miércoles, 25 de junio de 2008

De amigos e intereses en la poesía contemporánea: dos homenajes



Hace unos meses, el pasado 17 de abril en concreto, participé, junto a Josep María Castellet, Manuel Fernández Cuesta, director editorial del Grupo 62, y del actor Juan Echanove, en la presentación de Memoria y deseo (Península), la poesía completa -con la inclusión de los dos libros que dejó inéditos a su muerte, Rosebud y Teoría de la almendra de Proust- de Manuel Vázquez Montalbán.

MANOLO Y SU POESÍA
El acto fue muy emotivo y tanto nuestras intervenciones como la lectura de poemas de Echanove se desarrollaron con el telón de fondo de la memoria de un escritor y de un poeta irrepetible, de una figura inseparable de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX. También con la presencia de Anna Sallés, su compañera, y de Daniel Vázquez, escritor e hijo.

Yo viví algunos años metido en la poesía de Manolo y, gracias a la decisión de trabajar en un ensayo sobre ella, tuve la fortuna de conocerlo, de hablar con él largamente de poesía, de política, del mundo literario, de sus miserias y de sus grandezas. De aquellas conversaciones y de no pocas lecturas y metabolizaciones de sus poemas surgieron tres trabajos de los que me siento especialmente orgulloso y satisfecho: una edición crítica de Una educación sentimental y Praga (Cátedra, 2001), el ensayo Memoria, deseo y compasión (Mondadori, 2001) (nunca olvidaré su llamada telefónica, emocionada como la de un joven poeta ante su primer libro, una mañana de octubre, para comunicarme que la editorial le había enviado, en primicia, uno de los primeros ejemplares que habían llegado de la imprenta) y el estudio preliminar con que se abre esta última edición de su poesía reunida titulado "La poesía de Manuel Vázquez Montalbán: un decálogo y una coda".

LA JUSTICIA POÉTICA Y LA FACILIDAD DEL CRÍTICO

¿Por qué me siento especialmente orgulloso? Porque creo que con esos trabajos he ayudado, aunque sea una brizna, a restablecer la justicia literaria poniendo en su lugar a un poeta como la copa de un pino, y he saldado una deuda ética, moral, con uno de los escritores más cercanos, generosos, rigurosos y hondos con que ha contado la literatura contemporánea en castellano. Reivindicar, en los años 90 y en este comienzo de siglo, la poesía de Manolo era una obligación moral entre tanta reivindicación de medianías que jamás traspasaron la frontera de la mediocridad. O que hicieron de la poesía una atalaya cultista y separada de la vida. Lo más fácil, siempre, es teorizar sobre lo sabido, analizar la obra del poeta superanalizado y superconsagrado (pienso en Gil de Biedma, en Ángel González, en Valente, en nuestros clásicos del 27, en Blas de Otero....). Lo arriesgado, para un poeta que escribe, también, crítica, es tirarse a la plaza pública a resaltar los valores de poetas silenciados o cuestionados, lo complicado es buscar y mostrar la proteína de una obra llena de carga perturbadora (lo hice también con Diego Jesús Jiménez). Eso es lo difícil. También lo hermoso.

LO QUE ME DIJO JUAN CRUZ Y LAS AUSENCIAS

En la presentación-homenaje que celebramos en Madrid hubo muy pocos de los poetas, escritores y otras hierbas que, cuando Manolo vivía, solían saludarlo, elogiarlo, pedirle favores y apoyos, requerirle prólogos y otros trabajos. Faltaron muchos amigos (o que se decían y se dicen amigos). Me lo subrayó, en un aparte, Juan Cruz (amigo, con mayúsculas, de Manolo), que llegó a decir: "si hoy hubieran venido a homenajerlo todos los que le pidieron favores o se beneficiaron de la generosidad de Manuel, no habríamos cabido en la sala". Era cierto. Al días siguiente, Juan Cruz me escribió un mail comunicándome que había escrito, en su blog, una entrada sobre el acto. La leí y pude comprobar que lo que me dijo en voz baja había sido elevado a la condición de afirmación pública.


Ahora añado: los poetas y escritores rojos, propensos a homenajes a poetas que han pasado el rubicón del Príncipe de Asturias (Ángel González, por ejemplo), o la consagración unánime de la generación del 27 (Alberti, por ejemplo), aficionados a acudir en comandita a jalear a escritores ya mayores a los que nadie cuestionó jamás, no estaban. Ninguno. Ni García Montero, ni Prado, ni Sabina, ni Rioyo, tan apasionado lector de la obra montalbaniana (al menos, así lo predica), ni tantos otros que decían compartir, en vida de Manolo, identidades ideológicas, posiciones políticas, amores por la copla y la Barcelona del mestizaje y el espíritu crítico además de haber compartido El País, el diario en el que Manuel Vázquez Montalbán era, desde el primero número del ya lejano 1976, una firma imprescindible. Tampoco estuvo Chus Visor, el editor de Ciudad (1996) y de Pero el viajero que huye (1991), los dos últimos poemarios de Manolo. Es posible que tuvieran otras obligaciones, compromisos de índole superior. Pero... se echó de menos el mensaje escrito, el apoyo en la distancia, la solidaridad con el homenajeado.

Sí, Juan Cruz escribió en su blog lo que muchos pensaron (comenzando por Manuel Fernández Cuesta, el editor, y acabando en el propio Castellet): la generosidad de ciertos poetas con los colegas muertos es extremadamente selectiva.

EL OTRO HOMENAJE: SENTIRSE INTRUSO

Viene esto a propósito de mi experiencia en un homenaje posterior. Fue el 17 de mayo y el acto, en una ciudad del área metropolitana de Madrid, tenía como protagonista la memoria de Ángel González. Acudí porque por una suma de circunstancias acabé de participante en la mesa (junto a Almudena Grandes, Benjamín Prado, Luis García Montero, Juan Cruz, Julio Llamazares y Javier Rioyo). Yo acudí no sólo porque me invitó el ayuntamiento que lo organizaba sino porque me considero conocedor y amante de la poesía de Ángel. Porque, además, creía representar a los cientos de miles de lectores que han vivido la poesía de Ángel más allá de la figura ceñida a las noches de farra y al reducido grupo de amigos de las madrugadas madrileñas en que se centraron, con posterioridad a su muerte, la mayoría de las columnas y semblanzas que se publicaron. Y, cómo no, porque dirijo la colección de poesía que acogió la reedición de Tratado de urbanismo con lectura de Carlos Pardo (Bartleby, 2007), un libro que Ángel recibió con enorme emoción. Pues bien, tuve la sensación (algo que me confirmaron después amigos presentes en el acto) de que en aquella mesa estábamos dos escritores que, para la mayoría de sus integrantes, no lo merecíamos. Las ausencias en el homenaje a Manolo Vázquez Montalbán, se habían convertido en presencia abrumadora tendente a la apropiación de la memoria y de la obra del gran Ángel González (por cierto, poeta al que Manolo admiraba sin reservas). ¿Casualidades de la vida? Probablemente. Pero lo cierto es que tuve la sensación de ser considerado intruso, presencia innecesaria, crítico y poeta no invitado, ajeno al universo de amistades íntimas del poeta homenajeado y, por tanto, "carente de legitimidad" para hablar de él.... El otro escritor disonante, que sí fue amigo de Ángel y que subrayó, sobre todo, su tristeza (su recuerdo también era ajeno a la memoria de nocturnidades que la mayoría de la mesa puso de relieve), fue Julio Llamazares.

Al día siguiente, los periódicos recogieron lo más significativo del acto. No pocos amigos me llamaron o escribieron para expresarme su extrañeza por mi presencia en la mesa redonda. Era, para ellos, un anacronismo. La sensación que experimenté mientras compartía palabras con el resto de los poetas y escritores, la compartió buena parte de quienes me escribieron o llamaron por teléfono. Lo que, objetivamente, era algo natural (incluso hubiera sido necesaria la presencia de muchos más poetas y críticos del amplísimo universo de admiradores de la poesía de Ángel González: es lo que merece) pasaba a ser, para los observadores conscientes de la realidad literaria que vivimos, una anécdota extraña, poco acorde con la visión restringida que en los últimos tiempos se proyectaba sobre Ángel. Una pena.

lunes, 16 de junio de 2008

La crónica de un "Verano" que se escribió en diez años.

Fue en mayo de 1997 o quizá un mes después, una noche en la que unos amigos inauguraban una casa recién remozada en una urbanización del valle del Lozoya. Recuerdo que, en la fiesta, no sólo estábamos nosotros, acuarentados residentes de fin de semana en ese lugar. Estaban nuestros hijos, a punto de adolescencia. Sonaba la música que los anfitriones habían seleccionado. Era una música afincada en la memoria de todos nosotros. Quizá fuera una canción de Jacques Brel, o de Adamo -¿por qué no Mis manos en tu cintura?-. Fumábamos, reíamos, ironizábamos sobre el amor libre, sobre los sueños del tiempo universitario, sobre el empeño de olvido en que parecía enfrascado el primer gobierno Aznar... Y fue entonces, mientras veía a las parejas bailar entre las luces nocturnas, mientras escuchaba cómo los anfitriones se referían, entre risas, a la hipoteca que acababa de caerles con aquel viejo chalet remozado, cuando tuve la certeza de que en aquel momento, parte de nuestra vida real, yo tenía a mi disposición el comienzo de una novela. No sabía qué ocurriría en ella. Ni qué personajes iban a protagonizarla. Pero tenía el ambiente, los paisajes, el pulso emocional, el deseo de escribir. Es decir: tenía los elementos esenciales que, en mi caso, suelen ser el principio de una novela.
Días después, cuando los rescoldos de la fiesta se habían apagado, probablemente en la habitación de mi casa de Madrid, quizá a finales de mayo o a principios de junio, nació, de un tirón, el primer fragmento:
"La música, llena de pasadizos a la memoria, sonaba inmune a sentimientos y a recuerdos, seapropiaba del jardín y hacía de la noche un espacio en el que no existía el presente, un lugar de los años perdidos y las amistades borrosas y los sueños amputados. Eso era la música y Nuria Cruz intentaba guarecerse contra el asedio de la nostalgia y de los deseos rotos y por eso dejó el salón donde todos bailaban ajenos a su cavilación, y cruzó el jardín y olió las madreselvas, el aroma algo mortecino de los rosales, y contempló un cielo en el que las estrellas brillaban como nunca componiendo sobre el bosque de fresnos una bóveda inmensa, la misma bóveda de sus quince años, cuando el tiempo carecía de sentido y amar era una aventura no por pecaminosa y prohibida menos cargada de promesas. Atrás quedaba la casa encendida contra la noche, quedaban ellos, acuarentados fingidores de fin de semana, testigos de su lejano esplendor adolescente y de su desconcierto de los últimos años, amigos perseverantes desde los tiempos del desafío, desde las noches en las que la ciudad, ahora oculta tras la cadena de montañas, era el lugar a conquistar y era el futuro. Habían cruzado todos los puentes, intentado representar todos los papeles y quizá por eso ahora se limitaban a vivir, a apurar un tiempo que comenzaba a mostrarse en toda su descarnada precariedad. Nuria echó la vista atrás y vio a Adela, que abandonaba la casa y se detenía en el porche.
—¿Han llegado los chicos? —dijo Adela.
--No… Por eso he salido… Ya es algo tarde."

No sabía entonces que daba comienzo a un trabajo de diez años, que se prolongaría hasta mayo de 2007. No continuado, por supuesto. Con paréntesis más o menos largos determinados por otros proyectos narrativos, por algún poemario, por mi ensayo sobre la poesía de Vázquez Montalbán. Un trabajo que, en gran parte, se desarrolló en muchos fines de semana, en etapas de vacaciones y puentes vividos en lo que en la novela llamo "la casa del verano", una casa que es real, que existe, que se levanta junto a un pequeño pueblo del valle del Lozoya.
En estos días, cuando me enfrento a la magnífica edición que ha hecho Alianza (con esa portada, obtenida de los fondos de la Agencia EFE, llena de carga evocadora), al recordar el proceso de corrección de galeradas, de revisión del conjunto del texto, me he dado cuenta que he construido la crónica de un verano extraño. Un verano en el que los adultos confrontan sus mitos y su memoria con el pragmatismo de los adolescentes crecidos en democracia. Unas vacaciones en las que, inesperadamente, se abre una ventana al pasado: al de la inmediata posguerra y al de los últimos años de la dictadura de Franco. En la felicidad inventada de quienes viven un agosto de montaña de finales de los noventa entre excursiones, reuniones de amigos, veladas bajo la luz cubiertos con jersey o con mantas que evocan los viejos fuegos de campamento vividos por los mayores, irrumpe una realidad tormentosa: una falsa carta firmada falsamente por un personaje del pasado de todos abre el portón de un tiempo doloroso. ¿Qué fue de los torturadores de la Brigada Político Social del franquismo? ¿Cómo han vivido el tiempo de democracia? ¿Se han encontrado, alguna vez, frente por frente, con alguna de sus víctimas? ¿Han llegado a hablar con ella? A esas preguntas, con el telón de fondo de una naturaleza vivida y gozada, con la evocación de un agosto vacacional en el que los adultos recuerdan e intentan refugiarse en la fiesta y en un retiro temporal y los adolescentes descubren el amor, el sexo, lo precario de toda felicidad, intento responder con Verano.

jueves, 12 de junio de 2008

Niall Williams, la Irlanda relegada y la Feria del libro de Madrid

La primera noticia que tuve de la existencia de un narrador llamado Niall Williams fue una magnífica y casi entusiasta crítica de Francisco Solano en el suplemento cultural de ABC. Corría el año 1999 y mi desconocimiento de la narrativa que a finales del siglo XX se estaba escribiendo en Irlanda era más que notable. La crítica aludía a la novela Como en el cielo y en ella Solano venía a destacar la especial destreza de Williams para afrontar la fibra más honda y sensible de la realidad cotidiana del hombre mediante la utilización de un lenguaje con una gran carga poética aunque de una extrema sencillez: era una hermosa historia de amor con el telón de fondo de las relaciones, llenas de ternura y de contradicciones a la vez, entre un padre y un hijo en una Irlanda de brumas y de lluvia, de carreteras que avanzan entre praderas humosas y fábricas abandonadas. En cuanto tuve ocasión, compré la novela. La leí de un tirón, me emocioné (estética y sentimentalmente) como hacía años no me había emocionado ante una novela y durante bastante tiempo me dediqué a transmitir mi experiencia de lectura a cuantos me quisieron oír. De hecho, es el libro que más veces he prestado en los últimos diez años y es uno de los que he recomendado con especial insistencia cuando alguien se ha acercado a mí pidiendo consejo sobre un posible libro a regalar...


En esta Feria del Libro, Bartleby Editores está participando con la última novela de Williams, Sólo una palabra tuya. Una historia de vida, amor y muerte, traducida por Beatriz Bejarano, en la que se rinde homenaje a la gran literatura del siglo XX y en la que su autor dibuja las hondas contradicciones en que se debaten los seres humanos cuando la vida los lleva a abandonar los lugares en que nacieron, donde se hicieron adolescentes e incluso alcanzaron la madurez. La Irlanda de la niebla y del verde permanente, de los pequeños pueblos detenidos en algún lugar del tiempo, de los polígonos industriales en declive, se confronta con la Nueva York de unos días de un verano caluroso, lleno de luz, en las antípodas de los veranos irlandeses.

En tiempos de tramas vaticanas, códigos da vinci, catedrales marinas y narraciones que huyen del presente como de la pólvora, acercarnos a Sólo una palabra tuya y a la vida cotidiana, profundamente enraizada en los últimos años del siglo XX y en los iniciales del XXI, que en ella se dibuja, es un saludable ejercicio. Que quizá nos sirva para contemplar nuestra literatura de hoy para constatar que, salvo raras excepciones, el presente, en España, "no tiene quien lo escriba".

Tensión narrativa, emoción estética y sentimental, metaliteratura, paisajes, meditación existencial... Todo está en Sólo una palabra tuya. Merece la pena sumergirse por unas horas en las páginas de este libro irrepetible. Como antesala de esa experiencia, invito al lector a disfrutar el fragmento con que se inicia el segundo capítulo de la novela:

"Comenzar.
Comenzar con la imagen de una mujer de pelo rubio lanzándose al azul de una piscina en pleno verano. La piscina está al final de una larga extensión de césped que parte desde la gran casa situada en el condado de Westchester, Nueva York, cerca de la ciudad con el nombre indio de Wapaqua, donde la mujer creció junto con su hermano. Ahora es la casa en la que una madre divorciada va a quedarse sola cuando, en ese mismo verano, la mujer se case y su hermano se vaya a vivir a California. La mujer se tira a la piscina y un hombre permanece de pie observándola. Es ese momento del día en el que la luz se apaga deprisa y las azules sombras de las cicutas y los cedros son alargadas. El calor del día se va pasando aunque de alguna forma permanece todavía mientras la oscuridad se cierne. El aire es pesado y denso. Las perfectas brazadas de la mujer mientras nada metro a metro son una especie de frío que resulta encantador, suave y sencillo. Nada de una forma notablemente hermosa y es como si el agua fuera su verdadero elemento, dentro del cual sólo existiera el movimiento de su cuerpo y su fluidez. Y en ese momento, justo cuando la tarde se convierte en noche, en lo alto de la casa su madre se levanta y enciende una luz. De golpe la piscina reluce con un resplandor azul y dorado que sale de las profundidades mientras la nadadora parece una criatura fantástica cayendo sobre el agua.
Pero todo esto ocurre mucho después. En lugar de eso, hay un chico, un chico tan flaco como un palo. Un chico que aún es feliz, que vive junto a la carretera a las afueras de un pueblo llamado Dun, en el oeste del condado de Clare. Su pelo es rubio, su nariz está sembrada de pecas. Sus ojos son verdes. Tiene un hermano cinco años mayor que él y una hermana, Louise, que es un bebé."

Ahí queda.

Amamos con Joan Manuel Serrat - Mi despedida

  En 2012 publiqué   Fugitiva ciudad,  En aquel libro, especialmente querido, había un capítulo, compuesto de 11 poemas de amor, homenaje al...