El pasado 17 de noviembre tuve la fortuna de acompañar a Juan Gelman en la nominación de la biblioteca del Instituto Cervantes de Viena. Desde ese día, hablar de esa biblioteca "cervantina" es hablar de Juan Gelman, de su poesía fracturada y fracturadora, de su bonhomía, de su compromiso con los humildes, de su trayectoria humana no menos fracturada por la injusticia y por la barbarie. Compartí con él y con Mara algunas horas en las que pude constatar su sentido del humor, su tenacidad en la defensa de la memoria (la íntima y la colectiva) y su fe insobornable en la poesía como "lugar más calcinado del idioma" y, por ello, como nucleo central de la experiencia y de la vida. Con Gelman, con Carlos Ortega, con el narrador Iñaki Abad hablé, en distintos momentos, de la masiva asistencia a los dos actos que protagonizó el propio poeta. A la inauguración de una exposición sobre su obra tras el descubrimiento de los versos (breves) que con su firma manuscrita ocuparon el lugar de la placa en un enorme panel, y a la lectura de poemas con que nos regaló horas más tarde. La presencia fue especialmente numerosa en la lectura. La sala estaba abarrotada, sobre todo, de jóvenes estudiantes vieneses que siguieron los poemas de Juan, en castellano y en alemán, con la devoción de quien ama a fondo la poesía. También con un sentimiento adicional : la solidaridad con la experiencia vital de Gelman, el interés por mostrarle el calor y la cercanía con el drama que vivió bajo la dictadura de Videla, la identificación con su lucha, con su actitud ética y, ¿por qué no?, con su sufrimiento.
Cuando uno vive de cerca momentos como los descritos, no puede dejar de pensar en la importancia que, en estos tiempos de dominio de lo audiovisual, de la cultura pasiva que genera la televisión, tiene la literatura y, sobre todo, tiene la poesía. Aunque los apocalípticos de la cultura del libro nos anuncian que una de las primeras víctimas de la nueva era digital será el libro de poemas, creo que la realidad, en lo que llevamos del nuevo siglo, desmiente tal vaticinio. Sé de muchos poetas que optan por la edición digital de sus libros, cada día me llegan noticias de nuevas revistas culturales que surgen al margen del papel, que se bastan con estar presentes en la Red. Todo eso es cierto. Pero también lo es que la práctica totalidad de los poetas que editan en Internet, aunque su edad roce la adolescencia, aspiran a ver sus libros publicados en papel, a mostrarlos en la mesa de novedades o en el anaquel de la librería más importante de su ciudad. Esa realidad, fácilmente constatable al conversar con cualquiera de los poetas que voy conociendo (y que, estoy seguro, habrá experimentado la mayoría de los lectores de esta entrada) pone en evidencia que la poesía goza de buena salud en este nuevo siglo entre tecnológico y virtual (y terrible por la persistencia de industicias seculares). Gelman me lo demostró en Viena del mismo modo que lo demuestran los cientos de poetas que cada día, en los centros culturales más ínsólitos, leen sus versos a auditorios más o menos numerosos convencidos, en lo más íntimo, de que están ofreciendo su visión del mundo, su mirada más honda, su fe en la vida y en el arte (poética) para darle un sentido.
¿Acaso el hecho de que un diario como El País impulse y difunda una colección de antologías de poetas con un amplio despliegue publicitario no es una forma de reconocimiento de su importancia en nuestra vida cotidiana? Aunque no es fácil medir su impacto, una iniciativa como esa va en favor de la poesía, ayudará a aumentar su número de lectores y, aunque en primera instancia va a suponer la entrada de la poesía en los kioskos de prensa, en el fondo será la siembra de una nueva semilla para que, a la vuelta de unos años, el género cuente con un apoyo mayor que el actual, con un reconocimiento social más sólido, con más ventas. La apuesta de El País por autores consagrados (con ausencias, sin duda, pero todos indiscutibles) tendrá sus efectos, en el medio plazo, en los jóvenes poetas de hoy (incluso en los inéditos) y en quienes, desde hace muchos años, venimos dedicando una parte de nuestra vida al poema. Sin duda.
Si empecé con Gelman, cierro con un poeta desconocido para las generaciones más recientes: Julio Mariscal Montes, un poeta de Arcos de la Frontera (1922-1977) dueño de una lírica directa, transparente, intensa, cargada de emoción y de significados oscuros, al que he leído, en extensión y profundidad, muy tarde (aunque tuviera acceso a algunos de sus poemas a finales de los 70, gracias a la antología de Antonio Hernández Poétcas del cincuenta. Una promoción desheredada). Una agregación, como lo fuera en su día Antonio Gamoneda, a la Generación del 50 y a sus estéticas más apegadas a una subjetividad tamizada por la presencia de lo colectivo. Una poesía paralela a la de Carlos Sahagún, a la de Eladio Cabañero, a la del Blas de Otero o del José Hierro más intimistas, a cierto Hidalgo. Si el lunes, 17 de noviembre, conviví con Gelman bajo el frío otoñal de la capital austríaca, el lunes, 24, justo una semana después, lo hice con la sombra perturbadora de los versos del casi desconocido Julio Mariscal Montes bajo el techado gótico de una vieja capilla de Arcos convertida en lugar para la palabra y para la reflexión. De Juan a Julio, de Gelman a Mariscal, de Viena a Arcos. Aconsejo a los no iniciados que se acerquen a la obra de Mariscal: no hace mucho, con prólogo y selección de Pedro Sevilla, llegó a las librerías su antología La mano abierta (Renacimiento. Sevilla, 2007). Ahí encotrarán una colección de magníficos e inquietantes poemas que recomiendo con calor en este noviembre frío y nevadizo.
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