domingo, 30 de mayo de 2010

Un viaje a Montejo de la Sierra / Noticia de Miguel Labordeta

Cierro una semana en la que he vivido dos experiencias infrecuentes. La primera ha sido un viaje, breve pero intenso, a Montejo de la Sierra, un pequeño municipio situado en el vértice norte de Madrid, en plena sierra del Rincón, en cuyo término sobrevive el hayedo más meridional de Europa. La segunda, la lectura (en buena parte relectura) de Transeúnte central y otros poemas, de Miguel Labordeta, en edición de José Luis Calvo Carilla, profesor de la Universidad de Zaragoza con quien, en mis años en RTVE, forjé una amistad que al día de hoy se mantiene. Diría más: se ha acrecentado notablemente gracias a encuentros posteriores y a un intercambio de correspondencia tan irregular como necesario.

Por sierra pobre
Montejo de la Sierra. Referente de un pequeño paraíso vegetal en medio de la llamada sierra pobre de Madrid. Viajé allí el pasado miércoles, en un día laboral en el que yo no laboraba, y fue esa circunstancia precisamente, es decir, el hecho de que se tratara de un día no festivo, lo que otorgó al viaje una calidad extraña y, a la vez, nueva. Fue un día de claros y nubes que aproveché para acopiar notas y sensaciones para un libro en proyecto: la segunda parte, que tiutlaré Caminos de sierra pobre, de mi libro viajero Por la sierra del agua. También para recuperar los paisajes y olores que, sin pretenderlo, se convirtieron en inquietantes personajes en mi novela La mujer muerta, recuperación que, estoy seguro, tiene mucho que ver con su reedición, el próximo otoño, por un imaginativo y riguroso sello independendiente: Rey Lear Editores

Viví una experiencia grata y emocionante. Tomé fotografías, respiré la soledad absoluta de un paisaje de montañas cubiertas de monte bajo, de robledales y carrasca, surcado por arroyos de agua abundante y de absoluta transparencia que acaban perdiéndose en frondosos bosques de pino joven y arces. Recorrí pequeños caminos que avanzaban bordeando huertos feraces o ríos afluentes del Jarama o del Lozoya, me detuve ante ruinas de refugios de pastores, de antiguas explotaciones ganaderas, ahora abandonadas a la acción de las zarzas, las enredaderas silvestres o el espino albar, de aldeas perdidas en el monte. En el trayecto hasta Montejo, tras dejar la autovía del Norte (antigua Nacional I) y detenerme ante un raro edificio abandonado, como la carcasa de una vida remota y desconocida (ved la fotografía), crucé dos pequeñas localidades de remozados edificios de piedra y en fase de recuperación de la tradicional arquitectura de montaña: Gandullas, levantada entre huertos y fresnedas, un pueblo todavía en el llano, y Prádena del Rincón, bellísima antesala, con una iglesia de Santo Domingo iniciada en el siglo XII (ahora en restauración), de Montejo, una pequeña ciudad que, con E. y con mis hijos había visitado en  domingos irrepetibles y perdidos en un tiempo que, extrañamente, me parece remoto.Tanto Gandullas como Prádena (y, en el regreso, un pueblo diminuto llamado Piñuecar) eran pueblos vacíos, sin apenas gente, en los que, mientras tomaba algunas fotografías, pude encontrar, como paseantes sin destino (o con un destino demasiado conocido) a un par de viejos embutidos en negrísimos ropajes. Sé que en los fines de semana se convierten en lugar de retiro de numerosas familias de Madrid. Pero ése es el paréntesis: la cotidianidad, la norma, es una soledad absoluta en la que los vencejos, los corzos ocultos entre la fronda y las aves rapaces y los vientos del norte que cruzan Somosierra y descienden hacia las grandes superficies acuáticas de los embalses del Valle del Lozoya o de la presa del Atazar, aportan movimiento y vida no vegetal.
Río Cocinillas. En el camino a Montejo
Durante cerca de dos horas paseé por las calles de Montejo, bebí una cerveza en un bar  cuyos clientes, con aspecto de prejubilados de alguna empresa industrial hace tiempo reconvertida (¿Pegaso, SKF...?) hablaban de fútbol y del Mundial inminente. En la pared, una fotografía de grupo del Real Madrid de la temporada 2004-2005 y algunos curiosos y anacrónicos anuncios que parecían escritos en una era remota y cuya transcripción me reservo para mi futuro libro viajero. Después paseé por las umbrías de un hayedo primaveral y explosivo de verdes proyectándose sobre un Jarama  recién nacido y de limpísimas aguas. He de confesar que no me fue fácil pensar que estaba en la región de Madrid, a un hora de la Puerta del Sol, que le di no pocas vueltas al componente mágico, casi inverosímil, de esa reflexión tantas veces abordada cuando recorro los parajes de mis novelas más queridas.  Almorcé en Prádena una hora más tarde, en una tasca mezcla de colmado y bar de los cincuenta, entre inmigrantes polacos procedentes de la obra de restauración del templo de Santo Domingo y, ya con la tarde, volvía al tumulto de Madrid, cerré un viaje que, sin duda, tendrá su prolongación en otros posteriores a los caminos que alimentarán el libro en proyecto al que antes me referí.

De Miguel Labordeta

Miguel Labordeta, como Leopoldo María Panero (aunque en un plano distinto), como Aníbal Núñez, como Alfonso Costafreda, como Javier Egea, forma parte de la nómina de poetas extraños, semimalditos o malditos, que enriquece de manera notable la geografía de la poesía contemporánea en castellano. Cuando comencé a tener noticia de Miguel Labordeta lo primero que supe fue que había muerto en 1969, con 38 años. Era un muerto joven, un muerto prematuro y provinciano de vocación universal y eso le dio un cierto aura de malditismo a mis ojos de lector/poeta atento a lo extraño, avizor a cada descubrimiento, que comenzaba a tantear el territorio de la escritura. Fue mi pasión por cierta poesía insumisa en los años tardíos de la dictadura y de mi adolescencia, años de lectura de Sumido 25, o de aquel extrañisimo volumen de poesía dispersa editado en la mítica colección Ocnos de Carlos Barral, La escasa merienda de los tigres. Miguel Labordeta tenía, para mí, algo de raro antecedente del cantautor y viajero por los caminos de la España profunda e ignorada José Antonio Labordeta, y tenía mucho de poeta que vivió recluido en la ciudad de Zaragoza sin intentar el "asalto" al mundo literario de Madrid, empeño ten extendido en los años cincuenta y sesenta entre los escritores y artistas nacidos en la periferia. 
Miguel Labordeta llegó a mí, en aquellos años, vinculado a nombres como Chicharro, De Ory, Sernesi, Crespo, Carriedo, como una rama periférica y rebelde, mezcla de expresionismo y surrealismo, del postismo. Traía (todo es subjetivo, claro) un mundo para mí desconocido: el de la resistencia civil en la provincia, el de los núcleos literarios alrededor de revistas imposibles y tertulias entre el miedo y el desafío, el de una poesía que escapaba a los cánones de la España oficial de la época. 

José Luis Calvo, en un magnífico prólogo de 61 páginas, nos abre inmensas ventanas a la vida y a la obra de Miguel ("Su voz lírica", nos dice, "ha sido identificada con la de un miembro de la generación echada a perder con la guerra civil, con la de un beat desenfrenado y precoz a la manera del Allen Ginsberg de Aullido o con la de un outsider, un desplazado voluntariamente de la vida"). Pero no sólo eso: la colección Clásicos Marenostrum, que acoge Transeúnte central y otros poemas y que dirige Santos Sanz Villanueva incorpora un apéndice de documentos teóricos de Labordeta y de algunas de las más significativas críticas de la época a su obra (José-Carlos Mainer, Ángel Crespo, Antonio Fernández Molina, ente otros). 
En esta Feria del Libro de Madrid será un libro que nadie (o muy pocos) recomendarán, un libro oculto en la caseta de una editorial muy poco conocida (ni siquiera está en el colectivo "indi" de Contextos), Marenostrum, pero un libro poderoso, lleno de poesía perturbadora y original, cargada de sustrato existencial y de una actitud crítica de plena vigencia en este siglo XXI lleno de incertidumbres. Un libro plenamente recomendable para los jóvenes lectores de poesía. Y para los menos jóvenes que no se han acercado, todavía a la obra del singular poeta zaragozano. Os dejo como muestra el poema "Luz sumergida" de su libro Sumido 25 y recogido en el libro de Marenostrum:

Luz sumergida en el poso de la sangre
presentimiento trémulo
de una quietud misteriosa
cegada por la ilusión del tiempo
pura eternidad
en el corazón humano refugiada. 
Solamente aquella hora espera
aquel terrible momento 
en que el Hombre
madurado en su peregrinar
desgarrando el dogal de los días
entone la canción del recién nacido dios.


Su hermano José Antonio, escribió y musicó un texto titulado "El poeta", un homenaje al malogrado Miguel. Puedes escucharlo pinchando en el enlace de Goear bajo estas líneas.




lunes, 24 de mayo de 2010

Soyinka, Hughes, la Dickinson y... la Feria del Libro

Es difícil, por no decir imposible, que la poesía pueda cambiar el mundo: cierto. Pero es aún más difícil soñar con un mundo mejor sin contar con la poesía. Tiempos mutantes, dominio de la imagen, muerte (dicen) del libro tal y como lo concebimos, la realidad virtual campa por sus respetos.... Pero uno sale a la calle y se encuentra con hombres y mujeres poblando los parques, los mercados, los colegios, los cines, las oficinas de desempleo, los estadios. De la misma fibra, con los mismos sueños y frustraciones que tuvieran los hombres y mujeres a los que aludiera Dámaso Alonso cuando escribió aquel verso estremecedor: "Madrid es una ciudad con más de un millón de cadáveres según las últimas estadísticas". Es evidente que el mundo ha cambiado, que la globalización condiciona nuestra realidad y que Madrid no es la capital de la dictadura franquista como lo era entonces. Pero lo es también que la lucha cotidiana por la supervivencia sigue siendo la pulsión esencial que mueve al ser humano cada mañana al despertar. ¿Ha de vivir la poesía ajena a ese principio rector de la vida individual y colectiva? No lo creo. Es más, a medida que cumplo años (y ya van unos cuantos) y a medida en que me sumerjo, con mayor intensidad, en el mundo de la Red, advierto que la verdad escrita al principio ("es aún más difícil soñar con un mundo mejor sin contar con la poesía") es más evidente y necesaria. La poesía no puede ser un arte marginal, relegado, prescindible. Es el corazón vivo del idioma, la médula donde habitan las incertidumbres y los sueños, la memoria y el miedo, la vida y la muerte, el yo y los otros.

En estos días, tras mi salida del Cervantes, he tenido tiempo para volver, con calma, a la poesía ajena. Lo hice concluyendo una crítica al libro inédito de Blas de Otero Hojas de Madrid con La galerna para Babelia (diré, de paso que me parece uno de los poemarios más importantes aparecidos en lengua castellana en lo que va de siglo) y lo hice releyendo tres asombrosas traducciones de otros tantos poetas de talla universal y editados por Bartleby: Lanzadera en una cripta, de Wolen Soyinka; Poemas a la muerte, de Emily Dickinson, y El azor en el páramo, de Ted Hughes. Tres propuestas bilingües de alta poesía para la Feria del Libro que se inicia el próximo viernes. Tres oportunidades de disfrutar del lenguaje y de su esencia, de la pasión del poema y de comprobar la vigencia de la poesía como invitación a la reflexión, com imaginario de una realidad más justa, como depósito de los sueños, como vacuna contra la muerte aunque de la muerte hable, de pócima contra la desememoria.

Se me dirá: ya está aquí Rico barriendo para la casa de la colección que dirige. No se trata de eso (aunque a ello no renuncio). Se trata de una experiencia muy peculiar que intento describir: leí los tres libros en PDF, es decir, en pruebas, en fase de corrección aunque yo no fue el corrector. Me parecieron tres libros de una calidad incontestable. Pero ha sido después, cuando los he tenido en mi poder en papel, en una edición magnífica, y cuando me he podido sentar, con cierto sosiego, a releer en el formato de siempre, cuando he gozado, de verdad, de los libros de los tres poetas. No sólo de los poemas, he de aclararlo: también de las introducciones, de los prólogos de sus traductores. Luis Ingelmo con Soyinka, Xoán Abeleira con Hughes y Rubén Martín con la Dickinson, convierten los tres libros en tres "artefactos" cualitativamente diferentes, de una calidad distinta, yo diría que superiores en cualquier caso a lo que hubieran sido de no llevar los prólogos. No sólo sitúan cada libro. Nos ayudan al enamoramiento, hacen que nos apasionemos por la poesía que leeremos a continuación: generan una comunión entre lector y prologuista para disfrutar, en toda su riqueza, unos poemas magníficamente traducidos por otro lado.

El nigeriano Soyinka, primer premio Nobel africano y exiliado desde 1997 en Estados Unidos, nos lleva a las bodegas del cieno de la injusticia. Sus poemas nos hablan de la experiencia límite, de un mundo sojuzgado (que no murió, que todavía existe en la no tan lejana África, en grandes zonas de Asia, en la América sureña, en la periferia de nuestras ciudades postindustriales, postmodernas y globalizadas). La cripta, la cárcel, el encierro. De su encarcelamiento sin juicio durante casi 30 meses, de ellos 22 incomunicado, Soyinka se sobrepuso, casi sobrevivió gracias a la poesía escrita en pequeños envoltorios, en el reverso de cajetillas de tabaco, en papel higiénico.Ahí están los poemas. Se trata de un libro editado por primera vez en inglés hace la friolera de 39 años, nunca editado en castellano y que se asoma a nosotros como un abismo apasionante y estremecedor. Lanzadera en una cripta nos reconcilia con la gran poesía cívica, comprometida, del siglo XX.

La Dickinson que mira de cara a la muerte, que desde el hondón del siglo XIX (no olvidemos que murió en 1886) habla con nosotros, en sus poemas, como si fuera la última poeta del siglo XXI. Poemas escritos en el largo encierro al que, voluntariamente, se sometió cuando tenía treinta años, poemas que nos enfrentan a la verdad existencial más contundente. Los Poemas a la muerte son un desafío al misterio, son piezas de una búsqueda perseverante de realidades que se nos ocultan en la vida real, de las zonas oscuras que viven detrás de las cosas, en el lado inaccesible de la existencia. Rubén Martín, partiendo de reflexiones de Harold Bloom, subraya que en una poesía del pensamiento como la de Emily Dickinson no podía eludirse la reflexión poetizada sobre la muerte. Y ahí está, contemplada de una manera poliédrica, desde enfoques diversos, en los 155 poemas (de los 2000 que su autora escribió en su encierro) de que se compone el libro.

Hughes y la naturaleza, lo telúrico y volcánico que late al otro lado de lo cotidiano, la animalidad de la vida que se construye detrás de las estructuras culturales y filosóficas, la poesía que se mastica y se goza, que conmueve y erotiza, en la que el cerdo y el nenúfar, el leopardo y el atardecer, la rata y el zorro, la abeja y el río son mucho más que símbolos: son espejos deformes y, a la vez, certeros, de la condición humana. El lenguaje, de una riqueza casi provocadora y de una ductilidad que embriaga, convierte la lectura en una experiencia apasionante que bordea lo puramente sensitivo, que, al menos en el primer momento, deja de lado la racionalidad para dar paso al gozo más estricto y desnudo. Son 68 poemas (uno por cada año que vivió) que nos sitúan en las distintas etapas creativas que vivió quien fuera compañero de Sylvia Plath.

 

sábado, 15 de mayo de 2010

Entrada en tres tiempos: mi adiós al Cervantes, Estambul y Blas de Otero

Mi adiós al Cervantes. 1
Me puse a escribir sobre Estambul (ciudad maravillosa entrevista en un viaje privado, vacacional, junto a E., de hace sólo unos días ) cuando quedaban  muy pocas horas para el cierre de una etapa de mi vida profesional especialmente intensa: la que inicié, en julio de 2007, como directivo del Instituto Cervantes. La etapa se ha cerrado al fin y, después de recoger mis pertenencias, abandonar la sede central y volver a casa, retomo el texto de mi experiencia en la ciudad del Bósforo (abajo lo podréis leer)  no sin antes hacer una primera recapitulación sobre mi adiós al Instituto.

Si pudiera resumir en pocas  palabras esa experiencia de tres años, lo haría con una frase muy breve: "he vivido un mundo compartido e inimitable". Un mundo muy poco conocido en España pero decisivo en la difusión de nuestra lengua y de la cultura de nuestro país y de toda Hispanoamérica. Un mundo de trabajadores entusiastas, de hombres y mujeres (muchas más mujeres que hombres)  apasionados por el proyecto, una inmensa factoría de creatividad, de sueños casi siempre cumplidos a medias, de trabajo no siempre pagado como corresponde. Cuando, a mediodía del viernes, dejaba la sede central del Instituto pensando que era la última vez que lo hacía como trabajador y directivo del mismo, sentí un vértigo extraño. Adentro quedaban miles de horas de obsesiones y preocupaciones alrededor de exposiciones emblemáticas, reflexiones al hilo de viajes, casi siempre meteóricos, a los más remotos países y guiados sólo por la realización de alguna tarea imprescindible, ecos de actos literarios, presencias de personajes irrepetibles en su salón de actos o en la Caja de las Letras (pienso en Juan Gelman, en Juan Marsé, en José Emilio Pacheco, en Berlanga o en la científica Margarita Salas, en el privilegio de haber podido hablar con ellos), rostros anónimos de trabajadores amarrados, cada día, a unas mesas repletas de papeles y proyectos que casi nunca saldrán adelante por objetivas limitaciones de espacio y de tiempo. Adentro quedaba el sueño del idioma, un ser  vivo al que antes del Cervantes sólo me había acercado en función de su utilidad como materia de mis novelas y poemas y al que después del Cervantes me acerco con una lente poliédrica: una lengua que se enseña como lengua extranjera en todo el mundo, que tiene valor económico, que pugna por abrirse paso en la ciencia, que es vida e intensidad en el universo de Internet.

Mientras, ya liberado de responsabilidades, caminaba (al lado de uno de los compañeros más entrañables, cultos e inteligentes con los que he trabajado en estos años y con quien tanto he aprendido y querido al Cervantes: gracias, amigo de tantos días y tantos almuerzos --en El Bierzo sobre todo--), por la calle Barquillo en dirección a la de Alcalá, pensaba en que ya no habría lunes con una agenda implacable y estresante, en que ya no saldría, por la puerta que acababa de abandonar, más allá de las nueve de la noche de cada día con la mente atada a los actos y trabajos del día siguiente y sin tiempo ni espacio para pensar en mis novelas, en mis poemas, en este blog que construyo a golpe de fin de semana y de horas de la madrugada. Pensaba en los cuerpos que había abrazado en la despedida, hombres y mujeres entusiastas que me han emocionado al devolverme con generosidad, como inesperados espejos, una imagen de mí mismo que no esperaba. Pensaba en el microcosmos del centro de Alcalá de Henares, de ciertas mañanas en sus calles con soportales, en los actos culturales vividos al amparo de su claustro encristalado, en los trabajadores cervantinos de Alcalá y en los no menos cervantinos de la Universidad de esa ciudad. Y pensaba en los muchos rostros, con nombres y apellidos, que hacen posible que, cada día, desde Alburquerque hasta Sidney, desde Pekín a Dakar,  el Cervantes sea un inmenso organismo en el que quienes hablamos, soñamos, amamos y escribimos en castellano o español, nos reconocemos. Gracias.        

Estambul
En Estambul, la primavera es un estallido. En Estambul, antes Constantinopla y mucho antes Bizancio, se concentra buena parte de los imaginarios y los mitos de un mundo mestizo, complejo, rico, una encrucijada de civilizaciones y un lugar de encuentro de culturas, de sensibilidades, de mundos. Estambul de olores desconocidos. Estambul de viejos daguerrotipos entrevistos, en nuestra infancia, en casa de familiares remotos. Estambul de callejas escondidas y de amplias avenidas en las que, junto a los tranvías, crecen frondosos árboles, espaciosos jardines y bazares y mercados interminables. Estambul de mezquitas impregnadas por la magia de nuestros sueños y por la fantasía del cine, de las novelas y ensayos de Pamuk, de las viejas novelas de espionaje y de quiosco. Estambul Oriente y Estambul Occidente a un lado y otro del Bósforo.....


Han sido, estas pequeñas vacaciones, cinco días de caminatas, de sabores, de convivencia con ese mundo complejo y, a la vez, apasionante. Como no se trata de escribir una crónica turística ni una descripción de los monumentos visitados (la Mezquita Azul, Santa Sofía, San Salvador de Gora, la calle Istiklâl, el Mercado Egipcio, el Gran Bazar, el museo Topkapi....), sino de recapacitar en voz alta sobre la experiencia, diré que me he sentido como en casa, que he conocido una ciudad más desarrollada de lo que había pensado, una ciudad bulliciosa y hospitalaria, una ciudad de viejos cafés que parecen detenidos en la sima de los años cincuenta, de comercios a la última con las marcas que inundan las ciudades más cosmopolitas del mundo, de arquitecturas en las que el pasado musulmán se muestra al viajero vestido con el rococó de una Corte que hizo de Francia un referente de modernidad estética, de una condicionada ilustración.

Ese mundo, familiar y extraño a la vez, que se agita en el contraste entre la ciudad central, el cuerno de oro y las calles altas más allá de la torre Galata con una periferia humilde, tiene algo muy especial que atrae al visitante. No es el mito de los baños turcos y de las pasiones desatadas (más en la imaginación que en la realidad) por el best-seller de Gala y por la película de Vicente Aranda, es una mezcla de modernidad, exotismo, sensualidad, tradición occidental y aires orientales que parecen configurar una realidad distinta a cualquier otra.


Hablamos mucho con Antonio Gil, director del Cervantes de Estambul y con Mª Ángeles, su mujer, generosos y atentos guías de fin de semana por una ciudad viviendo una primavera sin tacha. También lo hicimos con españoles residentes en la ciudad desde hace mucho tiempo. Sobre todo, con españolas casadas con ciudadanos turcos, que habían echado raíces en Estambul (desde aquí, vaya mi abrazo para Lola y Hassan, para Lola y Alejandro (Iskender), para Pedro y su compañera María). Casi todos compartían ciertas reservas hacia la deriva a la que puede llevar al país el gobierno actual, islamista moderado, de Erdogan. Y lo cierto es que en las calles, de vez en cuando, es posible ver a mujeres de negro, cubiertas casi por completo aunque sin llegar al burka, y jóvenes y menos jóvenes tocadas con velo o con pañuelo musulmán. Antes, me decían mis interlocutores, eso no ocurría. Sin embargo, Iskender, un ciudadano turco casado con una española y con una alta formación cultural e intelectual, vino a decirme que eso era bueno, que aquellas mujeres cubiertas casi del todo vivían, hasta hace poco, ocultas en sus casas al igual que las jóvenes, que salir a la calle y relacionarse con el resto del mundo les iba a aportar una mirada nueva sobre la realidad, les iba a llevar, a medio plazo, a cuestionarse el cerrado universo en que han vivido.  El referente de la Unión Europea es contemplado con una mezcla de recelo y confianza y la pulsión democrática, progresista, me pareció muy arraigada en aquellas personas, lo cual es, por otro lado, una esperanza sólida frente a los integrismos. Creo que Europa (no la de los mercados, sino la de la cultura, la de la tolerancia y el bienestar, la de la convivencia) no debe de ser cicatera y estrecha con Turquía. Estambul es la prueba de un mundo muy alejado de los convencionalismos establecidos: está lleno de gentes repletas de curiosidad, es una realidad abierta y generosa.

Y Estambul es, también, una ciudad de azoteas panorámicas que se asoman al Bósforo o a un horizonte inabarcable de mezquitas. Como la del hotel Adamar, un pequeño establecimiento gestionado por Pedro y Hassan, cuya azotea-restaurante se asoma a la ciudad y a las cúpulas de Santa Sofía donde estuvimos una noche de cielo negro y estrellado. Y es, inevitablemente, una ciudad con tranvías. No, no penséis que todos son como el maravilloso ejemplar de la fotografía, tan parecido (quizá sea un original, no puedo afirmarlo) a los tranvías de las primeras décadas del siglo XX. Hay tranvías modernos, funcionales, similares a los nuevos tranvías que se están instalando en algunas ciudades de la periferia madrileña o barcelonesa, lo que habla de la inteligencia y la sabiduría de los administradores de una ciudad que no ha caído en el barranco en que cayó Madrid con los últimos gobiernos municipales de la dictadura acabando, a principios de los años 70, por decreto y especulación, con todas las líneas existentes y creando "scalextrics" y pasos elevados sobre los viejos bulevares que, entre frondosos árboles, cruzaban aquellos viejos cacharros de mi infancia y de mi pubertad.

Blas de Otero. 1
En Estambul me acompañó el tan esperado libro, con los poemas inéditos, que Sabina de la Cruz, su viuda, guardaba a buen recaudo, de Blas. Hojas de Madrid con La galerna, tal es el título. Como estas  reflexiones  se me han alargado quizá en exceso, una entrada que he iniciado con una primera entrega de mis impresiones cervantinas (vendrán más) no podía sino cerrarse con otra primera entrega (vendrán también más) sobre los versos desconocidos del poeta bilbaíno. Si en el futuro vendrá una reflexión, ahora os dejo un hermoso poema cargado de intimidad y serenidad, una pieza del mejor Blas de Otero de sus años últimos:

FRESAS
El aire esparcirá y desordenará tus cabellos
y un niño trepará por tu muñeca,
en tanto que la General Eléctrica esplenderá azul y rabiosa,
tintineará una esquila en el costado de María Luisa
y yo me sonreiré,
y tú estarás asustada,
y yo me sonreiré
junto al palacio de Orozco, allá
la abuela escogía fresas en primavera y sopesaba en noviembre 
         las ufanas peras del invierno,
y el aire desordenará tus cabellos
y yo moriré de nada.
                             Blas de Otero
           

domingo, 2 de mayo de 2010

Mi padre

No fui a la manifestación en favor de las víctimas del franquismo y contra la actuación del Tribunal Supremo contra Baltasar Garzón. Estaba fuera de Madrid y, a pesar de que E. y yo lo teníamos previsto, se nos hizo muy tarde y no llegábamos, por lo que optamos por evitarnos el viaje. Pero si no estuve físicamente, sí lo estuve espiritual y sentimentalmente, con todo mi corazón y toda mi inteligencia. No tengo familiares perdidos en fosas comunes junto a remotas (o no tan remotas) cunetas, pero me considero huérfano de todos los que fueron asesinados durante el franquismo.


Con gorra de visera y gafas ligeramente ahumadas,
mi padre en un mitin comunista en abril de 1979
Pero esta entrada va más allá de los asesinados de nuestra historia colectiva. La escribo pensando en mi padre, en los millones de vícitmas no asesinadas físicamente pero amputadas ideológica y emocionalmente durante cuarenta años. Él, Manuel Rico Delgado, carpintero, tenía diecinueve años cuando terminó la guerra, participó en ella en la llamada "quinta del biberón" y fue miembro de las JSU. Después, su vida se desarrolló bajo la humillación colectiva, en una España sombría, sólo apta para los vencedores, para los fascistas y asimilados. "Mi padre de viento puro", así me refería a él en un poema de mi primer libro. Mi padre olía a cola de carpintería y a barnices, a madera pulida y a serrín. Mi padre era el héroe de mi infancia a pesar de que sólo lo veía algunas noches o en las mañanas del domingo. Mi padre me llevaba a tomar el vermut a loa bares del barrio de la Concepción de los primeros años 60 y me presentaba a sus amigos, hombres hechos y derechos viviendo, también, en la humillación, a los que, con un orgullo emocionado, les decía: "este es mi hijo y será ingeniero".

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Mi padre hablaba de fútbol, de quinielas, de maderas diversas, de las nuevas técnicas del poliéster, que susuítuía al barniz tradicional y que creaba, sobre la superficie de la madera, una capa parecida al vidrio.  Mi padre intentaba ser feliz y hacernos felices pero llevaba con él una herida y un silencio hondo, estrecho y afilado: era el silencio del  miedo a hablar, a pronunciar palabras como democracia, libertad, sindicatos, república. Era el silencio que había echado raíces en los amigos asesinados, en la juventud amordazada, en una memoria del terror del que, en nuestra familia, nada sabíamos. Nada contó (nunca supe si se lo contó a mi madre) de su experiencia de posguerra y sólo muchos años después, cuando él había muerto, un viejo amigo suyo me contó que estuvo confinado en el campo de concentración que Franco habilitó en el antiguo estadio (por llamarlo de alguna manera) del Rayo Vallecano junto a varios miles de presos políticos. Aquella revelación me llevó a pensar en él y en el silencio con que había llevado una pena inmensa. En los secretos que lo acompañaron (¿torturas, humillaciones, vejaciones físicas, renuncias, traiciones inconfesables como cantar el "Cara al sol" con una pistola en el pecho o sólo por sobrevivir?) a lo largo de la vida y de los que nunca nos habló. Mi padre de viento puro que murió con 59 años un 25 de junio de 1979, poco menos de un mes antes de que se nos fuera Blas de Otero.

Mi padre autoritario sin ser consciente de ello. Mi padre que no podía ayudarme en las tareas escolares porque no sabía apenas algo más que las cuatro reglas y leer y escribir. Mi padre que leía, a escondidas, las panfletos que recogía en el tranvía. Mi padre retenido por la guardia civil en los primeros de mayo de los años sesenta y abandonado junto a una tapia próxima al barrio después de los golpes y las vejaciones. Mi padre con lágrimas en los ojos cuando, a mis 23 años, le dije que me iba de casa. Mi padre acobardado ante un hijo que se metía en la lucha clandestina y del que, a la vez, se sentía orgulloso (primeros años 70). Mi padre, que pasó su vida soñando con la libertad y que, de los 59 años que vivió, sólo en 6 gozó de un sistema democrático. Mi padre que comenzaba a saborear la libertad, que acababa de vivir las primeras eleccones libres en 1977, de aprobar la Constitución del 78 y de elegir el primer ayuntamiento de izquierdas en la ciudad de Madrid, el que presidiría, a partir de abril del 79 ("Era distinto abril", escribió Vázquez Montalbán, poeta) el irrepetible alcalde Enrique Tierno Galván, y al que un maldito día de junio, la muerte decidió llevárse para que no pudiera gozar de manera plena de la libertad robada durante casi medio siglo. Mi padre que no conoció a mis hijos. Mi padre que murió antes de saber que yo sería el primer titulado universitario de todas las generaciones de su estirpe. Mi padre de viento puro. Mi padre oloroso a tabaco negro, a vino barato en las noches de los sábados de un tiempo remoto, mi padre lijando, barnizando, presidiendo la mesa de nuestra pequeña familia en la cena de Nochebuena. Mi padre llevándome al cine, regalándome libros que intuía me iban a enseñar algo de lo que él nunca llegó a aprender. Mi padre.

En estos días, mientras asistía estupefacto a las actuaciones del juez Varela contra Garzón, pensaba en los asesinados perdidos en las fosas comunes olvidadas en cunetas y descampados. Pero pensaba también en las vítimas que cruzaron la dictadura en un silencio hecho de humillaciones y sevicias. En quienes, hombres y mujeres, crecieron, maduraron acobardados, rotos, conviviendo durante décadas con sus fantasmas, con los asesinos de amigos y compañeros viviendo cerca de sus domicilios, en quienes arrastraron secretos inconfesables y humillantes y hubieron de acostumbrarse a una cotidianidad de plomo y de mediocridad infinita. Pensé en Manuel Rico Delgado. En el destinatario de algunos de mis más emocionados poemas. En el hemenajeado en mi novela Los días de Eisenhower. En mi padre de viento puro.

Amamos con Joan Manuel Serrat - Mi despedida

  En 2012 publiqué   Fugitiva ciudad,  En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al...