jueves, 14 de mayo de 2009

Antonio Crespo Massieu: cuentos entre la luz y la sombra // Antonio Vega: entre la sombra y la luz

El pasado viernes, día 8, E. y yo cenamos con Antonio Crespo Massieu y con Carmen Ochoa, su compañera. Fue una velada de charla, de búsqueda en la memoria común, de reflexiones en voz alta, de crítica o elogio a amigos poetas (y a poetas menos amigos), de debate político y de recapitulación sobre su nuevo libro - libro que fue, junto a una amistad nacida hace algunos años, tras la obtención por Antonio del premio de poesía Ciudad de Irún, la excusa perfecta para celebrar la cena que veníamos aplazando sin mucho sentido-. El peluquero de Dios es un magnífico libro de relatos que nos revela la más profunda dimensión de la labor literaria de Antonio -quien, como ha quedado dicho, es poeta también-. Son siete cuentos intensos, sin material sobrante, que nos acercan a distintos momentos de nuestra hisotira (y de la historia europea) a través de personajes llenos de vida, que sufren contradicciones, que vislumbran los claroscuros de la realidad, que aman, recuerdan... y sufren. El profesor que asiste a la última clase antes de la jubilación y evoca sus entusiasmos iniciales, en un tiempo en el que apuntaban los primeros indicios de la transicíón política española; el peluquero que vive un drama profundo, contradictorio, lleno de aristas y de conductos a la desolación, en el campo de exterminio de Treblinka; la mujer que regresa al Madrid adolescente desde un Nueva York mítico y mitificado; el espectador que vive en un pequeño reducto en el interior de un cuadro...
En El peluquero de Dios está la memoria de nuestra guerra civil. Están los años del cambio hacia la democracia de la que todavía gozamos. La sombra del exilio y de la muerte lejos de las raíces. Los rescoldos de la Argentina de los desaparecidos bajo una de las más crueles dictaduras del último medio siglo. Cuentos para recordar, para vivir (y para aprender a vivir), para avivar una conciencia crítica, para reconstruir el inconsciente colectivo ante los grandes dramas que han vivido las sociedades contemporáneas. El libro, recién aparecido bajo el sello Bartleby Editores es una de esas extrañas obras, de no muy grueso formato (pienso en Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez), que descubren a un autor no por desconocido menos sólido, ambicioso y sensible. La difícl sencillez del relato. La transparencia. La emoción. La zozobra y la incertidumbre. Todo eso, y mucho más, está en esta colección de cuentos.
El relato no es un género fácil. El lugar que ocupa dentro de la narrativa no siempre es reconocido por los grandes editores y la mayor parte de los libros que se editan se ven condenados a arrastrar una vida clandestina o semiclandestina hasta que llega la vara mágica de un éxito puntual, o de una Feria del Libro, o el dedo "recomendador" de un buen amigo para que los lectores no asiduos se acerquen a él.
Esta noche, cuando todos los que valoramos el papel que la música y determinadas letras jugaron en la conformación de nuestra educación sentimental, lloramos la muerte de Antonio Vega (otra más del grupo de quienes crecieron y maduraron, humana y artísticamente, a la par que avanzaba una sociedad -la nuestra- recién salida de la dictadura hacia la plena democracia), me atrevo a recomendar con fervor, con pasión, con la certeza de que de su lectura a nadie dejará indemne, El peluquero de Dios.

DE ANTONIO VEGA Y DE SU MUERTE PREMATURA

Qué decir de Antonio Vega? Algunas verdades esenciales: su muerte nos habla de la fragilidad de una generación que tuvo que aprender, sin reglas establecidas y sin caminos trazados, a vivir en libertad. Que maduró sin darse cuenta, como si los juegos con que se estrenó la movida madrileña no fueran a terminar nunca. Que avanzó entre parques asediados por el paro de los ochenta y las jeringuillas tiradas en medio de la hierba como testimonios de la fragilidad de una juventud escéptica, confusa, deslumbrada por la libertad y, a la vez, atada a una adolescencia perpetua (¡tan hermosa cuando se evoca en la distancia de los años, tan frágil y pasajera cuando la muerte prematura la ilumina al fondo del túnel de la memoria más amada!). Antonio Vega había cumplido cincuenta y un años y era de una generación de jóvenes inconformes, sentimentalmente atados a las noches sin límite, de seres endebles y apasionados que jamás creyeron que algún día podían peinar canas, cumplir el medio siglo, alcanzar la edad que alguna vez tuvieron sus padres.

Antonio Vega, el genio de La chica de ayer o de El sitio de mi recreo, deja un vacío de piedra en la memoria de todos. Incluso en la de quienes, como yo, éramos algo mayores que él y que los músicos que lo acompañaban en Nacha Pop cuando las canciones citadas vieron la luz, y vivíamos alejados de aquella movida que el tiempo hace crecer y depura. Sus textos y músicas atizan la añoranza de un tiempo irrepetible. Nos hablan, al tiempo, de un submundo cruel, en el que la imaginación y el dolor parecían condenados a ir, por siempre, de la mano (¿cómo no recordar a Enrique Urquijo, a Antonio Flores, a tantos otros que transitaron ese camino dual y tormentoso?), en el que aquella felicidad posmoderna y ecléctica, que miraba de reojo hacia las grandes movilizaciones obreras de los ochenta, o hacia el golpe del 23-F, o hacia la reconversión industrial iniciada por Felipe González, parecía hecha con la materia de los sueños. De una materia, en todo caso, parecida a la que cimentó la geografía inolvidable de una bella novela de Scott Fizterald y cuyo título parecía pensada para Vega y sus coetáneos: Hermosos y malditos.

Termino con dos invitaciones: a escuhar, como homenaje a Vega, una de sus canciones (ya sé que no soy nada original: pichad aquí o aquí) y a recobrar una anotación en este blog de hace casi dos años. Su título (pinchad en él): "La chica de ayer".

lunes, 4 de mayo de 2009

Sobre el blog y sus efectos / Dos breves homenajes: Pablo Lizcano y Ana María Navales

Hoy, Al margen estrena telón de fondo en la cabecera. Un nuevo paisaje toma el relevo a la carretera solitaria que se perdía entre montañas y que lo ha presidido en las dos últimas semanas. La fotografía, al igual que la que puede el lector ver a la izquierda, fue tomada por quien firma esta nota en el otoño de 2005: es el valle del Lozoya contemplado/atrapado desde el Mirador de los Robledos, junto al monumento al guarda forestal, en un claro del bosque que se extiende entre Rascafría y Navacerrada. Habrá, en el futuro, otras fotografías de cabecera. Lo he decidido. Si el blog (ver notas posteriores) es dinamismo e interactividad, ¿por qué su encabezamiento, su ilustración de fondo, ha de mantenerse, sin cambios, por los meses de los meses?

Sobre el blog y sus efectos
A lo largo de la tarde del domingo le he dado vueltas al abanico de razones que lleva a una persona, sea o no escritor, sea o no periodista, a confesarse de vez en cuando mediante anotaciones (o "entradas", ese término tan genérico y que tan poco me gusta) en un blog. Y he llegado a una conclusión: junto a la necesidad de meditar en voz alta, de compartir experiencias, hay no pocas dosis de vanidad, de narcisismo. Es algo muy parecido, si no idéntico, al impulso que lleva al escritor, o al artista plástico, o al cantante, a proyectar en los demás sus fantasmas en busca de un reconocimiento. Pero hay algo más: búsqueda de amparo frente a la soledad. Hay necesidad de comunicación, una comunicación meditada (aunque sin la gravedad que requiere un libro) y necesitada del juicio ajeno, un juicio que el propio género demanda en un tiempo casi inmediato. El bloguero pone sus fantasmas en la plaza pública y espera el veredicto, el ánimo de los demás, la comprensión, la crítica, el "comentario". Y lo espera en un tiempo razonablamente corto. Es como el pescador que echa la caña y pacientemente aguarda que el pez pique el anzuelo para dar por concluida la faena del día y proceder a preparar la pesca del día siguiente. Blogs para la vanidad propia y para combatir el anonimato. Blogs para el consuelo y la compañía. Blogs para crear, para llorar, para protestar, para amar, para odiar, para avivar la memoria y proyectar ternura. Blogs para las tardes de lluvia de los sábados y para el portátil sin apenas cobertura y manejado en la montaña. Para aprender y para enseñar. Para encontrar amigos perdidos en la niebla de otros años (Juan Carlos Montoya, el fotógrafo espléndido del que perdí la pista hace varios años y al que, gracias a la blogosfera, volví a encontrar alumbrando una nueva existencia en la Granada de Lorca, es el ejemplo más reciente) y para descubrir complicidades impensadas. El blog es interactividad pura y dura. Dinamismo creativo. Espacio de encuentro y espacio de intercambio. Tierra de las emociones y del compañerismo, de la hermandad y del llanto. También de la risa y de la incredulidad.

Hasta aquí esta anotación que pretendía ser una reflexión sobre las papelerías (sí, no se extrañe el lector, sobre las papelerías, no sobre las librerías) y que se ha convertido, por arte de magia y por esos inexcrutables caprichos de la conciencia (mala) en una meditación sobre el blog. ¿Un nuevo género literario? Quizá. El tiempo, implacable juez, lo dictaminará.

Dos breves homenajes: Pablo Lizcano y Ana María Navales
Concluyo con dos recuerdos obligados (o dos pequeños homenajes): hoy he sabido que Pablo Lizcano, periodista y escritor, ha muerto ("las bombas comienzan a estallar cerca", pensé cuando he conocido la noticia en la conciencia de que pertenecemos a la misma generación). Lo conocí a principios de los noventa, en labores de periodismo y gestión cultural, y fui un devoto de su programa de televisión (creo que en La 2 de TVE): entrevistas de calidad, profundas conversaciones y una cercanía inteligente hacia esa zona en la que la cultura y la política saben relacionarse, mezclarse, dar lugar a un ser mestizo y enriquecedor. Descanse en paz Pablo Lizcano y vaya mi abrazo a Rosa (Montero), su compañera.

El otro recuerdo es hacia Ana María Navales, a quien no vi en mi última visita a Zaragoza. Allí charlamos, Esperanza y yo, de adolescentes e institutos, de fracasos escolares e inmigración, con Manolo Vilas, José Luis Calvo y María Ángeles Naval, los hermanos maños, amantes de la literatura y del buen vino, pero también de los amigos literarios de Aragón. Entonces lo supe: pregunté por Ana María y el propio Manolo me lo dijo. "¿No lo sabes? Murió hace unas semanas". Sentí una sensación extraña: sobre Ana María escribí, a principios de esta década, algunos artículos de crítica literaria en varias revistas, me ocupé, en Babelia, de algunos de sus poemarios y tuve la satisfacción de prologar sus cuentos completos (Cuentos de las dos orillas, 2001), editados magistralmente por la editorial canaria Prames. Pensé en Turia, la revista que codirigía con Raúl Carlos Maicas, en unas jornadas memorables en Albarracín con motivo de mi participación en el jurado de un premio de cuentos, jornadas en las que charlamos hasta el agotamiento con Mario Muchnik y Nicole y en las que pude comprobar que en Ana había, junto a su sabiduría literaria, junto a cierto descreimiento respecto a un mundo literario que no siempre había sido justo con ella, una generosidad sin límite y una vocación poética primigenia, poderosa. Descanse en paz.

Amamos con Joan Manuel Serrat - Mi despedida

  En 2012 publiqué   Fugitiva ciudad,  En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al...