domingo, 25 de septiembre de 2011

Mis lecturas de Juan Benet y su mundo de sombras.

No tuve oportunidad de conocer personalmente a Juan Benet aunque algunos de los amigos que frecuenté a lo largo de la década de los ochenta y principios de los noventa lo conocían bien y podían habérmelo presentado. Cuando murió, lo lamenté profundamente. Por su talla literaria, por su sólido y riguroso bagaje intelectual y por su actitud un punto provocadora en la polémica, fuera literaria, política o filosófica. Llegué a su obra casi por casualidad. Fue a finales de los años setenta, cuando ya había leído las novelas más emblemáticas de sus compañeros de generación como Juan Marsé, Carmen Martín Gaite, Juan y Luis Goytisolo, Juan García Hortelano o del gran olvidado Jesús Fernández Santos, autor de Los bravos, el gran libro de cuentos, junto con El corazón y otros frutos amargos, de Aldecoa, de esa etapa. También después de haber leído Tiempo de silencio, la novela en la que el canon suele situar el comienzo de la renovación estética de la narrativa social en la España de los 60, algo que Benet nunca llegó a aceptar pese a la amistad que mantuvo con el escritor navarro. La mía fue, por ello, una lectura tardía. 

¿Por qué ese retraso en la lectura de Benet? Aunque nunca me ha planteado buscar las razones auténticas, hoy, con la perspectiva que aporta el paso del tiempo, sí podría acercarme a ellas. O, al menos, a una que creo me parece esencial: influyó, con toda seguridad, el fondo de soberbia con que solía opinar de la realidad literaria de nuestro país. Esa percepción se afianzó con la lectura, en Cuadernos para el Diálogo, de la polémica que mantuvo con Isaac Montero a propósito del compromiso del escritor en la propia obra. Al tono de autosuficiencia se añadió el desdén con que valoraba la novela crítica, el realismo social. El tono y el enfoque, en unos años en los que todavía estaba actuando la dictadura, me parecieron una forma de eludir el conflicto sociopolítico, de minusvalorar el riesgo que habían asumido no pocos escritores (desde Armando López Salinas o Juan Marsé hasta el propio Isaac Montero o los narradores exiliados) escribiendo novelas y cuentos con el objetivo de cambiar el mundo, de resquebrajar el franquismo.

Edición en bolsillo de 1974,
hoy inencontrable. 
Sin embargo, mi opinión cambió cuando me enfrenté a su obra. Empecé por Volverás a Región.  Era otra literatura, alejada de los modelos de literatura social a os que estábamos acostumbrados. Me sedujo el mundo en claroscuro que describía, el territorio mítico en que se constituía Región, un lugar sombrío, cruzado por los fantasmas de la Guerra Civil y como desgajado del tiempo. Era una geografía con pueblos perdidos (Macerta, el valle del Torce, Bocentellas... qué hermosos nombres), con trenes con destino incierto, con estaciones abandonadas, en las que apenas se detenía algún convoy inesperado, una geografía sometida a la mirada de un extraño guarda forestal, un ser omnipresente e invisible a la vez, una amenaza sin forma. La naturaleza casi nocturna, los riscos, los caminos borrosos, los hombres y las mujeres viviendo, desde el hondón del drama de la guerra, una realidad desesperanzada, la incertidumbre pesando como una inmensa losa sobre todos. Todo ello conformaba el mundo de Región.y  ofrecía al lector, en la España de finales de los años sesenta, un escenario extraño, duro, pero brutalmente vinculado con los fantasmas que, casi adolescente, recordaba haber vivido en mi familia (y en las familias de mis amigos). Curiosamente, Juan Benet, que desdeñaba la narrativa del compromiso, ha escrito una de las novelas más estremecedoras, más cercanas a la médula de las contradicciones vividas en nuestra guerra civil y más enraizadas en el núcleo duro de nuestra memoria histórica.

Un mundo  (aunque vivo) detenido en un tiempo dramático, como si  contuviera un espejo en el que nuestra sociedad, las distintas generaciones que la componen, han de mirarse siempre. Una realidad misteriosa y viva. Una naturaleza dura, extrema, que Juan Benet metabolizó a lo largo de los años (en las décadas de los 50 y 60) en que, como ingeniero de caminos, dirigió la construcción de presas al norte de León, en zonas limítrofes con Asturias. Todo eso me fascinó de Región. Y todo eso volví a encontrarlo en El aire de un crimen, en Una meditación (novela que leí trabajosamente), en una de sus últimas obras, En la penumbra y, de manera muy especial y casi absorbente, en dos cuentos estremecedores, Numa y Una tumba, dos cuentos cuya mero recuerdo me devuelve viejos aromas de hojarasca, de bosques invernales, y en la hexalogía Herrumbrosas lanzas, una auténtica epopeya sobre la guerra, en la que las estrategias militares se mezclan con las pasiones más oscuras y perversas y con los sentimientos más nobles y justos y en la que Región cobra una densidad y una textura envolventes. Con ese mundo en claroscuro he vuelto a conectar en estos días al hilo de la lectura de los relatos inéditos que Tusquets acaba de publicar bajo el título Variaciones sobre un tema romántico. especialmente en la cuarta variación, titulada La hostería. Es un texto breve pero con una gran intensidad: ésta se deriva de la atmósfera regionata que lo invade de principio a fin. He subrayado un fragmento que no sitúa en el misterio de Región:
"Por otra parte el hostal se hallaba desierto y un teléfono de manivela colgado de la pared detrás del mostrador de recepción tan sólo respondía a sus insistentes llamadas con un indiferente zumbido de caracola, a veces salpicado de extrañas y lejanas voces inconexas que ni siquiera cabía interpretar como residuos de conversaciones perdidas por el éter, sino, acaso, como extremados suspiros de almas en pena desperdigadas por la montaña que el alambre recogería a su paso por lugares siniestrados".
Cierto que Benet fue también Otoño en Madrid hacia 1950, una pequeña joya cuya lectura recomiendo en la que, frente a la influencia de Faulkner del conjunto de su obra,se proyecta la sombra de Baroja, pero el Benet que hice mío, al que releo de vez en cuando, es el Benet que habita Región. Esta pasión por su literatura, no contradictoria con mis devociones por otros narradores del 50, no se prolongó, sin embargo, con sus "discípulos". Alejandro Gándara, Javier Marías o Vicente Molina Foix, sus tres seguidores más reconocidos nunca alcanzaron la profundidad y la solidez del más faulkneriano de nuestros narradores. Es más: tengo para mí que hicieron una lectura parcial de sus novelas (y dudo que una obra como Herrumbrosas lanzas fuera leída en su integridad por ellos). Su lectura es esencialmente estética, como réplica a lo que ellos llamaron costumbrismo, no en su proteína, en su condición de indagación en las zonas oscuras de nuestra memoria colectiva, de los espacios irracionales de una contienda todavía viva en nuestras conciencias. .

Paisaje en los montes de la Puebla de la Sierra.
He de confesar que la lectura de Volverás a Región me produjo un impacto similar al que, diez o doce años después, experimenté con la La piel del lobo del austriaco Hans Lebert. Un impacto que tuvo mucho que ver con el protagonismo que en ambas novelas juega la naturaleza como demiurgo que actúa de modo misterioso sobre el comportamiento de hombres y mujeres. Esa naturaleza, que Benet absorbió (y, añado, de la que se enamoró) mientras trabajaba en la construcción del pantano de Porma en la provincia de León entre 1962 y 1964, ha pasado a formar parte de mi personal mitología. Digo más: los parajes que en el límite nordeste de Madrid, entre Montejo de la Sierra y la Puebla y, más allá, hacia la sierra de la Tejera Negra, tienen similitudes muy notables con la Región descrita por Benet. En esas tierras casi deshabitadas todavía se respira el aire de una posguerra no acabada. Tal vez por ello, formaron parte de una de mis novelas más extrañas,  La mujer muerta. Cerbal, Brezo, Fresneda no sólo son hijas de mi presencia asidua desde el final de mi adolescencia en los pueblos abandonados de esa sierra:  son, también, deudores del mundo narrativo de Benet, de un territorio al que nos invita a entrar del siguiente modo al comienzo de su Volverás a Región:
"Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo camino real --porque el moderno dejó de serlo-- se ve obligado a atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable.// Un momento u otro conocerá el desaliento al sentir que cada paso hacia adelante no hace sino alejarlo un poco más de aquellas desconocidas montañas." 

domingo, 11 de septiembre de 2011

Septiembre en tres tiempos

El final del verano siempre asoma en el horizonte como una habitación conocida que habíamos abandonado en los primeros días de julio. Esa habitación es la que acoge todos los retornos a la cotidianidad vividos en nuestra corta o dilatada historia. La que guarda momentos (felices o dramáticos) que nos han marcado de una manera muy especial. La que tiene abiertas ventanas al otoño con su equipaje de sueños, de proyectos, también de decepciones. En las paredes de esa habitación llamada septiembre hay fotografías, grabados, notas de lectura, borradores de poemas, folios con intentos de proseguir una novela iniciada no sabes cuándo.

"Septiembre en Gargantilla". M.R.
Unos, las fotografías,  proceden de la memoria personal y colectiva de septiembres clavados como cuchillos en la conciencia y en el corazón. Otros, las notas, los borradores, el fragmento de novela, son restos del verano que termina, residuos de lo que al final de la primavera fueron gigantescos sueños para dar sentido a un tiempo libre que luego se mostró menos libre de lo previsto y más corto de lo imaginado.

I

La fotografías son duras: la primera procede de un 11 de septiembre de 1973, es La Moneda, la residencia del presidente Salvador Allende, bajo los bombardeos. Es una fotografía en blanco y negro, la imagen de una ignominia que marcaría la década de lo setenta y de los ochenta: después vinieron Uruguay y Argentina y una cadena de asesinatos, desapariciones, exilios de los que el siglo XX nunca podrá desprenderse. Es la memoria de la infamia, de la injusticia, de la desolación. Aquel día de septiembre yo tenía veinte años, acababa de conocer a E. y, juntos, éramos asiduos de los centros culturales semiclandestinos (en sedes oficiales, pero con actividades que ocultábamos) de un Madrid periférico que comenzaba a despertar bajo el franquismo último. Nos amábamos y nos manifestábamos (haz y envés de la misma página) por unos barrios mejores y por un país en democracia, construíamos un proyecto íntimo y trabajábamos por el proyecto colectivo. Soñábamos con Chile, con el Chile más limpio y ejemplar: con Neruda, con Violeta Parra, con Víctor Jara, con Gabriela Mistral, con Salvador Allende, con Quilapayún... América era el mundo nuevo que anunciaban millones de trabajadores de la mina, de la banca, de la industria, del campo, de la cultura en ciudades como Santiago y Valparaíso.  Yo escribía malísimos poemas sociales (los conservo en algún lugar inaccesible) y E. cantaba, en actos semiprohibidos, ante cientos de jóvenes, con una voz hermosa y sideral, canciones de Méjico, de Chile, de Joan Baez o de Bob Dylan.... Pero aquel 11 de septiembre, lo que todos temíamos ocurrió. El sueño del socialismo en libertad fue pisoteado por las botas militares. No sería ni la primera ni la última vez. Mi recuerdo, 38 años después (qué vértigo), quiere ser un homenaje a todos los chilenos de paz (ahí están las nuevas generaciones de estudiantes exigiendo la enseñanza pública con la que acabó Pinochet y las teorías económicas de Friedmann) que saben soñar y sueñan, que no han renunciado a la construcción de un Chile más igualitario y justo. 


La segunda fotografía ocupa también el día 11 del calendario: fue en 2001, hace diez años, y su memoria es el inmenso vacío, una multiplicación a su vez de miles de vacíos personales, que quedó tras el criminal derribo de la Torres Gemelas de Nueva York, en una ciudad estupefacta y herida, incrédula y asustada. Fue un aldabonazo terrible en las conciencias de todo el mundo. La primera década del siglo XXI se iniciaba de la peor manera posible. Y el presidente Bush, apoyado por el complejo militar industrial, por los sectores más conservadores y ultraliberales de América y de fuera de América (Aznar fue uno de los más entusiastas), inició una cruzada no contra el terrorismo (aunque ese fue el argumento esencial), sino contra los principios democráticos más elementales. Cuando (así lo plantearon numerosas y autorizadas voces) junto a la búsqueda y detención de los criminales y el aislamiento de los sectores minoritarios y poderosos que los respaldaban, se debiera haber reforzado la cooperación y el intercambio de experiencias e iniciativas con el mundo árabe, Bush fue en la dirección contraria: ideología de la guerra, invasión de Afganistán y de Irak, ignominia de Guantánamo, victimización de pueblos enteros, endurecimiento de las precarias condiciones de vida del pueblo palestino... Y una década después, ¿con qué nos encontramos? Con una guerra interminable en el país asiático; con una crisis económica derivada de las doctrinas económicas de Bush, Friedmann (el de las recetas a Chile) y, también, del inmenso agujero del gasto militar para invadir Irak; con un Obama acosado que intenta restañar las heridas, buscar zonas de encuentro entre civilizaciones. Es decir, intenta recorrer el camino que se debió iniciar tras el 11-S de Nueva York. Eso sí, con diez años de retrasos y algunos centenares de miles de muertos inocentes que son centenares de miles de heridas abiertas en la conciencia de pueblos enteros y centenares de miles de justificaciones para alentar el odio entre mundos, entre civilizaciones, y no el diálogo y la convivencia. En fin.


II

Las notas hablan de momentos de lectura: haber leído al poeta chileno Raúl Zurita, o las experiencias memorizadas, de un modo ágil y profundo a la vez, en el libro Editor, de Tom Maschler, el mítico director del sello británico Jonathan Cape (abajo, a la izquierda, en la fotografía), una figura  imprescindible de la historia literaria anglosajona y descubridor de McEwan o Martin Amis, entre otros muchos autores hoy imprescindibles de la literatura universal del siglo XX y de lo que llevamos del XXI; convivido con los poemas inéditos de Javier Egea en el camino previo a la publicación del segundo volumen de su obra completa, o descubierto a un magnífico narrador argentino, Patricio Pron, que en su novela El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia nos habla de la mirada que proyectan sobre los años de las desapariciones masivas en la Argentina de Videla, los hijos de quienes se enfrentaron a la dictadura y fueron víctimas principales; recuperado la lectura, dejada a medias hace un par de años, de La montaña mágica, de Thomas Mann. Todo ello, junto la lectura de algún manuscrito de algún poeta inédito, ha formado parte de estas vacaciones raras, teñidas por la crisis, por la ofensiva de los llamados mercados (otra herencia de los "Chicago Boys") contra la deuda soberana, por las movilizaciones sindicales y del 15-M y por la presencia, en los intersticios de la cotidianidad, de ese "patio de vecindad" al que llamamos facebook..

Y las notas hablan, también, de experiencia de escritura: por ejemplo, haber concluido un largo artículo sobre la narrativa española de hoy para la revista La Página (saldrá en diciembre, me dice Santos Sanz Villanueva), o haber avanzado en un par de poemas iniciados hace cinco o seis años para un nuevo libro que no se sabe cuándo terminaré, o escrito medio folio de una novela a medias, iniciada hace un par de vacaciones, o perfilado el borrador de un artículo (que acompañaré de poemas inéditos) sobre el antes citado Javier Egea para Cuadernos Hispanoamericanos, o la búsqueda en mis archivos del viejo artículo sobre Ángel González al que aludo en mi post anterior y a la que me incitó un comentario de Susana Rivera sobre el lamentable estado de la Fundación que lleva el nombre del poeta asturiano.

III

Playa en Calblanque
Pero septiembre tiene también un filo íntimo ineludible, sin el que las otras esferas de la vida quizá carezcan de sentido (o tengan menos sentido): Por ejemplo, haber vivido las alegrías y las decepciones que un huerto (que cultiva y cuida con paciencia, esmero y no pocas dosis de desesperación, E., pero que lo siento mío) proporciona, haber contemplado la luna y las estrellas en un cielo negro y prístino desde un pequeño desmonte junto a una carretera de la sierra norte de Madrid, haber descubierto, gracias a la recomendación y al ejemplo de mi hija Malva (he de confesar que antes lo fue de Pepo Paz, pero con pocas consecuencias: una hija es una hija), el parque regional de Calblanque, cerca de Cabo de Palos, en el que las playas vírgenes de arena dorada nos ofrecieron una experiencia irrepetible en dos mañanas de luz espléndida y azul de principios de septiembre; por ejemplo, la tormenta en la costa, con las nubes cubriendo el faro como invitaciones a evocar otras tormentas perdidas en el tiempo.... 

Y septiembre es, también, el recuerdo de los septiembres en que soñaba con dedicarme a la literatura, en que añoraba el otoño, un otoño de cafés perdidos en barrios extremos, de tertulias interminables, de cines de arte y ensayo, de ciudad universitaria y colegios mayores, de paseos de atardecer por el parque del Retiro o por calles sin nombre de un barrio cualquiera, de chaquetas de pana y cachimba existencialista (fumé en pipa durante algunos años), de tranvías perdidos y autobuses nocturnos. Es decir, de imposturas propias de un joven idealista (aunque se declarara marxista y dialéctico).

En fin: septiembre.

Amamos con Joan Manuel Serrat - Mi despedida

  En 2012 publiqué   Fugitiva ciudad,  En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al...