lunes, 27 de julio de 2009

Cuarto menguante

Para Iñaki Abad, el escritor, el amigo.

Ayer, en el valle, salimos a caminar cuando cayó la noche. El cielo, al salir del pueblo, era de un azul casi negro y y las estrellas brillaban como nunca. Avanzamos, carretera adelante, hacia Pinilla, y pudimos ver, sobre el monte de la Cruz, la luna que, en cuarto menguante, parecía cultodiarlo. Pensé que la noche de verano pronto pasaría a formar parte del pasado. Y recordé otras noches parecidas, cuando el mundo era inabarcable y la infancia su reducto protector (una protección más que engañosa, por cierto). Era en un pueblo de Soria, cerca de Arcos del Jalón, y allí las noches de los doce años eran las noches de los juegos interminables, de la libertad sin límites que me faltaba en la ciudad, del magreo inocente e inexperto, del refugio en la oscuridad de las cuadras o de los pajares. Retazos de esa memoria aparecen en mis poemas, en fragmentos de algunas de mis novelas -por ejemplo, en la última, Verano, en la que las noches en la montaña se convierten, para Nuria Cruz, en reductos de la memoria adolescente-, en algún cuento que perdí hace muchos años. La luna vigía, la luna amiga, la luna espejo, la luna lluvia, la luna campo, la luna ciudad, la luna montaña, la luna caliente (magistral, perturbadora, la novela con ese título, Luna caliente, de Mempo Giardinelli, Alianza bolsillo) o la luna bosque.
Hoy no toca reflexión literaria. Sólo conciliación con el verano y su noche de luna menguante. Con mi caminata de hace poco más de veinticuatro horas. Con la conversación que, con los amigos que nos acompañaban, abordamos en un pequeño montículo desde el que podían verse, en la lejanía, las luces de Brezo (Buitrago para los geógrafos y para los no soñadores), el espejo oscuro, como un mapa de cristal negro, del embalse de Riosequillo, los contornos de la cordillera que rodea el valle. Olía a hierba seca, a rastrojo, a tomillo y a jara. Y, de muy lejos, nos rondaba, como un rumor creciente, el sonido del único tren de pasajeros que recorre el trazado del viejo y abolido Directo Madrid-Burgos.
Volvimos a eso de la medianoche. Ebrios de naturaleza. Soñando viejos veranos y pensando que todavía queda tiempo para imaginar las vacaciones. Después, al abrigo del porche y de un jersey de lana, corregí a mano tres poemas de un libro que lleva una década haciéndose -ya queda poco para su conclusión- y, al calor del recuerdo de mi estancia reciente en Cantabria, días de debate y reflexión entre directores del Cervantes de todo el mundo, leí, mientras E. dormía, versos también de mi adolescencia un tanto inocente y un mucho soñadora, versos de Gerardo Diego, el poeta olvidado al que he vuelto en estos días cántabros, versos algo näif pero no fáciles de un libro de 1961, Mi Santander, mi cuna, mi palabra. Reproduzco el capítulo 6, "El gato", del poema titulado "Novela de una tienda":

El gato. Siempre hubo un gato
que era el gato, el gato eterno,
la gracia de un garabato,
la luz de un maullido tierno.

El gato era Persia, Egipto,
magnetismo, dinastía,
la selva, el tigre conscripto
a soñar filosofía,
a coser --tan siderales--
sus ojos en sus ojales.

Un juego, sí. Sin proyección social. Sólo el lenguaje y sus capacidades. Una hermosa muesta de las capacidades significativas del poema. Os lo regalo. Aunque no es mío. Vaya en recuerdo del olvidado Gerardo Diego.

lunes, 20 de julio de 2009

La luna, cuarenta años después

Yo era un adolescente. Mi padre y mi madre, aquella madrugada, se quedaron en vela para ver la hazaña de Aldrin, Armstrong y Collins. Y yo los acompañé. Era todavía el tiempo de la dictadura, en las cárceles de Franco había más de mil presos políticos, en la universidad las movilizaciones por la democracia eran una constante y ese año la brigada político social, la policía política del Régimen, defenestraría a Enrique Ruano, lo asesinaría. Pero aquella noche el hombre iba a llegar a la luna. Mi padre, a punto de ser cincuentón (como yo ahora), vivía acomodado, más bien cabría decir resignado, en el miedo. Había sido militante de izquierdas con la República, intentado organizarse en la resistencia clandestina y marcar un horizonte de esperanza, de libertad para sus hijos. Pero lo había vencido el miedo.

Nuestro barrio se extendía en la periferia norte de Madrid. Lo llamaban barrio de la UVA de Hortaleza y había sido construido por el Ministerio de la Vivienda de entonces para acoger a los habitantes de los barrios de chabolas, entre los que mi familia se encontraba. No eran viviendas mucho mejores que las casitas bajas que las excavadoras derribaron, tenían carencias de todo orden (la nuestra medía 40 metros para cinco de familia) pero eran nuevas. Allí vivíamos aquel mes de julio.
Mucho tiempo después, quizá en 1992, o en 1993, en la noche del 20 de julio, en homenaje y recuerdo al padre que aquella noche contemplaba conmigo la pantalla en blanco y negro, al hombre que murió una noche, también de verano, de 1979, a quien sólo vivió un año de democracia después de esperarla durante 39 años, al hombre que se me fue prematuramente sin que pudiera hablar con él de tantas cosas, de tantos sueños, de tantas esperanzas posibles -siempre que me acuerdo de él, no puedo sino evocar el título de un libro breve del portugués José Luis Pexoto titulado Te me moriste, padre-, escribí un poema que titulé "Recuerdo con luna". Forma parte de mi libro La densidad de los espejos (Premio Hispanoamericano de Poesía Juan Ramón Jiménez 1997) y dice así:


Recuerdo con luna

“Fue el verano en que el hombre pisó por primera vez la luna.
Yo era muy joven entonces, pero no creía que hubiera futuro”.
Paul Auster

Hoy recuerdo la noche de verano del sesenta y nueve: afuera
la calima aquietaba la brisa y daba densidad
al tiempo en claroscuro en que habíamos crecido.
El hombre pisaba al fin la luna
y mi padre rondaba los cincuenta.

Era el verano del amor a tientas y de la paz ficticia.
Apenas conocíamos el color de la tinta que hablaba en el abismo,
la espesura sin fronda de un mundo subterráneo,
de casi aparecidos.

Sí. Yo sé que entonces el mundo limitaba
con las cuatro fronteras de mi calle. Que el corazón tenía
su agujero en la casa de niebla de mi barrio,
que el padre aún respiraba el olor algo acre de todos los barnices
y que olía a madera, a colas y a amargura
su ropa al fin rendida en el sofá gastado de la noche
mientras Armstrong tanteaba la luna a paso lento.

Yo sé que esta memoria de aquella noche de bochorno y ceniza
que a cerveza me sabe y a silencio,
es una puerta extraña.

La he abierto hoy, de madrugada,
para encontrar al otro lado no la luz indecisa
de quien fuera, sin saberlo, adolescente,
sino un dolor sin forma, un lastre ambiguo,
el turbio fotograma de un tiempo desflecado.

Sé que me fui. Que abandoné el salón
en el preciso instante en que el hombre pisaba al fin la luna.
Y que mi padre me miró de paso, y que en sus ojos
tembló un destello, acaso la certeza
de que otra luz llegaba
y no era suya.

Y recuerdo, ¿por qué?, la noche en el jardín,
la palidez exhausta de la luna de julio,
el pliegue lateral donde apuntaban las primeras señales
de la huida, esa indigna presencia
que me plantó en la vida sin elección posible.

jueves, 16 de julio de 2009

Postpoesía, la emoción y los poemas de Déborah Vukušic

Previo: cambio en la portada. La fotografía muestra un hermoso roble desnudo en medio del monte, cerca de Puebla de la Sierra, antes Puebla de la Mujer Muerta. Of course, la foto es mía.
El juego
Hoy me voy a entregar, en esta entrada, a un sugerente juego. Estoy viviendo, casi en paralelo, dos experiencias. Llevo muy avanzada la lectura del ensayo de Agustín Fernández Mallo (perdóneseme la rima) titulado Postpoesía con el que ha quedado finalista del premio Anagrama del género citado: voy por la página 118 y creo que mi destino es interrumpir, en breve, la lectura por agotamiento. La segunda experiencia consiste en lo siguiente: coincidiendo con la Feria del libro de Madrid, por consejo de mi amigo Pepo Paz, me leí de un tirón un poemario conmovedor y lleno de innovaciones formales: su título, Guerra de identidad, su autora, la galaico-croata Déborah Vukušic (Ourense, 1979). El juego consiste en relacionar dialéctiamente una y otra.
Postpoesía: una ficción
Es evidente que el libro de Fernández Mallo (por razones de economía verbal, FM a partir de ahora) es un valiente ejercicio de imaginación que defiende parecidos (si no los mismos) postulados que ya pusieron sobre la mesa las varias vanguardias que en el mundo han sido. Eso sí, con un telón de fondo nuevo: Internet, el mundo virtual, las tecnologías de la información y la comunicación (también denominadas TIC). El canto al fragmento, la redefinición del lema que Marshall McLuhan (¿os acordáis?) acuñó a finales de los años cincuenta, "el medio es el mensaje" son algunos de los soportes del aparato teórico de FM. Sí, no se extrañe el lector. FM nos dice: "Ahora lo importante está en el continente, no en el contenido", y añade: "el nuevo contenido, lo fascinante, la obra de arte es el ordenador en sí, el móvil, la pantalla, y el nuevo continente es el texto que en ellos está escrito". Es decir, "el medio es el mensaje", McLuhan dixit. Y, con el argumento de que la poesía española no ha accedido a la postmodernidad, es decir, no se ha hecho "postpoesía", postula (cita textual) "la necesidad de que los poetas acometan sin complejos la deconstrucción de la poesía, única disciplina que todavía no lo ha hecho".

Digo que el libro es en ejercicio de imaginación que parte de una premisa a mi juicio falsa: es necesario determinar qué tipo de poesía requiere la sociedad del siglo XXI, nos dice FM. ¿Por qué? La poesía del siglo XXI se está escribiendo ya. Lleva diez años escribiéndose desde presupuestos formales diversos, incluido el que él nos propone. La fragmentariadad, el palimpsesto, el texto-mosaico, la integración/desintegración de géneros son propuestas que, con distintas variantes, han estado presentes desde los ismos de entreguerras hasta otros ismos más recientes: postismo, poesía underground, poesía visual, textos de la beat generation y un largo etcétera. Internet, el mundo digital, la mirada global que ello propicia sólo amplían los horizontes referenciales del poema, del texto literario (que son, en el fondo, los horizontes de los seres humanos en su lucha por la existencia), texto que se cimenta en el lenguaje escrito, es decir: en la palabra como elemento insustituible.

La performance, el collage, la combinación de imágenes y palabras, la mezcla de signos científicos con imágenes, la integración de las artes plásticas con otras artes, de éstas con la teoría científica, etc... pueden generar productos artísticos, "arte nuevo", pero no poesía. La poesía es, a mi juicio, palabra reveladora, se construye con palabras, esos mágicos artefactos llenos de significado, y tiene una relación profunda y estrecha con las emociones más hondas del ser humano. Por tanto, Postpoesía no es otra cosa que una obra de ficción que diagnostica muy bien la realidad tecnológica en que vivimos (así lo hicieron los futuristas rusos e italianos ante la sociedad industrial emergente, ante el maquinismo de las primeras décadas del siglo XX) y genera el paradigma falso de dar por muerta la poesía tal y como la entendemos, vivimos y sentimos.

Y... poesía. Es decir: Déborah y su libro

Todo esto me lleva a la segunda experiencia: el libro de Déborah. Se trata de un libro de poemas (en realidad es un libro-poema) escrito con un lenguaje directo, sencillo, pero lleno de esas difíciles iluminaciones que despuntan en ese tipo de lenguaje. Iluminaciones del idioma que encienden luces interiores en el lector, que conmueven, que lo conducen al borde (y nos es sentimentalismo barato) de la lágrima, de la compasión, de la solidaridad más honda. ¿Es postmoderna Déborah? ¿No lo es? Curiosamente, desde el punto de vista generacional, es 12 años más joven que el autor de Postpoesía: nació en 1979 y cumplió los quince años cuando los ordenadores ya formaban parte de la realidad cotidiana de las sociedades occidentales. Se ha criado en la sociedad postindustrial (hablo de occidente, porque tres cuartas partes de la Humanidad están todavía en la preindustrial cuando no en la esclavista), ha crecido en la era de la tan manida postmodernidad y, comparada generacionalmente con FM, podría ser definida como "tardoposmoderna". Pero se pone a escribir poesía y nos habla de su memoria (que es íntima y es colectiva a la vez), de la huella turbia, dramática, cruel, que ha dejado en parte de su familia la guerra de los Balcanes, de la sombra de los asesinatos, de un criminal de guerra muy próximo sentimentalmente, del hondón de las relaciones familiares, del amor y del odio, de la infancia y de la adolescencia, de los sueños realizados y de los amputados, de vida y muerte y enfermedad y miedo, de gozo y risa también. Y lo hace con palabras que evocan, cargadas de sentido, de emoción, con verso corto y musical y seco a la vez, y nos deja boquiabiertos y nos perturba y nos pone frente a nuestros propios fantasmas. Nos sitúa, en fin, ante el espejo de lo que somos: hombres y mujeres ante el claroscuro de la existencia. ¿Acaso las nuevas tecnologías, la globalización, el mundo de Internet han acabado con esa fragilísima condición? No parece.
Termino: ¿es posible escribir un ensayo sobre poesía de casi 200 páginas en el que la palabra emoción no aparece -así es, al menos, en las 118 que llevo leídas-?. Sí: es posible. Pero mucho me temo que el resultado sea un paradigma que no lleva a la poesía, sino a otros lugares. Probablemente a un juego de inteligencia, de imaginación que nace y muere en sí mismo. Déborah, como Miriam Reyes, como Elena Medel, como Carlos Pardo o Julieta Valero (y cito a vuelapluma a algunos nuevos poetas de la era de Internet, que me perdonen los no citados) se han formado a la sombra de los nuevos horizontes tecnológicos y de la post modernidad (sobre cuyos paradigmas habría mucho que decir), pero escriben POESÍA. Moderna, innovadora, rupturista en algunos casos: pero construida con palabras cuyo sentido está arraigado en las emociones más hondas, en las grandes incertidumbres de la condición humana. Como en Juan de la Cruz, o en Eliot, o en Celan, o en Vallejo, o en Machado...

domingo, 5 de julio de 2009

AUSTRALIA 2: recuerdos que crecen

Casi una semana después del regreso, la huella que Sidney ha dejado en mí no sólo no se disipa sino que, con el paso de los días, crece. Y lo hace porque me llegan noticias de allí a través del correo electrónico. Han nacido amigos y amigas en mi breve estancia y casi todos ellos tienen un denominador común: llegaron a Australia en busca del paraíso mitificado, de la tierra llena de posibilidades. Y en muy poco tiempo han echado raíces. No me refiero a funcionarios, ni a diplomáticos, ni a empleados de multinacionales que han sido destinados a ese país. Hablo de jóvenes periodistas, de muchachas que un día se enamoraron de un australiano y unificaron en su catálogo de devociones el amor por Australia y el amor a su hombre, de pequeños empresarios que un día decidieron buscarse la vida por aquellos lares, de artistas, de trabajadores del Cervantes... Hablo de una colonia diversa y entusiasta en la que los viejos emigrantes españoles de los sesenta y sus hijos y nietos de un lado, y los colonos más jóvenes, los que llegaron allí en los años ochenta y noventa, de otro conviven entre la añoranza de la tierra que quedó atrás y la devoción por el nuevo mundo.
Hablo de quienes estuvieron presentes en el encuentro literario del día 25 de junio en la sede del Instituto Cervantes de Sidney y me hablaron de esa doble querencia, y me pidieron listas de libros recientes para seguir vinculados a la literatura española, y se emocionaron con mis evocaciones de la narrativa española de los 50 y 60, de Juan Marsé o de Martín Santos, de Miguel Delibes o Ana María Matute. No he dejado de pensar, tampoco, en Roy Boland, en su margnífica reflexión sobre la literatura latinoamercana, en sus evocaciones de un Madrid que siente suyo, en su referencia a amigos comunes y a lecturas comúnmente gozadas: García Márquez, Juan Rulfo, César Vallejo... Un Roy Boland que, en mi opinión, tiene por España una devoción parecida a la que siento yo (y sentían muchos de los asistentes a la mesa redonda) por Australia. Haré lo posible para que pueda, no tardando mucho, venir a España a demostrarnos sus exhaustivos conocimientos sobre la novela y la poesía en castellano. "No hay nada más bello / que lo que nunca he tenido, / nada más amado / que lo que perdí", escribió y cantó Joan Manuel Serrat. Tal vez sea algo parecido a ese sentimiento lo que me ha llevado estos días a evocar con una intensidad creciente mis días de Sidney. La conciencia de la pérdida y la casi certeza de que no es previsible que vuelva me han hecho evocar (y registrar mentalmente) escenas, paisajes, olores, sensaciones. La noche llena de luces en los alrededores del Opera House, un espacio urbano volcado en la bahía y salpicado de comercios de toda laya: desde las cafeterías de franquicia más conocidas en Occidente hasta las tiendas de una bellísima artesanía aborigen, todo poblado por una abigarrada y joven población nocturna en busca de diversión. Las calles, anchas, que desde la city bajan, entre rascacielos, a la bahía. Los tenderetes que desafían la noche a lo largo de las calles de un peculiar "chinatown" en el que la venta de artesanía se mezcla con la oferta de las más sofisticadas muestras de la gastronomía de Oriente. Las calles apartadas de la city, calles en las que los árboles y la vegetación adquieren un protagonismo casi escandaloso y en las que surgen, como apariciones que llegaran del viejo Londres, edificios de ladrillo visto, pubes irlandeses o pubes australianos cruzados por la herencia iconográfica de la vieja Iranda. Y todo bajo un cielo azulísimo, un cielo que nada tiene que envidiar al cielo de Madrid, al de la Castilla infinita de los grandes trigales o de la primavera machadiana. También playas: playas de arena blanca que surgen entre el verde de los pinos y los eucaliptos. Playas que parecen robadas a nuestras Baleares, a Menorca sobre todo. Y, a una hora de Sidney hacia el oeste, un mundo de nieblas y de bosques y de frío, las Montañas Azules y el recuerdo maravilloso de un almuerzo en uno de sus pequeños pueblos de montaña (muy americanos pero también con un aire balneario a lo Baden-Baden, una calle rodeada de comercios y de restaurantes no ajenos al gusto más anglosajón), en un salón de oscuras maderas presidido por las representaciones, a modo de estatuas de tamaño natural de la Laurel y Hardy, el gordo y el flaco de nuestra infancia.
O la noche en que cantaba Sole Giménez (la ex de Presuntos Implicados) en una sala del Opera House, cuando la calma del aire dejó paso a un viento súbito y comenzaron a llegar, por encima de las grandes torres, nubes oscuras, nubes húmedas y veloces, nubes que el sol iluminaba de pronto de una manera extraña, de tal modo que parecía que se incendiaban las azoteas más altas (ver primera foto de la entrada, no he sabido situarla más cerca de esta zona del texto) antes de que el cielo se ennegreciera, y se anticipara la noche y comenzara a diluviar mientras caminábamos bajo los inmensos soportales que preceden al Opera House. O el recuerdo del zoológico situado en la carretera a las Montañas Azules, dedicado a la fauna puramente oceánica (me he permitido la licencia de reproducir mi imagen junto a un koala profundamente replegado en sí y dormido), lleno de canguros, casuarios, koalas, emus y otros tantos bichos desconocidos al otro lado del mundo. O la irrupción imprevista, en el pueblo de camino a las montañas, de una acogedora librería decorada con mimo en la que no faltaban libros de ningún género y que fácilmente hubiera imaginado en un rincón semioculto del barrio antiguo de Manchester o en cualquier recóndita calle de Viena.

Amamos con Joan Manuel Serrat - Mi despedida

  En 2012 publiqué   Fugitiva ciudad,  En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al...