miércoles, 18 de febrero de 2009

UNA MIRADA A MIS AÑOS OCHENTA DEL SIGLO XX

Durante los primeros días de este año, cuando todavía disfrutaba de las vacaciones de navidad, dediqué algunas tardes a corregir viejos poemas y a releer los que, escritos en los remotos años ochenta del pasado siglo, incorporé a mi antología Monólogo del entreacto. Me daba cuenta de que eran poemas muy apegados al tiempo que vivía, poemas nacidos de la emoción ante un mundo que comenzábamos a construir quienes habíamos nacido en la década de los cincuenta. Hoy, en este tramo final de la primera década del siglo XXI, miro hacia atrás, hacia el tiempo del comienzo de lo que convencionalmente podría llamar mi "carrera literaria" (con algunos entrecomillados más de los que acabo de poner) con cierto vértigo. Todo nacía. Todo era descubrimiento. Todo era modernidad, irreverencia, cambio. Algunos teorizaron aquellos años bajo el marchamo de movida madrileña y suelen vincular su etapa de esplendor al brillo algo alcohólico y anfetamínico (al menos al principio, después, muy poco después, sería heroinómano y desolador) de determinados bares de moda, a Alaska o al primer Almodóvar, a García Alix o al dúo Costus, a revistas como Luna de Madrid o Madriz, a Gabinete Caligari, Dundan Dhu o a la maravilla hecha de melancolía, memoria rota y frío helador de Enrique Urquijo y Los Secretos. Sí: todo nacía. Con decir que incluso un alcalde de aspecto eternamente viejo como Tierno Galván se asomaba a las ventanas y balcones municipales con la sonrisa desafiante de una extraña vanguardia hecha de marxismo algo decimonónico y vehemencia casi adolescente lo digo todo. Sí, en ese mundo que hervía (hasta la televisión, la única entonces y denominada TVE, hervía) yo escribía no mis primeros versos, que dormían encerrados para siempre en viejísimas carpetas de una adolescencia confusa, sí los primeros versos construidos para ser, algún día publicados. Todo era posmoderno en las zonas centrales de mi ciudad, del Madrid recién recuperado del 23-F. ¿Y yo? ¿Qué hacía aquel poeta de casi treinta años de edad en la ciudad posmoderna inmersa en la movida? Estar seriamente enfermo de compromiso, de ética colectiva, de principios y finales. Y escribir, como podía y donde podía, al calor de otra movida: menos vistosa y colorida, menos alegre y confiada, menos propicia a bares y discotecas, menos Rokola (¿se escribe así?).
La movida en que yo vivía estaba en el declive de los polígonos industriales a punto de reconversión, en los barrios periféricos donde asociaciones vecinales, curas equivocados y jóvenes soñadores inventaban otra cultura o descubrían la cultura con mayúsculas, en las aulas universitarias donde la mirada del estudiante menos pudiente (casi siempre inquilino de los turnos de noche, fugaz viejoven enamorado y huidizo) no acababa de acostumbrarse a la libertad y seguía buscando entre la gente al miembro de la brigada político social que menos de un lustro antes sembraba el miedo y la incertidumbre entre los más comprometidos; en el amor urgente, de una lealtad a prueba de bomba, asentada en principios irrenunciables, nacidos de la fusión de lo íntimo y lo colectivo: lo dijo Benedetti, se lo cantaron a Benedetti, "En la calle, codo a codo, somos mucho más que dos". Ese era el caldo de cultivo de mis poemas de entonces. Caldo de cultivo que sería aliento, aire, temblor interior, poso irrenunciable, seña de identidad. La proteína de aquel tiempo está en los poemas de El vuelo liberado (1986), de Papeles inciertos (1990), en mi novela Los filos de la noche (1989), por ejemplo.

Un tiempo que recuerdo en invierno, que creció en el invierno, hecho de azules trencas y abrigos de paño, de amores imperfectos y devociones literarias insustituibles: Blas de Otero, Cortázar, Vallejo... Sí: en el mundo lateral del Madrid posmoderno vivía la ciudad de hogares humildísimos creciendo en Villaverde, o en Moratalaz, o en Vallecas, o en el Pozo... Todo eso volvió al corregir mis viejos poemas. Y vuelve cuando leo parte de los que, en un pequeño cuaderno, me ha publicado Cajasur bajo el título Versiones del invierno recuperando así poemas que creo valiosos que habían quedado fuera de mi Monólogo...

Y cobraron sentido otros textos de aquellos años: algo más de doscientos folios de un diario que escribí, en noches de tinta y desafío, como espacio de reflexión sobre cuanto me ocurría, sobre mi atormentada existencia de escritor a la espera y militante de izquierdas pugnando íntimamente entre las horas de escitura y las horas de debate, entre la lectura de los más hondos y perturbadores poetas y la de los últimos textos de sociología urbana, entre 1985 y 1991. Ese diario, contemplado hoy a través de la lente del tiempo transcurrido, es tiempo congelado, es, recuperando la definición que diera a la poesía Manolo Vázquez Montalbán: tiempo significante, vida. Muchos años han permanecido los folios guardados en una gruesa carpeta antes de ser trasladados al universo más que posmoderno, ultramoderno, del ordenador. Hoy conforman un libro inédito que en un primer momento titulé Tiempo de espera y que hoy, cuando valoro en perspectiva lo que signíficó para mí la vida en aquella década memorable, he decidido denominar Días de los ochenta. Tal vez un día deje de ser inédito. Entonces será un trozo de mundo, de historia, de experiencia, colocado en el apasionante escaparate del mundo literario del siglo XXI. Una ventana abierta a los sueños de quienes, entonces, nacíamos a la poesía y a la novela. Alguno de ellos (Concha García, Sergio Gaspar, Ruiz Noguera, una recortada y más joven que el resto Isabel Pérez Montalbán, el malogrado Juan Manuel González...), posamos en la foto rodeando a Antonio Gamoneda. Fue en Córdoba, en Los Pedroches, en una hermosa primavera de mediados de los noventa.



Amamos con Joan Manuel Serrat - Mi despedida

  En 2012 publiqué   Fugitiva ciudad,  En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al...