

Si el arte —el cine, el teatro— prolonga, en un espacio siempre imprevisible, la vida, François Truffaut quiso entender y dominar los mecanismos que gobiernan —o desgobiernan— ese territorio. Respiramos la pasión creadora, cruzada por las servidumbres de la vida cotidiana de sus artífices y protagonistas, con que cobra forma una película en La noche americana —donde, por cierto, nos coló de rondón un Graham Greene interpretando a un representante de seguros—, e hicimos nuestro su homenaje al teatro cuando tuvimos acceso a una de sus últimas producciónes, El último metro. Y tuvimos cierta alegría íntima cuando nos contaron —¿o lo leímos en una crítica, o en alguno de los números irrepetibles de Film Ideal?— que aquel director francés, amante de los suéter de color negro, concedía a la literatura una valor parecido al del cine al establecer su catálogo de preferencias. El Henry James de los ambientes aristocráticos de la Inglaterra victoriana se cruzaba con el Balzac de las multitudes menesterosas del París del XIX y el Marcel Proust de la provincia y de los interiores con el Camus heterodoxo de las verdades reveladas, incluso de las laicas.
* "La juventud que aprendimos" fue publicado, en la edición de verano de El País, en agosto de 2003.
[1] . El
amor a los veinte años – Antoine y Colette (1962); Besos robados (1968), Domicilio
conyugal (1970) y El amor en fuga
(1979).