viernes, 5 de diciembre de 2008

UN JUAN Y UN JOHN

UN JUAN
Marsé: un premio Cervantes merecido y deseado por muchos. Un premio al narrador de la Barcelona subalterna en años de cieno y oscuridad. Un premio a la literatura con alma, con emoción, con voluntad decidida de entrar en las zonas menos apacibles de la existencia: los barrios de los vencidos de las décadas de los cuarenta y cincuenta del pasado siglo; los amores clandestinos y los amores que la división social, mantenida contra viento y marea por los poderosos, hacen imposibles; la mirada introspectiva hacia una infancia hecha de sueños incumplidos, de deseos frustrados, de pequeños paraísos construidos en las calles de una ciudad segregada en la que los prostíbulos conviven con el amor legal del matrimonio bendecido; Juan Marsé, el eterno candidato al Cervantes, el escritor que surgió, como una planta extraña, de la rara semilla del antiguo oficio de aprendiz de joyero. A otro Juan, el poeta, amigo de los menesterosos y autor de una escritura crítica con la realidad establecida, apellidado Gelman, sucede, en el elenco de los Cervantes, el Juan de Últimas tardes con Teresa, Ronda de Guinardó o Si te dicen que caí, tres obras cumbre de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX. ¿Cuántos críticos, en su día, adscribieron a Marsé el calificativo de socialrealista de manera despectiva? ¿Cuántos, deslumbrados por el experimentalismo que irrumpió en España en la década de los 70 o empeñados en descalificar la tradición narrativa que venía del realismo de los 50 se dedicaron, durante más de un lustro, a sacralizar novelas frías, carentes de emoción, desgajadas de la realidad vivida por miles de hombres y mujeres, a buscar la oscuridad y la desestructuración de la narratividad para convertir el concepto novela en sinónimo de aburrimiento? Soy de los que piensan (y lo digo en mi doble condición de crítico y creador) que es infinitamente más difícil escribir una novela corta como Ronda de Guinardó, o Teniente Bravo, auténticas piezas de relojería, artefactos precisos en los que hay un ímprobo esfuerzo de lenguaje, que una novela oscura, fragmentaria, difícil de leer (y, por ello, difícil de entender) no tanto por la complejidad de las ideas que intenta transmitir su autor como por la confusión, por la falta de destreza argumental o por la incapacidad para narrar del mismo. Obvio es decir que no es un principio general, que hay numerosas excepciones. Ahí están Faulkner o Joyce (o, en otra dimensión, Benet), entre otros, que (al igual que los grandes pintores informalistas mostraron su destreza figurativa además de experimentar e innovar), en un momento determinado pusieron de relieve la dimensión de su talento al escribir, junto a sus grandes y complejas novelas, grandes textos transparentes, directos, de una dificultad extrema por su intensidad y precisión: Santuario o Mientras agonizo, Faulkner; Dublineses o Diario del artista adolescente, Joyce.

UN JOHN


Steinbeck, el poeta directo que inmortalizó la miseria colectiva de la Gran Depresión del 29, el escritor que puso el lenguaje en el lado de los que sufrieron las consecuencias de la rapiña de un sistema basado en la lógica del beneficio puro y duro, no sólo escribía novelas o relatos. No sólo escribía crónicas periodísticas y, como una deriva de juventud, poemas inmaduros. Escribió también sobre su propia escritura, sobre su vida cotidiana mientras escribía algunas de sus grandes novelas. Poco sabemos en España de esa vertiente de la obra del Nobel norteamericano (en realidad, poco sabemos de esa vertiente de cualquiera de los escritores que conocemos). Bartleby Editores, editorial empeñada en descubrir aspectos desconocidos de la labor de algunos grandes escritores de nuestro tiempo, ha decidido, al igual que lo hiciera con Berger (Esa belleza), o con Carver (Carver y yo, de Tess Gallagher), o con Günter Grass (Lírico botín. Poesía y dibujos de 50 años ), ofrecernos la crónica de la cotidianidad que acompañó a Steinbeck mientras escribía su novela Al Este del edén. El título: Diario de una novela: las cartas de "Al Este del edén". Cartas, sí. Pequeñas crónicas de la labor diaria que complementaba su a veces placentera y a veces tormentosa tarea narrativa que Steinbeck enviaba a su editor casi a diario. Un Steinbeck desconocido, empeñado en labores tan en apariencia irrelevantes como seleccionar los lapiceros con que escrbir, trabajar la madera, ir a llevar a sus hijos al colegio, reflexionar sobre su mayor o menor afición al whisky, o sobre el miedo a la enfermedad o la tendencia a la depresión, o sobre el destino de su novela una vez que muera... La cocina del escritor, la intrahistoria de la escritura, el latido de ese corazón indefinible en que suele convertirse la mesa de trabajo mientras se acomete la redacción de una novela. Diario de una novela es un raro tesoro literario que es, en el fondo, la radiografía de un mundo: el que vive al otro lado de la novela que, un buen día, verá la luz y será propiedad de sus lectores.

Amamos con Joan Manuel Serrat - Mi despedida

  En 2012 publiqué   Fugitiva ciudad,  En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al...