lunes, 11 de agosto de 2014

Tal como eramos. Ante la edición digital de "Una mirada oblicua"

Todavía se mantiene vivo mi recuerdo de un día de otoño de 1994, en la sede que la editorial Alfaguara tenía en la calle Juan Bravo. Estaba frente a uno de los más poderosos directores literarios de la época: Juan Cruz. A través de un amigo le había hecho llegar el manuscrito de una novela que entonces tenía como título provisional Cierto sabor a ceniza. Fue una conversación corta y aún así interrumpida por una riada de llamadas telefónicas desde los más remotos lugares del mapa: recuerdo especialmente una, probablemente de Carmen Balcells, en la que habló del premio Cervantes de 1989 Augusto Roa Bastos, creo que de la edición de Contravida, que sería publicada aquel año en el sello que dirigía Cruz. Lo cierto es que hablamos poco de mi novela puesto que se limitó a entregarme un informe de un lector de la editorial en el que se desaconsejaba su publicación y dedicamos el resto de la entrevista a hablar, de manera breve, de la actualidad literaria de aquellos años y de la apuesta del propio Cruz por reforzar el catálogo con nuevos autores hispanoamericanos.

Detalle manifestación 26 de febrero de 1981, contra el golpe del 23-F
El manuscrito viajó a Planeta unos días después y Planeta, que había iniciado una colección titulada "Nueva Narrativa" codirigida por Mariona Costa y Silvia Bastos, decidió publicarla. Incluso la pasó al premio Ateneo de Sevilla (era uno de los mejor dotados de entonces) de aquel año, premio en el que quedó en segundo lugar tras la novela ganadora, cuyo autor era Felipe Benítez Reyes y cuyo título era Humo.

Mariona Costa y el equipo de Planeta me sugirieron buscar un título "más comercial" que Cierto sabor a ceniza. Después de intercambiar múltiples faxes (no existía el correo electrónico aunque hoy nos parezca mentira) con propuestas y contrapropuestas de títulos, me enviaron el que consideraban más ajustado al contenido de la novela: así nació el título definitivo: Una mirada oblicua. Después vendría la fotografía de Man Ray para la portada (también aportación del equipo Planeta) y el proceso de edición.

Escribí la novela bajo el impacto emocional del intento de golpe del 23-F. En 1989, cuando le inicié, todavía no me había quitado de encima sus efectos. Viví aquella noche en el ojo del huracán del compromiso político como miembro del PCE de Madrid con responsabilidades, pasé durante algunas horas a la clandestinidad y, visto lo ocurrido con Videla en Argentina o con Pinochet en Chile, casi me había despedido íntimamente de mis seres más cercanos y queridos. El 23-F había removido el suelo sobre el que había ido creciendo el llamado desencanto, había puesto en valor la Constitución del 78 y la libertad y había dejado claro que nada estaba consolidado, que en cualquier momento, la democracia recién iniciada podía irse a la mierda.  A ello ayudaba, además, un terrorismo etarra que no entendía de procesos democráticos y que se había convertido en el mejor aliado de los llamamientos de la extrema derecha a acabar con el "caos" e imponer de nuevo una dictadura.

Por eso, los efectos emocionales (no sólo políticos) del intento de golpe extenderían su alargada sombra sobre la década recién iniciada. Es verdad que fue la década de la movida madrileña, de los ayuntamientos democráticos y de la explosión cultural, del inicio de la nueva narrativa española y de la poesía realista que negaba el culturalismo precedente de los novísimos, la década que alumbró a Almodóvar, a Antonio Vega, a Los Secretos, a la "Otra sentimentalidad" en la Granada renaciente, la década en la que la izquierda, en los ayuntamientos (socialistas y comunistas) impulsaron cambios trascendentales para nuestra vida cotidiana (de todo ello doy cuenta, en tiempo real, en mis diarios Días de los ochenta), y fue, en fin, la década del definitivo aggiornamento de la literatura española en relación con lo que se escribía en Europa y en Estados Unidos, también en América Latina. Una década que concluyó, por cierto, con un acontecimiento histórico y demoledor para gran parte de quienes se habían formado en la cultura comunista: la caída del muro de Berlín.

Pero yo comencé a escribir Una mirada oblicua porque necesitaba explicarme el comportamiento de una parte de mi generación, de quienes habíamos dedicado tiempo y experiencia y acumulado renuncias en la vida personal en la lucha por unos ideales que, poco a poco, la década iría esponjando. Por razones que no vienen al caso aunque vinculadas a la lucha urbana en la periferia de Madrid por unos barrios mejores, yo había conocido a brillantes urbanistas, abogados y sociólogos comprometidos a fondo con la remodelación de todo el Madrid periférico: en pocos años, lo que en Orcasitas, el Pozo del Tío Raimundo, Palomeras, El Carmen, etc... eran interminables extensiones de casitas bajas y chabolas, extensos barrizales o zonas de vertederos y marginación, se convirtieron en barrios nuevos con todo tipo de equipamientos y diseñados y construidos con la participación vecinal. Pero ya en aquellos años, comencé a advertir que no todos los urbanistas  pensaban que su compromiso había de durar para siempre. Y quien dice urbanistas, dice profesionales de distintas disciplinas que comenzaban a pensar que su vida no podía depender de los ideales transformadores aprendidos y asumidos como propios en los años setenta. Era demasiado renunciar a poner en valor (un término que triunfaría años más tarde) sus capacidades y a la posibilidad de ascender económicamente gracias a ellas cuando la democracia ya estaba ahí.

En los cócteles, en la actividad cultural de la época, en los recitales, en encuentros de lo más diverso (en el Festival de Otoño de Madrid, en los Veranos de la Villa) se comenzaba a advertir la presencia de los primeros yupies (no venían de fuera, de otro lugar, eran los antaño comprometidos convertidos en sujetos de la transformación). El pantalón de pana o el vaquero con la zamarra o cazadora era sustituído por los trajes, la arruga es bella, de Adolfo Domínguez, el dos caballos o el Dyane 6 dejaba paso a los primeros BMW de importación, y todo comenzaba a ser posmoderno, cool, guay o in. Y lo que fue peor: las reuniones con los vecinos para definir un centro cultural o un centro sanitario comenzaron, para algunos, a ser una "incomodidad" que debería ser sustituida cuanto antes por el planeamiento de grandes promociones inmobiliarias para desarrollar Madrid. La vida y las oportunidades pasaban frente a nosotros y no podíamos perder ese tren: eso contaban algunos que en los años posteriores y lentamente habrían de cambiar de orilla, de ideales, de convicciones.


Yo, como muchos otros que llegábamos del barrio y del compromiso directo vivimos con cierto estupor y no poco dolor ese proceso. Recuerdo que en aquellos años leí mucha novela social de los años 50 y 60 por no entender la promoción que se hacía del realismo sucio americano (Anagrama fue su editorial-emblema)  mientras nuestro realismo (de Aldecoa a Marsé o a Fernández Santos pasando por Ferres o López Salinas) se silenciaba o descalificaba. Leí a los narradores americanos de la generación perdida y leí, de manera muy especial, a algunos escritores centroeuropeos: a Günter Grass, a Robert y a Martin Walser y a un hoy casi olvidado Max Frisch, narrador suizo de lengua alemana cuya obra No soy Stiller, una reflexión sobre la identidad en la realidad contemporánea, acabó convirtiéndose en leit-motiv, casi en motor de Una mirada oblicua.

Ese proceso, sobre todo desde la perspectiva emocional, sentimental, íntima (y, por supuesto, moral), es el que abordo en la novela. Intenté explicarme mi mundo y el mundo de quienes apostaban por otra forma de afrontar la vida. Contradicciones, renuncias, dolor infinito, amores rotos y amores reconstruidos, lecturas, músicas: esa es la experiencia que viven los tres personajes principales: Esteban Neira, arquitecto urbanista, Germán Badía, sociólogo, y Andrea Santos, psicóloga curtida en la vida de frustraciones de las mujeres de los barrios periféricos. Un triángulos amoroso y un mundo cambiante como telón de fondo. De algún modo es también la crónica de la "primera burbuja inmobiliaria" vivida desde las entrañas de quienes la intuimos entonces y en ella se transparentan los efectos de la droga en los más jóvenes: la heroína se llevó en el barrio en que yo vivía, a la casi totalidad de un grupo de amigos.

Enrique Urquijo, un símbolo de la época en que se desarrolla la novela
Al revisar y corregir la novela para su edición digital, he comprobado que más allá de los factores emocionales que explican "tal como éramos" hay otros que me han parecido llamativos: se bebe mucho, sobre todo whisky y ginebra, y se fuma más. Creo que en esa doble afición está la época que la novela refleja. Pero también están los tics que aprendimos del cine quienes nacimos en la España de los cincuenta.

Termino: de la novela escribieron Manuel Vázquez Montalbán en El País, Santos Alonso en Diario 16 o Ángel Basanta en ABC Literario, entre otros. En los próximos días en mi blog La mirada ajena aparecerán algunas de esas críticas.  En el fondo, Una mirada oblicua podría titularse perfectamente Tal como éramos, el espléndido título del memorable film de Sidney Pollack. Pero dejémosla con el título con que apareció.

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