viernes, 28 de enero de 2011

La elegía de Mary Jo Bang, el gran poema de 2010

Mary Jo Bang nació en 1946. Por fecha de nacimiento es coetánea a nuestros poetas de la llamada generación del 68. Tuvo 20 años cuando los estudiantes de Berckeley, al amparo de las reflexiones de Marcuse y, más allá, de los filósofos de la Escuela de Frankfurt, se movilizaron por los derechos civiles. Tenía 22 cuando asesinaron a Martin Lutero King y vivió, en plena juventud no sólo los movimientos masivos contra la guerra del Vietnam, sino la irrupción de los más diversas corrientes estéticas en todos los campos de la actividad artística en tiempos de contracultura, de rebelión colectiva, de búsqueda de nuevos horizontes de libertad y de realización personal. Mary Jo Bang nació en Waynesville, una pequeña localidad de Missouri, y, como tantos otros miembros de su generación, vivió las grandes conmociones de un siglo XX especialmente cruel.  En enero de 1967, a los veintiún años, Mary Jo  Bang tuvo un hijo. Un hijo que creció mientras el siglo XX avanzaba hacia su final.  Un hijo en el que depositó sueños, ilusiones, caricias, esperanzas, el imaginario de un mundo distinto. Para él y para quienes lo acompañaran. Un hijo al que amaba intensamente en el comienzo del siglo XXI mientras veía cómo lentamente se iba deslizando, sin que ella lo pudiera evitar, hacia el abismo. El hijo murió un día de junio de 2004 por sobredosis, probablemente de heroína. Mari Jo Bang, hasta ese día, había escrito cuatro libros de poemas. Su trabajo lírico lo combinaba con sus clases de inglés y con la dirección del programa de Escritura Creativa  de Washington University. Mary Jo Bang se asomó al abismo ante el vacío y ante el hijo muerto. Y poco después, comenzó a escribir los poemas de Elegía, libro que se publicó en Estados Unidos en 2007, que obtuvo el Premio de la Crítica de su país y que, en 2010, con traducción y prólogo de Jaime Priede, publicó Bartleby Editores en la colección que tengo el honor de dirigir.

Elegía es, a mi juicio, uno de los libros más perturbador, emotivo y profundo de cuantos se han publicado en España en 2010. Mary Jo Bang lo escribió en el agujero de un drama íntimo de proporciones incalculables. Los poemas se enlazan unos con otros para hablarnos del pasado del hijo, de los momentos vividos a su lado por la poeta, de lo que pudo hacer y no hizo para evitar su trágico final. La culpa, el amor astillado, los deseos rotos, la infancia como paraíso ajeno a las tragedias, los objetos del hijo, la indagación en la raíz (frágil, enormemente inestable) de aquellos momentos en que pudo no estar a su lado, no darse cuenta de alguna desatención, las fotografías de una felicidad perdida, la conciencia no menos astillada de haber fracasado como madre. Sólo en en el fondo del dolor, en el núcleo de todas las dudas existenciales es posible escribir: "Amnesia nocturna. / El sueño se convierte / en dibujo animado y lentejuela de menta".

Muy pocas veces he sentido, ante un poema, la necesidad de llorar, de dejar (los hombres no lloran, me decían en casa cuando era niño) que los sentimientos afloren de una manera líquida y silenciosa ante la capacidad del lenguaje para tocarnos esos lugares recónditos de nuestro cerebro donde se alojan la emociones más hondas e inesperadas. Así ha sido esta noche al releer el poema "Fuiste eres elegía". Os transcribo un fragmento:
Eras. Eres
en mayo. Mayo mirando
hacia junio que llega.
Así es como mido
el año. Todo Fue Culpa Mía
es el título de la canción
que he estado cantando.
Incluso cuando me pedías calma.
No he tenido calma alguna,
he estado llorando. Creo que tú
me has perdonado. Todavía me pones
la mano en el hombro
cuando lloro.
Gracias por eso.
Es una poesía directa que, sin embargo, no desdeña la metáfora ni la comparación,  que combina momentos de alta tensión lírica con acercamientos en apariencia objetivos a lo cotidiano, que tantea con sutileza los fantasmas de la memoria más remota a la vez que recobra los más duros momentos de la días últimos y penúltimos del hijo. Es una poesía de las emociones --que, a la vez, indaga en el lenguaje, encabalga versos, despliega imágenes imprevistas-- que no pocas veces es tratada con desdén por quienes, desde la trinchera crítica o desde la poesía no coincidente, consideran ajena al poema toda emoción que no sea puramente estética. ¿Poesía de la experiencia en versión norteamericana? No exactamente. Más bien poesía de la existencia. Una poesía que conmueve y perturba que forma parte de una tradición muy asentada en la poesía anglosajona (sobre todo de USA) contemporánea. Se trata de la poesía que habla de las relaciones entre padres e hijos, del taller de escritura del poeta, de los amigos del fin de semana, de la soledad de padres que intentan prolongarse en el hijo yendo de pesca o paseando por la montaña, de mujeres abandonadas o perdidas en el desamor, de lecturas fuera del canon, de vagabundos hundidos en el alcohol o en la soledad más completa. Es la poesía de la otra América. De una América que vive en Nueva York o en Chicago. Pero que, sobre todo, desarrolla su vida cotidiana en pequeñas ciudades de Missouri ( como la Waynesville de Mary Jo Bang) o Montana, de Kansas o Dakota.

miércoles, 19 de enero de 2011

Cabaña abandonada

Hace tres años publiqué, en editorial Gadir, un libro al que tengo un afecto muy especial y del que ha hablado poco en este espacio. Su título, Por la sierra del agua. Es un libro de viajes por esos montes, perdidos en el vértice norte de Madrid, que se extienden a un lado y otro del río Lozoya y que la inmensa mayoría de los madrileños (y la aún más inmensa mayoría de no madrileños) desconoce. En ese libro, algo parecido a un cuaderno de caminante, cuento mi experiencia ante una cabaña abandonada. La cabaña es la que podéis ver en las fotografías y se encuentra (todavía es posible verla desde la carretera, y visitarla, y husmear en ella) cerca de la carretera que une Pinilla de Buitrago con San Mamés, no lejos de la vieja vía del ferrocarril directo Madrid-Burgos, hoy inútil y cesante. Es una construcción extraña, hasta cierto punto desconcertante, que parece hablar de una realidad abandonada, de alguien que hace muchos años soñó un proyecto que se encarnaba en ella y por alguna razón desconocida, renunció a él.

Visión de la fachada este, con chimenea al fondo

¿No os habéis fijado, cuando viajáis por carreteras secundarias, en la presencia de algunas edificaciones en medio del bosque, o al final de una llanura, o surgiendo de unos huertos abandonados? Edificaciones en ruinas, arquitecturas precarias que, aunque nos parezca mentira, tienen un pasado. Al cruzar, por la carretera, ante la que motiva esta entrada (lo que hago con frecuencia, sobre todo los fines de semana), siempre me pregunto por su origen. ¿Fue el sueño de un grupo de adolescentes que pasaban los veranos en Pinilla o San Mamés y un buen día decidieron construir la casa de sus aventuras imaginarias? ¿Nació de la necesidad de un mendigo que buscó con ello una forma de guarecerse y de tener un hogar por precario que fuera? ¿Era el chamizo de un pequeño agricultor residente en el pueblo al que le gustaba refugiarse, en los días de recolección, en la cabaña? El hecho de que tenga pozo (un pozo tradicional, con brocal y todo y con paredes de piedra) y un pequeño patio fácilmente vulnerable por curiosos como yo abona esta última posibilidad. Pero si es así, ¿por qué lleva décadas abandonada?


Esa suma de preguntas, sólo posibles en mentes un poco maniáticas como la mía, me llevó, un buen día de hace diez años, a saltar el frágil muro de piedra que rodea lo que alguna vez fuera fue jardín o huerto. Lo hice guiado a medias por la curiosidad y a medias por las demandas que me planteaba la redacción de mi libro viajero. Recorrí el jardín, me asomé al interior de la cabaña, dediqué algunos minutos a recapacitar sobre cuanto vi en su interior. Y, al final, decidí incorporar aquella experienica en los dos fragmentos que can comienzo al capítulo 4 de la primera parte. Abajo podéis leer el resultado. O en el libro. Of course

El pozo al fondo, visto desde el "porche" de la cabaña
Fragmentos alusivos a la cabaña en Por la sierra del agua:
 "En un recodo del camino hacia San Mamés, había una cabaña de troncos con aspecto de llevar abandonada mucho tiempo. Me detuve a husmear en su interior y en sus alrededores. Su situación, a la salida de una curva, me obligó a distanciarme en busca de un lugar seguro donde dejar el coche, a la derecha de la calzada. Después, me acerqué caminando a aquel amasijo de troncos que parecía testimoniar una vieja y rota quimera. Pensé en la infancia, en los sueños aventureros de Tom Sawyer, o en las hazañas adolescentes de Guillermo Brown mientras, con un fondo de prevención, saltaba un muro de planchas de arenisca y de pizarra —en medio, crecía un fresno de tronco retorcido— y accedía a una especie de jardín abandonado en el que crecían, sin orden, la hierba, el cardo, la zarzamora y el endrino. El tejado de uralita y la embocadura, construida con un cemento oscuro, de una chimenea, rompían la uniformidad de una fachada hecha de troncos descoloridos, tan grises como el aire de aquella mañana. En algunas zonas de la fachada, las que daban al norte, crecía la yedra como un desafío al invierno, y en uno de los laterales, una puerta a medio abrir mostraba las tripas de lo que parecía un trastero. En su interior, descansaba una oxidada bicicleta de color rosa. Ante la visión de aquel utensilio abandonado, sentí un extraño vértigo: la choza, o cabaña, dejaba de ser un ente inanimado para cobrar vida: tenía memoria. Abrí ligeramente la puerta de aquel trastero y descubrí, al pie de la bicicleta, picaportes oxidados, un infiernillo, una pequeña escalera metálica, restos de periódicos, hojas podridas, un rollo de alambre también oxidado. Todos aquellos objetos eran el testimonio de una vida. Quizá de la vida de un soñador o de un náufrago, de un aventurero a contracorriente. Cuando decidí rodear la cabaña en busca de la puerta, el vértigo inicial se transformó en miedo. La absurda idea de que allí, en aquel habitáculo perdido de la mano de Dios, abandonado entre zarzas, podían estar los restos de su dueño, me llevó a proceder con cautela.
"Como era previsible, cuando me asomé a la puerta que, como una enorme boca, parecía aguardarme bajo un porche desgalichado, comprobé la soledad absoluta del lugar. Adentro podía verse un pequeño salón, con una chimenea ennegrecida al fondo, un sofá destripado, un colchón tirado en el suelo, con los muelles al aire como gusanos de óxido, un frigorífico ennegrecido y cerrado —decidí no abrirlo— y una ventana cegada y con cortinas de flores y polvo y, como una excrecencia de aquel escenario de lo abolido, un carro metálico. Sí: un carro metálico de los que proliferan en los hipermercados.
"Me bastó aquel examen visual para no proseguir la indagación. Me alejé del chamizo y caminé algunos metros hacia el extremo opuesto del jardín. Respiré hondo un silencio que, al poco, quebró el traqueteo lejano del motor de un camión. En el centro del jardín, se levantaba un pozo de piedra con un brocal de hierro forjado cuya boca estaba cegada por una enorme plancha metálica pintada a medias de verde a medias de herrumbre. Hubiera deseado encontrar a algún lugareño, o vecino de Pinilla, o de San Mamés, que conociera la historia de aquel lugar proscrito, el trasfondo de la suma de sueños destruidos que simbolizaba la choza abandonada."

lunes, 17 de enero de 2011

Una exposicion que enterró el urbanismo: verano de 1975, barrio de Portugalete, Madrid.

Corría el verano de 1975, Franco todavía vvía y los barrios de la periferia de Madrid eran un hervidero. De movilizaciones y de iniciativas. De luchas por aceras y asfaltado, por mejores viviendas, contra la subida del pan, por una sanidad y una educación dignas.... Y por la cultura como parte esencial del principal objetivo: la democracia. En aquel clima, en un Madrid en el que todos éramos infinitamente jóvenes, utópicos y desinteresados, hubo un barrio, hoy desaparecido como tal y subsumido por la realidad de una Arturo Soria de viviendas de lujo, oficinas, restaurantes caros y nuevo equipamiento comercial, que luchó con tenacidad por la libertad y por mejores condiciones de vida: Portugalete. Y en aquel verano de 1975, coincidiendo con las fiestas anuales (que habían empezado a convertirse en autenticas movilizaciones contra la dictadura) hubo un grupo de jóvenes, con los que E. y yo colaborábamos, que decidieron, con el apoyo de un párroco que debía de andar próximo a Cristianos por el Socialismo (memorable Manolo, al que reencontré muchos años después en una estación de metro y de quien no he vuelto a saber nada), convertir aquellas fiestas en un lugar de encuentro para los mejores artistas plásticos del momento.. 

Mural de Enrique Barón. Verano de 1975. Desaparecido
Los artistas llegaron al barrio pertrechados de sus herramientas y materiales y convirtieron aquel lugar de casas bajas y calles sin asfalto en una auténtica e inmensa sala de exposiciones al aire libre de obra original, única e irrepetible. Fueron murales muy apegados al momento que vivía España. Murales que aludían indirectamente a la luchas por la libertad, que sugerían pasadizos que nos conducían a la Segunda República y proponían homenajes a figuras de la España derrotada e ilustrada: en concreto, Federico García Lorca y Arturo Soria. Entre nosotros se encontraban trabajando artistas a quienes, como estudiantes tardíos de COU o de primero de carrera, habíamos admirado, como mitos culturales contemporáneos, en las críticas a exposiciones de las páginas de las revistas de cultura y política que frecuentábamos: Triunfo, Cuadernos para el Diálogo, Destino.

Mural desaparecido barrio Portugalete. Autor inidentificable.
 Durante algo más de una semana vivimos, bajo la vigilancia y la atención de la policía nacional y de la brigada político-social, algo parecido a un sueño: con nosotros, jóvenes airados impulsores del cine-club, de los debates sobre literatura y cine, estaban los pintores más conocidos, los artistas que, además de tener una cierta cotización en las galerías más prestigiosas, tenían vínculos con la lucha clandestina, contribuían a la resistencia democrática con su acción política semilegal y con su obra. Con nosotros estaban Enrique Barón, conocido entonces, sobre todo, como escultor, Juan Genovés, experto en multitudes, en pintar el colectivo anonimato y la protesta, Duarte, Arcadio Blasco, ceramista de Muchamiel que, junto a Carmen Perujo, su esposa, desarrollaba un trabajo incansable en la Asociación del barrio (era el único de aquellos artistas que vivía en Portugalete); allí estaban Poblador, Alcaín, Lucio Muñoz, Ricardo Zamorano, Santacatalina...

Mural de Duarte. Desaparecido. Verano de 1975
Fueron días memorables, en los que la labor de los pintores se complementó, cada noche, con recitales de cantautores que en unos casos, como los murales, se llevaría la transición, y en otros consolidarían una obra renovada, hoy viva todavía. Pienso en Gabriel González, que versionó de manera magnífica poemas de Blas de Otero, de Agustín Millares y de Carlos Álvarez, en la actualidad dedicado a la formación profesional en una fundación dependiente de UGT; pienso en Luis Pastor, que perseveró en las décadas posteriores en su pasión de cantautor de periferias. El barrio de Portugalete vivió tardes memorables en la sala parroquial compartiendo veladas y proyecciones con directores de cine que visitaron el salón de actos del club parroquial para hablar de historia, de clásicos del celuloide, de política, de memoria colectiva. Bardem, Basilio Martín Patino, Saura... acompañaron algunas de las películas más significativas (y menos divulgadas) de nuestro cine.

Homenaje a Arturo Soria. Mural de Lucio Muñoz. Verano de 1975. Desaparecido
Estos días, revisando los fondos fotográficos familiares, he recordado que de aquella exposición al aire libre hice no pocas fotografías. Las hemos buscado y, tras recuperarlas y escanearlas, las he pasado a este blog para restituirlas a la vida, para acabar con la situación de realidad desaparecida en que viven desde entonces. El barrio (como todos los barrios en los que fui adolescente y niño) desapareció bajo la acción de las excavadoras. Y, con los muros, se fue aquella celebración de la luz, del color, y del arte con sentido. Hoy, un día invernal de 2011, treinta y seis años después de aquella confluencia de la pintura y la reivindicación, gracias a Internet, a las nuevas tecnologías y a las posibilidades que ofrecen, devuelvo al mundo los murales y me atrevo a proponer a lectores, internautas y curiosos, un viaje a través de ellas a aquel tiempo de entusiasmos, miedo y utopías irreductibles. Sé que algunos de ellos han aparecido publicados en el blog Historias matritenses (enlazado al principio). Pero es una edición incompleta, desprovista de este alarde de memoria con que los he recreado.

En definitiva: aquí, debajo de estas líneas, os ofrezco la exposición virtual de aquellas obras que se llevó el huracán remodelador de la en cualquier caso bienvenida democracia municipal. La magia de la Red permite rescatarlas del túnel del tiempo. Feliz visita.
 

Homenaje a Federico García Lorca. Autor inidentificable. Verano 1975


Mural con motivos frutales. Alcaín y Equipo del Barrio. Verano 1975

Mural. Verano 1975. Barrio Portugalete. Autor inidentificable

Mural de Arcadio Blasco. Verano 1975. Barrio Portugalete

Mural. Verano 1975. Autor inidentificable.

Mural. Verano 1975. Autor inidentificable. Barrio Portugalete

Mural. Verano 1975. Autor inidentificable. Barrio Portugalete

Mural. Verano 1975. Juan Genovés. Barrio Portugalete

Mural. Verano 1975. Poblador. Barrio Portugalete

miércoles, 5 de enero de 2011

Mi lectura de "La gallina ciega", la expriencia del retorno a España de Max Aub

La disposición de algo más de tiempo libre en los días navideños me ha permitido meterme, al fin, con un libro cuya lectura tenía pendiente desde hace años: La gallina ciega, de Max Aub. Ha sido una experiencia fascinante. No sólo por las horas de inmersión en una prosa limpia, ambiciosa, con una tensión sostenida, sino porque me ha permitido volver a un tiempo estancado en los últimos años de mi adolescencia.
Max Aub narra en La gallina ciega una peculiar experiencia de retorno del exilio: volvió en 1969 desde México con la intención de recobrar su memoria de España y de vivir durante algunos meses la realidad de un país que algunos de sus amigos en el interior le describían diferente a la de los primeros años de la dictadura y en la que comenzaban a apuntarse algunos signos de apertura, especialmente en el ámbito literario. Eran los años de esplendor de la Editorial Seix Barral, con Carlos de sumo pontífice, con las primeras novedades procedentes del "boom" hispanoamericano (sobre todo, de La ciudad y los perros, de Vargas Llosa) y con el fiasco monumental del rechazo a Cien años de soledad.

Yo vivía mis días de preuniversitario y de fracaso en ciencias. Recuerdo que, a lo largo de aquel curso, mi presencia en la Casa del Libro en la Gran Vía madrileña (entonces avenida de José Antonio) para leer a escondidas y por fases los libros de los poetas más comprometidos del momento (Gabriel Celaya, Blas, Pepe Hierro) y para escudriñar en las nuevas colecciones: recuerdo de manera muy especial la colección El Bardo, que dirigía José Batlló y en la que descubrí a Gloria Fuertes en un libro de nombre inolvidable, Poeta de guardia. Llevaba un año en librerías Coro de ánimas, de Diego Jesús Jiménez, todavía duraban los ecos del éxito de crítica y lectores de un libro como Blanco Spirituals, de Félix Grande, que tres años antes había obtenido el premio Casa de las Américas en Cuba, los novísimos estaban a punto de convertirse en el fenómeno literario del final de la década y la dictadura podía mostrar las cárceles bien nutridas de presos políticos. Un año antes había dejado el colegio Ramón y Cajal, un centro privado que se levantaba junto a una Ciudad Lineal todavía tranviaria y boscosa, con chiringuitos, merenderos y matorrales, con viejos palacetes perdidos entre jardines llenos de vegetación y a punto de entrar en decadencia. Mi conciencia del mundo en que vivía era limitada, pero tras los deslumbramientos lectores de los catorce, de los quince años (Machado, Juan Ramón, los poetas del Siglo de Oro, las novelas de aventuras de Stevenson o de Defoe) había comenzado a indagar por mi cuenta en los poetas sociales, entonces relativamente accesibles, y a curiosear en las novelas de la generación del 50.  

Tranvía en el Madrid que visitó Max Aub en 1969
Pero yo, como mis amigos de barrio y de colegio, ignoraba que en aquel año 1969 un escritor del exilio que había colaborado con André Malraux en el documental Sierra de Teruel, que había sobrevivido a varios campos de concentración antes de llegar a México, que había convivido con Dos Passos y con otros autores de la lost generation norteamericana , un soberbio escritor con un reconocimiento unánime en América, con una obra más que consolidada (las seis novelas de El laberinto mágico, La calle de Valverde, Las buenas intenciones, numerosos cuentos, libros de poesía y teatro experimental), visitaba España e intentaba diagnosticar los cambios producidos a treinta años del final de la guerra al tiempo que pugnaba por recobrar la memoria de sus años jóvenes. La gallina ciega, subtitulada Diario español, es la crónica de ese viaje. Max Aub, a quien le llegaban, a su domicilio mexicano y por correo, invitaciones mil para que volviera a un país que, según no pocos escritores más o menos próximos al régimen, había cambiado profundamente (y había ganado, con Massiel, el Festival de Eurovisión un año antes aunque fuera condenando y silenciando a un Serrat que quiso cantar el La, la, la en catalán).

El libro me ha fascinado. En La gallina ciega Aub hace un recorrido por las experiencias culturales, pero también por la vida cotidiana, del momento, se interna en ciudades que, en aquellos años, vivían las consecuencias de los planes de desarrollo de los tecnócratas del Opus y los primeros impulsos especulativos (era la España de Matesa): Valencia, Barcelona, Zaragoza, Madrid, Toledo.... En esas ciudades Aub toma contacto con todo lo que se mueve: quienes actúan y crean al abrigo del aparato franquista y los que lo hacen en permanente desafío, los funcionarios descreídos y cumplidores, los hosteleros deslumbrados por los turistas que comienzan a llenar nuestras playas. Vive la experiencia de la censura, el reencuentro con intelectuales que han vivido la tortura y la cárcel (especialmente emotiva la descripción que hace del poeta José Luis Gallego), la desmemoria de las nuevas generaciones y el olvido voluntario de sus coetáneos adaptados a un conformismo casi obligado. Por las páginas del libro desfilan escritores como Luis Rosales o Gabriel Celaya, como el postrado Vicente Aleixandre en su refugio de Velintonia, como Carlos Barral o Esther Tusquets, entonces jóvenes y entusiastas promotores de la nueva edición, de la nueva novela, de la nueva poesía. Hay alusiones a Cela y a sus Papeles de Son Armadans, editados en Palma de Mallorca y refugio de ciertos autores del exilio, a Ángel González y a José Hierro, a Ridruejo y a Juan Benet.

El libro ha tenido para mí un atractivo adicional: se trata de un libro absolutamente fresco, al que el tiempo no ha desgastado y en el que he podido conocer cómo vivían la realidad de la dictadura que yo viví en la cotidianidad de mi barrio, en un universo a años luz del mundo intelectual, quienes protagonizaban la vida cultural. Qué pensaban de Franco, de la televisión, de la memoria de la Guerra Civil, del Opus Dei, de Vietnam, de la censura, de las cárceles y del exilio. Max Aub nos muestra un mosaico vivo al que juzga de manera muy dura, desde la óptica de quien vuelve a un país que estuvo enormemente politizado, que luchó contra el fascismo, al que sorprende sumido en el conformismo, atenazado por una mezcla de miedo y espíritu de supervivencia. Un país en el que los más jóvenes comenzaban a construir otra historia y a sufrir las consecuencias de ese empeño. Cárcel, exilio, detenciones en comisaría, expulsiones de la universidad, torturas, fueron algunos de los "remedios" que puso el régimen a la acción de la generación emergente. Sirva de ejemplo el vídeo de un Serrat veinteañero cantando el La, la, la eurovisivo en un catalán que le costó la representación de España y el silencio en los medios estatales durante algún tiempo y cuyo colofón sería el exilio en México cinco años después.




Amamos con Joan Manuel Serrat - Mi despedida

  En 2012 publiqué   Fugitiva ciudad,  En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al...