martes, 14 de febrero de 2017

Lo que se fue con Félix: mundos que se disuelven

La muerte de Félix Grande hace tres años, más que cualquier otra de las de entre mis amigos mayores, me hizo cobrar conciencia de un proceso de gran calado y del que sólo advertimos su silencioso discurrir en momentos muy precisos: me refiero a la desaparición del mundo que contribuyó a acentuar y dar encaje a mi vocación de poeta, a la vocación de poeta de tantos escritores coetáneos. Echo la mirada atrás, la proyecto en los primeros años de mi andadura y recorro con ella la realidad que viví y los ingredientes que le dieron sentido y descubro ante mí una historia rica, compleja, irrepetible.

Encuentro "Poesía y paisaje" en Pozoblanco. Primavera de 1997
Ese mundo que con Félix comenzó a escaparse se lleva las lecturas de la Tertulia Hispanoamericana de los años ochenta y primeros noventa, tiempo último de Rafael Montesinos en los bordes de la Universitaria, noches de vino y tortilla de patatas en la cafetería Sicilia, mi primera presentación literaria de la mano de Pepe Hierro, mis hijos pura infancia (Malva con seis años, José Manuel con uno y subido en su carrito) de la mano de Esperanza, poeta oculta e intensa. Éramos los poetas jóvenes que llevábamos en la cartera las viejas antologías de Taururs (la mítica Cuatro poetas de hoy), que nos habíamos formado en la lectura en paralelo de Rosales o Vivanco de un lado y de Blas de Otero, Gloria Fuertes o Gabriel Celaya, de otro, que habíamos descubierto lo más contemporáneo en las voces de los poetas del cincuenta y que aún no nos habíamos repuesto de la ofensiva novísima. Entonces nacían las revistas que había alumbrado la todavía reciente transición: Leer, Quimera, los lejanos Camp de l'Arpa o Lateral, revistas que se querían comer el mundo con nosotros, que llenaron mi Madrid de compromisos inacabables con la gente del barrio y de sueños de inmortalidad que el tiempo y la madurez se llevarían.

De izquierda a derecha, Diego Jesús Jiménez, Esperanza, Manuel Rico
y Félix Grande. Nochevieja de 2005
Pero la muerte de Félix, como años antes la de Diego Jesús Jiménez, se llevaba también el mundo que construimos en Priego en los meses de julio de la década primera del siglo XXI. Jornadas de conversación, poesía y felicidad, de noches al raso en la plaza del ayuntamiento mientras los más jóvenes intentaban encender un amor fugitivo o reservar el mejor poema para la lectura que clausuraría el curso. Se llevaba parte de mi mundo, del que también Paca formaba parte, especialmente una mañana en la que en la alfarería del pueblo nos hicieron, a Félix y a mí, un molde de la mano derecha para convertirlo en cerámica, en pieza de artesanía que conmemorara el paso de los poetas por el pueblo. Allí conocí a Carlos Sahagún, a Carme Riera, a Antonio Carvajal, a Paco Brines, a los poetas más jóvenes que buscaban un camino y una identidad a la sombra del Centro Cultural que lleva el nombre del maestro Diego Jesús y que fuera cárcel en un tiempo remoto. Allí compartí risa y versos con Antonio Hernández, con un Manolo Vázquez Montalbán que colgó a la entrada del salón de actos sus "carvalhos" y se desató como poeta en estado impuro en el escenario.

Con Félix se fueron también los rescoldos de otros, mayores de edad que él, pero inseparables de mi goegrafía sentimental y literaria: Gil de Biedma,  Claudio Rodríguez, José Agustín Goysitisolo, Carlos Barral.... muertos previos y ceniza. Se fueron las historias, que tan bien contaba, de Oliver, donde Paco Umbral, Juan Benet, García Hortelano, probablemente en mesas separadas, quizá enfrentadas, debatían de narrativa, de vanguardias, de Faulkner o de Hemingway, los dos extremos referenciales de las opciones estéticas que representaban. Se fueron también los rescoldos de las terturlias poéticas del Café Gijón, los años últimos de La Estafeta Literaria, el reverencial deslumbramiento ante la revista Ínsula, llena de historia democrática y literaria, y los años más recientes de Nueva Estafeta, entonces dirigida por Rosales....

Juan Carlos Mestre, Alejandro López Andrada y Manuel Rico
Lecturas de poetas. Una visión de la sierra del Guadarrama filtrada por los mejores de la Generación del 36, por Luis Rosales, pero también por Alberti, por un Prado Nogueira olvidado demasiado pronto, por el viejísimo y exiliadísimo don Antonio Machado. La Tertulia Hispanoamericana de entonces se asomaba a la Universitaria, respiraba el aire de aquellos poetas pero también los aromas, aún vivos, de la Institución Libre de Enseñanza.

Con Félix se fueron (porque era inevitable) mis asiduas visitas a la casa de los libros en la calle Alenza, y las noches de vino y debate, los sueños a cumplir en el logro de la obra maestra y de la canonización que muy pocos alcanzarían, los cuadros de Lorenzo Aguirre, el relato emocionado y casi iracundo de Paca hablando de los años del hambre, del garrote vil que Franco aplicó a su padre, de la Chiquita Piconera o del "último mohicano" que llenó un poema de emociones, de vida, de memoria íntima y colectiva, de verdad. Se comenzaron a marchar las cenas de Nochevieja (¿cuántos años?) en nuestra casa, con Diego Jesús unas veces, otras con Guadalupe y con otros amigos. Ya hace tiempo que las tardes de reflexión y poesía, de literatura y política, de lecturas inacabables dejaron de ser, fueron cayendo en el abismo gradual conde crece el olvido.

Los más jóvenes soñábamos con los mayores, con los que ya estaban en las antologías y nos traían la tradición sobre sus hombros vivos y combativos todavía. Había una continuidad que se remansaba en cada tertulia, en cada lectura, en cada debate... .Todos o casi todos vivían y creaban cuando los de mi generación empezábamos. Teníamos a los maestros que habían entrado en el libro de literatura como dioses cotidianos y accesibles. Vivían la plenitud y la madurez y nosotros la devoción y el aprendizaje. Noticias de Ángel González y sus noches de vino y bolero, noticias de Gamoneda a través de un Blues castellano  apenas conocido, un Gamoneda todavía sepultado en la provincia por intereses ajenos a la poesía y que llegaría a Madrid, a los foros más notables, a partir de Lápidas y, sobre todo, de Edad, la poesía completa que editó Cátedra bajo la batuta de Miguel Casado,  noticias de Granada donde la Otra Sentimentalidad nacía y a la sombra alargadísima y honda (no todas las sombras son hondas) de Federico comenzaban a publicar los amigos, los de la misma edad que cumplíamos en Madrid con nuestra condición de coetáneos y de apasionados por la poesía. Hablo de Luis García Montero, con quien polemicé a propósito de otro granadino, Javier Egea, a quien solo conocí en la distancia del poema y de otras lecturas, Rafael Guillén, ya maestro entonces, hablo del redescubrimiento de un realismo que mezclaba subjetividad y preocupación colectiva, que miraba a Italia y a Pasolini y a Pavese y a los narradores del neorrealismo. Hablo de la memoria, casi apagada de un muerto jovencísimo, casi adolescente, como Pablo del Águila, amigo de de Félix, visitante ocasional de la casa de Alenza, de quien Bartleby publicará la obra completa en unos días. Y hablo de los amigos de Madrid, de los que pugnábamos por publicar algún poema en Cuadernos, o en una revista recién nacida, o por ver editados nuestros primeros libros en Hiperion, en Visor, entonces proyectos nuevos, vivos, todavía no agrietados por el tiempo y las sevicias institucionales, en Endymion, donde el enorme Jesús Moya cuidaba de su sótano en Cruz Verde y alimentaba gatos y poetas.... Fernando Beltrán, José Carlón, Adolfo García Ortega, Juan Carlos Suñen, Jordi Virallonga (venía de Barcelona y sinTaxis), Antonio Jiménez Millán (venía de Granada), Amalia Iglesias,  Juan Carlos Mestre, Rogelio Blanco, Blanca Andreu lejana y triunfadora con un Adonais más que memorable... Jóvenes de entonces que hoy nos miramos en el espejo descubriendo las huellas de la edad y el aura de una orfandad naciente.


Son tantos los huecos....  Es ley de vida. He tenido el privilegio de convivir y crecer literariamente con todos ellos, pero cuando Félix se fue hace tres años, tomé conciencia de que del mundo que había vivido tan intensamente y los mundos que dentro de él crecieron empezaban a dejar el espacio de la realidad para ir recluyéndose lentamente en el de la memoria. Hablando con algunos de mis amigos poetas nacidos en los cincuenta compruebo que compartimos una sensación: durante décadas nos hemos sentido "jóvenes poetas" (incluso ahora yo mantengo esa sensación). Y el misterio de esa rara conciencia prolongada no era otro que la presencia viva y amiga de los maestros. Pero se nos han ido yendo poco a poco dejando un vacío difícil de colmar. Nos han dejado huérfanos. Se llevaron el mundo que nos dio experiencia, felicidad y mitologías necesarias para sobrevivir. Y nos quedamos algo más solos.



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