, para la poesía. Porque nunca como ahora, en tiempos de crisis, de desempleo, de desolaciones y de recortes dictados por unos mercados que nada saben de literatura (que nada saben de humanismo, ni de sentimientos, ni de necesidades, ni de calidad de vida) hemos tenido tanta necesidad de que en la literatura se hable de nosotros. Como en la de Antonio Ferres.  

Antonio Ferres leyendo, en Muga, uno de los poemas del libro (Foto de Edu Rosa)

jueves, 23 de diciembre de 2010

Un México universal y decisivo: la exposición del Cervantes

En mi memoria personal, sobre todo en la de mi infancia y adolescencia (y en la de mi generación) México está vinculado a experiencias planas, irrelevantes. Era el México limítrofe del sur de Estados Unidos donde se desarrollaban buena parte de los western que ocuparon las tardes de los sábados del cine de aquellos días. Era el lugar al que huían los bandidos perseguidos por  los guardias de fronteras, el refugio de los delincuentes (entonces, en la edad de oro del western, los "buenos" eran los yankees), casi siempre mexicanos, rara vez norteños, en el que las viviendas de madera en estilo colonial y los pueblos de trazo lineal con dignos edificios se trocaban en precarias casas de obra, de muros blanqueados y macetas, en perdidas capillas en medio de los cactos, en amasijos de chabolas y caminos polvorientos o en mansiones que me recordaban las que había entrevisto en alguna película española formando parte de algún cortijo andaluz. México, en mi infancia y en mi primera adolescencia, era también la patria de Cantinflas, el acento peculiar de un español que siempre identificaba con lo cómico y la vaga noticia de un exilio del que la dictadura solía borrar todo vestigio: en los medios de comunicación, en la vida cotidiana de la España de finales de los cincuenta y primeros sesenta, y, sobre todo de la escuela. Jorge Negrete era un mito al que mi madre evocaba, se sabía que Sara Montiel había vivido un tiempo en aquel país, escuchábamos rancheras y de vez en cuando, en la incipiente televisión de la época, asomaba un grupo de mariachis entonando melodías de aquellos pagos. Era, de algún modo, la réplica de la España de charanga y pandereta que denunciaría Machado en Campos de Castilla.

Sin embargo, el paso de los años nos fue colocando, poco a poco, las piezas de la Historia real, no la que aprendíamos en el ambiente opresivo del franquismo. Y supimos  que hay una parte de la Historia de México profundamente vinculada a las grandes innovaciones culturales del siglo XX. Eran los años que van de la década de los veinte hasta la década de los cincuenta. Los años de la revolución mexicana y los de la diáspora y el exilio posterior a la Guerra Civil española, los años de la II Guerra Mundial y de la inmediata posguerra. Los de la experimentación en las artes plásticas, en la literatura, en el arte de la edición, en la pedagogía. Años convulsos y esperanzados. De frustraciones y de utopías. De sueños y de grandes cambios. También fueron años con zonas de violencia, con convulsiones sociales. Pero, en lo fundamental, fue un período de una riqueza extraordinaria, en el que el país centroamericano se situó a la vanguardia de la cultura mundial y en el que se mezclaron, en uno de los más ricos experimentos de mestizaje cultural del siglo XX, intelectuales y artistas procedentes de Norteamérica (Malcolm Lowry) con los que llegaban de una Unión Soviética en construcción (todavía no decepcionada ni decepcionante) como Serguei Eisenstein, del México más profundo con los que, tras la derrota republicana, llegaron desde España: León Felipe, Ramón Gaya, Luis Buñuel, José Gaos, María Zambrano, Américo Castro,  el pintor Fernando Gamboa, el editor Joaquín Déz-Canedo o los poetas Luis Cernuda, Pedro Garfias o Manuel Altolaguirre entre otros muchos. 

De ese universo irrepetible, de ese hervidero cultural, social y político que ignorábamos da cuenta la exposición México ilustrado (1920-1950) inaugurada el pasado mes de octubre en la sede central del Instituto Cervantes, en Madrid y cuya vigencia está a punto de concluir, puesto que se clausura el 9 de enero de 2011. La exposición, comisariada por Salvador Albiñana, nos ofrece dibujos y grabados publicados en libros, carteles y revistas en México entre los años 1920 y 1950. Portadas de periódicos, tipos de imprenta, manifiestos de la  vanguardia artística (ahí está el estridentismo, una de las líneas más llamativas de aquella explosión estética) y política, ediciones (desde el Canto general, de Pablo Neruda hasta libros de Cernuda o Emilio Prados) y reediciones, fotografás y los más diversos materiales, mezclados con la estética entre negra y deslumbrante de artistas plásticos como Siqueiros, Orozco o Diego Rivera. Pero la cultura no aparece, en la exposición, de manera aislada, como un producto al margen de la sociedad. Se nos muestra, con rigor, estrechamente vinculada a las  reformas políticas, económicas y educativas de ese periodo, en las que las nuevas formas de expresión artística y literaria (también cinematográfica) jugaron un papel de soporte e instrumento difusor. 

Ése es el México verdadero y profundo de aquel tiempo. Del que, años después, surgirían obras tan poderosas como Pedro Páramo de Rulfo o La región más transparente, de Carlos Fuentes. El México que expone el Cervantes es inseparable de la labor de artistas (presentes con obra en la muestra) como los ya citados Diego de Rivera  o Ramón Gaya, pero también están las huellas del pintor y cartelista Josep Renau, de Miguel Covarrubias o de Rufino Tamayo, vanguardistas convencidos en la posibilidade de un mundo mejor. 

Sin duda, tal y como ocurriera, en relación con el género poético, con la exposición Escrituras en libertad sobre poesía experimental de España e Hispanoamérica, México ilustrado es, por la calidad y por el número de obras expuestas, la de mayor calado de cuantas se han realizado en España. Además, supone una oportunidad de primer orden para quienes tengan una visión arquetípica de México, especialmente del México que va de 1920 a 1950, una visión similar a la que he referido al principio y que me afectó a mí y a gran parte de mi generación: en ella podremos descubrir (y/o constatar) el alto grado de complejidad y de calidad que alcanzó la ilustración mexicana (en el doble sentido: Ilustración como paradigma de cultura; ilustración como arte plástica y gráfica). A todo ello se añade algo esencial: en México, a partir de 1930 con la llegada del cine sonoro, se desarrolló una importante labor cinematográfica. Recordar Los olvidados, de Buñuel, o ¡Que viva México!, de Eisenstein, películas que veríamos, en cine-clubes universitarios o de barriada en la España de los setenta, es casi un lugar común. Pues bien: esa labor está también presente en el Cervantes. Y una síntesis de ella es posible verla en el  imaginario audiovisual de aquel México que muestra su Centro Virtual (pinchando en el texto al pie de la foto, no en la foto, accedéis a él).

Imaginario cinematográfico de México

sábado, 18 de diciembre de 2010

Javier Egea, Enrique Urquijo y Antonio Vega. Destinos rotos cultivados en los ochenta

En muy poco tiempo, estará en librerías la poesía completa de Javier Egea editada por Bartleby. Tenía que haber salido en otoño, incluso me referí a ello con entusiasmo en este blog el pasado verano, pero imponderables diversos lo han hecho imposible. En algo más de un mes, lo tendremos de nuevo con nosotros. Un retorno imprescindible porque el  perturbador poeta de Paseo de los tristes, a pesar de darse a conocer en el mundo literario en 1983 con el manifiesto/libro Otra sentimentalidad junto a Luis García Montero y Álvaro Salvador, ha estado ausente de todas las antologías de ámbito nacional, epocales o generacionales (más de 30) aparecidas hasta 2007. Cierto que en 2003 es rescatado para una antología "de grupo",  La otra sentimentalidad. Estudio y antología, de Francisco Díaz de Castro, pero no será sino en 2007, en Metalingüísticos y sentimentales. 50 poetas hacia el nuevo siglo, de Marta Sanz. Es decir, 24 años después de la aparición de La otra sentimentalidad y ocho después de su muerte. ¿Casualidad?

En los dos últimos meses he vivido inmerso en la obra poética (publicada) de Egea y en la lectura de trabajos de lo más diverso. De alguna manera, he vuelto gracias a esas lecturas (artículos de prensa de la época, reportajes, críticas, referencias a presentaciones de libros) a la Granada de los años ochenta, al mundo en el que fueron posibles versos que intentaban ensamblar una visión marxista de la realidad con la sentimentalidad más subjetiva aunque siempre partiendo de la idea básica de que la poesía es, ante todo, lenguaje revelador. En octubre, casualidades de la vida, inmerso en las últimas páginas de mi prólogo a la Poesía completa, tuve la fortuna de ser invitado por Antonio Carvajal a leer poemas en la Cátedra Federico García Lorca de la Universidad de Granada. Dispuse, antes de la lectura, de algunas horas para pasear en soledad por la ciudad. Sabía que aquel mundo, en el que todo parecía a la espera de ser descubierto, en el que Granada se llenó de sueños de jovencísimos poetas, ya no existía. Todo eran recuerdos. De los que se fueron, como Luis García Montero (aunque volviera periódicamente mientras estuvo en la universidad), y de los que quedaron como el propio Javier Egea.  Pero por encima de ese clima, tal y como pude comprobar en mis conversaciones con Carvajal y con otros amigos durante la cena que sucedió a mi lectura, estaba el lamento, un lamento hondo, especialmente dolorido, por su suicidio, por  su prematura desaparición en la plenitud de sus capacidades como poeta. Era un destino roto que se intentó recomponer en los últimos años pero que se dejó llevar por un fatalismo extraño, presente en buena parte de sus poemas:
¿Por qué, mientras escribía el prólogo, releía trabajos y hablaba con Carvajal, no me abandonaba la idea de vincular la biografía de Javier Egea con otros artistas con destinos rotos prematuramente, especialmente con los de Antonio Vega y Enrique Urquijo? Creo que tiene mucho que ver con mi memoria de los años ochenta, con la iconografía en la que se desenvolvió mi vida y la de mi generación y con algunas canciones emblemáticas de le época, vinculadas, en mi trayectoria literaria, con la poesía que empezábamos a escribir quienes no compartíamos los presupuestos del culturalismo de Nueve novísimos. Canciones como La chica de ayer, de Vega, Ojos de gata o La calle del olvido de Urquijo tienen hoy una vigencia plena y han dejado de ser meras canciones de amor para transformarse en metáforas de la tristeza, de una tristeza infinita, acentuada por el trágico final de los dos.

Javier Egea nació en 1952, cinco años antes que Antonio Vega (1957) y ocho que Enrique Urquijo (1960), pero comparte con ellos el hecho de que sus libros y poemas más conocidos y el comienzo de su trayectoria artística tuviera lugar en la década de los ochenta. La primera, en la Granada en ebullición de la nueva poesía crítíca, en la Granada de Carlos Cano y de Morente; las de los cantantes, en el Madrid de Tierno Galván y la "movida", de los rescoldos del 23-F y de la construcción democrática. Egea se suicidó un día de julio de 1999; Urquijo murió, probablemente, por sobredosis, en noviembre de 1999, poco más de tres meses después, con sólo 39 años de edad; Vega, en mayo de 2009, diez años más tarde. Distintas biografías (más parecidas las de los dos cantantes) que comparten la muerte prematura y una obra cargada de emoción, arraigada en una época pero, a la vez, con capacidad para concitar la atracción, la devoción, de generaciones sucesivas de lectores y aficionados a la música. En la obra de los tres, pese a las diferencias visibles entre la naturaleza de las letras de canciones (poemas pensados para ser musicados) y de los poemas (pensados para la lectura, en voz alta o en silencio), hay una mirada marcada por la desolación, un amor hondo pero con bordes indefinidos, marcados por la inseguridad. Y hay una visión, sutil en los cantantes, más perceptible y llamativa en el poeta, de la muerte, como una sombra premonitoria.

¿Cómo contar ahora que la muerte se llama 2º B
cómo decir 2º B sin abismarse 
por la tiniebla de porteros eléctricos y solos 
cómo decir a nadie yo soy el enamorado del 2º B
quién saca la basura del 2º B 
dónde se prende la luz del 2º B
cómo vivir 
cuando su nombre pálido te cerca? 

Hay noches que no ofrecen 
sino palomas ciegas en sus escaparates 
Hay en algún lugar personas que no soportan ya el silencio.

Los dos cantantes tuvieron, además, una azarosa y dramática relación con las drogas, con diversas drogas y probablemente también el poeta (aunque lo que he podido rastrear a través de diversos testimonios fueron sus excesos alcohólicos). Vivieron una larga lucha con esas dependencias. De algún modo, en ellas experimentaron esa dualidad atrormentada que conforman el amor y la muerte que caracteriza al dependiente en relación con la droga. Y, tal y como se puede advertir en sus respectivas obras, compartieron una profunda necesidad de amor, de protección, una permanente sensación de desasimiento, de orfandad. Una soledad inmensa vivida incluso en medio de la multitud y del éxito. Los poemas de Paseo de los tristes, ecos emocionales de una ciudad en claroscuro, que hablan del amor incompleto, de calles sucias en el amancer y de pensiones perdidas en calles que dan al descampado, parecen pensados para formar parte del universo emocional de Urquijo y de Vega. Si uno intenta construir una relación imaginaria entre ellos no sería difícil pensar a los dos cantantes intentando poner música a los poemas de Javier Egea.

En recuerdo a los dos cantantes y a falta del imaginado poema de Egea musicado por cualquier da ellos, aquí os dejo un video de homenaje a Vega y Urquijo con la emotiva canción de Urquijo "Agárrate a mí María".

jueves, 9 de diciembre de 2010

Simenon y los bordes de la ciudad: mi paseo de atardecer

Kees no tenía ganas de dormir. Se asomó a la ventana, que más bien era un tragaluz, y dejó que su mirada errase por un sorprendente paisaje: prados cubiertos de nieve allá al fondo, raíles, edificios, viguetas de hierro, todo el material incoherente de una estación grande, compuesto por vagones sin locomotora que se deslizaban solos, altivas locomotoras marcando rabiosamene el paso, silbatos, aullidos y algunos árboles que habían escapado de la masacre y que dibujaban tristemente el negro enredo de sus ramas sobre el gélido cielo.
Este fragmento pertenece a la novela de Georges Simenon El hombre que miraba pasar los trenes. Siempre he dicho que Simenon fue un maestro en la descripción de aquellas zonas de las ciudades y pueblos que suelen permanecer ocultas al común de los mortales: los espacios urbanos inútiles, los recodos ocultos al otro lado de las autopistas o de los puentes, las zonas muertas de las viejas estaciones de ferrocarril, las afueras hechas descampado y vencidas por el abandono.

El pasado martes fui a realizar una gestión personal al madrileño barrio de Carabanchel Alto. Tuve algo más de una hora libre y decidí tomar un café y, después, caminar por ese barrio al que me unen antiguas experiencias, vividas en los primeros años de la transición política, esos ochenta hoy en fase de mitificación. Paseé por calles rodeadas por bloques de cuatro o cinco plantas construidos en los años del desarrollismo, observé a la gente que ocupaba las marquesinas de las paradas de los autobuses, contemplé fachadas de pequeños comercios (papelerías, tiendas de comestibles, fruterías, alguna ferretería, una droguería, establecimientos de venta de teléfonos móviles, viejísimas mercerías...), los muros de los patios de viejos conventos convertidos en colegios religiosos o residencias de ancianos, los kioskos de periódicos cerrados al atardecer. Entre el amasijo de edificios, me detuve, de pronto, ante una tapia semi derruida tras la que asomaban añosos árboles otoñales. Era un solar abandonado en el que crecía la hierba y las plantas silvestres que me avivó, de pronto, la memoria de intensas lecturas de Simenon. Recordé los espacios urbanos escondidos que él describía. Pensé que en aquel solar vivía el borde de la ciudad. Era la zona de transición entre un mundo rural abandonado, perdido para siempre, y una realidad urbana que no acaba de nacer. Son limbos olvidados donde a veces se refugian mendigos alrededor de heladas fogatas, donde, con el buen tiempo, juegan los niños a inventar las aventuras más extrañas.


Son reductos de vegetación donde duermen botellas de plástico, latas de refresco oxidadas, periódicos descoloridos, condones podridos, ramas secas, hierros inútiles. Tras aquella contemplación, decidí utilizar el teléfono móvil como cámara fotográfica y me llevé a casa la imagen que podéis ver arriba. Después busqué otros fragmentos de descampado entre los nuevos bloques. Y descubrí un mundo fascinante, una trastienda a cielo abierto de la ciudad, de este Madrid a punto de enfilar la segunda década del siglo XXI. Es probable (casi seguro) de que se trate de solares a la espera de una venta productiva, objetos de especulación y de lucro, pero no dejan de tener la belleza de lo olvidado en medio de un urbe en la que la gente nada sabe de ellos. Son como perros moribundos ante los que nadie se detiene, como coches abandonados y vencidos por el óxido y los temporales. Muros con graffiti, postes que tuvieron algún día una función más útil que la de ser mero decorado, rincones que sirven, estoy seguro, para que con el buen tiempo las parejas se oculten para amarse bajo las estrellas y al abrigo de la noche. Es el reverso de la ciudad, el otro mundo, ese mundo en letargo que tuvo esplendor, que tuvo vida cuando la ciudad, Madrid, vivía en la antesala de la era de la información, no había claudicado, todavía, a la presión urbanística que no sólo ha generado una burbuja financiera que casi nos lleva al abismo, y estaba más cerca de las aspiraciones cotidianas de su gente.

Haced la prueba un día. En Madrid, en Chicago, en Tokio, en Barcelona o Milán existen estos reductos del pasado. Si los buscáis viviréis una experiencia extraordinaria. Lo de afrontar una realidad inédita, la de sorprenderos con mil detalles inesperados. En buena parte de mis novelas, también de mis poemas, los solares abandonados han tenido un protagonismo especial, como seres vivos que han quedado estupefactos ante los cambios de la ciudad. Digo más: en Los días de Eisenhower, un lugar de esas características perdido en una Arturo Soria del recuerdo, es el destino de los juegos y aventuras del grupo de adolescentes con los que convive Diego Velarde, el personaje central de la novela. Hice algo más de una docena de fotos de esos espacios perdidos entre las calles de Carabanchel Alto. Y adquirí un compromiso íntimo: no renunciar a dar continuidad a esa labor hasta contar un una colección de fotografías de lugares parecidos.

Se coleccionan fotos de monumentos históricos, de arquitecturas singulares, de jardines o parques maravillosos, de puentes irrepetibles o de paisajes marinos o de montaña. Nunca salvamos, con nuestro teléfono móvil o con nuestra cámara fotográfica, a estos "parientes pobres" de la ciudad. Los consideramos inútiles, condenados a desaparecer, estorbos de una urbe que queremos moderna, sin rotos, sin agujeros negros ni abismos. Pues bien, desde el pasado martes, mi mente, obsesionada por la creación de poemas o novelas, tiene una obsesión adicional: crear un auténtico álbum de fotografías de esos lugares muertos antes de que piquetas, hormigón, ladrillo y especulación acaben con ellos para siempre. En el fondo, será mi homenaje a Simenon. También a Juan Marsé, experto en extrarradios. Y a Luis Martín Santos... Y a los novelistas olvidados de la narrativa social: Grosso, Ferres, López Pacheco, López Salinas... Por ellos.

Amamos con Joan Manuel Serrat - Mi despedida

  En 2012 publiqué   Fugitiva ciudad,  En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al...