El otoño es un viaje, en noviembre de 1999, al pueblo segoviano de Riaza, a inaugurar una exposición de Alexandra Domínguez, pintora y poeta de origen chileno, acompañado de mis hijos y de Juan Carlos Mestre, Guadalupe Grande, Paca Aguirre, Diego Jesús Jiménez y Társila, Juanvi Piqueras, Esperanza... Fue un día memorable en el que la obra de Aleja quedó arropada por la luz dorada de octubre, por el color entre ocre y amarillo de los bosques de robles de los alrededores y por la cercanía y el calor de quienes compartiríamos un almuerzo colectivo junto a la ermita de Hontanares, en un paraje situado a casi cinco kilómetros del pueblo. Las calles del medievo de la vieja ciudad segoviana, la segunda planta de la Galería Fontanar, un espacio abierto en un viejo edificio de la localidad donde se exponían los grabados de Alexandra, fueron los escenarios de paseos, conversaciones, recuerdos y entusiasmos sobre los proyectos que nos ocupaban en aquellos días. Días, por otro lado, de frenética actividad en mi caso: acabada de contratar con Espasa la edición de La mujer muerta y andaba obsesionado con el trasiego de correcciones e intercambio de galeradas que acompaña toda edición.
Fotografía del otoño de 1999, en la Galería ¨Fontanar, de Riaza |
Pero el otoño es también el recuerdo de la vuelta a la actividad cotidiana tras las vacaciones en los años de mi primera juventud, cuando política y literatura se amalgamaban y no era difícil soñar con un mundo en el que la igualdad y la conquista de derechos colectivos largamente deseados se combinaba con una vida intelectual rica, intensa, llena de preocupaciones estéticas y existenciales. Era fumar en pipa, era buscar cobijo en bares perdidos en el extrarradio, era una chaqueta de pana en cuyos bolsillos solía encontrar un billete de metro del inverno anterior, alguna moneda y briznas de tabaco ya sin olor o un muy sobado libro de bolsillo de Alianza. Vivir en uno de los barrios que les sobraban a las clases dominantes (aquel viejo pueblo de Hortaleza que fue fundiéndose con el Madrid lateral de los años setenta) no hacía sino acentuar el sueño literario y renovarlo cada otoño: visitar el café Gijón con la mirada del forastero o del advenedizo, pensar en la lejanía inabarcable de los foros donde entonces leían los poetas quizá descubiertos en las siestas de lectura obligada del verano precedente: Hierro, Ángel González, Félix Grande, Paco Umbral, Luis Rosales. Era leer a Camus, a Sartre, descubrir los caminos en apariencia novedosos del nouveau roman y buscar el refugio, siempre impregnado por un extraño aire procedente del París entre soñado y leído, de los cines de arte y ensayo donde crecían Godard, Bresson, Pasolini o Bertolucci. Era imaginar posibles musas a las que solíamos vestir con gruesos jerseys de cuello vuelto, negros casi siempre, y pantalón tejano, y cuyo rostro habría de tener rasgos muy similares a los que en las revistas culturales solían mostrarnos Mireille Mathieu o Juliette Greco, la diosa de negro y musa del existencialismo y del río Sena en el París donde todavía sonaban los ecos de la canción francesa que tan bien evocara Gil de Biedma ("Oh rosa de lo sórdido, / manchada creación de los hombres, / arisca, vil y bella canción francesa de mi juventud.") en un memorable poema.
Otoño de parroquias con curas inconformes y solidarios, otoño de manifestaciones y calabozos, de asociación de vecinos y foro cultural semiprohibido, de Blas de Otero y de Celaya, leídos en salones repletos de jóvenes y miedo, otoño de las bufandas oscuras y de las librerías con trastienda, de los tranvías que avanzaban por la Castellana (entonces avenida del Generalísimo) con los costados cubiertos por grandes anuncios de anís de las Cadenas, coñac Veterano o Galerías Preciados. Otoño de literatura y música y conversaciones inacabables, de tabaco negro y negros horizontes, otoño de Tiempo de silencio o de Manhattran Transfer, de Dos Passos, de Stefane Zweig y su Veinticuatro horas en la vida de una mujer. Otoño del Retiro y sus caminos cubiertos por las hojas de los castaños de Indias o de los inmensos chopos que rodean el estanque junto al Palacio de Cristal, otoño de las cafeterías de Narváez o Sáinz de Baranda y de los cafés que prologaban alguna sesión de cine o una tarde de compras.
Y hay otro otoño: el del valle y el de la intimidad familiar y los amigos. El del olor a rastrojo y a hojarasca mojada por la lluvia última en Gargantilla del Lozoya. El de las reposadas lecturas de poemas de Rosales o de Eliot, el de las leyendas de montaña y aldea, el de las horas de escritura mientras los hijos dormían, el de las interminables caminatas por los bosques de El Paular o del puerto de Canencia, o por las praderas próximas al río Lozoya cuando los años noventa enfilaban el fin del siglo XX. Un otoño que huele, también, a chimenea, a leña de encina convertida en brasas contra la noche... Un otoño que cobraría forma en un poema, todavía a medias en mi libreta y destinado a un libro futuro que ya cuenta con un título provisional, De los días extraños, y del que rescato estos versos:
En los tejados de agua, en los ramajes
que desecó el verano, en los senderos
de barro y de hojarasca, flotan
los viejos ruegos del mendigo, la palabra
rota de quien murió muy pronto, el amor
delicado del pajar y el granero, el calor
del maíz entibiado en los altillos, el sabor a tierra
del membrillo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario