viernes, 16 de abril de 2010

Dos recuerdos de editoriales desde el tiempo de las poetas blogueras

Esta mañana, mientras me dirigía al trabajo y distraía mi mirada al otro lado del parabrisas del coche, no he podido evitar el recuerdo de algunos momentos memorables de mi vida de escritor. Había leído, casi al amanecer, el mensaje promocional que ha preparado Pepo Paz para la antología, invención del insurrecto David González, de blogueras La manera de recogerse el pelo y en aquel momento, a eso de las 9,30 horas, desde el coche, veía, en la madrileña calle Alfonso XIII, en la esquina con Ramón y Cajal, el viejo chalet, probablemente construido en los años cincuenta, donde se instaló, a mediados de los ochenta, la editorial de origen italiano Mondadori. Pensaba en Bartleby y en su colección de poesía y evocaba mi relación con aquel edificio, ahora cerrado en apariencia, en los días previos a la Feria del Libro de Madrid de 1990, o 1991, no lo recuerdo con precisión. Como el atasco era importante y el informativo radiofónico se había empantanado en la tertulia, me dejé llevar por la memoria y por la imaginación y comencé a evocar mis experiencias con los editores en un tiempo de dificultades, incomprensiones y desmedida ansiedad por publicar. Entonces Internet no existía, la informática sólo era un aparejo que hacía más fácil la escritura y la contabilidad y el mundo editorial era, para los escritores que empezábamos, un universo mágico, casi inaccesible.

“Aquí”, me dije, “en este palacete rodeado de vegetación, estuve yo un día de la primavera de 1990 con el manuscrito de El lento adiós de los tranvías bajo el brazo”. Y no pude evitar, antes de concentrar el recuerdo en aquel día, que mi memoria volara más de diez años antes, hacia 1978, o 1979, para adentrarse en el sótano de la calle Cruz Verde, cerca del metro de Noviciado, donde un todavía entusiasta Jesús Moya peleaba, a diario, con la pequeña Editorial Endymion y con un ejército de gatos callejeros que encontraban entre las estanterías atestadas de libros refugio y hospitalidad. Allí conocí a José Carlón, y a Adolfo García Ortega, entonces asesores del inefable Jesús. También conocí a Rogelio Blanco, ya apasionado por la peripecia de María Zambrano y con el que Jesús quería levantar una colección de ensayo. Por allí pasaba, también, Julio Llamazares y alguna vez pude intercambiar algunas palabras con Fanny Rubio (qué provocadoramente jóvenes éramos entonces), empeñada aquellos días en guerrear por antologías justicieras con las que jugarse la cabeza. En el sótano de Cruz Verde olía a gatos y a papel, y a ese olor ácido de la tinta que ahora parece difuminarse en ediciones asépticas, casi plastificadas. Fue la experiencia de mi primer libro, cuando el comunismo militante de quienes creíamos que todo era posible se combinaba con una escritura apasionada y llena de defectos. Fueron las tardes de correcciones, las charlas con el bueno de Moya y fue el bautismo de tinta del escritor que nacía. Años después, aquél sótano, y los gatos en él refugiados, y el laberinto de estanterías, aparecería, desdibujado pero reconocible, en mi novela Los días de Eisenhower y su guardián editor sería reconocible en un maravilloso relato de José María Merino en sus Cuentos del barrio del refugio. De allí saldría mi balbuceante Poco importa romper con las alondras y mi primer hijo plenamente reconocido, El vuelo liberado (el dibujo de la izquierda, un apunte de Carlos Morago un tanto näif, data de aquella época), un poemario, hoy corregido a fondo, que espero reeditar algún día. 

Calle de la Cruz Verde. Aquí estuvo Endymion

La siguiente experiencia editorial la viví siete u ocho años después, cuando la editorial Fundamentos, dirigida por Juan Serraller y Cristina Vizcaíno, decidió editar mi primera novela, Mar de octubre. Estaba situada --todavía lo está--  en un piso amplio (creo que en la tercera planta) del Madrid con cierta vocación aristocrática de la calle Caracas, casi esquina con Fernández de la Hoz. Recuerdo mi acceso a aquel piso de suelo de parquet en el que los libros se acumulaban en amplias estanterías en las que no me era difícil reconocer la primera edición, en España, de Paradiso, de José Lezama Lima, o las ediciones, todavía en el catálogo de aquel año de su colección Espiral, de John Barth, o Thomas Pynchon, de los años 70. Serraller solía sentarse en un despacho situado en el extremo opuesto de la sala a la que se accedía al dejar el vestíbulo. Entonces yo fumaba de manera casi compulsiva y él lo tenía radicalmente prohibido. De modo que en su despacho había siempre una suerte de purificador que estaba permanentemente echando vapor de agua con un ligero olor a hierbas medicinales y sus primeras palabras, cuando lo visitaba, eran para invitarme a apagar el cigarrillo. Acababa de nacer su colección de narrativa y mi novela aparecería en ella. Ni que decir tiene que viví aquella experiencia con el entusiasmo y la ansiedad de quien sueña con salir del anonimato, de cerrar un imaginario círculo, iniciado con la poesía, con el acceso a la narrativa. Fundamentos olía a hierbas medicinales. En Fundamentos, Cristina Vizcaíno era una editora meticulosa y sabia. Y yo era un nervioso narrador soñando con que aquella primera novela inundara los anaqueles de las librerías. En el fondo, el piso de Caracas 15 fue para mí un espacio mágico. No olvidemos que en Fundamentos había leído, a principios de los 70, los primeros textos revolucionarios y los textos contraculturales que llegaban de la América hippie y psicoanalizada. Editar allí era algo parecido a un sueño.

Pero el cumplimiento del sueño (no de "algo parecido") vendría después, cuando, en el chalet que esta mañana contemplaba desde el coche y bajo un toldo de nubes primaverales, Eugenio Gallego, editor y maestro, a la sazón director literario de Mondadori, intelectual crítico que se había curtido dirigiendo la colección de bolsillo de Alianza Editorial, me dijo que me publicaban El lento adiós de los tranvías en una nueva colección que estaba diseñando nada menos que el mítico Daniel Gil. Eugenio tenía el despacho en la primera planta y desde la ventana se veían las copas de los árboles del jardín. Entre manuscritos, libros de las distintas colecciones de la mítica editorial Mondadori y borradores de diseños de portadas diversas, yo supe que iba a ser autor de aquel sello (era el sello de Gabo, de Onetti, de Fuentes, de Mutis...). Aquel chalet olía extrañamente a moqueta recién lavada con lejía, era un lugar lleno de trabajadores de la edición, el corazón de los sueños literarios de mis amigos. Era, además, el templo de la narrativa contamporánea en castellano. Recuerdo que pensé que al fin había accedido al lugar que me esperaba desde la adolescencia. Y no iba descaminado.

Hoy, cuando tanto tiempo ha pasado desde estos tres bautismos editoriales (primer libro de poemas, primera novela, acceso a una editorial de tradición y prestigio), me doy cuenta de que tengo una sensación parecida ante cada nuevo libro. No sólo mío. También ante cada nuevo libro que Pepo Paz retira de la imprenta tras meses de trabajo editor en Bartleby. No es muy distinta la sensación del autor de la de un director de colección ante la aparición de cada libro. Con La manera de recogerse el pelo a punto de salida, un libro surgido de un universo virtual hace poco tiempo ninimaginable, me ocurre algo parecido. Aunque no haya por medio sótano con gatos, ni chalet huérfano oloroso a moqueta y lejía, ni despacho y vestíbulo aromados por vapor de eucalipto. Aquí queda un video que nos aproxima a esa generación bloguer tan distinta en apariencia a la que yo representaba en aquellas visitas editoriales, pero tan parecida en el fondo, en las emociones, en las esperanzas, en las ilusiones de quien empieza, a la de entonces. A las generaciones de siempre.

  

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